A Víctor Pérez Petit.
En la estancia del Palmar, donde nos criamos juntos, á Malaquías,
el hijo de la peona, le llamaban el zonzo, desde que era chiquito.
Teníamos más ó menos la misma edad, estábamos juntos casi siempre y yo nunca pude explicarme por qué lo llamaban «El zonzo».
Cierto que era petizo, panzudo, patizambo, cargado de espaldas, la cara como luna, la nariz chata, ojos de pulga y el labio inferior siempre caído y húmedo, semejante al befo de un ternero que concluye de mamar; verdad que caminaba tardo, balanceándose á derecha é izquierda, al igual de una pata vieja; innegable que su risa era idiota,—y reía siempre—y que su voz era ridiculamente gruesa, pero... á mi no me parecía zonzo, y tenía mis motivos para opinar de ese modo.
En la estancia se amasaba todos los sábados y era costumbre darnos una torta á cada uno. Malaquías, que era un voraz, devoraba la suya en pocos minutos, y luego venía á pedirme que le diese algo de la mía; durante un tiempo, accedí, pero una vez, cansado de soportar aquella contribución á la angurria, ó con más apetito, quizá, me negué á la dádiva. Entonces, el muy canalla, se puso á gritar como un marrano á quien le turcen el rabo, y cuando acudieron mi padre, y la madre de él y los peones, contó, entre hipo é hipo, con su voz de bordona floja.
—Patroncito... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... me quitó... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... ¡me robó mi torta!
Como la mía estaba casi intacta, se le dió fé; mi padre me la quitó y se la pasó al idiota, propinándome á mí un par de mojicones para enseñarme á «no abusar de mi condición de hijo del patrón».
Y de esas me hizo mil, de tal modo que casi siempre el «hijo de la peona», el zonzo Malaquías lo pasaba mejor que el hijo del patrón.
Ya mozo, incorporado al establecimiento en calidad de peón, se ingeniaba para no hacer nada, satisfaciendo su haraganería infinita, pero de una manera tan habilidosa que no era posible echársela en cara.
—El zonzo Malaquías,—decía uno,—es como un perro fenómeno, nacido en las casas, de una vieja perra de larga cría, á quien se deja comer por lástima.
Pero los demás protestaron: Malaquías era útil á todos, los servía á todos, á trueque de escasa recompensa. Él se levantaba primero que ninguno y hacía fuego y calentaba el agua para esperarlos con el mate pronto. ¿Y qué les costaba?... Dos ó tres cigarrillos al día... Dos ó tres cigarrillos á cada uno, de suerte que el patizambo «pitaba» doble de lo que «pitaban el más platudo. Y mientras los otros, contentos y agradecidos, montaban á caballo, soplándose los dedos, en las bravas madrugadas de invierno, él se echaba á dormir la siesta del burro, al calor del rescoldo.
Cuando los peones regresaban del campo, cansados, mojados, tiritando de frío, encontraban en medio del galpón una fogata, caliente el agua, pronto el cimarrón y á punto el asado.
Mientras secabánse las ropas al calor del fuego, se calentaban las tripas con el amargo, lo «asentaban» con un trago de caña, churrasqueaban contentos y agradecidos al servicial Malaquías.
Es verdad que ellos pagaban la caña, pero una insignificancia cada uno, y cada cual tenía su trago, y Malaquías tantos tragos como peones. Y además Malaquías comía el doble y las mejores presas; mas, desde que los otros estaban satisfechos, no cabía reproche.
Cierta vez, un indiecito, más avisado que sus compañeros, intentó protestar.
—Este zonzo,—dijo,—es como el hijo de la buena madrastra, que tenía un hijo y siete entenaos y cada vez que amasaba, les hacía una torta pa cada uno de estos, y pa su cachorro, nada; pero luego imponía que cada uno le diese la mitad de la suya al pobrecito, y el pobrecito salía comiéndose tres tortas...
Los otros, indignados, le obligaron á callarse, porque, en realidad, Malaquías era para ellos un vicio, y siempre se defienden los vicios propios, justificándolos, ó tratando de justificarlos.
* * *
Grande fué mi asombro, y el asombro de todos el día en que Malaquías me anunció que se iba.
