Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:

—¿Come istá dun Inacio?

Mientras él, sin tocar siquiera el ala del chambergo, respondía invariablemente:

—¿Cómo te va, gringo?

Pero aconteció que un año los negocios de Campoverde fueron muy mal: perdió todas las carreras en que entró. Y no se podía decir que por incompetencia o por desidia en el cuidado de los parejeros. Eso no. Hombre de conciencia, sabedor de que la platita hay que defenderla, dormía junto a sus caballos, se levantaba de madrugada, —fuese malo, fuese feo el día,— para trabajarlos, y no se detenía ante ningún sacrificio para adquirir el mejor maíz y la mejor alfalfa. Cuando le hablaban de eso le daba rabia.

—¡Decir que no cuido, canejo!... Vea, amigo, por no desatender el cuidao de los parejeros, tengo cuasi abandonada la estancia. Como no he tenido tiempo de componer el alambrao del Bajo Grande, se me ha estraviao una punta ’e novillos y como no pude salir a campearlos, aura deben andar por la loma 'el diablo, y quien sabe si me vuelvo a juntar con ellos! ...

—Y algunas reses le han de haber carniao, también!

—¡Dejuro que me han de haber carniao! ¡Si no tengo tiempo pa nada! ... Ahí están las ovejas a la miseria ’e sarna, y yo sin poder curarlas... ¡Y tuavía dicen que pierdo las carreras por abandonao, por haragán!...

—Habladurías, no más!... Siga sin hacer caso.

Y como Campoverde, siguió sin hacer caso, cuidando parejeros y perdiendo carreras, despreocupado por entero de su hacienda, a fin de año se vió obligado a recurrir a Pomidoro para que le anticipase un año de arrendamiento.

Y así empezó Pomidoro a comerse a Campoverde.

Rápidamente, las esterlinas del botijo fueron disminuyendo, sustituidas por escrituras de hipoteca. En tres años, el arrendatario se convirtió en propietario de la chacra.

Y como los años seguían yendo mal para el gaucho, los empréstitos proseguían y, pedazo a pedazo, la heredad de los criollos Campoverde iba pasando a engrosar la chacra del gringo Pomidoro. Y aquellos dos hombres empezaron a odiarse; el uno porque se sentía irremediablemente comido por el otro; y el otro porque, despertado el apetito encontraba lento el proceso, en sus ansias de tragarlo todo.

Campoverde había llegado al colmo de la humillación, quitándose el sombrero cuando iba a visitar a Pomidoro, a quien, desde hacía unos años, se había sometido a llamar «Don Genaro».

Y es que Pomidoro era ya «don». De sus diez mil hectáreas de campo flor, no le quedaba a don Ignacio más que un potrerito central, de quinientas cuadras cuadradas, donde asentaba el gran edificio de piedra, —«la azotea», con sus galpones, sus corrales, sus bretes: la cabeza de la estancia, otrora famosa, de los Campoverde.

Pomidoro no pedía resignarse a morir sin haber coronado la conquista con la posesión de «la Estancia». Pero el gaucho había hecho a su orgullo, el supremo sacrificio de no cuidar más parejeros. «La Estancia», no sería nunca del «gringo». Uno emperrado en que sí, el otro en que no, no se veía solución posible, cuando un incidente vulgar vino a cambiar la faz del problema: el criollito Saturno, hijo de don Ignacio, y la gringita Sabina, hija de don Pomidoro, se amaban.

Inútilmente se atravesó entre sus cariños el odio recíproco de los padres. En el campo, el amor es como los cañadones, cuyas aguas corren mansas, silenciosas, cristalinas; pero si lo enfrenan con un tajamar, se revuelven, rugen, borbotean espumas, y, o abaten el obstáculo o se va por campo traviesa.

El último parejero —ya largado al campo— de don Ignacio, sirvió a su hijo para robar a la hija de su enemigo. Y al fin hubo que rendirse ante el hecho consumado, que, en definitiva solucionaba el largo pleito a satisfacción de los dos litigantes: Pomidoro integraba el dominio con el núcleo de la Estancia; y Campoverde se veía restituir, en su heredero, todo el bien arrebatado por la usura a la debilidad de sus vicios.

Y de ahí resultó que el gringo y el gaucho se hicieran amigos y, como no tenían nada que hacer ya, se disputaban continuamente, para ocupar las horas vacías de la vigilia.

Durante aquella noche, pasada en vela junto al fogón, a la espera del nacimiento del primer nieto, no habían cesado de pelear, discutiendo sobre quién había de ser el padrino. Al fin habían transado con la proposición de Campoverde.

—Si sale «chancleta», usté es padrino, pero si sale macho, yo soy el padrino y le pongo Ignacio!.

Ya de acuerdo, tomaron sendos tragos de caña y atizaron el fuego, desperdiciando leña, en ese afán humano de que haya luz cuando las almas están contentas. Y estaban por tomar otro trago cuando entró alborotado Saturno y anunció:

—¡Ya ’stá, tata!

—¿Qué jué?

—Un machito...

—¡Se tiene que llamar Ignacio! yo soy el padrino!... —exclamó jubilosamente Campoverde.

—... y una hembrita, —concluyó el mozo;— un casal, tata!

—¡Yo tamén soi padrino! Y si gai de llamar Genara! —gritó entusiasmado Pomidoro.

Campoverde, de pie, iluminado por el rojizo resplandor de las llamaradas del fogón, tembló de ira. Luego, serenándose, dijo:

—¡Gringo suertudo! ... ¡Cuando no me la puede ganar, la empata!...


Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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