Facundo Imperial

Javier de Viana


Cuento



A Martiniano Leguizamón.


No es fábula, es una historia real y triste, acaecida en una época todavía cercana, bien que sepultada para siempre; es una historia vulgar, un crimen común, sin otra originalidad que el procedimiento empleado para realizarlo; trasunto de los tiempos bárbaros y avergonzadores del caudillismo analfabeto y sensual, repugnante episodio de despotismo cuartelero que ya sólo puede revivir en las creaciones evocadoras del arte.

I

En la campaña del litoral, en casa de un rico hacendado, al finalizar la esquila. A la tarde se ha merendado en el monte bajo amplio cenador silvestre formado por apretadas ramazones de sauces y guayabos; la alfombra era de trébol y gramilla; los adornos, tapices escarlatas de ceibos en flor, albos racimos de arrayán, guirnaldas de pasionarias y rubíes de arazá; la orquesta, cuatro guitarras que sabían gemir como calandrias cantando amores en el pórtico del nido al apagarse el sol; por únicos manjares, doradas lonjas del tradicional asado con cuero.

Por la noche se bailó en la sala de la estancia. Muchas parejas, mucho gaucho burdo, mucha criolla tímida; destacándose en el conjunto de rostros bronceados y de polleras almidonadas, Rosa, la morocha de ojos más negros, de labios más rojos, de cuerpo más airoso; entre los hombres, imponiéndose estaban Santiago Espinel, comandante, comisario y caudillo, y Facundo Imperial, joven, rico, buen mozo. Ambos cortejaban a Rosa: ambos se odiaban.

Espinel era bajo y grueso; tenía estrecha la frente y pequeños los ojos, roma la nariz, carnosos los labios, copiosa la barba.

Imperial era alto, delgado, garboso; linda la cabeza de rizada cabellera, enérgica la aguileña nariz, algo pálido el rostro y de un rubio obscuro la barba muy sedosa y muy brillante; los ojos color topacio, tenían la mirada suave, atterciopelada, de las razas que mueren.

Rosa sentía instintiva predilección por el comisario, cuya insolente grosería emparejaba con las tendencias cerriles de su alma; pero sus veinte años elevaban mezclado con el simple aroma campesino, el acre perfume de una filosofía práctica. Rosa había estado en la ciudad; sus dedos habían gustado el voluptuoso placer de estrujar telas de seda, sus ojos se habían deleitado en la contemplación de blondas de encajes, de pieles, de plumas y de joyas, y en su imaginación flotaban indefinidos ensueños de riqueza y de lujo. Como Imperial era rico y bueno, la criolla dudaba.

Esa noche, en el baile, Facundo fué, desde el principio, su preferido. Espinel, furioso al verse desdeñado, no tardó en partir, yendo a cruzar campos, en lo lóbrego de la noche, para mascar la raíz amarga de la derrota y rumiar la venganza.

Facundo quedó solo y triunfante. Rosa, un tanto mortificada al principio con la brusca partida del comisario, recobró sin demora su alegre frivolidad, extremando las amabilidades para con su cortejante. Y cuando éste, tímido, trémulo, tartamudeante, le dijo, casi al oído:

—¿Hoy también nos separaremos sin que me dé ese sí que...—ella lo interrumpió, exclamando:

—¿Está muy apurado?...

—Siempre hay apuro en conseguir la felicidad.

—Si la suya consiste en conseguir mi cariño, no necesita andar mucho.

—¿Entonces'?... ¿me acepta?

—Lo quiero—dijo ella simplemente, tendiendo lo mano que el mozo estrechó con fuerza entre su ancha y ruda mano de paisano laborioso.

No vio Imperial que la mujer adorada ligaba su existencia a la suya, en pacto solemne, sin asomo de emoción; no vio la glacial, la humillante tranquilidad con que había resuelto el más fundamental problema de la vida. No vio nada. Cuando un hombre ama a una mujer, y esa mujer le dice: "¡Te amo!" ¿quién se detiene a observar y analizar su semblante?... El amor sólo entra en nosotros cuando la razón, centinela del espíritu, se queda dormida.


