En Familia

Javier de Viana


Cuento



I

Casiano era alto, exageradamente alto; y era sobrada y uniformemente grueso; la cabeza, el cuello, el tórax, los flancos, las caderas, las piernas, todo parejo, con límites señalados por ranuras apenas visibles. Un tronco de viraró serruchado de abajo arriba, bien por el medio, hasta cierta altura, á fin de formar las piernas, tan próximas que al caminar rozaban la una con la otra desde el muslo hasta el tobillo. ¡Así gastaba de bombachas usadas en la entrepierna y de botas de cuero rojo agujereadas en la caña!...

Su cuerpo era un tronco de viraró, pero de viraró muy viejo, de los que habían conocido á Artigas, uno de aquellos como no se hallaban en las inmediaciones, en los montes de Cololó, Vera, Perico Flaco ó Bequeló; al Norte, en el Río Negro, en la barra del Arroyo Grande, bien adentro en el secreto de los potriles, puede ser que se encontrara un ejemplar adecuado; pero probablemente habría que navegar río abajo, río abajo, é ir á buscarlo entre las greñas del Uruguay.

En oposición, su mujer, Asunción —Sunsión en el pronunciar del pago— era —siempre en el caló nativo— flaca, más flaca que mancarrón con "haba". El cuello de garza salía de la bata de zaraza á la manera del pescuezo de una muñeca de cera, y sostenía una cabeza eternamente desgreñada y una cara escuálida, salida de pómulos, hundida de ojos, con nariz demasiado larga y boca demasiado grande; fina y corva la nariz como pico de rapaz; delgados los labios, blancos y fuertes los dientes, duro y marcado el mentón.

Luego un cuerpo pequeño, mezquino en carnes y rico en flexibilidades de criolla comadrona: todo un cuerpo de gallina inglesa, gritona, inquieta y pendenciera.

Casiano, correntino de raza, hablaba poco, sin prisa y cantando las palabras con el dejo nativo.

Asunción estaba armada de una vocecilla aguda, aflautada, hiriente como el cantar de la cigarra. Y al igual de la cigarra que revienta cantando, después de cinco ó seis horas de trinos, ella no reventaba, pero suspendía su charla rápida, silbada, improvisada, sólo cuando las cuerdas vocales no daban más; materialmente, cuando reventaba; porque motivos de conversación no le faltaban á ella, y cuando llegaban á faltarle, todavía tenía para tiempo vomitando refranes y escupiendo palabrotas.

El correntino era bueno, sosegado, calmoso, trabajador, limpio en el vestir y parco en el hablar: no parecía correntino.

La criolla era chillona como un grillo, haragana como petiso de muchacho, pendenciera como cuzco y sucia como "bajera"; no podía ocultar que era criolla.

Era un contrasentido aquella pareja.

Si se hubiesen observado sus cualidades una á una y disecado sus idiosincrasias fibra á fibra, se habría hallado que discrepaban de cualidad á cualidad, encontrándose también diferencias de fibra á fibra.

Sólo en una afición concordaban: en la de beber caña. Pero, bebida ésta, la desemejanza tornaba á mostrarse en los efectos que en sus respectivos organismos producía el alcohol: diferencia fisiológica, diferencia psíquica. En Casiano el licor obraba como anestésico para sus órganos, como analgésico para sus dolores; y en Asunción, por el contrario, excitaba el desordenado galope de las pasiones y exacerbaba las contrariedades ó sufrimientos.

El macho, fuerte, robusto, seguro de sus músculos, sentía el gozo correr con la enorme masa sanguínea que regaba su corpachón de toro, y la bondad le retozaba, le salía afuera en forma de risotadas y palabras buenas y frases llenas de una sinceridad encantadora.

Y á ella se le iba subiendo la caña á la cabeza al mismo tiempo que se le iba bajando por el cuerpo la hiel, diluida en tres ó cuatro calderadas de mate amargo; menjurje extraño que, como el agua acidulada sobre los nervios de la rana, tenía el poder de excitar los suyos —superexcitar— hasta presentarla de una irascibilidad insoportable.

Era un contrasentido aquella pareja.

Y, sin embargo, vivían relativamente bien. A veces, cuando los nervios de Asunción estaban cargados en demasía, cuando su lengua iba más allá de lo humana y razonablemente soportable, el gigantón correntino solía esconder los ojos entre el yuyal de cejas en un fruncimiento de ceño, y levantando su mano —más pesada que la mano de coronilla de pisar mazamorra en el mortero— la dejaba caer sobre el cuerpo de la china, que salía "lomiándose", buscando á Lucio, el hijo mayor, el favorito del padre, sobre quien descargaba su rabia. Lucio, por su parte, transmitía á su hermana Cleta, tan pronto como lograba escapar de las garras de la madre, y con cualquier pretexto, la paliza recibida. Y la distribución de penas devolvía la calma y hasta la alegría al hogar.

Llevaban seis años de casados.

Casiano era puestero con majada en sociedad su ganadito tambero y su tropillita de andar; boca más, boca menos, no le preocupaba, y por eso no puso obstáculo en que su suegra, la vieja Remedios, y su cuñada, la chinita Rosa, fueran á vivir con ellos.

Al año, Casiano hablaba de echar campo afuera á Rosa, una chicuela insolente y deslavada, una perra encelada que atraía al rancho á toda la mozada del pago; pero no tuvo tiempo, porque ella se alzó con un rubio guitarrero, sargento en la policía de la sección.

A los dos años, la vieja Remedios comenzó á hacerse insoportable. Su misión en la casa era preparar la comida, lavar los platos y vigilar á Lucio, quien pasaba el día en medio del patio, sobre un cuero de ternera, sin más ropa que una camisita agujereada.

En las ausencias de Casiano su suegra aprovechaba la cruzada de un buhonero, ó del muchacho de la pulpería, para trocar algunos cueros de oveja por la limeta de caña. Y más de una vez, al regresar el amo, encontró á la esposa y á la suegra borrachas como cubas, ostentando en el rostro, con frecuencia, la señal de las uñas de la reciente gresca.

