I
El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego; brillaban las lomas con su tapiz de doradas flechillas, y en el verde luciente de los bajíos, cien flores diversas, de cien gramíneas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el toldo ardiente de irisadas nubes.
En un recodo de un pequeño arroyo, sobre un cerrillo de poca altura, se ven unos ranchos de adobe y techo de paja brava, con muchos árboles que lo circundan, dándoles sombra y encantador aspecto.
El patio vasto, de tierra, muy limpio, no tiene más adornos que un gran ombú en el medio, unos tiestos con margaritas y romeros en las lindes, y un alambrado, muy prolijo, que lo cerca, dejando tres aberturas sin puertas, de donde parten tres senderos: uno que va al corral de las ovejas, otro que conduce al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, que lleva, en línea recta, hacia la vera del arroyo, distante un centenar de metros.
El arroyo es todo un portento. No es hondo, ni ruge; porque en muchas leguas en contorno no hay elevación más grande que la protuberancia donde asientan los ranchos que mencionamos. La linfa se acuesta y corre sin rumor, fresca como los camelotes que bordan sus riberas, y pura como el océano azul del firmamento.
No hay en las márgenes enhiestas palmas representando el orgullo forestal, ni secos coronillas simbolizando la fuerza, ni ramosos guayabos y vivarós corpulentos, ostentación de opulencia. En cambio, en muchos trechos, vense hundir sobre el haz del agua, con melancólica pereza, las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, ó extenderse, como culebras que se bañan, los pardos sarandíes.
Tras esta primera línea, vienen los saúcos, blanqueando con sus racimos de menudas flores; los ñangapirés con su pequeño fruto exquisito; el arazá, el guayacán, la sombría aruera, los gallardos ceibos cubiertos de grandes flores rojas, y aquí y allá, por todas partes, enroscándose á todos los troncos, trepando por todas las ramas, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan voluptuosamente pender sus ramas, como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.
Los árboles no se oprimen, y á pesar de sus fecundas frondescencias, caen á sus plantas, en franjas de luz, ardientes rayos solares que besan la abundante hierba y arrancan reflejos diamantinos al montón de hojas secas. Hay allí sitio para todos: entre el césped corren alegres las lagartijas persiguiendo escarabajos; en el boscaje, miríadas de pájaros suspiran sus amores á la puerta del nido, sin temer para ellos el tiro cuyo retumbo nunca oyeron, ni para sus huevos ó su prole la curiosidad traviesa de chicuelos que sólo aportan por aquellos parajes para coger una indigestión de pitangas.
Las mariposas de sutiles alas irisadas vuelan por todos los sitios, y zumban los insectos rozando hojas y libando flores; y allá en la cinta de agua, que parece un esmalte de nácar sobre el verde del monte, duermen las tarariras flotando de plano, saltan las mojarras de reluciente escama, cruzan serpenteando veloces pequeñas culebrillas rojas que semejan movibles trozos de coral, y de cuando en cuando, con rápido vuelo sigiloso, ua martín-pescador proyecta su sombra, rompe el cristal con su largo pico, y se alza en seguida conduciendo una presa.
Durante las siestas, cuando se incendian las lomas con los chorros de fuego del sol de estío, van los mansos rocines á dormitar á la fresca sombra de los árboles; y para que nada falte, y haya siempre manifestaciones de vida en aquel maravilloso paraje, de noche, cuando la luz se apaga y los pájaros enmudecen, encienden las luciérnagas sus diminutos fanales y entonan las ranas sus monótonas canturrias.
La senda ancha y trillada que en línea recta conduce á la vera del arroyo, se bifurca allí. De las dos que resultan, la más angosta se interna en la arboleda, y la otra costea el monte, hacia arriba, y muere en remedo de playa: todas las mañanas y todas las tardes, un muchachuelo, cabalgando en un "petizo bichoco", lleva á la cincha, por ese sendero, la rastra con el barril para el agua del consumo diario.
La otra intérnase en el monte, y tras muchos giros caprichosos, llega también al borde del arroyo, donde hay un claro pequeño que accidentalmente es pesquero de mojarras, y más de continuo, lavadero de la gente de los ranchos.
Una mañana de Diciembre, inmensamente cálida, una joven, en cuclillas junto al agua, refregaba con tesón unas piezas de ropa. La falda de percal, levantada y sujeta entre ambas rodillas, dejaba al descubierto unas pantorrilias rollizas desde el tobillo; y las mangas alzadas de la bata ponían de manifiesto dos brazos torneados y cubiertos de piel morena y brillante.