* * *


Poco tiempo después Imperial y Rosa se casaron. El gaucho cesó de concurrir a las reuniones. Ya no cuidaba parejeros, ya había olvidado el naipe y la taba, y hasta descuidaba un tanto sus haciendas, para consagrar mayor tiempo a su adorada. Vuelto del trabajo sentábase junto a Rosa, bajo el toldo esmeralda de mi venerable paraíso, y era aquél su paraíso.

Mientras su mujercita cebaba el amargo, él recostaba la cebaza en el seno opulento, y su mano callosa jugaba con la larga y negra trenza. Las tiernas frases, expresión de su cariño y de su dicha, se formaban sin adquirir sonido. En las sombras tibias del crepúsculo, en el silencio infinito de la campaña, su alma se adormecía, sus labios buscaban los labios de la morocha, y su corazón latía despacio, con la inefable tranquilidad del obrero que ha concluido su trabajo y reposa.

—¡Prenda!—murmuraba el gaucho.

—¡Vidita!—exclama ella besándolo.

— ¿Me querés mucho 1

—¡Bobo!...

Y las sombras se iban espesando, un toldo plomizo sustituía al dosel azul; el paraíso suavizaba sus contornos, se apagaban los rumores y dulcísima paz acariciaba el alma del paisano.

Diez meses habían transcurrido así, cuando una tarde se presentó de improviso el comisario. Facundo empalideció, presintiendo una desgracia; pero el caudillo sonriendo mansamente, le tendió la mano, y le dijo:

—Buenas tardes, amigo Imperial y la compaña... ¿No interrumpo?

Rosa se emporpuró. Facundo ofreció una silla. El comisario se sentó, aceptó un mate y durante un tiempo habló de cosas indiferentes y sin importancia. Después, poniéndose de pie, dijo con acento extraño:

—Siento tener que molestarlo, amigo Imperial, pero el jefe lo manda llamar.

—¿A mí?... ¿Para qué?

—No afirmo, pero colijo que sea por cosa de elecciones.

—Está bien, mañana iré—respondió Imperial.

Espinel se despidió y partió. Facundo no durmió esa noche, luchando con un enjambre de ideas negras y pesadas como nubes de tormenta. Rosa también padeció inquietudes. Se levantaron de madrugada. Pronto a partir, Imperial tomó en sus brazos a Rosa y la besó apasionadamente en la boca y en los ojos, exclamando con acento triste:

—No sé por qué temo que algo malo me espera.

—No seas tonto. ¿Qué te va a pasar?...

—No sé—replicó Facundo, y al fijar sus pupilas leales en las pupilas obscuras de su amada, le pareció advertir que su amada no experimentaba pena alguna con su partida.

Tornó a besarla, y notando que las lágrimas amenazaban afrentar sus ojos varoniles, montó a caballo y partió a galope, sin volver la cabeza.


* * *


Al llegar a la jefatura de policía, el coronel lo recibió afablemente y lo convidó a comer, pero esquivó todas las explicaciones que Imperial solicitaba con insistencia. Concluida la cena el jefe díjole:

—Usted debe estar cansado; vaya a acostarse y mañana charlaremos.

El paisano intentó protestar; pero el coronel impuso silencio, ordenando al oficial que estaba al lado suyo:

—Acompañe al señor.

Lo condujeron al fondo del edificio, hacia una pieza sin luz. Facundo, receloso, se detuvo en el umbral de la puerta. El oficial que le acompañaba, dióle entonces un violento empujón, y antes de que el gaucho hubiera vuelto de su asombro, varios soldados le cayeron encima, agarrotándole.

II

Esa misma noche, cargado de cadenas como un bandido peligroso, lo llevaron, en compañía de una veintena de infelices, a un cuartel de infantería situado en la ciudad próxima.

Al día siguiente le cortaron el pelo, le afeitaron y lo obligaron a trocar su traje civil por el uniforme de soldado de línea, sin que él opusiera resistencia, atolondrado como estaba con la insólita, inexplicable aventura. Pero cuando se vio uniformado, dándose cuenta de que había dejado de ser un hombre libre, cuando contempló los muros siniestros de aquel cuartel famoso, la reflexión comenzó a obrar, descubriéndole la terrible verdad. Lo habían cazado, y en adelante sería uno más entre los infelices "voluntarios", como con sangrienta ironía se les llamaba en esa época.