Por ese entonces dio en visitar la casa un tal Salustiano Sandes, un indio puestero del inglés don Jaime Smith, en Vera. Casiano lo miraba con malos ojos, pero no dijo nada. Sin embargo, cuando nació Cleta, una criaturita flaca y raquítica, se le puso que la tal se asemejaba al indio Salustiano; y aunque guardó silencio, espantó al visitante y echó del rancho á la vieja, que se fué al pueblo, de "piona", á estar á su dicho; y en oficio más lucrativo, aunque menos digno, á creer las voces que corrían y lo que Casiano opinaba.

II

La casa quedó peor —porque Asunción era el prototipo de la haraganería—; pero el puestero quedó más á gusto: quedó como cuando, después de trotar varias horas al sol, en verano, se quitaba las botas y se ponía las alpargatas viejas, endurecidas con el barro.

Y no es que fuera celoso.

Bastantes veces —riendo con aquella gran risa suya, que le hacía saltar el abdomen y bailar la espesísima barba, como cañaveral soplado por el pampero— contó ó comentó la reciente aventura de Pancho Marín, el pardo estúpido del puesto de la Cañada.

Era una aventura curiosa y muy festejada en el pago la de Pacho Marín.

Casado con la china Bonifacia, una de las más ladinas de la comarca —por demasiado ladina le fueron abriendo el caballo los mozos del pago—, sucedió lo que forzosamente debía suceder, siendo ella querendona en demasía y él tonto por demás.

He aquí la historia:

En la mañana de un sábado, Bonifacia ensilló su malacara lunanco y salió como de costumbre á llevar la ropa lavada y planchada á los peones de la estancia. En el camino encontró á uno de éstos, Bernardo Romero, mocetón robusto, de complexión sanguínea y en cuyo rostro rubicundo señoreábase el sensualismo. Se acercó receloso como fiera que se lame el bigote á la vista de la presa; se le aparejó, le ganó el lado de montar, y mientras tranqueaban, le habló de historias viejas, de semirrequiebros, de cuasi promesas.

Marchaban despacio por la loma chilcosa, hablando bajito, sin mirarse: ella, entre satisfecha y huraña; él, confuso, ahogado por el deseo, poniéndose escarlata y escupiendo pegajoso cada vez que su rodilla rozaba la pierna musculosa de la china.

La cuchilla era extensa; tardaron en trasponerla y se acercaba el medio día cuando llegaron al bajo. El sol ardía dorando las gramillas; la atmósfera estaba como polvo caliente; los caballos avanzaban al tranco, con el pescuezo estirado, las orejas gachas y en continuo plumereo la cola, espantando tábanos y jejenes.

—¿Querés apiarte?...

—Güeno.

Él bajó de un salto y acollaró los caballos con las riendas; después la bajó á ella, cargada, apretándola mucho con sus rudos brazos de domador. El atado de ropas cayó al suelo, se deshizo y sembró las piezas blancas, asustando al malacara lunanco de Bonifacia... El valle era hondo, la chuca alta y espesa, y abajo, en el piso, la gramilla crecía en tapiz blando y perfumado; perfumado con el olor de la tierra gorda y fecunda, con el olor fuerte de la vida, de la proliferación, de la savia ardiente y pura que el sol de primavera hacía correr en borbotones...

Marín esperó inútilmente toda esa tarde el regreso de su mujer para que asase el medio costillar de carnero; y, ya entrada la noche, se acostó con la barriga llena de agua, habiendo inutilizado dos cebaduras de hierba y engullido dos espigas de maíz asado. Durante dos meses estuvo esperando el regreso de su esposa, cuyo paradero ignoraba.

Quizá en el interior llevara oculta una pena, ó por lo menos sintiera el escozor del amor propio herido; pero su rostro de bruto no traslucía absolutamente nada.

Conservaba el mismo apetito, dormía sin sobresaltos ni pesadillas y estaba siempre dispuesto á tragarse tres ó cuatro litros de agua en forma de mate amargo. Lo que sí, andaba más puerco que de costumbre: durante los dos meses de que hablamos no se mudó ni la camisa ni los calzoncillos. Calcetines, felizmente, no usaba: la pata con la costra de mugre y el zueco descalzo, á la brasileña, como brasileño que era. Si alguna vez debía hacer referencia á Bonifacia, decía:

A mulher que en tive.

Y si alguno, entre chacota y verdad, le preguntaba cómo habían pasado las cosas, él contaba todo, del principio al fin, sin omitir los detalles que había ido adquiriendo; y concluía infaliblemente con un

¡A culpa nao foi minha!...

Ya estaba acostumbrándose á la vida solitaria en su rancho pobre, semejante á basurero de estancia y hediondo como nido de carancho, cuando una tarde, en momentos en que "verdeaba" sentado sobre la cabeza de vaca, junto á la puerta de la cocina, y cuidaba el churrasco que se tostaba en asador de espinillo, vio sobre la cuchilla un jinete que trotaba en dirección al puesto. No tardó en reconocer el malacara lunanco de Bonifacia, y, poco después, reconoció á ésta.

La china llegó á la enramada.

—Güeñas tardes —dijo.

Boas tardes —contestó él sin volver la cabeza, afanado como estaba en dar vuelta al asado, cerrando un ojo para evitar el humo que producía la grasa al caer en gotas sobre las brasas de tala del fogón.

Bonifacia pudo desmontar, desensillar, soltar el malacara, echar la montura en un rincón y acercarse á la cocina sin que su marido levantarala cabeza. Se dieron la mano sin proferir una palabra; después, ella se sentó muy tranquila, como si volviera de una visita.

Y quedaron en silencio hasta que Marín, cortando un trozo de carne,

—J'astá —murmuró; y se puso á comer.

—No tengo cuchillo —contestó ella.

—Na solera de rancho istá o melhao velho.