De tiempo en tiempo la joven cesaba de refregar, sacudía sus manos regordetas para escurrir el agua, y se las pasaba por la frente á fin de quitar el sudor ó volver á su sitio alguna greña rebelde de su bravía cabellera.
Un par de horas transcurrieron, y ya enjuagada la ropa, la niña se puso de pie, hizo un lío con todas las piezas lavadas y se escurrió con rapidez por el sendero hasta llegar á un playo, un "potrerito" alfombrado de grama y bañado de sol. Extendió en el suelo las diversas ropas, cantando bajito unas coplas maliciosas.
Después quedóse un momento indecisa; y luego, con los brazos caídos á lo largo del cuerpo y la cabeza inclinada sobre el pecho, en actitud meditabunda, se fué hacia el fondo del potrerito, andando despacio, y pegando con la punta del pie—un pie pequeño y gordo encerrado en alpargatas floreadas—á las ramas secas que encontraba á su paso.
Cuando llegó á la arboleda, arrancó una gran flor de ceibo, que puso entre sus labios, tan rojos como la flor, y recostándose en el tronco del árbol, detúvose á mirar hacia el boscaje con la insistencia de quien espera á alguien. A poco oyóse un crujir de ramas, y un hombre apareció en el playo.
Era el que llegaba un mocetón fornido, de tez morena, de rostro simpático y hasta bello, á pesar de la nariz larga y corva, de la boca grande y carnosa y de la escasa barba negra que crecía sin cultivo.
Vestía bombacha de dril blanco, muy almidonada, y calzaba alpargatas floreadas; no llevaba saco, ni blusa, ni chaleco: sólo una camisa de color, recién puesta y tan almidonada como la bombacha. Iba con el sombrero en la mano, sujeto del barboquejo, á manera de canasta, pues lo había llenado de hermosos frutos de ñangapiré. En la mano izquierda tenía un gran ramo de margaritas blancas.
Ya cerca de la joven, tendió torpemente el brazo, y mirándola con ternura,
—Toma—le dijo; y le entregó el ramo.
Ella lo cogió sonriendo, y oliéndolo con fruición,
—¡Qué ricas!—exclamó—; gracias.
Y después, mirando el sombrero,
—¿Qué trais ahí?—preguntó; y sin darle tiempo para contestar, metió, la mano traviesa.
—¡Pitangas!—dijo alborozada; y tomó un puñado, que llevó á la boca.
Mascando las frutas menudas, y riendo,
—¡Qué lindas son!—decía—; ¿dónde las ajuntastes?...
El mocetón, con el labio péndulo y la mirada embobada de los enamorados tímidos, la contemplaba embelesado, sin atinar á pronunciar palabra. Tenía la cabeza inclinada sobre el lado derecho, y las hebras del negro cabello lacio, mojado en el baño reciente, caían formando banda sobre el ojo derecho, que casi se ocultaba.
—¿No me das esa flor?—dijo de pronto, refiriéndose á la de ceibo que la niña había dejado en el suelo; é hizo ademán de cogerla.
—¡Esa no!—contestó con viveza—, ¡es muy ordinaria!... Toma ésta...—y le ofreció un clavel blanco que llevaba en el pelo. Él la tomó con ternura y la puso en la boca, suspirando y abrazándola con la mirada.
—¿De verdá, Clota, me querés?—murmuró.
Ella lo miró un momento, seria, pensativa, dando á su linda cara morena un aspecto severo, y al ver el aire triste del mozo, el dolor que se pintaba en su semblante, lanzó una carcajada fresca y sonora, que llenó el bosquecillo de ceibos, y le tiró al rostro los pétalos de la flor que había recogido y deshojado.
—¡Qué cara de ternero enfermo tenés!—le dijo; y siguió riendo, mientras el gauchito, devorándola con los ojos y pasado el susto, reía también rebosando de alegría.
II
Clotilde—Clota por diminutivo—era la menor de las tres hijas de Jacinto Ramos, el puestero del Ceibal en la estancia de Martínez; y Patricio Suárez, el mozo que encontramos en el bosquecillo de ceibos, era un gauchito trabajador y sin vicios, que, iba ya para un año, no podía pasarse una semana sin visitar al puestero y contemplar á la chica, que le tenía alelado.
Clota contaba diez y ocho años y era todo un temperamento criollo, con algunas gotas de sangre negra que le bronceaban la piel y le encendían pasiones tan ardientes como el sol de mediodía en aquellas lomas desiertas. Su cuerpo pequeño, con amplias caderas, su abultado seno y no muy estrecha cintura, tenían la gracia nativa y la agreste esbeltez de las flores del campo.
