A José Enrique Rodó.
Se llamaba, o le llamaban, sencillamente White, y provenía de ilustre estirpe inglesa.
El cuerpo pequeño y ágil, con miembros delgados, fuertes y nerviosos, la cabeza de líneas finas y regulares, los ojos rebosantes de inteligencia, todo en él atestiguaba la firmeza de su sangre aristocrática.
Era blanco, de una pálida blancura de cuajada; pero tenía en la frente una caprichosa mancha negra, grande, casi circular, ligeramente caída sobre la oreja derecha, semejando el casquete de terciopelo de un artista bohemio.
Muy joven aún, abandonaba por primera vez las comodidades de la ciudad que le había ofrecido una existencia de placer, por completo carente de ocupaciones. Desde el primer día de su llegada a la estancia el campo se le presentó ordinario, antipático y hostil. Su porte elegante y sus maneras distinguidas chocaron de inmediato con la rusticidad francachona de los gauchos. Estos atribuyeron a necia pedantería suya la pulcritud, el horror a los alimentos groseros y groseramente presentados, su manifiesto disgusto por los malos olores y su ninguna afición a los juegos violentos, al mordisco y a la patada.
Desde el principio se encontró solo. A menudo pensaba con tristeza en los encantos que había imaginado encontrar en la campaña, en los placeres que presentía en las verdes llanuras resplandecientes, y que no le era dable gozar, por su natural repulsión a los hábitos y a las idiosincrasias circundantes.
Hay que advertir que White encontraba tan áspero y huraño el medio como los pobladores. No era cobarde; pero, sí, algo tímido, y la inmensidad silenciosa del despoblado producía en él una irresolución dolorosa.
White tenía el instinto de cazador, latente en su sangre nobilísima. De ahí que, al ver a los otros largarse a la llanura, rebosando ardor combativo, erizados los pelos, temblorosos los labios, rojas las conjuntivas en la visión anticipada de la lucha, sintiese ardientes deseos de vencer sus repugnancias y de asociarse a la banda. Más tarde, cuando volvían, sudorosos, ensangrentados, dificultosa la marcha, anhelante la respiración, pero los ojos llenos de luz de triunfo, considerábase empequeñecido y se reprochaba su indigno renunciamiento a satisfacciones que ansiaba intensamente.
Sufría de dos maneras: sufría en su amor propio y sufría en la voluntaria privación de los placeres más ambicionados. No escapaba a su penetración que todos tenían para él una especie de respeto desdeñoso, ciertos miramientos y consideraciones humillantes; pero eso mismo, en vez de estimularle en sus propósitos de aventura, le detenía, agarrotado por la idea de que su inexperiencia en aquel género de actividades pudiera resultar ridícula: White era pueblero, y como tal, tenía horror al ridículo.
Sin embargo, éste lo perseguía de todos modos.
* * *
Había en la estancia un gran perro barcino, muy viejo, muy feo,
sin cola, sin orejas, sin dientes; el cuerpo lleno de costurones, algo
rengo, casi ciego, la mitad de la cabeza pelada, mostrando antigua
cicatriz, consecuencia de quién sabe qué inconfesable artería.
Era un gaucho. Era un gaucho de inclinación como de raza, apegado a su tiempo y a sus costumbres, sudando desprecios por lo extraño y por lo nuevo. Sus pocos pelos, siempre revueltos y siempre sucios, constituían poncho suficiente para resguardarse del frío. Extremadamente sobrio, llenaba la tripa con cualquier piltrafa y dormía bien en cualquier parte: al sol, en una siesta abrasadora, a la intemperie en una de esas noches de helada grande que siembra harina en el campo y hace vidrio en los charcos.
De cuando en cuando desaparecía de las casas, pasando una semana, y a veces más, en ignoradas orgías, de las cuales regresaba más flaco, más consumido, "gediendo" a osamenta, malhumorado, gruñón y autoritario como siempre. Porque, eso sí, fiestas no hacía él a nadie ni con nadie jugaba, ni nadie se permitía juegos con él. Cuando enarcaba el lomo, enojado como una hiena, y escondía entre los muslos el muñón de la cola y mostraba las negras encías desguarnecidas, toda la caterva se echaba a un lado con una admiración y un respeto servilmente humanos.