Comieron sin hablar una palabra; tomaron el postre de mate, y más tarde, cuando ya estaba oscuro,

—¡Vaite deitar! —exclamó Pancho.

—¿Ya?

—Ja.

—Vamos.

Ni una voz, ni un reproche, ni el eco de una queja salió del rancho pobre, revuelto como basurero y hediondo como nido de carancho. La vida siguió como antes.

Pelea más, pelea menos, al igual de lo que había acaecido desde el día subsiguiente al del matrimonio; pero sin recriminaciones, sin la menor alusión á la falta cometida, sin el más mínimo reproche por la pena ocasionada.

Transcurrieron varios meses. Bonifacia no había vuelto á ir á la estancia para llevar ropa á los peones, ni Marín había vuelto á encontrar forasteros en su rancho al regresar del campo. La china parecía fatigada, hastiada de amores, y no oía requiebros: los dos meses de desordenado placer le habían dejado una laxitud, un desgano de los hombres, que la hacían mirar á todos con soberana indiferencia.

Pero existía para Marín otro motivo de pesadumbre. Los compañeros, los peones de la estancia lo volvían loco con los continuos y dolorosos ortigazos de una crítica cruel, con el cauterio de la broma gaucha, que es como golpe de rebenque de domar baguales, como pinchazo de aguijón de nazarena, de esas nazarenas herejes que ostentan siempre, pegados con sangre, pelos de ijar de potro. Si Marin iba á entrar en la cocina:

—"Agáchate, Marín, no vas á romper la puerta con los cuernos."

Si en el sudar de una faena llegábanse á un arroyo para aplacar la sed:

—"¡Marín, empréstame tu guampa pa tomar agua!"

Si se tañía la guitarra y se cantaban versos estando Marín presente:


«Sí los cuernos retoñaran
como retoña el tomillo,
¡cómo no estaría este mozo,
con más cuernos que un novillo!...»


Ó la variación:


«Si los cuernos retoñaran
como retoña la albaca,
¡cómo no estaría este mozo,
con más cuernos que una vaca!...»


Y si se hablaba de algún vacuno notable, había de ser: "grande como un rancho y cuernudo como Marín."

Al principio Marín reía, ó no decía nada; su cabeza de microcéfalo era incapaz de concebir el honor. Sin embargo, á la larga, aquello fué como el vado de un estero muy ancho, entre la nube de jejenes que pican poquito, pero que concluyen por fastidiar: el indio empezó á calentarse.

Una mañana —un jueves 15 de Julio—, se trabajaba en el Rodeo Grande, en un aparte, y el paisanaje se consolaba de la fatiga hiriendo sin piedad al pobre diablo Marín. Éste, que era cobarde por instinto, por compensación á sus débiles medios de defensa, no decía nada, aunque se le conocía que andaba tragando fuego. Quiso su mala suerte que se le cansara el caballo, y hubo de ir á su rancho á mudar.

Llegóse allí apesadumbrado; desensilló y fuese en dirección á la cocina para tomar agua. El destino le hizo tropezar en la piedra de afilar. Se lastimó, le dio rabia y sacó el facón con movimiento instintivo; después, notando lo absurdo de su acción, y como por no confesársela ni á sí mismo, se puso á afilar la lámina larga y aguda.

El brillo del acero lo encandiló, lo enloqueció, y él no supo cómo había entrado en la cocina, ni cómo fué que empezó á descargar hachazos sobre su mujer. Esta gritaba; él no decía nada, pero en cambio hería, hería, sin mirar, á lo bárbaro, descargando el arma con toda la fuerza del músculo, hasta que la víctima logró escapar, huyendo campo afuera.

Cuando los vecinos la recogieron estaba hecha una lástima: quince hachazos en el rostro, su belleza perdida como margarita aplastada por el casco de un potro, y las dos manos inútiles para toda labor.

Marín se presentó al comisario seccional y, seguido el proceso, no alegó nada en su favor, no trató de justificar de ninguna manera su delito, y fué condenado á quince años de presidio. Todavía está en la Penitenciaría de Montevideo.

Tal era la historia de Pancho Marín, una historia estúpida, que hacía reir á todo el vecindario.

Casiano era tal vez quien más reía. ¡Perderse por una mujer!... Él, felizmente, no era nada celoso. Cuando su Sunsión no marchaba bien, le daba unos golpes y un consejo en ancas. Esto del consejo era clásico; se lo había repetido cien veces, y ella lo sabía de memoria:

"—Y no te digo más. El día que no marches derecho y se me acabe la pasensia, te hago trair el escuro, te lo ensillo, te hasés un atao de tus pilchas y te largo, con eso te vas á ensuciar naguas con los milicos del pueblo, junto á la arrastrada de tu madre."

Y esto lo decía sin enojo, tranquilo, sin alzar el diapasón de su vaz gruesa y pausada de correntino legítimo.

No entraba en sus gustos la tragedia

III

Desde la partida de la vieja Remedios, la casa andaba, en cuanto á limpieza y arreglo, cada día peor.

El pobre rancho de techumbre pajiza ennegrecida por el tiempo, y de paredes de terrón carcomidas por las lluvias, iba adquiriendo aspecto de tapera con la proliferación de yuyos que lo circundaban; vigorosa vegetación de gramíneas que, extendiéndose con cautela al ras de la tierra, dominaba casi el que antes fué patio, rodeaba los muros á manera de golilla esmeraldina, y en partes, atrevida, osada, aprovechando una grieta, trepaba por la pared y miraba con envidia la solera donde las golondrinas hacen sus nidos y dejan sus piojos.

Cuando soplaba viento no podía soportarse en el rancho el olor que traía del basurero inmediato, donde se pudrían las sobras de carne, los residuos de la comida y los pedazos de guasca y cuero inservibles. En la boca del barril del agua se veía siempre atravesada una guampa blanca, que antes fué limpia y hasta bella, pero que ahora despedía un olor desagradable, catingudo, casi repugnante

La cocina era una troja casi sin techo, con mechones de paja retinta y paredes de palo-á-pique con aberturas á los cuatro vientos. El agua entraba allí sin dificultades, apagando á veces el fogón que ardía en mitad de la pieza, y lavando otras la olla de hierro, la sartén, el asador, la guampa con la sal y el tarro con los "chicharrones", las dos fuentes de latón, los cinco platos de idéntico metal y unos pocos cubiertos diferentes; todo lo cual constituía la vajilla de la casa, cucharón más, espumadera menos.