No era linda; su nariz, corta y gruesa, con ventanillas muy abiertas; la boca grande y pulposa, el mentón prominente y la frente estrecha y baja, acusaban su origen; pero aquellos inmensos ojos negros de mirada picaresca, aquellos dientes menudos por sobre los cuales saltaba continuamente la risa como las aguas del arroyo sobre la pequeña cascada de piedrecillas blancas, y aquella cabellera de negras mechas rebeldes, lucientes, rígidas y abundantes—verdadera crin de potro indómito—hacíanla atrayente y deseable; tanto más deseable, cuanto que era uno de esos caracteres altivos, voluntariosos, que obran por impulsos pasionales y son inaccesibles á la convicción y al ruego.
Ella no tuvo nunca ni las muñecas de trapo ni los negritos de loza con que jugaban sus hermanas. Sus gustos eran correr por el campo apedreando cachuas, descuartizando lagartijas y mostrando el puño á los teruteros, á quienes odiaba porque se burlaban de ella volando y gritando sobre su cabeza. ¡Si hubiera podido agarrar uno...!
En cambio se vengaba rompiéndoles los huevos ó matándoles los pichones. Después de ausencias de varias horas, tornaba á los ranchos con la cabellera revuelta adornada con margaritas, y el vestido con más abrojos y rosetas que crin de yegua madrina en tropilla de baguales.
Los días de lluvia eran sus días de holgorio, y sólo recurriendo al medio extremo de atarla de una pierna á una pata de la cama lograban tenerla bajo techo; mientras esto no sucedía, pasábase ella chapaleando barro, buscando charcos para removerlos con sus piececitos descalzos, y sapitos para destriparlos con sus manos traviesas.
A medida que iba creciendo, acentuábanse sus instintos varoniles. Gustábale más cavar en la huerta, al rayo del sol, que tomar una aguja para recomponer la falda desgarrada en sus excursiones al monte y en su continuo trepar por los árboles.
Montaba á caballo en pelo, sin reparar si la bestia era mansa ó arisca; corría por los bañados, por las cuchillas, cuestas arriba y cuestas abajo, sin cuidarse de las rodadas, que en más de una ocasión la dejaron por tierra magullada y dolorida, y á tal punto llegó su amor á la vida libre del hombre, que, ya crecida, propios y extraños la apellidaban la machona, jamás se la veía jugar con sus hermanas, á quienes no bscaba sino para hacerles alguna diablura y reir luego, á pesar de los moquetes y lazazos que le propinaban ellas y sus padres. Más dada era con sus dos hermanos, y, sobre todos con Luciano Romero, un muchacho sin familia que había crecido en la casa y era el más ladino narrador de cuentos alegres, no hablando nunca sino en refranes, riendo siempre y siendo, cual ella, cruel en sus bromas y feroz en sus enojos.
Este muchacho fué su camarada inseparable hasta hacía tres ó cuatro años, época en que, á causa de una soba que le diera Jacinto, alzó el vuelo y no volvió á vérsele.
Un año antes de la fecha en que comienza este relato, hubo en casa de Jacinto Ramos grandes fiestas para solemnizar el buen resultado de la trilla, que, siendo la primera, auguraba al puestero proficuas ganancias para el futuro.
Se carneó una vaquillona con cuero; se mataron varios capones y no pocas gallinas; se llevaron tres damajuanas de vino; se invitó á las familias de las inmediaciones, y, después del gran almuerzo á la sombra de los ceibos, se bailó al compás de acordeones y guitarras, hasta la hora de cenar.
Después de cenar, la fiesta continuó en el amplio patio, y el clarear del nuevo día oyó aún el chirrido de los acordeones y el son desafinado de las guitarras sin primas.
Entre los invitados estaba Patricio Suárez, el hijo de un puestero de la estancia vecina. Desde el principio bailó con Clota, sin que nadie se la disputara, porque los paisanitos la conocían ya, y quién más, quién menos, había recibido de la linda morocha, en contestación á sus requiebros, cuatro frescas que los dejó desconcertados y ariscos.
Ella, que al fin era coqueta, se dejó llevar por aquel mocetón arrogante y fornido y tan tímido que apenas le hablaba, que apenas le tocaba la cintura con su mano grande y callosa, y que sólo á ratos y de una manera furtiva le dirigía una mirada.
