El Tiempo Perdido

Javier de Viana


Cuento


A mi amigo José de Arce.


Quedaba aún ancha franja de día, cuando Regino, concluido de estirar un alambre, dijo á los peones:

—Dejemos por hoy... Tengo ganas de cimarronear.

Los peones recogieron las herramientas, echaron los sacos al hombro y se encaminaron á las casas, alegres y agradecidos al patrón que les ahorraba una hora de trabajo, pesado bajo la atmósfera caldeada de un día de enero. Y mientras ellos penetraban en el galponcito recién techado y en cuyo piso aún vivía la gramilla, Regino fué á echar una ojeada á las construcciones.

Albañiles y carpinteros trabajaban activamente, á la luz rojiza del crepúsculo, brillaban las tejas del techo y el blanco de las paredes, sombreado en partes por el ombú centenario, único sobreviviente del viejo puesto, demolido para dar sitio al edificio moderno, cabeza de estancia, que hacía edificar Regino Morales, dueño, á la sazón, de aquellos campos en que sus padres y sus abuelos habían sido miserables agregados. Cuando él volvió al pago, ni rastros quedaban de la familia. El rancho no tenía ya techo, y las paredes de terrón estaban caídas ó gastadas por el continuo rascar de los vacunos. A la derecha de la tapera una gran circunferencia gris de plata, una copiosa vegetación de abre puño y revienta-caballo denunciaban un antiguo rodeo de ovejas; y á los fondos, el verde negro de un bosquecillo de ortigas daba testimonio del basurero. Todo lo demás era muerto, excepto el ombú, sombrío, persistente, símbolo de la raza brava y sobria que se va extinguiendo.

Regino inspeccionó los trabajos y luego fué al galpón, aceptó un mate, que sorbió á prisa y salió.

Por un momento estuvo indeciso, observando el campo que entre cuchillas y llanuras se perdía en lo infinito y el edificio que surgía como expresión de una vida nueva. Luego echóse sobre el hombro el fino poncho de verano y se encaminó lentamente hacia el arroyo que corría á doscientos metros de las casas.

Atravesó el pequeño monte y llegó á la laguna, á cuyo borde se detuvo. Los árboles parecían de cobre, las aguas parecían de plomo y todo, cielo, agua, bosque, estaba inmóvil y silencioso, como si la naturaleza hubiese bruscamente cesado de respirar.

Ante aquella calma absoluta, Regino experimentó honda satisfacción, originada por la armonía del medio ambiente con la actualidad de su alma, que en el cansancio de largos, amargos años de lucha y de pena, ansiaba acostarse en el plácido reposo.

Siguió andando lentamente por la orilla del arroyo y al llegar á unas rocas que formaban como un banco, se sentó, armó un cigarrillo y se puso á fumar, gozando de un bienestar nunca conocido.

Sin hacer el menor esfuerzo por evocarlos, los recuerdos empezaron á desfilar por su mente. Allá, muy remotamente, su niñez, feliz no obstante la orfandad, por cuanto don Gregorio y su esposa habían sido para él verdaderos padres. Seguía después una juventud laboriosa y alegre, bruscamente interrumpida por la fatal querella con Lucio García, una querella imbécil motivada por un pedazo de lonja...

Cometido el homicidio, huyó, se fué al Brasil. El contrabando le permitió reunir un capitalito con el cual se dedicó á tropero. Le fué bien y á los veinte años de fatigas se encontraba dueño de una fortuna. Entonces pensó en el regreso á la patria y al pago. No le faltó un abogado que liquidara satisfactoriamente su causa; y ello hecho, realizó sus bienes y en una tarde de primavera sorprendió á don Gregorio con su inesperada visita, Los viejos lo recibieron con los brazos abiertos, y él se instaló en el puesto, indeciso aun sobre el porvenir.

—Los Medeiros venden el campo,—le anunció un día don Gregorio.

Regino guardó silencio, no se habló más del asunto y una semana después anunció un viaje al pueblo, donde permaneció cerca de quince días. Al regresar dijo simplemente:

—Compré el campo de los Medeiros.

Lo compró y lo dejó estar, sin decidirse á poblarlo y explotarlo. Recién entonces se le ocurrió pensar que tenía más de cuarenta años, que estaba solo en el mundo y que no tenía objeto ponerse á trabajar de nuevo, por acrecentar una fortuna ya excesiva para él. Don Gregorio, adivinando su preocupación, le dijo un día á boca de jarro:

—¿Por qué no te casás?

Regino había pensado en ello, El amor no le había hablado cuando la suerte le arrojó á la vida inquieta del matrero. Durante los veinte años de fiebre continua, su corazón permaneció dormido, y ahora recién advertía el lamentable vacío.

Sí, debía casarse. Mujer no faltaría que se decidiera á ser su compañera y ya que no los resplandores de la pasión, podía esperar el tibio rescoldo del hogar.

Una tarde, mientras tomaban mate a la sombra de los naranjos del patio, Regino dijo resueltamente:

—Estuve cavilando estas noches y me he convencido de que casa sin mujer, y estancia sin perros anuncian ruina... Viá casarme.