No menciono la "pava" y el mate, porque no puede concebirse rancho sin tales prendas. Enfrente de la cocina, á unos quince metros próximamente, estaba la puerta de la casa; una puerta bajita, de dos hojas, una arriba y otra abajo, que no juntaban bien, ni entre sí ni con el marco: el viento Norte se colaba por las rendijas, en las frías noches de invierno, con entera libertad.

Había una sola habitación dividida en dos por una especie de mampara de percal labrado: la primera era comedor, sala y cuarto de los pequeños; la segunda, que sólo recibía luz cuando se abría una ventanita sin vidrios que miraba al Sur, era el dormitorio del matrimonio.

En el comedor veíase una mesa de pino, pequeña, desaseada, con la tabla superior sajada en los ángulos, donde el correntino ó su mujer acostumbraban picar el naco. Había dos sillas de madera —una sin respaldar— y un escaño largo, que después de comer se arrimaba contra el muro.

En un rincón de la pieza estaba un baúl grande, y sobre el baúl la silla de montar de Asunción y el recado de Casiano. En las paredes, de un negro intenso, había un clavo del cual pendían el freno con copas muy grandes y "pontezuela" oscilatoria; el bozal, las cabezadas y riendas de plata: las prendas de lujo, y más arriba, hundidos en la paja del techo, la marca y la tijera de esquilar, que más se empleaba en emparejar la crin á los caballos.

Se respiraba siempre una atmósfera impura en aquel cuarto, cuyo pavimento estaba lleno de huesos, costillas de vaca ó paletas de carnero. Al olor fuerte de las bajeras impregnadas de sudor, se unía el de las ropas del catre de los muchachos, el de los desperdicios putrefactos llevados por los perros y el de los perros mismos, que era tufo de zorrillo y hedor de osamenta.

La segunda pieza era casi lo mismo: la otomana pintada de rojo en más y la luz de la otra en menos.

Y el aseo por igual.

Asunción pasaba el día en el arroyo, lavando, ó en la cocina tomando mate y charlando con algún peón, más comúnmente con algún muchacho de las inmediaciones.

Habiendo mate amargo y teniendo con quién hablar para sacarle el cuero á cuanto individuo, macho ó hembra, conocía siquiera fuese de nombre, ya estaba ella á sus anchas; y si lograba algunos tragos de caña, podía contar aquel día entre los mejores de su vida.

De los hijos no se preocupaba para nada. Medio desnudo el mayor, desnuda del todo la niña —una camisa era habitualmente el abrigo—, vírgenes de calzado los pies de antrambos; ella, sin otra cosa en la cabeza que el cabello escaso, muerto en muchos sitios por un arestín persistente, lo que le daba el aspecto de campo invadido por los médanos; él, con un viejo chambergo del padre, sin color, sin forma, sin cinta, con las alas caídas y un gran agujero en la copa, por el cual salía siempre un mechón de crines de reluciente azabache.

El varón contaba cuatro años y sabía andar á caballo —después de alzarlo, naturalmente—, repuntar la majada, echar las lecheras, escupir por el colmillo y largar ajos y cebollas como una persona mayor. A mama se los largaba á cada rato; lo que con frecuencia le valía un arreadorazo, ó un moquete, ó, con mayor frecuencia, un golpe de zueco en mitad del lomo, atrapado en la huida. No tenía recado aún, pero sí freno, riendas y un cuero de carnero para cojinillo. Juntaba "puchos" —porque fumaba—, y usaba cuchillo en la cintura.

Casiano pasaba todo el día en el campo ó en la estancia, no yendo á su rancho sino á la hora del almuerzo ó á la siesta subsiguiente, y luego al oscurecer para cenar y acostarse. Y mientras almorzaba el puchero de espinazo, sin verdura —á veces sin sal—, ó comía el asado de costillas ó la pierna de carnero, ó el guiso con zapallo —la carbonada—, el correntino se sentía feliz, tragando sin pan ni galleta ni "fariña" grandes trozos de carne que masticaba ligero y con gran ruido.

Durante esas horas, la riña con Asunción no se suspendía más que por el tiempo necesario para dar un pescozón á uno de los chicos.

IV

Había entrado el invierno, un invierno crudo de continuas garúas, frías como nieve.

Los charcos y lagunajos blanqueaban desde lejos; los bañados llenábanse de agua; los cañadones desbordaban.

Las pobres gentes del campo habían mojado todos sus trapos, nunca abundantes, sin sol para orearlos, ni mucha leña seca para calentar sus cuerpos ateridos. La eterna contemplación de los días grises avinagraba los ánimos; tanto más, cuanto que para ello se unían la holganza, la imposibilidad de distracciones, sobre todo para las mujeres en los ranchos aislados, que no podían salir á paseo, ni esperar visitas. Al cabo de varias semanas de ver los mismos rostros y escuchar las mismas voces, el fastidio llegaba, produciendo la consiguiente irascibilidad.

En Asunción el mal tiempo había obrado poderosamente. Condenada á no hablar sino con su marido, en quien se estrellaba sin eco el oleaje de sus murmuraciones, físicamente incomodada con la escasez de ropas, y contrariada en grado máximo por la carencia de caña, pasaba el día gruñendo, descargando su malhumor sobre las amplias espaldas de su marido.

—¡Tener una que andar tuito el día chapaliando barro como si juera chancho!—decía con una voz tan chillona que llegaba hasta el monte.

