Para Antonio Monteavaro.
Podría tener veinticinco años, podría tener más, pero de cualquier modo era muy joven.
Se llamaba Sabiniano Fernández y hacía poco más de un año que había entrado a la estancia, como domador... El patrón, que tenía una yeguada grande, medio montaraz, cerca de cincuenta potros cogotudos, lo contrató, sabedor de su fama que lo tildaba único en el oficio, como diestro, como guapo, como prolijo.
Era todo un buen mozo, Sabiniano. De mediana estatura, ancho de espaldas, recio de piernas, y con un rostro varonil, de grandes ojos pardos, de fuerte nariz aguileña, de gruesos labios coronados por fino bigote negro y de mentón imperioso. Hablaba muy poco, no reía nunca y la elegancia de su porte tenía un dejo de desdeñosa altivez. Lo consideraban rico; sabíase que era dueño de un campo, que arrendaba, y que su tropilla no tenía rival en el pago; su apero era lujoso,—plata y oro en exceso,— y su cinto hallábase siempre inflado con las libras.
Si continuaba ejerciendo su rudo y peligroso oficio era por encariñamiento, porque para él, domar constituía la satisfacción mayor y tanto más gustada cuanto más morrudo y bravo era el potro, y no porque le importasen nada los ocho pesos oro que ganaba por cada animal amansado.
No se le conocían amigos. El paisanaje lo respetaba pero no lo quería, a causa de su carácter altanero y dominador. Las pocas veces que hablaba, lo hacía en forma de órdenes imperativas, a los cuales se sometían todos, de buen o mal grado, obligados a reconocer que siempre tenía razón, que cuanto decía era sensato.
Y al igual que con los hombres, tenía con las mujeres una urbanidad desdeñosa. Conocíansele amores fugaces, pero ninguna pasión; mostrábase indiferente a las insinuaciones de más de una buena moza seducida por su hermosura viril, por sus proezas, por su arrogancia, por su imperio de domador, domador de bestias y de personas.
Blasa, la hija del estanciero, no escapó al encanto. Era ella una morocha bonita, engreída y habituada a rendir galanes por simple satisfacción de su vanidad femenina.
Sabiniano era una conquista que colmaría su orgullo y consideró fácil el triunfo, basada en los prestigios de su juventud, su belleza y los caudales del padre. Empleó con él la táctica habitual: una mirada lánguida, como en olvidada contemplación, un voluntario rozamiento de manos con cualquier pretexto... y después, la indiferencia, las excesivas amabilidades para con el forastero de visita, que no faltaba nunca.
Empero, el tiempo transcurría y Sabiniano demostraba no advertir los avances de Blasa, En el comedor, cuando hallábase reunida la familia, aparecía amable con ella y hasta se dignaba sonreír de tiempo en tiempo; mas, si accidentalmente se encontraban solos, su adustez era invariable, llegando en ocasiones a la grosería.
Una mañana, en el palenque, él sobaba el "bocado", esperando que los peones echasen al corral la manada para darle el primer galope a un tordillo negro que ella había elegido para su andar. La moza se le acercó y ofertóle un mate, diciendo con zalamería:
—Para que no lo voltee el tordillo.
—A mí no me voltean aperiases,—respondió Sabiniano con voz áspera; y ella, comprendiendo que lo había ofendido, agregó dulcemente:
—¿A usted nunca lo ha volteado ningún animal?...— y acercándose, le rozó el hombro con su brazo.
El domador la miró con fijeza, dio un sorbo al mate y respondió con acento glacial:
—Potros, alguna vez... yeguas, nunca.
Blasa enrojeció como una flor de ceibo, le temblaron los labios, le relampaguearon los ojos, se le crisparon los dedos y el corazón le latió con violencia, herida en lo más sensible de su orgullo. Quiso responder con una frase altanera y la frase se le cuajó en la garganta; quiso alejarse con ofendido ademán, y las piernas se le agarrotaron.
Él le alcanzó el mate y ella preguntó con humildad:
—¿Está bueno?
Sin mirarla, entregado de nuevo a su tarea de sobar el "bocado", Sabiniano respondió:
—Feón: está quemada la yerba.
La muchacha no pudo más; los ojos llenáronsele de lágrimas:
—¡Grosero!—exclamó; y tomando violentamente el mate alejóse a paso acelerado.
Él, sin responder palabra, prosiguió su trabajo.
Poco después estaba encerrada la manada y enlazado y volteado el tordillo negro de la "patroncita".
Sabiniano lo ensilló en el suelo, y, desdoblando "tironearlo de abajo", lo desmaneó y lo hizo levantar de un puntapié en el vacío.
Bufó el potro y se encogió, todo tembloroso, agitadas las orejas menudas y enrojecidos los ojos.
Había público. Estaban presentes el patrón, la patrona, las cinco muchachas de la servidumbre, el capataz y los peones. A diez varas de distancia, recostada en el marco de la puerta del galpón, Blasa hacía dibujos en la tierra con la punta del pie, manteniendo obstinadamente baja la cabeza.
—Vení, pues, a ver jinetear tu potrillo—le gritó el padre; ella se encogió de hombros sin responder.