Pues bien, Gechú—el viejo perro barcino se llamaba Gechú—tenía para White un desdén infinito, un desdén que se complacía en evidenciar a cada instante.
White, que era altivo y valeroso, intentó más de una vez exigir un desagravio; pero el otro le paralizaba con su actitud despreciativa, echándose delante suyo, tras un gruñido formidable, largo a largo, las manos cruzadas, el hocico sobre las manos, la vista en tierra. Se veía claramente que no consideraba al pueblero adversario digno de medirse con él, caudillo temido y aceptado en toda la comarca.
Gechú despreciaba a White, porque Gechú era gaucho, grande, viejo, feo y guapo, en tanto que White era pueblero, pequeño, joven, lindo y, en concepto general, maula.
Y esta mala voluntad del cacique era compartida por toda la perrada de la estancia, que, como queda dicho, tenía para Gechú una sumisión absoluta.
Un día en que White se hubo permitido una ligera galantería con Sabina, la única perra de la cuadrilla, Gechú se abalanzó furioso, y en medio de la manifiesta satisfacción de la manada, le dio unos revolcones, valiéndose de la superioridad que le prestaba su corpulencia.
Viéndose agredido, White se lanzó, ciego de ira, sobre el gaucho y le hundió en el cogote sus afilados dientes, sujetándole y sacudiéndole con tal violencia, que quién sabe lo que hubiera ocurrido, si la jauría entera no interviene en defensa del viejo inerme, cuadrillo perruno debilitado por los años, pero respetado y temido, en virtud del prestigio que le daban sus hazañas pretéritas.
Brutalmente, inicuamente, White fué mordido, pisado, revolcado, por la cuadrilla enfurecida, indignada contra el pigmeo que se había atrevido a faltarle el respeto, a Sabina, primero, y al jefe después.
Tras esa aventura, que le dejó bastante maltrecho al par que absolutamente desconceptuado entre el elemento perruno del lugar. White decidió rehuir todo contacto con aquellos individuos groseros y egoístas con quienes, estaba visto, no podría avenirse jamás, por separarles diferencias fundamentales de raza y de educación.
* * *
Durante varios días pasados en completo aislamiento, White debió
sentirse mortificado por dolorosas reflexiones. Si hubiese estado en su
poder regresar inmediatamente a la ciudad, de fijo que lo hubiera hecho
sin vacilaciones. Pero no lo estaba, y no tenía otro remedio que sufrir y
esperar, por entero desilusionado de aquel campo en que había confiado
encontrar, durante su temporada veraniega, emociones muy distintas de
las que le proporcionaron sus semejantes.
Todo allí le era adverso, hasta los hombres, que parecían tener por él el mismo desprecio que la jauría; demostrando con ello que el alma humana y el alma canina son susceptibles de sufrir, bajo la acción del mismo medio, idéntica orientación.
Al referirse a él, la gente de la estancia lo designaba con la frase humillante de "el cuzco del patrón", confundiéndolo con uno de esos perros de lujo, petimetres inútiles, sin energías, sin aptitudes de ninguna clase, que pasan la vida sobre las faldas o a los pies de las bellas desocupadas, hiriéndose la lengua en lamer blancas manos cuajadas de sortijas.
¡Un cuzco él, White, en cuya sangre se conservaban latentes las valentías de la ilustre raza aventurera de los fox-terrieres!
¡Un faldero friolento y miedoso, afeminado é inútil, él, que ante la vista de ciertos cuadros de su patrón sentíase estremecido, cual si evocara la visión ancestral de las frenéticas cacerías irlandesas!
¡No!... White no podía abandonar la estancia agobiado bajo el peso de una humillación que le haría a él y a su raza al mismo tiempo. Poquito a poco esta idea se fué arraigando en su cerebro y concluyó por decidirse, costase lo que costase, a demostrarles a los gauchos—hombres y perros—que no era merecedor del desdén con que lo afligían tan injusta como despiadadamente. Tenía confianza en su valor y en sus fuerzas y si bien ignoraba en absoluto la clase de sport a que a diario se entregaban sus congéneres, confiaba en su inteligencia y su instinto supliendo la falta de práctica.