—¡Y así anda una hecha una mugre, nada más que pol haragán del correntino, que no había sido capaz de llevar una carrada de piedregullo pal patio! ¡Y eso que la piedra abundaba en el campo lo mesmo que sabandija! ¡Hombre más dejao de la mano de Dios, ni con candil! Dispués, siendo algo pa ella, ¡dejuro, ni esto!...

Y hacía sonar contra los dientes la uña del pulgar; una uña encanutada, larga y sucia, como de peludo de años.

Estas recriminaciones, estos sangrientos apostrofes á su marido, eran como un desahogo de su cuerpo pobre, de su alma pequeña. Tenía necesidad de injuriar, de ser feroz, para que no se creyera que admitía superioridades; tenía necesidad de mostrarse mala para con las personas que le eran afectas, á fin de convencerse de que tales afectos existían.

Y toda su aspereza de gargon manqué, toda su irascibilidad natural mostrábanse de tal modo acrecentadas en virulencia, que el puño formidable del correntino debió funcionar con sobrada frecuencia; y muchas veces en pocas semanas, su voz pausada y cantora debió repetir la consabida advertencia.

Uno de los últimos domingos de Julio había ido Casiano á la pulpería del Sauce —distante tres leguas— y regresó tarde, ya cerrada la noche. Se había demorado bebiendo caña, una caña "juertaza, que le había dejao el gañote raspao, la panza como juego y la cabeza pesada, medio ansina como abombao."

Mientras desensillaba trataba de entonar una canción, como si estuviera juntando alegría para oponerla á la granizada de denuestos que le esperaban.

A sus "buenas noches" —no contestó la china.

Lo miró de hito en hito, con la pupila luciente y los labios contraídos. Su vasto repertorio de juramentos, su insondable abismo de refranes, se le vino todo junto á la garganta, le ató la lengua y le impidió hablar. Quería lanzárselos todos á la cara, y le sucedió lo que sucede á dos personas que quieren pasar al mismo tiempo por una puerta angosta.

Se fué á la cocina en busca de la comida, y al regresar con la fuente de lata llena de trozos de espinazo hervido, manchados de amarillo con el zapallo deshecho, ya llevaba estudiado el principio de su discurso:

—¡Como pa dárselo á los perros! —vociferó dejando caer la fuente sobre la mesa—; ¡tuito deshecho, lo mesmo que bofes, de recocido!...

Al igual de la novillada que remolinea en la orilla del vado y se va toda en seguimiento del que ha hecho punta, así, una vez lanzada la primera frase, las demás brotaban solas del fondo profundo de la china.

Casiano esperó á que escampara, y mientras ella escupía, él se atrevió á decir con humildad:

—¡Si no está malo el hervido!...

Fué una baza aislada; no pudo meter más, porque su mujer reanudó el discurso y se fué como bagual con lazo.

—Está güeno pa vos —gritaba—; pa los animales de correntinos como vos acostumbraos á comer matambre de yegua, y cuartos de capincho y alones de ñandú, y comadrejas, y una sinfinidad d'enmundicias más; pero no pa la gente, ché, pa la gente de'ste país, que no semos unos arrastraos como ustedes, que vinieron muertos de hambre, de pata en el suelo, cuando los trujo Urquisa, y aquí se quedaron pegaos al país como garrapata, y pretendiendo hacernos poco caso á los que hemos nacido en esta tierra, que no tiene ni comparancia con el Entre-Ríos de ustedes. ¡Por linda cosa que ha de ser el Entre-Ríos!...

Casiano, muy tranquilo, se había puesto á servir la comida. Al pasar el plato á su mujer, ésta lo rechazó con furia.

—¡No cómo porquerías!... ¡todos no tenemos tu estógamo!...

Siempre sucedía io mismo: Asunción no comía cuando se enojaba con su marido; y como esto ocurría casi á diario, había tomado la costumbre de atracarse mientras cocinaba. De este modo podía hacer rabiar á Casiano sin que sufriera su organismo.

El correntino comía en silencio, mientras su esposa continuaba la filípica:

—¡Que se mate una, que trabaje dende que aclara Dios hasta que escurece, pa que el arrastrao de su hombre se esté "mamando" en la pulpería!...

Casiano protestó:

—No, eso no, porque no he tomao...

—¡Consejos, no has tomao vos!... Como no te se siente el jedor á la caña, y como no te se conose en los ojos! ¡Anda á mirarte en el vidrio y verás qué ojitos duros de carnero augao te se han puesto! ¡Andá, andá!...

El correntino comprendió que la discusión sólo podría mantenerse con la suprema elocuencía de sus manazas; y sintiendo la cabeza poco segura, la lengua torpe y los miembros fatigados, optó por callar.

Todavia continuó la china un buen rato su feroz increpación, paseándose por la pieza á grandes pasos agitados. Tenía la cabeza enteramente desgreñada, los ojos inyectados y brillantes, la faz congestionada, los movimientos bruscos é incesantes como los de un atacado del mal de San Vito. al fin, viendo que su rencor se estrellaba contra la impasibilidad de buey cansado del correntino, calló y fué á recostarse en el marco de la puerta; los pies en el lodo del umbral, la mirada perdida en la oscuridad del patio, la actitud resignada y triste de una víctima inocente sacrificada á la saña de un marido brutal.

Este se atrevió á probar una conciliación.

—¿No comés, china?

—¡No como!... —contestó ella, sin volver la cabeza.

Casiano insistió cariñosamente:

—¡Comé, m'hijita!...

—¡Avisá si me vas á hacer comer por juerza!... Se me hace que estás bobo de adeberas...

—Y á mí se me hace que has montao un picazo cumpa, y en pelos.

La broma cayó como pólvora en las brasas; las palabras tornaron á salir en borbotones de aquel cuerpo débil y pequeño; los insultos volvieron á rodar uno tras otro como yeguas corridas á bola, y con una mirada de incalificable desprecio, le vomitó al rostro esta frase:

—¡Andña á lamberte!...

Y tornó á dirigir á la oscuridad del patio su mirada centelleante de chimango enfurecido.

