Fin de Ensueño

Javier de Viana


Cuento


Transcurría una de esas noches de invierno, obscuras, frías, largas, silenciosas, sembradoras de miedo, en las cuales el grito de un chajá ó el ladrido de un perro resuenan con eco trágico en las soledades campesinas. Noches espesas que intensifican las angustias y aceran los insomnios; noches de gloría para los trogloditas alados y para el matrero errabundo!....

Matrero de avinagrada existencia era Paulino Aldabe, a quien una locura fugitiva impulsó al primer delito, imponiéndole el dilema de la expiación carcelaria o el triste iterinario de la perpetua zozobra: su alma criolla sólo podía decidirse por lo último, la libertad, tanto más preciada cuanto a mayores esfuerzos obligara su conservación, cuanto a más riesgos condujera su defensa.

Paulino, joven y vigoroso, experimentaba como una voluptuosidad de jugador en aquella lucha incesante, en la que el valor y la astucia eran únicas garantías de su existencia libre. Perseguido sin descanso, cuando lograba hallarse en seguridad, apenas repuesto de las fatigas o curado de las heridas, una fuerza irresistible lo empujaba de nuevo al peligro, a las aventuras temerarias. De ese modo, iba agregando al delito inicial nuevos delitos que hicieron imposible la reconciliación con la sociedad. ¡La cárcel por toda la vida!... Antes, mil muertes...

Mientras trotaba lentamente entre las sombras espesas, descuidado, seguro de no ser sorprendido, iba recordando el torbellino de los últimos cinco años de su existencia. En aquel mismo pago —al que recién regresaba después del lance fatal,— había nacido y se había criado. Fué siempre un muchacho bueno, rudo para el trabajo. Excelente camarada. Su mala suerte hizo que se prendara de Aquilina, la hija del puestero Demetrio, viejo egoísta, haragán y vicioso, que había derrochado un regular patrimonio, y soñaba con un yerno rico para recomenzar su vida de placer y de holganza.

Paulino, pobre peón de estancia, fué brutalmente desechado, no obstante los ruegos y los llantos de Aquilina. Empero, como los jóvenes se amaban con la vehemencia de sus juventudes y la calidez de sus almas criollas, continuaron las relaciones en secreto. Un domingo, mientras Demetrio se emborrachaba en la pulpería vecina, los dos enamorados departían confiadamente. De improviso, el viejo apareció en el rancho. La escena duró un segundo.

—¡Guacho atrevido, yo te viá enseñar a que respetes el corral ajeno!... —gritó con voz aguardentosa, al mismo tiempo que cruzaba el rostro del gauchito con la ancha y dura lonja de su talero.

Brilló una daga; cayó al suelo un cuerpo: hízose nn charco de sangre; Aquilina lanzó un grito; Paulino saltó por encima del cadáver, montó a caballo, picó espuelas y huyó, huyó sin rumbo, sin idea de lo que hacía, sin otra preocupación que escapar a la cárcel abominada. La policía no demoró en lanzarse detrás suyo, arrojándole al bosque, persiguiéndolo sin descanso y sin piedad. Un día tuvo hambre y carneó una oveja; una noche robó un caballo para reemplazar su overo transido; una madrugada, sorprendido por la partida, peleó, mató... y logró escapar, para vivir condenado a dilinquir siempre, a robar para comer, a robar para huir, a matar para defender su libertad, hasta que llegase la bala policial, término obligado de semejante existencia.

Al cabo de tres años de matreraje, Paulino regresó a su pago. ¿Con qué objeto?... Él mismo no lo sabía. Silenciosamente, multiplicando las precauciones, agazapándose, como un puma entre pajonales y malezas, llegó a la comarca familiar. El bosque del «Tacurú» le albergó dos días y una noche. A la segunda, aprovechando las sombras, montó a caballo, dirigiéndose al rancho de su primera víctima. Quería volver a ver a su Aquilina, recibir una mirada de sus ojos, una palabra de sus labios. Luego partiría para buscar la muerte, para concluir con una existencia que empezaba a pesarle demasiado...

Lentamente fue acercándose a las casas, y al bosquecito de higueras y durazneros que resguardaban sus fondos, desmontó con intención de esperar el día, ya cercano. De pronto parecióle oir rumor de voces en el rancho y avanzó con prudencia entre los árboles; vio luz. Dominado por la curiosidad, llegó hasta el patio y se encontró con un grupo de mujeres que no demostraron sorpresa al verlo.

—¡Pobrecita!.. Parece que está dormida —dijo una vieja que salía del cuarto.

Paulino empujó la puerta entreabierta y entró, para quedar como petrificado ante la mesa sobre que reposaba un ataúd, y en el ataúd, Aquilina. Los asistentes miraron con indiferencia al forastero. Pero uno de ellos lo miró fijamente, se puso de pie y adelantando unos pasos:

—¡Vos sos Paulino! —dijo.

Altanero, el gauchito replicó:

—Pudiera ser... ¿y vos quién sos?

—Soy el comisario Gutiérrez. ¡Date a preso, bandido!

Paulino dió un salió atrás. Desenvainó la daga, y exclamó sonriendo:

—Viá ser otro dijunto p’aprovechar las velas.

—Sí —rugió el comisario;— Dios te manda a morir en el mesmo sitio en que asesinastes al padre de mi mujer!..

—¿Aquilina, su mujer?... —tratamudeó el matrero.

—¡Sí, mi mujer!... ¿O pensabas que había de ser tuya?

Paulino titubeó un momento, y en seguida arrojó la daga y cruzándose de brazos, exclamó:

—¡Matá!... ¡Concluida la banca, se acabó la jugada!


Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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