¡Lo habían cazado!... Pero ¿por qué? En las razzias enderezaban al gaucho pobre y desvalido; cuando un individuo de alguna significación se hacía sospechoso, en vez de encerrarlo y hacerlo marcar el paso, se recurría a medios más expeditivos. Luego, él, rico, considerado, sin enemistades de política, por cuanto nula casi fué siempre su actuación en ella, ¿obedeciendo a qué causa lo humillaban así?...

La clave del enigma estaba cercana, y bastóle a Facundo evocar un nombre para aclarar el misterio: ¡Espinel!... Espinel, herido en su orgullo de hombre, de comisario, de comandante y caudillo, abusando de su poder y de su influencia para realizar la más atroz venganza!...

—¡Ah, miserable!...—exclamó Imperial, y de inmediato otra idea, más dolorosa y más terrible, nació en su espíritu; ¿si Espinel le hubiera hecho aherrojar para...? ¡No, no! ¡imposible!... ¡Rosa se dejaría matar antes de ceder a tan infame propósito!...

En ese estado de ánimo se encontraba cuando un sargento, un negro y fornido, entró y le dijo con voz áspera y conminatoria:

—¡A la estrucción!...

El gaucho observó al sargento, quien, muy marcial dentro del uniforme de brin blanco y almidonado, lo miraba impasible, frío, sin una expresión en su rostro de ébano.

El cautivo salió, andando, inseguro, obedeciendo sin saber por qué.

En la espaciosa plaza de armas estaban ya, formados en pelotón, sus veinte compañeros de infortunio. Un cabo, armado de una vara de membrillo, les hacía marcar el paso.

Y la vara funcionaba, cimbrándose sin piedad sobre las piernas de los reclutas, quienes inclinaban la cabeza, humildes, rendidos de antemano, sometidos y resignados a los vejámenes.

En cuanto a Imperial, la contemplación de aquella escena le encendió el rostro en un borbollón de grana, y al ordenarle el sargento, ¡firme!, él echó un pie atrás, sacudió la cabeza con ademán de gaucho bravo dispuesto a jugar la vida, y, rabioso, escupió una palabra fea.

Rápidamente, el sargento armó la bayoneta, pero en ese mismo instante un capitán, que cruzaba el patio y que había visto y oído, corrió, espada en mano. Bajo, grueso, trigueño, el quepis inclinado sobre la oreja y como incrustado en la crespa melena de mulato, un hombro alzado, caído el otro, entornados los párpados, desdeñoso el labio, el capitán gritó con voz nasal:

—¿Qué dice ese sarnoso?...

Facundo, pálido de coraje, fulgurantes los ojos, respondió:

—¡Digo que quiero hablar con algún jefe, que quiero saber por qué me han traído aquí, a mí que soy un vecino, un estanciero!—Y luego en un arranque de orgullo, agregó—:—¡Tengo tres leguas de campo y más de seis mil vacas!...

—¡Seis mil palos te vi'atracar yo, trompeta!—replicó el oficial; y uniendo la acción a la amenaza, descargó un hachazo feroz sobre la cabeza del rebelde que se desplomó ensangrentado y sin sentido. Sin compasión, sin misericordia, el bárbaro continuó dando palos hasta cansarse el brazo. Entonces ordenó:

—¡Cepo colombiano!...

Unos cuantos soldados presentes cargaron con la víctima, conduciéndola al calabozo donde habría de sometérsele al castigo decretado.

Los reclutas habían presenciado horrorizados la rápida escena. El cabio instructor gritó:

—¡Vivo! ¡vivo!... ¡Un dos, un dos, dos, dos...—y la vara de membrillo continuó cayendo inclemente sobre las piernas, sobre las espaldas, sobre las cabezas de los desdichados que marcaban el paso sin una protesta, sin ánimo de rebelión, perdida la conciencia de hombres libres.