Al siguiente día Clota se encontró pensativa. ¿Por qué Patricio no le había hablado de amores, no obstante mostrarse tan solícito y haber bailado con ella toda la noche?... Recordaba que varias veces, excitada por el baile, por la alegría de la fiesta, por los acordes de la música, é incomodada con el mutismo de su compañero, le había oprimido la mano, ó le había rozado la cara con sus cabellos negros, ó lo había mirado en los ojos con sus ojos de gata, y el mozo habíase puesto rojo como una flor de ceibo, y había inclinado la frente, mirando al suelo...
¿Sabía lo que contaban de ella, conocía sus brusquedades y sus caprichos y le tenía miedo?... Patricio era bueno, tenía fama de muy bueno, y, además, no era feo, aunque un poco desgarbado. A ella le gustaba...
¿Por qué no habría de tener novio y no habría de casarse?... Ya no era una chiquilla y hacíase necesario pensar en otra cosa que en apedrear pájaros y destripar lagartijas. ¡Quién la viera á ella dueña de casa, en un ranchita muy lindo con un patio bien lleno, bien lleno de tarros con margaritas y claveles!...
Su madre y sus hermanas siempre le decían que iba á quedarse para vestir santos, porque ningún mozo se atrevería á cargar con una locuela...¡Bah! ¡qué sabían ellas!...
Así, cavilosa, abstraída é inquieta, fué andando maquinalmente hacia su sitio favorito, el bosquecillo de ceibos.
Era temprano: la mayor parte de la gente dormía. El cielo estaba algo nubloso y la mañana fresca y agradable. Cuando Clota llegó al ceibal, llevaba las alpargatas completamente mojadas con el rocío. Poco á poco se fué internando en el monte, arrancando ramas y deshojando flores con ademán distraído, hasta que, ya cerca del cauce del arroyo, le llamó la atención una gran planta de burucuyá que subía enroscada al tronco de un saúco, y de cuyas ramas flexibles pendían las grandes frutas anaranjadas.
Quiso alcanzar una, pero estaban muy altas y púsose á hacer grandes esfuerzos por doblar la rama del saúco. Ya estaba impaciente, y tenía rojo el rostro, y se había olvidado de Patricio, cuando éste apareció cerca de ella. Volvióse sorprendida, y mirando al paisanito:
—¿Usted tampoco se acostó?—le dijo.
Él, bajando la vista y adelantando lentamente,
—No—contestó—; no tenía sueño.
—Sin embargo, después de bailar toda la noche...
—No tenía sueño.
Y alzó la mirada, fijándola cariñosa é interrogativa en la joven, la cual, bajando la suya, exclamó para cambiar el giro de la conversación:
—Me hace rabiar ese burucuyá: no puedo agarrarlo.
El mozo, sin decir una palabra, trató de alcanzar la fruta; pero como no lo consiguiera, comenzó á trepar por el árbol.
—¡Se va á cair!—le gritó Clota.
Sin hacer caso de la advertencia, trepó y logró coger el mejor fruto, balanceándose sobre la rama débil; y cuando quiso descender, ésta se rompió, dando con el joven en tierra.
—¡No le dije, no le dijel—gritaba Clota riendo alegremente, mientras Patricio, muy colorado, se levantaba y le ofrecía la baya apetitosa.
Permanecieron un rato en silencio, y después, haciendo un esfuerzo, Patricio se atrevió á murmurar:
—Clota... ¿sabe?... yo...
Viendo que no continuaba,
—¿Qué?—preguntó elia.
El mozo, alzando la vista y mirándola con angustia, preguntó:
—¿Usted no tiene novio?...
Ella bajó la vista. Agitóse violentamente su exuberante seno, y contestó con voz dulce y emocionada:
—¡No!... Y usted... ¿tiene novia?...
—Yo tampoco...
Luego, mirando al suelo y poniéndose encendido,
—Si usted quisiera...—balbuceó con voz muy tenue.
Clota clavó en él su ardiente mirada de criolla; sus labios, rojos como la sangre que brota del cuello del toro recién degollado, temblaron un instante, y luego, sin decir nada, se quitó nerviosamente la margarita que llevaba en el pecho, se la dio, y mientras el mozo embelesado la miraba sin articular una palabra, anudada la garganta por la emoción, dio media vuelta y echó á correr hacia las casas, dejándolo plantado, absorto, perplejo, dudando si aquello era una dulce realidad ó una cruel travesura de la coqueta chicuela.
Estos amores, tan originalmente comenzados, continuaron del mismo modo. Patricio visitó con frecuencia el rancho del puestero y nunca le faltó un pretexto para ir al playo del bañadero, á fin de correrse desde allí por el monte hasta el bosquecillo de ceibos, donde estaba seguro de encontrar á Clota.
