Jesusa está contenta.
Es domingo. Los patrones han hecho atalajar el breack y han salido para las carreras.
Los peones se han ido todos para las carreras.
Liborio también. Liborio es el cochero.
Jesusa, después de haber limpiado toda la vajilla, tiene miedo en el caserón inmenso y solitario. Está absolutamente abandonada. Se lava las manos en la pileta, se quita el delantal... En uno de los ganchos de la carne se ve colgado un corazón de vaca. Coje el cuchillo de la cocina, corta un trozo. Junto al muro duerme una caña de pescar; la toma. Sale... la puerta del patio suena al cerrarse. Un gato que dormita sobre el muro se asusta y salta...
Las gallinas picotean en el guardapatio. La chancha overa, echada al sol, hace ¡grun! ¡grun! mientras diez lechoncitos rosados, exprimen las ubres, sacudiendo sin descanso los rabitos filiformes.
Algún pato ventrudo y patiancho, avanza parsimoniosamente, las plumas en desorden, abierto el pico espatulado.
Las gallinas se esponjan y hastiadas de amores, no hacen caso al gallo, que, al pasar junto a ellas, caído el copete, pálidas las carúnculas, roza los espolones y ensaya un requiebro por compadrada, sin deseos él también.
Por allá duerme un perro, tirando de tiempo en tiempo, furiosas dentelladas a las moscas que le molestan en su reposo.
Sobre el horcón de la enramada, un hornero, posado en la pared del nido en construcción, medita. Cerquita, entre las ramas de unas talas escuálidas, sin miedo de pincharse, varias urracas saltan, gritan, se ríen, dejando en las espinas jirones de sus vestimentas gríseas.
Más allá en la copa de los eucaliptos, las cotorras vocean, vocean, armando una farra tan descomunal, y tan sin objeto, que una águila posada en uno de los árboles para descansar un momento, se indigna, agita las alas y tiende serenamente el vuelo.
Jesusa observa durante unos instantes.
Las casas y el campo presentan el silencio triste de las siestas. Hasta se diría que tienen el olor agrio del sudor de las siestas.
Jesusa, lentamente, coge la caña de pescar en una mano, un pedazo de corazón de vaca en la otra, se encamina, paso a paso, hacia la cañada vecina.
Como es primavera y el campo está todo lleno de flores, evita pisar las flores con sus pies calzados con alpargatas floreadas.
Va sola.
Es decir, sola, no. Con la lengua de fuera, trotando despacio la acompaña Fiel, el perro de Liborio, un perro muy feo, rabón, sin orejas, pelicrespo.
Jesusa siente rabia al ver que la sigue el perro de su amado, cuando su amado se ha ido, y le tira un puntapié. Fiel da un brinco y sigue trotando a! lado de la moza, con la lengua de fuera, el tronco del rabo erguido y los flancos batiendo como un fuelle.
Jesusa se enoja.
—¡A las casas! —grita al can, señalando las casas con una de sus manos regordetas, morenas, sabrosas como un asado de picana.
Fiel se sienta sobre sus patas traseras, y, sin dejar de batir la enorme lengua rosada, fija sus grandes ojos, inteligentes y tristes, en la moza.
—¡A casa!
Fiel no se mueve.
Jesusa reemprende la marcha, vuelta hacia atrás la mirada amenazante.
Fiel no se mueve.
Andando, preocupada, aburrida, enojada, la china olvida al perro. El perro se incorpora; sacude el muñón de cola que le resta, sacude la cabeza sin orejas, se lame el hocico, torna a estirar la lengua y trota, oliendo el suelo. Un rastro de perdiz le detiene un instante; ¡al fin es perro!... Se impacienta, duda, reflexiona, pero, como no es hombre, renuncia a su placer y galopa para alcanzar a la patrona, cuya silueta blanca se perdía casi entre las maslegas doradas de la flechilla del bajo...
Jesusa avanzaba con miedo. Le asustó una perdiz volando junto a ella; le asustó una lechuza que graznó a su paso; le asustó un ñandú que, levantado del nido al sentirla,golpeó el pico y agitó los alones.
Empero, criolla, Jesusa continuó su marcha. Llegó al borde de la cañada en cuyas aguas de plata dardeaba el sol primaveral.
Apretando pajas, espinándose con los caraguatás, despreciando las rosetas, haciendo poco caso de los bichos colorados, logró sitio en la ribera, en la barranca, sobre una blanca laguna de cañadón, donde saltaban inocentes las mojarras.
Desenvolvió la linea, tomó el corazón de vaca para cortar la carnada; y al tomarlo vió, echado junto a ella, húmeda la lengua y los ojos, a Fiel.
A la sombra de tos grandes sauces que bordaban la ribera opuesta, brincaban las mojarras...
Jesusa, con una mano en el anzuelo, se detuvo; posó su otra mano sobre la cabeza del noble amigo echado a sus pies... y tomando el corazón de vaca, se lo ofreció diciendole:
—¡Tomá!... Está mejor empleado que en usarlo para cazar los pobres pescaditos!....
Y una voz de hombre dijo entonces a su espalda:
—¡No le dé tuito el corazón a mi perro!... ¡Guarde algo pa mi!....
Jesusa, dando un brinco, dejando caer al agua la cana y el cuchillo, se echó en los brazos de Liborio.
Fiel, abandonando la carniza que habla empezado a mascar, saltaba acariciándolos a ambos.
Era perro, Fiel.