III

Durante todo el día y durante toda la noche permaneció Facundo en el cepo colombiano. Al concluir la tortura, su cuerpo ardía, sus sienes latían con fuerza, los ojos tenían reflejos metálicos, los labios estaban descoloridos y resecos. Hubo que pasarlo a la enfermería.

El médico diagnosticó una fiebre grave; sin embargo, la robusta constitución del gaucho se impuso, y pocos días después entraba en convalescencia. Cierta tarde, el soldado que le llevó el rancho, preguntóle afablemente:

—¿Cómo sigue don Facundo?...

El prisionero volvió la cabeza, extrañado de que lo llamasen por su nombre, y más extrañado aún de escuchar voces afables en aquel sitio que comenzaba a considerar como un infierno, donde todos los rostros expresaban odios y donde todas las palabras traslucían rencores. El soldado comprendiéndolo dijo:

—Soy Lucas Ríos, de Pago Chico.

—¡Ah!

—Si en algo puedo servirlo...

Lucas Ríos había sido peón de Facundo: lo conocía era un paisano bueno y leal a quien en cierta ocasión había prestado un servicio importante.

—Gracias, amigo,—contestó con evidente emoción; y luego:

—Si pudiera conseguirme con qué escribir una carta...

—¡Cómo no!... ¡Y llevarla ande quiera también!...

—Al correo, no más.

—Aurita güelvo.

A poco volvió, efectivamente, y merced a su buena voluntad, Imperial pudo escribir y enviar a su esposa, a su inolvidable, a su siempre amada Rosa, la carta que sigue:


"Mi china querida: ya sabrás que me agarraron como malevo y me metieron en un cuartel lo mismo que pudieran hacer con cualquier gaucho de maletas, vago y bandolero, Yo sé quién fué el autor de la artería: uno que te codiciaba, mi prenda, y que, en su despecho, quiso hacerme pagar muy cara la dicha de guardarte en mi rancho y vivir en tu corazón. Maniado como oveja me trajeron al cuartel, me vistieron de tropa y un mulato con galones intentó afrentarme. No pude defenderme, no tenía armas; me golpearon, me apalearon... ¡Me apalearon, mi vida, me apalearon, a mí, a tu Facundo!... Me dejaron sin sentido y he estado en cama, medio por morirme, no sé cuántos días. Lo que sufrí no lo sabrás nunca, porque es imposible explicarte el entrevero de penas que estuvieron mordiéndome el cuerpo y el alma... Ahora empiezo a criar fuerzas y, siempre pensando en vos, mi chinita querida, voy empollando el desquite. Me han humillado, se han limpiado las manos en mí. Yo siempre fuí bueno y tranquilo; vos lo sabes y todos lo saben en el pago; pero Facundo Imperial no es perro manso que se agacha si lo castigan. ¡Todavía me arde la marca y la sepultura está esperando al bandido que me sableó indefenso!... Ya lo he pensado bien, en las largas noches sin sueño, pasadas en este cuarto, sólo con mis dolores y mi vegüenza. Lo mataré al indigno, lo mataré infaliblemente; pero eso será más luego. Antes tengo que arreglar otras cuentas. En seguida que esté sano me ingeniaré para ganar la puerta, desertarme y volver al pago en busca de Espinel. Lo encontraré, lo encontraré, aun que se meta en la tierra y cave como peludo; y entonces, mi vida, entonces, a pesar de ser grandote, ¡cuerpo le va a hacer falta para recibir puñaladas!... ¡Por algo se ha de desgraciar un hombre, y yo te aseguro que a ese sabandija, cobarde y traicionero, lo dejaré muy pronto con la panza hacia arriba y las achuras de afuera, para evitarles trabajo a los caranchos y los chimangos!... Después, te alzaré en ancas de mi tordillo, te llevaré muy lejos, donde Dios quiera ampararnos, te esconderé en pagos ajenos, te guardaré muy bien, estrellita mía, y volveré para concluir mi venganza ¡porque mientras viva uno solo de los miserables que me humillaron, tendré vergüenza de decir que soy hombre. ¡Adiós mi vida, mi flor de ceibo, mi lindo lucero!"