Allí pasaban las horas hablando poco, cuando no hablaban de cosas indiferentes, y á medida que el tiempo transcurría se acrecentaba la pasión del mozo; ella, en cambio, sentía el espolonazo de un deseo indefinido, y muchas veces llegó á preguntarse si realmente quería á aquel gauchito tímido que no sabía hacer vibrar ninguna cuerda de su ardiente temperamento. Parecíale que aquello no era bastante, que aquello no era amor, y si lo era, no valía gran cosa el amor, y sobre todo, no era alegre.
Las conversaciones serias la fastidiaban, y por más empeño que ponía de su parte, concluyó por serle imposible permanecer un par de horas al lado de aquel hombre que conversaba poco, suspiraba mucho y no reía nunca. Sin embargo, llegó á pensar que las cosas serían así y que era forzoso conformarse; por lo cual permitió que Patricio la pidiera en matrimonio y visitase oficialmente en la casa.
Cesaron las entrevistas en el bosquecillo de ceibos, que ya no tenía encantos para ella, y recibía á su futuro en las casas, donde se hablaba de todo menos de amor. Sólo accidentalmente se encontraban en la arboleda, y ocurría á veces que ella, tornando á sus años bulliciosos, excitada por el perfume agreste de los árboles, mostrábase provocativa, voluptuosa, haciendo asomar á sus ojos negros y á sus mejillas morenas y á sus labios rojos la fiebre devoradora que la ardiente juventud encendía en sus venas; un vapor calino oscurecía su alma, y al mandato imperioso del deseo, temblaban sus carnes mórbidas, y palabras entrecortadas pasaban silbando por sus labios secos; palabras ásperas unas veces, tiernas otras, pero siempre extrañas, incomprensibles para el mozo, como son incomprensibles para el oído torpe las notas incoherentes de una partitura genial.
En ocasiones el instinto del macho lo impulsaba á besar aquella boca abrasadora, y cruzaban por su espíritu fugitivas tentaciones de arrojarse sobre la joven con ímpetus de toro y celebrar furiosa fiesta nupcial en lo sombrío del potril. Vio Clota más de una vez la llama que encendía momentáneamente el rostro de Patricio, y se agitó contenta y temerosa al mismo tiempo. Pero esa llama se apagaba en seguida: el gauchito adoraba á su prenda y temía equivocarse, temía perderla para siempre. Era preferible esperar el día, ya cercano, en que había de ser su esposa.
III
Llegó de nuevo la estación de la siega, y de nuevo se prepararon grandes fiestas para después de la trilla.
En los ranchos nada había cambiado. El año transcurrido sólo había ennegrecido un poco más la paja del techo y había dado unas ramas más al corpulento ombú que adornaba el patio.
La fiesta fué igual y tan alegre como la del año anterior, y si algunos de los invitados de entonces faltaban, en cambio había llegado ese día un forastero que alegró á toda la reunión. Era Luciano Romero, quien tras varios años de ausencia, volvía al pago, alegre y decidor como antes, pero hecho un hombre, un mozo gallardo, cuyo cuerpo airoso se movía con donaire.
Clota fué quizá quien más se alegró de verlo, pues nunca había olvidado del todo á su compañero de travesuras. Mirándolo mucho, como para cerciorarse de que aquel apuesto mancebo era el mismo muchacho harapiento que jugaba con ella en otro tiempo, le preguntó con interés:
—¿Por dónde has andao, cachafás?...
—Por todos laos, como bola sin manija... Vos sabes que yo soy como la taba del chancho, que no se clava...
—¡Andá, bobo!—exclamó ella riendo de buena gana—; ¡siempre sos el mismo!
—¡Dejuro! el zorro cambia de pelo, no de mañas... Y vos, ¿sabés que estás grandota, china?...¡y lindaza! ¡Bien haya la madre que te echó al mundo!...
Clota se hacía la enojada; pero en realidad nunca estuvo tan contenta, y buscaba á Luciano con insistencia para oirle contar historias y hacer mordaces criticas de los asistentes, en su pintoresco lenguaje.
—Ché—decia el mozo—, ¿quién es aquella ñandusa que está al lao de doña Benita?—Y sin darle tiempo para contestar, agregaba:
—¡Linda pa hacerle casorio con el ñato Domingo!
—¡Salí con ese bicho!
—¿Y d'iai?... ¡Pal qui'anda con el freno en la mano no hay caballo flaco!
