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Nunca faltaban visitas en el puesto de los Ceibos; pero no visitas de etiqueta a quien hubiera que hacérsele sala. No; eran amigas, parientas de Feliciana o de Juan y que pagaban los dos o tres días de contento pasados allí, ayudando en los trabajos de la casa; porque hay que advertir que la «patroncita» si nunca se cansaba de cantar, tampoco se cansaba nunca de trabajar.
Cuando había concluido todas las faenas domésticas se ocupaba en hacer algún dulce, para sorprender a su marido, que era extremadamente goloso.
Aquel domingo, a la hora de siesta estaba ella en la cocina preparando una empanadas, cuando se presentó Juan.
—¿Anda por poner un güevo mi calandria?—dijo cogiéndola cariñosamente por la cintura.
—Sí;—respondió ella riendo.—Pero ya sabes que no me gusta que me vean en el nido. Andá sestiar.
—No puedo... Sin vos la cama es fiera y grande como el campo en una noche oscura... ¡Mostrá!...
—¡No muestro nada!—replicó ella, tapando con el delantal la masa y el picadillo que estaba sobre la mesa.
3 págs. / 5 minutos.
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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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