El gigantón cruzó los brazos sobre la mesa, dejó reposar sobre ellos la cabeza y se dispuso á dormir como lagarto al sol y á roncar como bagual que se ahorca con la soga.

A su derecha, Lucio arrancaba, á diente, las ultimas partículas carnosas de una vértebra que sostenía con sus dos manitas amoratadas hinchadas por los sabañones. A su izquierda, la pequeña Cleta comía una tajada de zapallo, embadurnándose con él su triste carita postulosa.

Sus charlas incesantes y los gruñidos de Zorro y Barcino, que dormían debajo de la mesa, á los pies del amo —soñando quizá con reses bravías ó sabandijas ligeras—, eran las únicas voces que se oían en el interior del rancho.

V

Al día siguiente Casiano fué á la estancia temprano y regresó antes de medio día, para no volver á salir en toda la tarde.

La garúa continuaba y arreciaba el frío, un frío que hacía soplarse los dedos á los paisanos y decir:

—¡Es yelo que está cayendo!...

Casiano, sentado junto al fogón, sobre un tronco de saúco, estaba alegre aquella tarde, tomando mate y contando cuentos á los muchachos. Había colocado á Cleta sobre sus rodillas y tenía á Lucio al lado, con los codos apoyados en su pierna y la carita en las manos.

Asunción cuidaba el asado, dando vueltas al asador ó arreglando las brasas; y como no encontraba motivo de gresca con el marido, peleaba con el fuego.

—¡Pucha, juego emperrao!

Y como el humo la incomodara:

—¡Tamién, milagro había'e ser que no hubieras traído mataojo!

Casiano narraba la Muerte de don Juan, último episodio de la larguísima y azarosa vida de este personaje. Los chicos, que en diversas veladas habían oído las otras aventuras, escuchaban con ansiedad el relato de las postreras peripecias del héroe zorruno.

—"Hacía tiempo que don Patricio estaba enemistao con don Juan —comenzó el narrador—, por causa de una pillería que don Juan le había hecho á don Patricio."

Don Juan era el Zorro; don Patricio, el Carancho.

Partiendo de estos dos personajes principales, el correntino se engolfó en el mar de las aventuras del Zorro; sacó á colación á todos los animales de la fauna nacional, y después de explicar, con el sumario de sus aventuras, cuál era su situación actual, perseguido con más encarnizamiento que nunca por su tío el Tigre; odiado por su antiguo compañero el Peludo, desde la broma de la enlazada del potro; enemistado con la Tortuga, por culpa de la volcada de la carreta; mal con todo el mundo; pobre, y á pie, sin un tordillo (ñandú), ni un pangaré (venado), iba el narrador á entrar de lleno en el último episodio, cuando Asunción lo interrumpió, diciéndole:

—Güeno, déjate de rilaciones y sonseras, qu'el asao se está pasando.

—Aquí no más —propuso Casiano.

Y bien que ella encontrara la idea de su agrado, por no estar una vez de acuerdo, contestó:

—Eso es, ¡á lo chancho!

Y sacando el asador del fuego, lo clavó en la orilla del rescoldo, entre ella y su marido.

Comieron en silencio, á dedo, sin necesidad de plato ni tenedor, mascando con ruido la carne gorda y arrojando á Zorro y Barcino las costillas bien peladas ó el redondel de "contra el asador", que tiene mal gusto.

Concluida la cena, comenzó el mate amargo.

—Tata, cuente á Don Juan —pidió Lucio volviendo á ocupar su sitio; y la chiquita, todavía con una costilla en la mano, se arrimó callada.

Hubo que continuar la historia.

—Güeno —empezó—. "Don Juan había tenido que ganar las bagualas, y andaba mu pobre, tan pobre, que no tenía ni pa los vicios."

—¿Ni pa pitar? —preguntó Lucio.

—Ni pa pitar —respondió el padre con convicción; y el chico sonrió con orgullo á la idea de que él nunca había andado tan pobre.

—"Ansina iba una mañana por la costa de un arroyo, cuando vido venir á don Patricio, y encomensaron á platicar."

El gaucho guardó silencio un momento para chupar el cigarro; y notándolo apagado:

—Alcanse un tisón, vieja —dijo á su mujer.

—¡Pucha el hombre éste si es haragán! —exclamó ella— ¡toca el tisón con la pata y pide que se lo alcanse!

Se lo dió, sin embargo; y ya encendido el cigarro, Casiano reanudó el hilo de su relato, que se desarrollaba lleno de interés y era escuchado con admiración hasta por la terrible Sunsión.

Don Juan, después de múltiples peripecias, cedía á los ofrecimientos de su amigo, que quería llevarlo al Brasil sobre sus alas; camino seguro, sin peligro de ser sorprendidos por las policías, rápido como ningún otro, y, sobre todo, barato. Una vez pasada la frontera, el matrero se ingeniaría para vivir, y su generoso amigo regresaría á su pago contento con la buena acción llevada á cabo.

Don Juan se subió sobre don Patricio, éste abrió las alas y empezó á ascender, á ascender con creciente velocidad, hasta el punto de que su amigo, alarmado, lo interrogara:

—"¿Para qué tan alto, compadre?"

—"¡Pues pa que no nos baya á bombiar algún polecía y nos menee chumbo!"

La explicación no satisfizo del todo á don Juan; pero guardó silencio, mirando con ojos espantados la enorme distancia que lo separaba de la cuchilla —distancia que aumentaba por minutos de una manera alarmante—. Iba á interrogar otra vez á su peligroso vehículo cuanto generoso amigo, cuando éste, adelantándose á sus propósitos, detuvo el vuelo y hablóle así:

—"¿Se acuerda, amigo don Juan, de la trastada aquella que me hizo en tal ocasión?"

—"¡No hablemos de eso, amigo!" —se apresuró á decir el otro, disculpándose.

Y así continuaron un rato, el uno acusando, el otro defendiéndose y calculando que, que si el pérfido amigo lo largaba desde allá arriba, al dar en el suelo, su cuerpo iba á hacerse más pedazos que huevo sacudido por coletazo de lagarto.