—¿Y adonde vas?
—Por ahí.
—¿Por dónde?
—Por ahí, no más, pa desentumirme... pero pronto pego la güelta...
¿Dónde podía ir, y qué iba á hacer aquel infeliz?
No lo logré disuadirlo de su empeño y un buen día se marchó. Tenía tres caballos, tres potrillos que le habían regalado y que él crió guachos. Ensilló uno, cargado con dos maletas repletas, puso el otro de tiro, «enrabó» el tercero... y se fué.
Pasaron meses y pasaron años sin que tuviésemos noticias suyas, y llegamos á suponerlo muerto. No se le olvidaba sin embargo; á menudo alguien traía á colación su nombre, á propósito de alguna infelizada, y decía invariablemente:
—¡Pobre zonzo Malaquías!...
Y cuando menos lo esperábamos se nos presentó en la estancia. No había cambiado nada: volvía más gordo y más lustroso, pero su cara de luna, su nariz achatada, sus ojos de pulga y su labio grueso y caído y húmedo, como befo de ternero que concluye de mamar, conservábanse idénticos.
Todos nos alegramos al verlo. Yo le interrogué:
—¿De dónde salís, cachafaz?
—De por ahí,—respondió indiferente, y no hubo forma de averiguar dónde había estado y qué es lo que había hecho en aquellos cinco años de ausencia.
A la noche, en un momento en que se encontró sólo conmigo, me dijo misteriosamente:
—Patrón, usted podría hacerme un favor.
—Vamos á ver.
—Su lindero, don García tiene p’arrendar un campito de mil cuadras... y si usted me diese la fianza.
—¿Cómo?—pregunté intrigado.—¿Qué vas á hacer en el campito?
—A criar ovejas.
—¿Y las ovejas?
—Tengo negocio arreglado.
Yo reí; sin embargo, ante la insistencia de Malaquías, fui á ver á un vecino y arreglé el arriendo del potrero. Cuando el pobre zonzo tuvo en su poder el documento,—un simple compromiso, extendido en papel común, como se estilaba entonces,—ensilló, montó y salió, siempre silencioso y rodeado de misterio.
Él sabía que otro vecino mío hallábase con el campo recargado y deseaba vender una punta de ovejas. Fue á verlo y enseñando su contrato de arrendamiento, díjole:
—Vea don Bruno; yo he arrendado este campito y quisiera poblarlo y como sé que usted tiene recargo de ovejas...
—¿Querés comprarme una punta?...—interrumpió el estanciero intrigado.
—Comprar, no señor, no puedo; pero si quisiera darme en sociedá, á partir mitá y mitá de la lana y el aumento...
Después de reír un rato, don Bruno, excelente paisano viejo,—accedió y una semana más tarde, Malaquías aparecía arreando dos mil ovejas para «su» campo, y como había en éste un rancho y un corral, se instaló en seguida.
Sin invertir un peso, el zonzo Malaquías convirtióse en criador, con campo y haciendas; pero no paró ahí su hazaña. Tenía yo un peón, Santiago, trabajador como ninguno é infeliz como pocos. Malaquías lo llevó un día al rancho y mientras lo agasajaba con mate y caña, le decía:
—Mirá Santiago, vos nunca vas á ser nada, nunca vas á salir de pobre, trabajando de peón, trabajando pa los otros.
—Eso es verdá,—respondió tristemente Santiago; y el novel criador prosiguió:
—Yo te quiero ayudar. Venite conmigo... Sueldo no te ofrezco, por aura, pero en cambio te doy la mita ’e la mitá ’e lo que ganemos, y si querés podés sembrar también una chacra ’e maíz... á medias, dejuramente.
El otro aceptó conmovido.
* * *
Santiago cuidaba la majada, componía los alambrados, carneaba,
ordeñaba, monteaba y trabajaba la chacra, mientras el zonzo Malaquías,
el patrón, sin otro quehacer que cocinar, comía hasta hartarse, mateaba,
chupaba caña, dormía como un perro viejo y poníase cada vez más gordo y
más lustroso.
Y todavía siguieron llamándole el «zonzo Malaquías».