—Bien pensao, hijo—replicó el viejo;—y has elegido ya?

—Si.

—¿Quién, si se puede saber?

—Por muchas razones. Usted es el primero que tiene que saberlo: Isabel.

Don Gregorio alzó bruscamente la cabeza.

—¿Isabel?... ¿la chiquilina?..

Regino, un tanto confundido, interrogó:

—¿La encuentra muy potranca pa mí?... Tiene dieciocho años...

—Sí, por ahí anda... En fin, vos todavía sos joven...

—Vea, don Gregorio, yo la he elegido á ella porque la conozco, porque se qu’es güeña... y porqu’es de la familia...

No se habló más. Isabel, la nieta de don Gregorio, consultada por los viejos intentó resistir pedir plazo, pero concluyó por ceder entre sollozos.

Regino, ya orientada su existencia, se puso á poblar. Casi todo el día pasábalo en el campo, y al regresar, al obscurecer, para la cena, en familia, Isabel era para él, y él para Isabel, lo mismo que fueron antes de concertada la boda. No habían cambiado una sola palabra amorosa en las muy raras veces en que se encontraban solos. Él tenía con ella atenciones paternales y al verla triste y turbada en su presencia, no le causaba inquietud; juzgándola natural timidez de la chica. La confianza y la familiaridad llegarían á su tiempo...

En todo eso pensaba Regino mientras, sentado sobre las rocas lisas y revestidas de negruzco musgo, contemplaba la plata bruñida de las aguas del arroyo, donde su imagen se reflejaba con perfecta nitidez... Observóse y quedó desagradablemente sorprendido. Si su cuerpo fornido y vigoroso atestiguaba salud y tuerza, en cambio el brillo tenue de los ojos circundados de multitud de pequeñas arrugas, y la expresión cansada de los labios, le advertían, por primera vez, la fuga definitiva de la juventud. La observación causóle disgusto y de seguida púsose en pie y se internó en el monte bascando el término de la laguna, donde el arroyo se angostaba sobre un pequeño salto de piedras que permitía vadearlo á pie. De ahí, una senda abierta entre el maizal conducía hasta los ranchos de don Gregorio. Todas las tardes recorría Regino aquel camino. Pero ese día, sin saber por qué, se alejó costeando el arroyo. A pocos metros de allí negreaba un mimbral espeso. El paisano se detuvo á su borde y disponíase á ir de nuevo en busca de la senda, cuando una voz bien conocida llegó á sus oídos, desde el interior de la arboleda. Picada la curiosidad avanzó unos pasos cautelosamente y por entre las ramas pudo ver á Isabel, recostada á un sauce viejo, y á Liborio, un muchacho huérfano, criado en el puesto, que la observaba con expresión de pena.

—¡No, no!—decía ella:—Yo te quiero, pero los viejos desean que me case con don Regino... Yo prefiero sufrir á hacerlos sufrir á ellos, que han sido tan buenos conmigo... Andate, Liborio, no me busques más...

Regino quedó petrificado. De lo visto y de lo oído, una palabra resonaba ferozmente en su alma: «don». Para su novia, para la mujer que debía ser su mujer dentro de un par de meses, él era aún «don» Regino!..

Sintió rabia, despecho, ansias de abalanzarse como un tigre, de extrangular, de matar, de exterminar...

Contúvose, sin embargo, pero en vez de dirigirse á los ranchos, deshizo el camino, traspuso nuevamente el arroyo, fué á las casas, recogió su caballo atado á soga, ensilló y salió, sin saber donde iba ni á qué iba.

Durante un mes nadie tuvo noticias suyas. La casa había sido concluida. Un día llegaron dos carretas con los muebles. Otro día un carro conduciendo dos baúles con ropas y obsequios para Isabel.

Pasaron todavía dos semanas, y ya era en principios de otoño cuando regresó Regino.

Estaba desconocido. Flaco, ojeroso, arrugado el rostro, encanecido el cabello, parecía haber envejecido diez años, Concluida la cena, que fué silenciosa y triste, dijo:

—La casa está pronta, no hay porque dilatar el casorio.

Al mismo tiempo miró fijamente á Isabel y Liborio.

—Pasao mañana viene el cura,—agregó.—Mañana,—continuó dirigiéndose á Liborio,—vamos á recorrer el campo, con eso te haces cargo del establecimiento, porque te nombro mayordomo... pero... con una condición: que me permitás ser el padrino.

—¿El padrino de qué?—preguntó el mozo azorado.

—Y del casorio, pues!... Ahí ahí... exclamó Regino riendo con risa helada;—¿ustedes creían que yo me iba á casar con la chiquilina, deshaciendo un casal que Dios crió?.. Bobetas!...

Y luego amigablemente, dirigiéndose á don Gregorio:

—¿De qué sirve tener rico herraje de oro y plata cuando ya las pulpas flacas y los caracuces duros, solo permiten montar matungos?...


Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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