Patricio, que había estado asando un costillar, se acercó muy triste; y Luciano, que era antiguo camarada suyo, lo miró, se rió, y volviéndose á Clota:
—¿No te parece—dijo—que éste también sirve pa casarlo con la ñandusa?... ¡Sería una buena yunta!...
Patricio, muy serio y muy triste por ver reir á Clota, no dijo nada; y el otro, afectuosamente,
—¡Pero sentate, hermano!—exclamó—; no te vas á refriar, porque te asiguro que aquí hace más calor que al lao del fogón.
Y miró picarescamente á Clota, quien poniéndose colorada,
—¡Zafao!—dijo, y tornóse seria.
—Voy á ver los asaos—contestó con pena el mozo; y se alejó sin que su novia hiciera nada por detenerlo.
Cuando llegó la hora de almorzar, todos formaron rueda, teniendo los asadores por centro. Se sirvió cada uno su parte, y mientras Luciano, supremo egoísta, comía callado, Clota hacía esfuerzos por cortar con un mal cuchillo un peor trozo de carne. En eso acercóse Patricio llevando en la mano un pedazo de picana, gordo y primorosamente asado.
—Toma—dijo, ofreciéndoselo a la joven—; lo hice pa vos.
Y en seguida, sacando su cuchillo de mango de plata, muy afilado, se lo alcanzó para que pudiera comer á gusto.
Ella lo miró con manifiesta ternura, y al verlo tan triste,
—¿Qué tenés?—le dijo—; ¿estás enojao?
—No.
—Sentate aquí, á mi lao.
—Tenes compaña ya...
—Sentate, ¡no seas bobo!—exclamó Clota; y cogiéndole de la bombacha, lo tiró con fuerza.
El almuerzo fué alegre. Patricio olvidó su resentimiento y volvió á considerarse feliz al lado de su amada.
A la noche, una hermosa noche clara, alumbrada por espléndida luna, se dio comienzo al baile en el patio de la casa. Luciano tomó la guitarra y comenzó á tocar unas polcas que eran un continuo reir de las cuerdas, y unas danzas rebosantes de malicia.
De cuando en cuando el guitarrero cambiaba el compás, y mientras las parejas deteníanse confusas, él poblaba el aire con los arpegios dolientes de un estilo y entonaba con la voz fresca y dulce del trovador gaucho alguna décima amorosa que casi siempre concluía con una chuscada.
Clota bailaba con su novio, el cual, siempre serio, muy tieso, muy grave, la miraba sin hablarla. La guitarra preludió una habanera y empezaron á balancearse las parejas en movimiento suave y pausado al son de aquellas notas dormidas, tiernas como un arrullo y á veces apagadas por el zapateo de los bailarines.
De pronto, un rasgueo rápido rompió el compás, y sin transición vibraron las bordonas y cantó la prima un cielo de pericón. Dio principio el baile nacional, pero eran pocos los que lo sabían y confundíanse á cada momento en las figuras. Entonces Luciano pasó la guitarra á otro mozo, se levantó de su asiento, y dirigiéndose á Patricio,
—Hermano—le dijo—, empréstame tu compañera: les voy á enseñar cómo se baila el baile de mi tierra.
Púsose él á dirigir con frases llenas de malicia, que arrancaban generales carcajadas, y daba el ejemplo de donaire en sus vueltas graciosas, acompañado por Clota. De ellos podía decirse con Roxlo:
«La pareja se cimbra
dulce y bizarra,
al compás armonioso
de la guitarra...»
Clota estaba entusiasmada. La embargaba inmenso placer al
sentirse fuertemente oprimida por el mozo que, de cuando en cuando y con
aire de descuido, le rozaba las piernas con las suyas ó le quemaba el
rostro con su aliento.
Concluido el pericón, Luciano entregó su compañera al amigo y volvió á tomar la guitarra. Patricio siguió toda la noche al lado de su moza; pero estaba triste y contrariado: los celos que le mortificaron por la mañana, siguieron su curso, aumentando el caudal. Inútil era que luchara; la ponzoña lo roía, estaba en la sangre, corría por todos los órganos, y no había medio de arrancarla.
Al día siguiente como en el año anterior, se fué al arroyo, en
vez de acostarse; se bañó, y, como entonces, llegóse hasta el
bosquecillo de ceibos, esperando encontrar á Clota. Pero la linda
morocha dormía esta vez soñando con florescencias primaverales.
Esa tarde Patricio ensilló y se despidió de la familia. Estaba tranquilo y nada revelaba en él la herida que escondía en el alma. Clota lo encontró como siempre, serio, pero no agresivo, ostentando el aire taciturno que le era habitual.