Dirigiéndose al domador, el capataz dijo:
—Se mi hace que le va dar trabajo este chimango: tiene facha 'e traicionero.
—Trabajando se gana la plata,—respondió el mozo; y tranquilamente, armó y encendió un cigarrillo.
Un peón tomó al potro de la oreja. Sabiniano mandó que lo largase. Se acercó, cogió las riendas, y de un salto brusco quedó enhorquetado. Al sentir el peso el tordillo tembló violentamente; un rebencazo feroz lo hizo alzarse sobre los remos traseros, para clavarse de nuevo en actitud de espectativa. El domador le hundió las espuelas en los ijares, y el potro, loco de rabia, metió la cabeza entre las manos, se hizo un ovillo y soplando y espumando, tornaba, tan pronto a un lado, tan pronto a otro, haciendo esfuerzos inauditos por desalojar al jinete que no cesaba de castigarlo con el rebenque y con la espuela.
Las gentes observaban en silencio aquel duelo extraño. Blasa había ido acercándose, sin quererlo, dominada por lo soberbio del espectáculo, y en el instante en que llegaba al palenque, el tordillo, furioso, en un arranque de soberbia desesperación, se alzó sobre las patas traseras y se desplomó sobre el lomo.
Blasa dio un grito y se tapó la cara con las manos. Al quitárselas,—un segundo después,—vio un cuadro épico: el tordillo tirado largo a largo en el suelo y Sabiniano, con el cabestro en la mano, con el pie rudamente apoyado sobre el pescuezo del bruto, sonreía, manteniendo entre los labios el cigarrillo encendido... Luego, dióle un lazazo en la grupa, obligándolo a levantarse, y con increíble agilidad volvió a montarlo de salto. El potro echó a correr en frenética carrera, sin cesar en los corcovos y así ganó el llano para reaparecer junto al palenque, diez minuto después, jadeante, cubierto de espuma, enrojecidos los ijares. Echando las piernas hacia atrás; el domador con duro tirón de riendas, que le hizo juntar el hocico con el pecho, lo detuvo, sentándolo sobre los garrones. Desmontó ágilmente, lo desensilló en un segundo y comenzó a palmearlo; sin que el animal rendido, entregado, intentara rebelarse.
Haciendo caso omiso de las felicitaciones y de las frases admirativas, Sabiniano fuese tranquilo al galpón para sorber un amargo.
Blasa, emocionada, se retiró a su cuarto y no apareció en todo el día. Durante más de una semana mostróse airada, agresiva, con el mozo, quien parecía no advertir semejante cambio. Cierta vez que en la mesa, ponderaban sus habilidades de luchador, ella dijo con fiero desdén:
—Total entre un potro y un domador, el más bruto vence.
Él dejó vagar en sus labios la fría sonrisa habitual y respondió calmosamente:
—Asigún: hay unos que amansan, hay otros que doman.
Y luego con una entonación cálida, que nadie le conocía, —agregó:
—Para poder domar, es preciso saber domarse a sí mismo; nadie domina a los otros si no sabe dominarse!
Dos meses después, concluida la doma, Sabiniano anunció su partida. Era un sábado y el lunes debía marcharse. El domingo hubo fiesta en la estancia; habían concurrido mozos y mozas de la vecindad, se había bailado toda la tarde, y Blasa engalanada como nunca, coqueta como nunca, danzó, jaraneó, mostróse extraordinariamente alegre, sin tener, sin embargo, una mirada, ni una frase para el domador, quien por su parte, mantenía la impertubable indiferencia característica.
Después de cena, recomenzó el baile con animación mayor. Sabiniano conversó un rato con el patrón y luego salió al patio, armó un cigarrillo y fué a fumar recostado a los postes del palenque.
Era una deliciosa noche de estío, con una luna grande en medio de un cielo azul purísimo. Solitario, el gaucho echaba humo y contemplaba distraídamente la amplia extensión del campo dormido, cuando un ruido de polleras le hizo volver la cabeza. Blasa se acercó a él y, dijóle con amabilidad desusada:
—Vengo a buscarlo para que me acompañe en un valse.
—Disculpe,—respondió Sabiniano, impasible;—estoy cansado y tengo que madrugar mucho.
Ella hizo un gesto de cólera, pero dominándose preguntó:
—Siempre se va mañana?
El sonrió y dijo:
—Dejuro!... Yo siempre hago lo que me propongo hacer.
Blasa no pudo más: los ojos se le llenaron de lágrimas y echándole los brazos al cuello, exclamó entre sollozos.
—No! No te podes ir, no te vas, porque yo te quiero!... ¿No sabés que te quiero, malo ...
Tranquilamente, pausadamente, el mozo replicó, sin asomo de jactancia.
—Sí, lo sabía, como vos sabías que yo te quiero, pero, te quería así, sumisa, domada, para que fueses feliz y me hicieras feliz... Animal sancocho, no sirve para nada!...
Ella lo abrazó con fuerza, lo besó en los labios, y entregando su voluntad, humilde, rendida, exclamó con un acento de ternura que nunca tuviera su voz:
—¡Mi domador!... ¡mi domador!...