El Deber de Vivir

Javier de Viana


Cuento


A Carlos Roxio.


Un chamberguito color de aceituna, con la copa deformada, con las alas caídas, tapábale a manera de casquete la coronilla, dejando desbordar la melena gris amarillo, ensortijada y revuelta, acusando escasas relaciones con el peine; la cara pequeña, acecinada, hirsuta, con su nariz fina y curva, con sus pómulos prominentes, con los ojillos azul de acero, con sus labios finos, torcidos hacia un lado por "la continuación del pito", ofrecía una indefinible expresión de bondad, de astucia, de fuerza, de penas pasadas, de energías en reserva.

Cubierto el busto, huesudo y fuerte, por una camisa de lienzo, metidas las piernas en amplio pantalón de pana,—roído y rodilludo.—y los pies en agujereadas alpargatas de lona, mojadas con el rocío, esgrimiendo en la diestra, grueso y nudoso bastón de tala —respeto de canes— llegó a la cocina en momentos en que don Timoteo, en cuclillas soplaba el fuego a plenos plumones.

—Ostia! Cume hace frío cuesta mañana!—dijo a manera de saludo.

El viejo, sin volver la cabeza, habituado como estaba a la matutina visita de su vecino—respondió:

—Dejuro; mitá de agosto... Una helada macanuda...

Sin sacarse el sombrero de la cabeza, ni la pipa de los dientes, ni abandonar el garrote, don Gerónimo, el gringo don Gerónimo, el viejo chacarero,—tomó un banquito y arrimándolo al fogón, sentóse en silencio, esperando que el fuego ardiera, y chillase el agua de la pava, y preparara don Timoteo el cimarrón del desayuno.

Humeó el sebo sobre los tizones y a efectos de un recio soplido, brotó la llama, incendiando la hojarasca y llenando de luz rojiza la estrecha y negra cocina.

El viejo paisano se sentó sobre un trozo de ceibo, se sacó el pucho que tenía detrás de la oreja, cogió una rama encendida, prendió, chupó, y recién entonces dio vuelta y miró al visitante, diciéndole:

—¿Qué tal?

El otro, sin mirarlo, se quitó la pipa de la boca, escarbó el tabaco con la una del meñique, y respondió con voz incolora:

—Eh... cume siempre.

El fogón empezó a arder en llamaradas, chilló el agua en la pava, don Timoteo preparó, cebó y alcanzó el mate a don Gerónimo.

Cubierto con una camisa de percal, el busto huesudo y fuerte, echado a la nuca el chambergo aludo y amarillento, el viejo paisano "pitaba" en silencio. El resplandor rojizo iluminaba su cabeza melenuda, "tordilla negra", su rostro moreno, acecinado, hirsuto, su nariz fina y curva, pómulos prominentes, ojos obscuros y finos labios sombreados por espeso bigote, una fisonomía que expresaba bondad, fuerza, agrias penas pasadas y un gran caudal de energías en reserva...

El viejo piamontés y el viejo paisano, se asemejaban extrañamente, sin más diferencias que las del tinte. Un alambrado de cuatro hilos, flojo, roto, sin pikes, dividía sus propiedades; y una amistad de veinte años unía sus sobados corazones.

Cuando don Timoteo poseía tres suertes de campo y era uno de los más ricos estancieros de la comarca, le cedió a don Gerónimo un potrerito de cien cuadras para que hiciese un monte de frutales y sembrara trigo, maíz y hortalizas. El italiano, laborioso y económico como una hormiga, hizo producir hasta al último palmo de tierra y cinco años después consiguió que don Timoteo le vendiese el "terrenito": y el terrenito producía sin desperdicio. En lo alto, trigo, y después maíz; en los bordes húmedos de la cañada, álamos y sauces; junto al rancho, la huerta siempre copiosa en legumbres; más allá, los durazneros, perales, manzanos y guindos; reforzando el cerco de alambre, exuberantes membrilleros, y, en un rincón rocoso rico en tréboles y gramillas, pacían los bueyes y las lecheras, el tordillo viejo y la majadita para el consumo.