IV

Transcurrió un mes. Facundo Imperial marcaba el paso junto a los otros reclutas, y, como ellos, aprendía el ejercicio al rayo del sol, en el amplio patio del cuartel. En apariencia sometido, estaba, a la espera del momento oportuno para huir, conservando vivas en el alma las altiveces y los rencores acumulados durante el afrentoso cautiverio.

Y así, en resignada expectativa, pasó otro mes. Sus compañeros empezaron a tener puerta franca; pero para él no se abría nunca aquella puerta maldita. Los demás iban amoldándose a la suerte; en cambio, Facundo enflaquecía, languidecía, consumíase lentamente requemado por las ansias de vengarse y el deseo de volver al pago.

Pasó otro mes. Era un sábado. Se había pagado a la tropa y se había dado puerta franca; casi todo el batallón se lanzó a la calle en busca de aire, de luz, de libertad, de bajos e innobles placeres que hicieran olvidar momentáneamente los diarios sufrimientos de sus existencias de esclavos en la ignominia cuartelera.

Sólo para Facundo no tenía tregua el encierro. Nunca una licencia, jamás una salida, ni aún para las guardias fuera del cuartel: se le guardaba con precauciones, como a una bestia peligrosa.

Ese día su corazón rebosaba amargura. Cuando todos hubieron partido, cuandose vio solo en el inmenso patio rodeado de murallas, cuando observó la única puerta guardada por bayonetas, sintióse ahogado por una tristeza infinita. Más que el deseo vehemente de vengarse, más que el deseo ardoroso de ver a su mujercita, fué la nostalgia del pago, extendiéndose en espeso nublado por su espíritu. El recinto del cuartel, no obstante su amplitud, aparecíasele con estrechez de celda, en la cual sus pulmones, habituados al derroche de aire y luz en las inmensidades camperas, trabajaban con fatiga. Plaqueó su energía, una lágrima humedeció sus ojos...

Por largo rato anduvo errante, fumando con vicio, baja la vista, el cuerpo encorvado y el pensamiento distante, muy distante, recorriendo los llanos y las cuchillas, las cañadas y los arroyos de la comarca nativa, o durmiéndose a la sombra del frondoso paraíso del patio de su estancia, junto a Rosa, sol de sus días, luna de sus noches, estrella del rumbo en el viaje de la existencia... Sin duda alguna el sufrimiento iba desgastando rápidamente sus energías orgullosas. Sólo así podía explicarse que se acercara a un grupo de oficiales reunidos bajo el corredor del cuartel, y que, cuadrándose y haciendo la venia, dijese:

—Mayor... Vengo a pedirle que me dejen salir siquiera una vez...

Los oficiales lo miraron con asombro.

—¿Quién es este idiota?—preguntó el jefe.

Imperial respondió, humildemente, sin experimentar el ardor de la bofetada:

—Soy un vecino bueno, señor; no he hecho mal a nadie, se me trajo por maldad; tengo familia, señor; no he cometido ningún delito...

El mayor lo miró fijamente y dijo:

—¿Tenes mujer?...

—Sí, señor.

—¿Es linda?

Imperial comprendió y enrojeció de indignación. Le castañetearon los dientes, se le inyectaron de sangre las conjuntivas, tembló todo y respondió con voz ronca:

—¡Es linda y es mía!... ¡Es mía como el ganado de mi señal y los caballos de mi marca!... Vos, ¡canalla!, no has de tener... ¡ni padre!...

Jefe y oficiales pusiéronse de pie echando mano a las armas. El primero gritó:

—¡Cabo cuarto!—y cuando aquel llegó presuroso, acompañado de dos soldados, agregó, serenado ya:

—Lleven ese hombre al calabozo y délen cincuenta azotes.

Facundo no intentó resistir: sus fuerzas físicas y morales estaban agotadas. Se sometió; lo llevaron y soportó resignadamente el tormento. ¿Qué había de hacer el infeliz? ¿Qué puede hacer un hombre a quien le cae encima una montaña o lo arrastra un río desbordado?...