El auditorio seguía ansioso las peripecias del drama, y cuando Casiano pintó á don Patricio fiero, iracundo, implacable, haciendo un brusco movimiento y lanzando al vacío á su enemigo para realizar así su cruel venganza, los labios se contrajeron y se dilataron las pupilas en una expresión de horror y angustia, que sólo desapareció con las carcajadas que produjo el último ardid intentado por don Juan.

Contaba la tradición —por boca del correntino— que cuando el Zorro iba cayendo, vio blanquear en el suelo una enorme piedra. "¡Me destrozo!" se dijo, y empezó á gritar con toda la fuerza de la desesperación:

—"Ladiate, piedra, porque sino te parto!"

Como es de suponerse, la piedra permaneció en su sitio y el héroe se destrozó sobre ella, con gran pena de Lucio y Cleta, quienes no perdieron la esperanza de verlo resucitar en otro cuento.

Asunción, que se había interesado hasta el punto de haber dejado enfriar el mate y apagar el pucho, pero que de ninguna manera se avenía á declararlo así, se levantó diciendo con desprecio:

—¡Baya!... ¡qué pabada! ¡Y una aquí como una sonsa escuchando con la boca abierta, en la crencia que era algo güeno! ¡Siempre el mesmo este ñandú!...

Después de un corto silencio, agregó:

—¿Vamos pal rancho?

—Vamos.

Y los cuatro salieron juntos, contentos, en una armonía bien poco frecuente.

Ya en el rancho, se acostaron los muchachos y el correntino se sentó en la cama para sacarse las botas. De pronto, Asunción —que andaba dando vueltas sin objeto por la pieza— dijo afectando indiferencia:

—Me había olvidao de decirte quién estuvo esta mañana.

—¿Quién?...

—El nación del hijo de don Esmil.

—El hijo de don Esmil no es nación.

—¿No? ¡pucha!... ¡es más atravesao que tranca'e corral!

—Güeno, ¿y qué andaba haciendo?

—Dice que iba pa lo 'e Pintos, á ver una majada que anda por comprar.

Al cabo de unos minutos, Casiano volvió á preguntar:

—¿Bino solo?

—Bino con un pión —respondió Asunción en voz baja.

—¿Qué pión?...

Ella quedó un rato indecisa, y luego, con rabia, como enojada consigo misma por haber titubeado:

—¡Con Salustiano! —dijo—, y se quedó mirando á su hombre cara á cara en fiera actitud de desafío.

Casiano, sentado en el borde de la cama, con la bota que se acababa de quitar en la mano, la observó un instante, alzó el largo brazo y descargó la bota sobre las costillas de la china con cuanta fuerza tenía, diciéndole irónicamente al mismo tiempo:

—¡Colgá en el clabo!

La pobre mujer se dobló, lanzó un bufido y, cuando pudo hablar, dio rienda suelta á su lengua incansable en insultos de todo género, mientras que su marido se desnudaba con toda calma, se metía en la cama, se abrigaba bien con el poncho de paño echado á manera de cobija, y volvía á encender el pucho para concluirlo antes de dormirse, como era su vieja y arraigada costumbre.

Al rato, entre bostezo y bostezo,

—Sigue la garuga —dijo—. ¡Lindo día nos ba hacer pa la parada de rodeo de mañana!

Asunción iracunda:

—¡Quiera Dios y la Virgen santísima —vociferó— que pegues una rodada y te se ponga el mancarrón de poncho y te haga saltar la bosta!...

El correntino rió con socarronería.

VI

Al día siguiente el campo estaba empapado, lo que hacia peligrosísimo trabajar en el rodeo. Sin embargo, era forzoso hacer un aparte, y los peones concurrieron temprano al punto señalado.

Estaba aclarando y los hombres trabajaban recelosos, sacudidos á cada instante por las costaladas y tropezones de sus caballos.

Casiano —que era un gran trabajador— iba y venía, bromeando, riendo, presagiando accidentes á los compañeros, y no tardó mucho en ver cumplido su pronóstico en quien lo deseaba con fe: Salustiano; el detestado Salustiano rodó al correr una vaca cerca del rodeo.

Los presentes festejaron la desgracia, y cuando el indio se levantó hosco y provocativo, Casiano lanzó una carcajada, diciéndole luego:

—¡Había sido parador el moso!

Salustiano odiaba á Casiano, pero le tenía miedo, y guardó silencio, esperando el desquite.

El correntino corría como un endemoniado, "con una suerte loca", que hacía la desesperación de su rival. Partía á escape, gritaba, gesticulaba, inclinaba ya á un lado, ya á otro, su cuerpo de gigante, hacía dar á su caballo vueltas bruscas en mitad de la carrera, y regresaba al rodeo con la res, altanero, el sombrero en la nuca, la sonrisa en el rostro, el arreador levantado en alto en señal de triunfo.

—Este correntino tiene Dios aparte —había dicho uno; y el indio Salustiano agregó entre dientes:

—A cada santo su día.

No tuvo que esperar mucho tiempo para ver satisfechos sus anhelos,

Varios peones corrían un novillo hosco de gran alzada y respetable cornamenta. Era ligero, los caballos de los perseguidores no daban, y Casiano, que tenía gran confianza en la rapidez de su "pangaré", pidió la bolada, cerró piernas y se lanzó como flecha por el peligroso cuesta abajo.

La peonada miró con ansia y pudo ver cómo el jinete alcanzaba la res, le hacía costado y, con asombrosa destreza, la traía al rodeo, cansada, rendida. Pero al entrar, al trote largo, en el peladar cubierto de una capa blanda y resbaladiza, el pangaré se dio vuelta de golpe arrojando lejos al amo, cuyo corpachón cayó de espaldas produciendo el ruido de un rancho que se desploma.

La risa fué general. Saiustiano preguntó con acento hiriente:

—¿Paró, don Casiano?