Montó con destreza, y se alejó á trote pausado, sin volver la cabeza una sola vez; y cuando llegó á un bajío bastante hondo para ocultarlo á las miradas de las gentes del rancho, bajó del caballo, y, con las riendas en la mano, púsose en cuclillas y armó un cigarrillo, permaneciendo largo rato abismado en dolorosas meditaciones. Ya anochecía cuando tornó á cabalgar sin prisa, con rumbo á sus pagos.
Transcurrieron tres semanas sin que Patricio apareciera por la casa de su novia, y un domingo llegóse con el corazón oprimido y el aspecto más sombrío que de costumbre. Todos le mostraron afecto, Clota más que nadie, y le riñeron cariñosamente porque, habiendo estado enfermo, no les hubiera avisado; pues á pesar de sus protestas, nadie dudaba de que había estado enfermo. El rostro pálido y demacrado lo denunciaba y, más que nada, su prolongada ausencia, que ellos no se explicaban por la razón de múltiples tareas que alegaba el mozo.
Clota no pensó ni un solo instante en que pudieran ser los celos la causa de la demora en visitarla; y, muy contenta de volverlo á ver, reía y bromeaba en tanto acarreaba ella misma el mate amargo para su novio, en una "galleta" negra, bien curada, que él le había regalado, y que sólo cuando él iba salía del baúl de la dueña. A tanto llegó la afectuosidad de Clota, que Patricio no se atrevió á formular una queja ni á aventurar una pregunta. Sus dudas empezaron á disiparse, y en su alma, entenebrecida por los celos, volvió á irradiar el sol del contento.
Cuando al día siguiente partió para su casa, llevaba en el corazón toda la luz que el sol de las siestas derrama sobre las lomas. Ya no abrigaba dudas; de sus averiguaciones resultó que había sido un insensato.
Luciano Romero había estado dos ó tres veces en el puesto del Ceibal, pero simplemente de paso, sin pernoctar allí, y nadie vio que requebrara á Clota, ni que ésta le mostrara otra afición que el gusto de escuchar sus historietas, siempre divertidas con su fondo picaresco y coloreado.
Por otra parte, él sabía á qué atenerse, y no se le ocultaba el desagrado con que le miraba don Jacinto, para quien aquel mozo peripuesto y decidor era siempre el muchacho haragán, barullento y pendenciero que hubo de arrojar de su casa á golpes de lazo.
No olvidaba Luciano este incidente, y si no había buscado la venganza era por temor y no por falta de deseos. No sería de extrañar que ambicionara á Clota, como la ambicionaban muchos, sin atreverse á probar fortuna por las razones expuestas, y porque él tenía en ese tiempo otras preocupaciones más intensas. La pasión del juego lo absorbía por completo y la buena suerte acrecentaba su fiebre.
Pasaron varios meses sin el menor incidente en los amoríos de Patricio y Clota. Aquél iba, como antes, todos los domingos á casa de su novia y se preocupaba seriamente con la próxima boda. Su patrón le había dado un puesto y él mismo había trabajado con ahinco en la construcción de su vivienda, arrancando terrón, cortando paja y labrando horcones y cumbreras.
Clota, si no sentía gran entusiasmo con la seguridad del matrimonio próximo, tampoco le contrariaba y esperaba tranquila, dejando correr el tiempo indiferente.
Llegó el invierno. Un domingo, muy temprano, salió Patricio de su casa, con rumbo á la de su novia. Había llovido mucho y aquellos terrenos bajos estaban blandos y llenos de agua. Cerca ya de los ranchos del puestero el caballo de Patricio rodó y él fué á caer á gran distancia.
Tuvo la suerte de no hacerse daño, pero se levantó espantosamente enlodado; y no queriendo presentarse de ese modo ante su novia, costeó el arroyuelo, y, penetrando por el playo del bañadero, se lavó cuidadosamente las manos y la cara.
Iba á retirarse en momentos que oyó risas y voces que partían del bosquecillo de ceibos; una de aquellas voces era de Clota. ¿Qué hacía? ¿Con quién reía...? Golpeóle el corazón con fuerza, y, tras unos instantes de indecisión, se internó en la maleza, agachado, sigiloso, apartando las ramas con cautela. De cuando en cuando se detenía para escuchar, ansioso, agitado, casi febril. Oía á veces la voz de Clota, apagada, tenue, sin que pudiera comprender las palabras; y por momentos una voz de hombre, que un presentimiento le hacía reconocer.