V

Pasaron dos meses más, y Facundo escribió a su esposa una segunda carta concebida así:


"Mi prenda querida: Hace cerca de medio año que me tienen encerrado; en todo ese tiempo no he salido a la calle una sola vez; y tú no te imaginas como es triste tal vida de galpón para un potro como yo. ¡No sé por qué me muestran tanto rigor; no sé por qué me queman con la marca tan sin piedad!...

—El coronel me prometió darme salida un día de estos.

Me dijo que no se me dejaba salir temiendo me desertase. He contestado que no. ¿Dónde voy a ir? Protesto y no me creen. El coronel es bueno, no me trata mal, pero desconfía, a pesar de que yo, sin renunciar a mis propósitos, trato de ocultarlos, convencido de que sólo la astucia puede ayudarme en este trance. Será lo que Dios quiera. Adiós mi amada, muy amada"...


Ya Imperial era un soldado hecho; ya no se mostraba tan huraño; hablaba con los camaradas, en ocasiones aceptaba un trago de caña y a veces reía. La bárbara disciplina del cuartel había quebrado su carácter altanero, su soberbia gaucha. Las humillaciones diarias, los repetidos insultos, los continuos castigos, habían concluido por domarlo. Carcomida la dignidad, coraza mortal, la moral se destruía precipitadamente, como se destruye una muela después de averiado el marfil protector. Llegó a ser, al igual del mayor número, un esclavo sometido. Pero así y todo no le dejaban salir. Ahora, mordido en lo hondo por la degradación progresiva, la idea vengativa había casi borradose en su mente; apenas le atormentaba el recuerdo de la esposa ausente, de la fortuna secuestrada, de la vida antigua de señor rico en pago propio. Al oír, en el crepúsculo de la cuadra, las relaciones de los camaradas contando sus divertimientos durante las veinticuatro horas de franquicia, la envidia le roía el pecho, desesperado por salir, por beber con ellos el duraznillo en el almacén de la esquina, por echar con ellos una moneda de cobre en el cuadro de una ruleta, por amacarse como ellos, en las danzas lascivas de una academia, por gozar, como ellos, la embriaguez consoladora de las negras abyecciones...

Salir, aun cuando fuese por un rato, abandonar siquiera por una hora la terrible cárcel, llegó a ser una obsesión en Facundo. Venciendo las últimas resistencias del amor propio, se atrevió un día a solicitar humildemente del coronel un permiso de salida. El jefe contestó con sequedad:

—No.

—Pero señor—balbució Imperial—vea que hace un año que me tienen encerrado. ¡Déjeme salir un ratito no más!...

—¡He dicho que no, retírate!

Facundo insistió:

¿Qué crimen tengo, señor, para que me traten así?

El de ser bobo con mujer bonita.

El gaucho enmudeció; púsose densamente pálido; subióle algo amargo a la garganta, se le nubló la vista, resurgió el orgullo y tornó a salir a flote la dignidad adormecida a palos.

—Miserables!—exclamó.

Y ante el asombro del jefe, repitió:

—¡Miserables!... ¡Sí, miserables! ¡bandidos; ¡verdugos! ¡todos ustedes!...

Cinco minutos después, Imperial golpeado y maniatado era conducido al calabozo, de donde debería salir la madrugada del día siguiente para sufrir el inquisitorial castigo a que lo había hecho acreedor su incalificable insurbordinación.

Al venir la aurora, el batallón estaba ya formado en cuadro en la plaza de armas. Reinaba un profundísimo silencio, y entre aquellos cuatrocientos hombres más o menos envilecidos, ningún labio se atrevía a sonreír.

Imperial, custodiado por cuatro soldados, llegó hasta el medio del cuadro.

Trajeron una silla; el coronel hizo su entrada, se sentó y cruzó la pierna.

Cuatro reclutas llegaron llevando un poncho patrio, que tendieron en el suelo; otro apareció con un balde de salmuera; dos soldados siguieron, cargados con haces de varas de membrillo.