—Con lo ancho'el lomo! —replicó éste furioso, y se puso en pie para volver á montar. En ese momento las carcajadas resonaron con más fuerza: era que llevaba una bosta de vaca adherida á la espalda; lo que dio motivo al indio para gritarle irónicamente:

—¿Por qué no ata el fiambre al fiador, don Casiano? ¡Mire que lo va á perder!...

Casiano se quitó la inmundicia con el mango del arreador, y se fué derecho al indio en actitud amenazadora:

—¡Trompeta! —dijo alzando el palo.

Salustiano, muy pálido, echó mano al cuchillo; pero los compañeros intervinieron y la cosa no tuvo mayor trascendencia.

Sin embargo, cuando el correntino llegó á su rancho, iba con un mal humor poco común en él. Al llegar á la enramada para desensillar, le dio un moquete á Cleta —porque le había pisado un cojinillo—, que le hizo sangrar las pústulas de la cabeza.

A sus gritos acudió Asunción.

—¿Por qué le pegas á la criatura? —preguntó enconada.

Y él, tirando el basto contra el suelo:

—¡Amolá mucho y verás si hoy ba ser el día que te largue por un cañuto!

La china lo miró, dio media vuelta, sacudió la pollera en señal de desprecio, y fuese para la cocina cantando con su voz aguda y penetrante:


¡Cielo, cielito,
cielito del despampajo,
que si te saco el horcón
te se viene el rancho abajo!...


El correntino, manifiestamente "quemado", no contestó y siguió arreglando el recado. Luego refregó el lomo á su caballo, desenfrenó y largó.

Cuando entró á la cocina para almorzar, iba como toro embravecido. Su cuchillo, siempre muy afilado, cortaba trozos de asado que el gaucho masticaba con fuerza, haciendo mover todo el bosque de pelos de su barba. Tan irritado lo encontró Asunción, que, dominando sus ímpetus, se abstuvo de toda querella. Mas, así que la barriga se iba llenando, la tranquilidad iba invadiendo al gigante. Y á medida que aclaraba su rostro, naturalmente franco y bueno, la hiel circulaba por las carnes pobres, por los miembros escuálidos de la china. Á cada pregunta de Casiano contestaba con un descomedimiento, hasta llegar, camino ascendente, al esteral de sus insultos.

—¡No me calentes, Sunciónl —había dicho él una vez; y ella proseguía.

Eí gaucho tomaba mate y mordía el pucho, un pucho chiquito que le quemaba el bigote.

—Toma, pégamele un botón á este saco —dijo alargándoselo á la china.

—No tengo auja; se me ha roto el ojo del auja —contestó ella.

—¡Lo que vos no tenes es bergüenza!...

—¡Y lo que á vos te sobra es lengua, mancarrón sancocho!

—¡Sunsión!

—¡Andá, andá!...

—Sunsión!...

A cada palabra, la voz del correntino se hacía más ronca y amenazdaora. Su mujer comprendió el peligro; pero una vez lanzada en aquel camino, ya no podía retroceder. Al último ¡Sunsión!... de Casiano, había respondido furiosa:

—¡Anda á juntar bosta!

El correntino se levantó pálido y terrible como para fulminarla. Su cuerpo de atleta se irguió altanero con el orgullo del macho fuerte; su cabeza de potro, de potro cerril de largas crines enabrojadas, se alzó como herida de un latigazo; sus ojos tuvieron un relámpago de cólera sus poderosos dientes rechinaron con fuerza.

La mujer, espantada, retrocedió hasta dar con las espaldas contra el muro, y allí quedó con las manos crispadas, el rostro trastornado, los ojos fuera de las órbitas. Zorro, asustado, se interpuso ladrando.

El gigante se detuvo: la crisis sanguínea había pasado. Asunción estaba salvada.

Lucio, que estaba por cebar un mate, quedó con la caldera lavantada y la boca abierta, en cuclillas, al lado del fogón; mientras Cleta, movido el linfático rostro por una sonrisa triste de niño enfermo, miraba al coloso, encantada de verlo así, tan grande, tan bello.

Casiano se serenó rápidamente, y antes de que Asunción volviera de su estupor.

—Lucio —dijo— baya, monte á caballo y tráigame el escuro de su madre.

Y en seguida, dirigiéndose á la china:

—Y vos anda á hacer un atao de tuitas tus pilchas y apróntate pa volar.

Estas palabras fueron dichas con voz tranquila y calmosa; pero había en ellas tal firmeza y energía, que la china obedeció sin chistar.

Poco después, Asunción, vestida con su mejor vestido —uno de zaraza marrón con flores verdes— atado á la cabeza un pañuelo de seda multicolor y puesto el atado de ropa en el gancho de la montura, se disponía á partir para el pueblo, ignominiosamente arrojada de su rancho. Estaba más bien triste que enojada y no se atrevía á hablar una sola palabra, amedrentada con el recuerdo de la escena de la cocina.

Montó á caballo, sola, de un salto, como un macho; castigó y partió al trote, altiva, bien derecha en la silla y sin volver la cabeza ni decir adiós.

Había andado un corto trecho, cuando su marido la llamó.

—¡Ché! —dijo.

Ella detuvo la cabalgadura y volvió el rostro:

—¿Qué querés?

—Mándame del pueblo una mujer pa cuidar los muchachos.

Asunción quedó un momento indecisa; luego, con voz humilde:

—¿Cuánto bas á pagar? —dijo.

—Cuatro pesos.

Volvió á meditar, y en seguida con resolución:

—¡Y güeno! —exclamó— pagamelós á mí y yo me quedo.

Casiano, á su vez, quedó perplejo, asombrado con lo extraño, inesperado, absurdo de la proposición. Meditó, sonrió y preguntó con sorna:

—¿Como piona...?

—Como piona —replicó Asunción.

—Güeno, bájate.

Ella se acercó, desmontó, y, tomando el atado, se dirigía al rancho.

—No —gritó Casiano—, pay no; de piona... ¡la piona va á la cocina!


Publicado el 24 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
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