Estaba decidido: al día siguiente saldría al campo.
Como de costumbre, el patrón y los peones ensillaron los caballos de madrugada, al mismo romper la aurora. Luego penetraron en el galpón, donde tomaron el habitual desayuno de mate amargo.
Afuera los perros se paseaban con el rabo bajo, olfateándose, cual un previo reconocimiento para ver si se había colado algún intruso al amparo del crepúsculo.
Todos estos pormenores los observaba White, casi oculto tras la hoja entreabierta del portón.
Pasó algún tiempo. Ya comenzaba a aclarar. Patrón y peones salieron y montaron sus caballos respectivos. El capataz lanzó un silbido fuerte y breve; remolinó la perrada, manifestando su alegría en saltos y pequeños ladridos, y la comitiva se puso en marcha, campo adentro, rumbo a lo ignoto a lo misterioso y tentador para el pueblero.
Por unos instantes White permaneció en su escondite, atreviéndose tan solo a estirar el pescuezo para seguir la marcha de los cazadores. Más tarde, cobrando ánimo se echó al patio y anduvo unos pasos cautelosamente. Se detuvo, escuchó. Jinetes y perros iban perdiéndose en la distancia; pero, en el silencio absoluto de la madrugada, los ladridos y las conversaciones llegaban clarísimos hasta sus oídos atentos.
Sentado sobre las patas traseras, rígidas las orejas, las narices al viento, se conservaba con una inmovilidad de estatua, en lucha la voluntad con el temor a lo desconocido. Al fin aquélla pudo más: el pueblero dio un salto y echó a correr hacia el despoblado. Corrió sin detenerse, hasta llegar a una gran mancha negra, desprovista de pasto, constituida por tierra suelta y desmenuzada; conocía el paraje: era el rodeo de las tamberas. Sin tomar aliento tornó a emprender la carrera para ir a hacer alto junto a una cañada, a unas veinte cuadras de la estancia.
Jamás había hecho tan grande excursión. Miró para atrás: las casas no se veían ya; no se veían personas, ni animales, nada más que el campo, la llanura verde abajo, el cielo azul arriba; y, arriba como abajo, un silencio colosal, un silencio de inmensidad vacía, engendrador de miedos. White se encontró muy chico, semioculto por los pastos altos, absolutamente absorbido por la grandeza del medio que parecía desarrollarle sin término, monstruoso y devorador.
Por varios minutos permaneció indeciso, volviendo la cabeza, ora hacia adelante, ora hacia atrás, sin saber que hacer, sin resolverse por la humillación, del retorno ni por la aventura del avance.
De pronto, un débil silbido hirió sus oídos. Miró: una perdiz avanzaba confiadamente entre las hierbas. Su instinto de cazador despertó imperioso; sus narices se dilataron, sus miembros se estremecieron. Se encogió, se encogió como un resorte, la vista fija en la perdiz que se acercaba y la respiración en suspenso, el corazón palpitante de ansiedad. Un minuto más, un salto prodigioso, y su hocico sentía el calor de la víctima y sus narices aspiraban con indecible deleite el olor de la sangre tibia... ¡Se había iniciado al fin!... Ya era digno de ser perro... y del aprecio de los hombres.
Desde entonces nada lo detuvo. Se orientó y emprendió una marcha vertiginosa, salvando obstáculos con saltos acrobáticos, deteniéndose un segundo para olfatear el suelo, buscando el rastro, y continuando en seguida la carrera, espoloneado por la belicosidad, por la acometividad, de súbito despertada en él por la primera hazaña, por la sangre de la primera víctima. En las bestias, como en los hombres, el placer de matar aleja el temor de morir.
A poco andar lo inmovilizó un espectáculo extraño: en la lomada, radiosa de luz, vio los nueve perros de la estancia tendidos en guerrillas, quietos, atentos, la vista fija en un punto, en un pequeño bulto, blanco, rojo y negro, que, también inmóvil, aprestado a la lucha, levantaba en alto un oriflama tricolor.
