El Flete

Javier de Viana


Cuento


Es el primero y el más persistente de los amores gauchos.

Es el complemento de todos los otros, el instrumento indispensable a las satisfacciones de todas sus vanidades y de todos sus orgullos.

El flete es el potrillo que él eligió entre los cien potrillos de la marcación del año.

Elección difícil, realizada después de innumerables vueltas y revueltas por el interior de la manguera, donde se agita inquieta y bravía la manada.

La primera preocupación ha de ser el pelo. El “colorado sangre de toro” es el preferido, pero abunda poco. El “zaino negro”, el “tostado”, el “picazo cabos blancos”, el “moro” y el “tordillo”, son los pelajes preferidos. Nadie elegirá un “lobuno”, un “pampa”, un “rabicano” y mucho menos un “tubiano”, por más linda que sea su estampa, como nadie preferirá un “lunanco”, un “cacunda” ni un “sillón”.

E! flete debe ser lindo, pero es indispensable que reuna a la vez las cualidades de guapeza más ponderables. Los ojos han de ser vivos, las orejas nerviosas, ancho el encuentro, finos los remos, recias las caderas.

Un gaucho puede tener una o más tropillas de buenos, hasta de excelentes caballos, pero el flete es único.

Él dejará difícilmente pasar un día sin echarle un vistazo a “su potrillo”, siguiendo su crecimiento, extasiándose como una madre, al ver afirmarse, de semana en semana, la belleza de sus formas.

Él mismo lo amansa, él mismo lo doma, con prolijidad, con paciencia, con cariño. No tiene prisa.

Cuando se aproxima el día de su “debut” en la pista, el joven gaucho vive casi exclusivamente consagrado a su flete. No es raro que el patrón, —quien, como todos, ha pasado por ese trance,— lo exima siempre de toda ocupación durante ese período, y los compañeros se prestan gustosos a reforzar sus tareas propias para suplir su falta y hasta para ayudarlo en el entrenamiento del parejero.

Además de estar a la recíproca, todos están interesados en el triunfo que representará “la casa”, el honor de la marca y la cría...

Nadie ensilla el favorito; nadie se atrevería a pedírselo prestado, porque todos saben que el flete, como la mujer y las armas, no se prestan nunca.

El flete es un mimoso. Su dueño lo ensilla sólo para hacer lucir su gallardía en las visitas a la novia o pretendida, para enardecerlo, en las corridas de sortijas o en las lides de la pista.

Vive feliz en su holganza, compartiendo con el amo el júbilo de las victorias.

Y cuando estalla una revuelta, él también abandona la querencia y acompaña a su dueño en los azares de las bélicas aventuras.

Nunca se le ensilla en las marchas; para eso cualquier sotreta sirve.

Es la reserva.

Cuando su dueño lo monta él presiente la proximidad de la lucha, y al oir el retumbo del primer tiro, enarca el cuello, alza la cabeza, orejea nerviosamente y se impacienta por partir.

Su sangre hierve, el olor de la pólvora lo embriaga, y en el infierno de los entreveros, se agita, resopla, fuerza el freno en ansias de botes briosos e identificado con su jinete, buscando triunfos para él, allí como frente al rancho de la prenda, como bajo el arco de la sortija, como sobre la pista de las carreras, evoluciona por sí solo, propiciando la eficacia de la terrible lengua de hierro del iracundo lanceador...

Casi nunca vuelve al pago.

No pocas veces la inmovilidad de la muerte los junta, tendido uno junto al otro en el lomo de una cuchilla, al jinete y al parejero.


Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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