Todos estos preparativos realizábanse en medio de un silencio absoluto, siniestro, casi fúnebre. Hacía frío, el aire estaba inmóvil; claridad llegaba hasta la plaza de armas, y los soldados, rígidos, mudos, el arma en descanso, parecían hileras de peñascos sombríos.

A una señal del jefe adelantaron diez cabos que se abrieron en dos filas. Imperial despojado de sus ropas, fué llevado allí y obligado a acostarse, boca abajo, sobre la bayeta roja del poncho patrio. Los cuatro reclutas lo sujetaron de pies y manos. Entonces el coronel sacó del bolsillo de la blusa un cigarro habano, le quebró la punta con los dientes, escupió el fragmento, y con voz imperativa, ordenó:

—¡Rompan diana!

Luego, encendió el puro, aspiró una humada, y dijo:

—¡Rompan el castigo!

El primer cabo de la derecha, hincó una rodilla en tierra, apoyó el codo de la diestra sobre la otra rodilla y la vara de membrillo se alzó, silbó y cayó sobre las carnes desnudas. La víctima lanzó un grito y se encogió forcejando inútilmente por escapar a los reclutas que le tenían amarrado. El cabo, después de descargar rápidamente los diez azotes reglamentarios, se levantó cediendo el sitio al contiguo.

Facundo se revolvía desesperado, mientras las varas caían incesantemente, rítmicamente, sobre las carnes maceradas. Y los gritos, los rugidos, las súplicas y las blasfemias eran apagados por la voz de bronce de los clarines y el sordo redoble de las cajas.

Por fin el coronel arrojó el cigarro. Era la señal: los verdugos suspendieron el castigo; la diana cesó. Uno de los cabos, tomó el balde de salmuera, y, con un hisopo de trapo, roció las carnes despedazadas de Facundo, quién yacía sin conocimiento.

En seguida el coronel se puso de pie, adelantóse hasta el centro del cuadro, y con voz tranquila, suave, paternal, como quien dá un bondadoso consejo, dijo, dirigiéndose a la tropa:

—Que esto sirva de ejemplo.

VI

Sólo después de transcurrido un mes pudo Facundo volver a las filas. Pero ya no era Facundo: ya no quedaba de él nada del paisano noble y altivo, del hombre de vergüenza, del ser libre, consciente y amante de su derecho. Olvidó que tenía campos y haciendas; olvidó hasta la mujercita tan entrañablemente adorada. Las heridas abiertas en su alma por las primeras humillaciones, habían cicatrizado. Ni recordaba la injuria ni pensaba en venganzas. Por él contrario, adulaba a los jefes, se había hecho servil como todos sus compañeros de infortunio.

De tiempo en tiempo, muy de tarde en tarde, solía recibir cartas de Rosa; cartas breves, frías, indiferentes; frases de condolencia y protestas de cariño que sentía falsas, que no llevaban él mínimo calor de las almas que quieren y padecen: Imperial sufrió; sufrió, pero disculpó, perdonó.

Anclando el tiempo, Rosa dejó de escribir; Facundo mismo lo hacía muy de tarde en tarde, y sus cartas no tenían ya la vehemencia cariñosa de las anteriores. Su amor, como todos sus sentimientos, fué apagándose de una mañera lenta y continua, en la disolución progresiva de su sentido moral. Si alguna vez recordaba sus campos, sus rodeos, sus caballos, el viejo edificio paterno, no lo hacía echando de menos los bienes perdidos, sino considerándolos cómo propiedad ajena, como algo que no había sido suyo y que le gustaría disfrutar... Solía ocurrirle en las noches, tendido boca arriba sobre la dura tarima de la cuadra, solía ocurrirle evocar el recuerdo de Rosa, solía imaginársela en brazos de otro hombre, sin experimentar torturas.

Habia aprendido a emborracharse, estaba iniciado en todas las infamias y en todas las degradaciones cuarteleras. Su existencia anterior no existía en la memoria. El embrutecimiento iba invadiendo cada día una nueva zona del cerebro. Ya no sabía pensar.