White pensó:
"Debe ser temible ese enemigo, no obstante su pequeñez, cuando detiene el empuje de la valentía gaucha y cuando nueve perros, grandes, fuertes, orgullosos, adiestrados en la pelea, vacilan, no atreviéndose a llevar el ataque.
Fué aquí el más obscuro momento psicológico de White. Dióse cuenta en seguida de que se le presentaba una ocasión única de reivindicar y salvar su honor, harto comprometido; pero consideró también que su triunfo exigía sacrificios máximos.
Se detuvo un poco para meditar. El caso valía la pena. Estaban sobre el tapete su dignidad y su vida. ¿A qué carta jugar?
—"Vamos a ver, White—se dijo él;—tú no eres un poltrón, pero no eres un imbécil tampoco. Si te haces matar de un modo estúpido, no habrás ganado nada, aún cuando te reconozcan un héroe y te levanten una estatua y te inmortalice!a fama. La cuestión está en triunfar y vivir. Bueno, para estas apreturas es para lo que se necesita talento, y puesto que no se discute la inteligencia en tu raza, no hay motivo para suponer que tú seas un bruto, siendo un fox-terrier sin mezcla, absolutamente puro... Obremos entonces de manera inteligente, y luego, que resulte lo que quiera el destino... Ese bicho debe ser bravo cuando no se atreven a atacarlos los gauchos, numerosos, valerosos y aguerridos... ¡Aquí de la astucia!
Así monologó White, y comenzó a arrastrarse, oculto por las hierbas, buscando tomar por retaguardia al enemigo. Avanzaba muy felizmente y se decía raciocinando con excelente lógica:
La fiera, preocupada con el poderoso enemigo que tiene al frente, no prestará ninguna atención de este lado, y yo podré acercarme sin ser visto ni sentido.
Y los cálculos de White se cumplieron al pie de la letra.
El zorrino—era un zorrino—estaba absorto en la contemplación de la fuerza que se desplegaba delante y esperaba filosóficamente los acontecimientos.
—"Si yo doy vuelta y disparo, soy bicho muerto"—había pensado el zorrino.—Mejor será dejarme estar confiado en lo que pudiera venir.—Existen muchos hombres que en casos análogos, no son tan inteligentes como el zorrino.
En tanto, White seguía adelantando inadvertido y llegaba a dos palmos del enemigo. Los momentos eran solemnes. El vio el estandarte, la cola del zorrino, levantada, rígida, y pensó:
—"Esto debe empezarse a comer por aquí".
Dicho y hecho: un salto brioso, un tarascón feroz y... ¡ay mi madre!...
White largó la presa, abrasado por el vitriolo que le había cauterizado las fauces y los ojos. Un instante se revolvió desesperado, aullando, escarbando y mordiendo el suelo. En seguida, rabioso, se abalanzó sobre el enemigo que trotaba, tratando de huir de la jauría que se había largado a escape sobre él; pero antes de que hubiera acercado, White, repuesto de la momentánea estupefacción, apresaba al zorrino por la mitad del cuerpo y le deshacía los huesos con feroces dentelladas. Tenía la presa aún en la boca cuando llegaron los gauchos. La sacudió, la arrojó, quedó inmóvil. Los otros olfatearon, la vieron muerta y la dejaron, demostrando un algo de contento y un tanto de disgusto. ¡Vaya uno a definir las sensaciones del alma de los perros!
* * *
Horas más tarde, todos regresaban juntos a la estancia. White
estaba sucio de sangre y de lodo y además hediondo, lastimado, pero
contento. Los otros perros lo olieron, lo manotearon y le demostraron
estimación, porque había dado pruebas de bruto. Parecían hombres. En un
alto, la perra vieja se detuvo para dirigir a Gechú una interrogación
con sus ojos lacrimosos; y el caudillo respondió en un admirativo:
—¡Guau! ¡Guau!
Lo que traducido al idioma de las geníes quería decir:
—¡Pucha con el pueblero!
Ya en las casas y con el alborozo del triunfo, White, entre brincos y caricias recíprocas, le robó un beso a la perra, le mordió un garrón al Tigre, y hasta le dió por descuido, un empellón a Gechú.
Y Gechú no dijo nada.