El Triunfo de las Flores

Javier de Viana


Cuento


Haces de anchas hojas de palma y guirnaldas de flores de ceibo, constituían casi el único adorno del grande y modesto salón, desde cuyo testero, en medio de un trofeo formado con banderas argentinas e italianas presidía la roja cruz de Savoya.

Era el 20 de septiembre y, como todos los años la colectividad italiana festejaba con lucidas fiestas sociales la fecha coronaria del resurgimiento.

No obstante su amplitud, el salón resultaba insuficiente, pues además de la casi totalidad de las familias de la capital chaqueña, otras muchas habían acudido de las colonias inmediatas y de la vecina Corrientes.

Veíanse mezclados, en un ambiente de franca y alegre armonía, el modesto industrial y el acaudalado capitalista; las altas autoridades y sus más modestos subordinados; los viejos comerciantes, reposados y toscos, con los elegantes y bulliciosos oficialitos de la guarnición; las esbeltas y distinguidas damas de la capital correntina, con las tímidas muchachas campesinas, frescas y lindas como las flores que amenguan la adustez de las selvas chaqueñas.

En medio de la general alegría que comunicaba la música, las luces, las expansiones juveniles y un poco también el barbera espumante, sólo Baldomero Taladríz vagaba triste, indiferente, refractario al calor de aquel ambiente de diversión y de contento.

El presidente de la comisión del Círculo, un viejito garibaldino, comunicativo y jovial, al verlo melancólicamente recostado al quicial de una puerta, se le acercó diligente, diciéndole con afabilidad:

—¿Por qué no baila, don Baldomero?

—¿Bailar yo? —replicó con aspereza Taladriz.

—Entonces, vamos a tomar un copetín, —insinuó el viejo, y tomando de! brazo al criollo adusto, lo condujo al buffet.

Como muy rara vez bebía alcoholes, las dos copas de espumante le encendieron súbitamente la sangre; y la música, las luces, las risas, el encanto femenino comenzaron a producir cierta impresión en la desolada opacidad de su alma.

Era don Baldomcro Taladriz, un hombre alto y fornido, de rostro enérgico y no desprovisto de belleza, no obstante lo atezado de la piel y la espesura de las cejas y el bigote. La mirada suave y triste de sus grandes ojos pardos atenuaba en mucho, la general dureza del semblante.

Andaba ya frisando en los cuarenta, pero su natural robusto y la vida activa y sobria que siempre había llevado, lo conservaban joven y fuerte todavía.

Fué desde niño un formidable luchador. Hijo único de un hacendado correntino, —que tras una existencia de disipación y vicio murió dejándolo en la miseria y el desamparo,— huérfano de madre desde su más tierna infancia, creció sin conocer afectos, en un hogar helado donde crecían a discreción los yuyos del desorden.

Obligado a ganarse la subsistencia prematuramente, analfabeto, sin más armas que su voluntad y sus brazos, empezó por emigrar del pago, donde la memoria ignominiosa del padre le perseguía sin descanso.

Ocupóse en las más rudas labores camperas, y cuando hubo reunido un capitalito, marchóse al Chaco, firmemente decidido a conquistar la fortuna. Luchó por ella a brazo partido, afrontando todos los peligros y despreciando todas satisfacciones materiales y sentimentales.

No fumaba, no bebía, no jugaba, y ninguna insinuación amorosa logró traspasar las paredes de su corazón endurecido en la lucha sin tregua, sumiso colaborador en el ideal único que guiaba su existencia: la fortuna.

Vino a ésta al fin, y don Baldomero llegó a ser uno de los más acaudalados pobladores chaqueños. Quiso reposar entonces y se hizo contruir una confortable morada en Resistencia, donde fué a radicarse.

Al poco tiempo empezó a convencerse de la inutilidad de aquel grande y prolongado esfuerzo. Negras y vacías transcurrían las horas. Monótonos y tristes se desgranaban los días y los meses. El aburrimiento le roía el alma sin que su gran fortuna pudiera proporcionarle ningún lenitivo. Pasábase largas horas en el café observando estúpidamente las partidas de naipes, de dominó, o de billar que no podían interesarle, por cuanto ignoraba en absoluto todos los juegos. Era un mero espectador en todo. Miraba jugar, miraba beber, miraba amar, miraba reír, y miraba hablar. Todo para él era voces sin sentido, palabras extrañas de un idioma incomprensible...

A poco de haber penetrado en el salón se le aproximó Lucinda Díaz, una bella y pizpireta maestrita, que le dijo con su proverbial desenvoltura:

—Don Baldomero, usted está gravemente enfermo y necesita ponerse en tratamiento.

—¿Yo enfermo? —exclamó con extraneza el potentado, que jamás había sentido ni un dolor de muelas.

—Sí, continuó la chiquilla; —usted está enfermo de sombra y de silencio, un mal que sólo se cura cultivando flores... ¿Usted nunca ha cultivado flores, verdad?

—Nunca.

—Ha hecho mal. Las plantas que no dan flor se mueren de tristeza... Pueble su corazón con plantas florales y verá cómo la multiplicidad de colores y perfumes le proporcionarán un manjar que, estoy segura usted no ha gustado nunca: la alegría.

Rió la traviesa niña, y don Baldomero, impresionado, interrogó:

—¿Qué flores me aconseja que cultive?

—Cualesquiera. Hasta las humildes de trébol y gramilla, alegran. Pero son mucho más bellas la de la amistad, de la caridad, y, sobre todo, la flor soberana, la regia flor: el amor...

Tornó a reir Lucinda y se alejó velozmente, dejando perplejo a Taladriz...

Un año después se congregaban en el amplio comedor del plutócrata las más distinguidas personalidades del pueblo.

La sala parecía un jardín, tal era la profusión de flores; y como uno de los invitados felicitase al dueño de casa por la esplendidez del adorno, éste, abrazando tiernamente a su esposa Lucinda, respondió:

—¡La planta del amor ha hecho brotar todas esas flores!...


Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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