Su cuerpo holgaba dentro del uniforme; su rostro, demacrado, color ocre, mostraba los pómulos salientes entre el hueco de las mejillas y el hueco orbitario; en el fondo de éstos, los ojos de córnea amarillenta parecían sin movimiento y sin luz, como si se hubiese roto la comunicación con el alma. El cabello comenzaba a ralear y a blanquear; surcos profundos marchitaban la frente y multitud de arrugas estriaban las sienes. Y, sin embargo, el cuerpo erguido, la cabeza alta, las piernas firmes, parecían no sentir extenuación ni dolor. Su cuerpo, al irse secando, había concluido por perder la sensibilidad física, del mismo modo que su alma, corrompiéndose, había perdido la sensibilidad moral.

Pero el mal iba haciendo estragos y un día lo abatió, en un instante, de un solo golpe. Hubo que conducirlo al hospital. Allí pasó muchos días, muchos días, humilde y resignado como una bestia enferma.

La monótona igualdad de sus horas fué turbada en la tarde de un jueves por un extraordinario acontecimiento, la inesperada visita de su mujer. Facundo la reconoció apenas. La encontró gruesa, vulgar, ajada y negra.

¿Por qué había venido?... Tomando quizá su enfermedad como pretexto para divertirse en la capital que no conocía. Esta suposición le hizo advertir que Rosa vestía un traje de seda y un elegante sombrero, no salidos, seguramente, de las torpes manos de las modistas del pueblo.

—¿Cuándo viniste?—preguntó el enfermo, sin entusiasmo, sin emoción, olvidado en absoluto su pasado.

—Hace cinco días—replicó Rosa; y luego comprendiendo su aturdimiento, agregó:

—No vine a verte antes porque llegué algo enferma. ¡Con el viaje tan largo! Y ¡con los disgustos! ¡los disgustos, sobre todo!... Además no tenía nada que ponerme; vos sabés lo que son las modistas de allá: unas mamarracheras.

Facundo sonrió tristemente. En otro tiempo le habría desgarrado el alma la impiedad de las palabras que escuchaba; ahora en su miseria infinita, tenía el alivio de una insensibilidad completa.

—¿Viniste sola?—preguntó.

Rosa se turbó, se puso escarlata, tosió y dijo después:

—No; Espinosa me acompañó... El pobre siente mucho lo que te pasa y se ha comprometido a trabajar para que te suelten.

En seguida, recobrando el aplomo, empezó a bordar su mentira, explicando con frases precipitadas, como el comisario se le había ofrecido, muy respetuosamente, ¡eso sí!, asegurándole que él no tenía ninguna culpa, que estimaba mucho a su amigo Imperial y que estaba dispuesto a sacrificarse por servirlo.

El enfermo oyó todo eso con profunda indiferencia, como quien oye la narración de sufrimientos tan ajenos y lejanos que ni conmueven ni interesan.

Al cabo de media hora de charla vacía y necia, Rosa se levantó, pretextando una visita al médico.

—¿No precisas nada?

—Nada, gracias.

Ella le tendió la mano, sin atreverse a darle un beso, y partió, haciendo crujir la falda de seda. Los demás enfermos sonrieron. Imperial cerró los ojos y quedó inmóvil en su deliciosa insensibilidad de bestia que, cansada de trabajar, se siente morir sin dolores.

Durante un mes Rosa visitó con frecuencia a su marido; las primeras veces sola, luego cínicamente acompañada por Espinosa, cuya presencia no impresionó de ningún modo a Facundo. En una de esas visitas, que eran cada vez más breves, Rosa se despidió la primera y salió. El comisario entonces preguntó al enfermo:

—¿No precisa nada, amigo Imperial?.. Ya sabe, si algo se le ofrece, ocupe al amigo, con confianza...

Facundo reflexionó. Su mujer no le había llevado en sus visitas el más insignificante obsequio; nunca fué capaz de dejarle una moneda, ni él de solicitarla, no por vergüenza, sino por timidez... Un momento permaneció indeciso; luego, con la impudicia de los seres miserables, hundidos en la crápula, saturados de ignominia, exclamó:

—Si tuviera unos realitos... pa tabaco...


Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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