No se equivocaba: allí estaban Clota y Luciano. Él la había encontrado allí, y empezó por hacerla reir con historias picantes, y, de atrevimiento en atrevimiento, había concluido por enardecerla y arrojarla sobre el colchón de grama, sin que ella, abrasada por el deseo, opusiera resistencia.
Con los ojos fuera de las órbitas, la mirada extraviada, la frente cubierta de sudor, Patricio apareció en el claro del bosquecillo, oprimiendo en la diestra la daga desnuda.
En un segundo pasó por la mente del mozo un tropel de ideas extrañas. Vio á Clota, á aquella mujer que él amaba con delirio, tendida sobre la hierba, con las ropas en desorden; y al contemplar aquellas desnudeces, la sangre se agolpó en su cabeza y la indignación pasó por su espíritu como las rachas del pampero en las cuchillas. Escaso de inteligencia, tímido é inexperto, sentía rebelarse su honestidad innata ante la traición y la bajeza de su novia, sin investigar las causas.
Al reconstruir el pasado y comprender que había sido un juguete, que se había explotado su bondad y su confianza, la ira le cegaba y la sangre, ardiendo, le gritaba: ¡mata! Y, sin embargo, permanecía quieto, tan arraigado al suelo como el ceibo en que apoyaba su mano izquierda, rasgando la corteza con las uñas. Las ideas iban y venían dentro de su cerebro como el volante de una máquina de vapor, cuyos puntos se sustituyen á la vista con tal celeridad, que nos impide darnos cuenta de su forma.
Se imaginó desaparecida, perdida en la gran nada de la muerte á aquella mujer, á quien se había acostumbrado á mirar como cosa propia y perdurable; la vió como la había soñado tantas veces, cantando alegre en el lindo rancho, en medio de sus chicuelos; recordó los momentos de inefable dicha pasados á su lado, la misteriosa satisfacción que experimentaba hallándose junto á ella, aun cuando no la hablara una palabra, y su alma se ablandó, cedió su encono, y, sin darse cuenta, retrocedió bruscamente.
El ruido que produjeron las ramas hizo volver la cabeza á Luciano. Los dos hombres se miraron cara á cara: uno, con mirada de asombro y de miedo; el otro, con mirada de odio y de pena.
Luciano lo había visto, ¡ella también! El vértigo volvió á oscurecer su cerebro, y aparcando las ramas con manotones furiosos, se lanzó al playo, iracundo y terrible.
Lo demás fué un relámpago.
Luciano retrocedió atónito y Clota intentó levantarse; pero él, de un zarpazo feroz, la cogió de la revuelta cabellera y respondió con una mirada de rencor infinito y de desprecio sin límites á la mirada angustiosa que ella le dirigió implorando misericordia; y dando un rugido sordo, que tenía más de bestial que de humano, hundió repetidas veces la daga en el pecho y en el vientre de la joven.
La infeliz cayó bañada en sangre y estuvo un corto rato agitándose en terribles convulsiones.
Cuando quedó exánime, tendida boca arriba sobre el colchón de grama y hojas secas, el gaucho contempló tranquilamente aquel hermoso rostro pálido, aquella boca entreabierta, aquellos grandes y anchos ojos negros. Después levantó la mirada y la fijó, dura y amenazante, en su rival, quien durante esta corta escena había permanecido quieto, enmudecido por el terror.
Al ver la actitud de Patricio, no dudó Luciano que le había llegado su turno, que la venganza se cebaría en él con encarnizamiento, con saña, con la crueldad del felino enfurecido. El instinto de conservación moviólo á la defensa; y casi sin darse cuenta de lo que hacía, echó mano á la pistola que llevaba en la cintura.
Patricio lo detuvo con un ademán brusco, diciéndole al propio tiempo, con voz ronca y entonación altanera é imperativa:
—¡Guardá no más tus armas!... Con vos no tengo nada.
Pálido, temblando, sin lograr explicarse aquella inesperada magnanimidad, Luciano tartamudeó:
—¿Por qué á ella y no á mí?...
—¿A vos, por qué?—preguntó Patricio.
Después, en un segundo de suprema cólera, fulgurando los ojos, agregó con el inmenso desdén del varón fuerte que puede herir y no quiere, que puede matar y perdona:
—¡Desgraciao el cojudo que ve yeguas y no relincha!
Y luego, mientras su rival quedaba como petrificado junto á un ceibo, él arrojó la daga, dio media vuelta y se alejó lentamente, tranquilamente, soberbio, altivo, doblando las ramas con su pecho robusto.