Don Gerónimo tenía la mujer y tres hijas. Todo el trabajo rural era suyo. Trabajaba rudamente y sin fatiga, "durante toda la semana, dándose el domingo, la satisfacción de una "chuca" en la pulpería inmediata. Pero el lunes antes del alba, estaba ya levantado y pronto y fuerte para recomenzar su oficio de buey, resignado y feliz en la pesada monotonía de aquella existencia.

Don Timoteo tenía la vieja y buena "patrona" y tres hijos que le ayudaban en el cuidado de la hacienda; y aconteció que al mismo tiempo, en una primavera malvada, dos epidemias se descolgaron sobre el país: la difteria y la guerra civil. Una tras otra las hijas de don Gerónimo se fueron, ahogadas por la enfermedad negra; y uno tras otro, los hijos de don Timoteo murieron víctimas de la peste roja,—éste con el corazón partido de un balazo, aquel aventado por una metralla, el otro abierto de un lanzazo.

Ocurrió esto cuando don Timoteo, castigado por pestes y sequías, había visto mermar sus haciendas, y encontrándose en la obligación de vender campo para salvar compromisos ineludibles. Él no desmayó sin embargo y la pena inmensa acrecentó su esfuerzo; don Gerónimo, igual. Varones fuertes, erguidos ante el pampero de la adversidad, proseguían la labor por rutina, por deber, por el deber de vivir de la especie.

Y así fué pasando el tiempo en devastadores vendavales para el gringo viejo paisano. A éste, las epizootias continuaban azotando las haciendas, y al otro, el bicho moro le arruinaba el sembrado de papas y un ventarrón destruía las florescencias de los duraznos y la oruga invadía los manzanos y el saguaipé quemaba el hígado de sus borregas.

A pesar de eso, cada mañana, al alba, don Gerónimo iba a tomar el amargo con don Timoteo, y "verdiando" noticiábanse sus respectivos proyectos.

—Vo cortar pa leña todo el duraznero, pelone qui'stan ruinado per la peste, y vo planta dal armacigo de parra bianco.

—Yo tamien m'he resuelto a vender las merinas y comprar cara mora a las que, asigún dicen, no les dentra el saguaipé.

Siempre estaban proyectando y haciendo algo los dos viejos, en lucha a brazo partido con la adversa suerte.

Pasaron algunos años sin que amenguara para ellos el rigor del destino y sin que decayesen tampoco sus energías, su fe, su constancia. A principios de aquel invierno, murió la mujer de don Gerónimo y un mes más tarde la de don Timoteo. Las habían enterrado con piadosa resignación y habían vuelto a consagrarse al trabajo, a combatir los males y proyectar innovaciones.

Quedaron solos en sus casas demasiado grandes para ellos y sus perros. La soledad y el silencio pesaban como un cielo de tempestad sobre sus espaldas encorvadas y sobre sus cabezas encanecidas; mas ni al uno ni al otro ocurrióseles nunca en renunciar a la lucha y esperar sosegadamente la muerte que habría de venir antes de que se hubieran agotado sus respectivos bienes.

En aquella tormentosa mañana de invierno, y en tanto cimarroneaban, don Timoteo dijo:

—Esta semana tengo mucho que hacer. Hoy voy al bañao a cortar paja pa requinchar el rancho antes de que se me arruine de un todo... dispués viá dir a montiar unos pikes de sauce colorao pa componer el alambrao de la costa, y hacer un potrerito en la esquina, pa la carnerada que pienso comprar esta primavera...

—E yo también tengo mucho trabaco;—contestó el viejo don Gerónimo;—tengo que preparar los auquero pa transplantar los quiniento ucalito del armácigo... Por poco que megue salven treciento, fina cuatro año lo corto y arribaremo argo... Eh!...—agregó levantándose.—Basta de mate e vamo trabacar.

—Asina es, ya s'estaciendo tarde.

Gerónimo salió, golpeando el suelo con su cachiporra de tala, rumbió para su rancho, mientras don Timoteo iba a recoger de la soga su matungo, disponiéndose a ensillar.

No querían perder tiempo y apresurábanse a cumplir el supremo deber humano, el deber de vivir.


Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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