Gurí y Otras Novelas

Javier de Viana


Novelas cortas, Cuentos, Colección



Gurí

Para Adolfo González Hackenbruch

I

En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo, perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir la abrasada caricia vivificante.

Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho, aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas solitarias.

Las haciendas, aglomeradas en los bajíos, pacían buscando sombra; y en las alturas sólo se divisaba algún grupo de ovejas acurrucadas formando círculo, con las cabezas en el centro, blancas, inmóviles, confundiéndose á la distancia con un montón de peñas. Allí donde la chilca—antigua y feraz dominadora de las colinas—había desaparecido al golpe de los molares ovinos, la flechilla en hilos altos y finos, saltando bajos y zanjas, cuevas y sendas, cubría grandes zonas de superficie uniforme y convexa, y semejaba un gran campo de trigo al cual la luz meridiana arrancaba reflejos iridiscentes. No se columbraba ningún viajero en todo lo largo de aquel camino, siempre poco frecuentado, y con mayor motivo en la hora de la siesta, en esa hora de profundo sopor y de obligado reposo para hombres y para bestias. Apenas si, de cuando en cuando, y á lo lejos divisábase por los campos uno que otro muchacho, que al trote perezoso de su petiso "bichoco", andaba á caza de huevos de ñandú, mientras vigilaba el rebaño ó recorría los llanos, atisbando ovejas con "bichera" ó animales para "cuerear". En los miserables ranchos, negros y derruidos—que atestiguaban la pobreza y la desidia nativa—, advertíase el mismo silencio triste, abrumador, de comarca desierta, de heredad sin dueño. Cerca del camino se alzaban no pocas de esas miserables viviendas; y en sus "enramadas"—mal techadas con gajos de chalchal ó mataojo—, los hombres, tirados boca abajo sobre "caronas" y "cojinillos", roncaban rodeados de perros que dormían gruñendo. Al lado, el jamelgo, con el cuello estirado y las riendas caídas, paciente, plumereaba sin cesar con la espesa cola abrojienta y golpeaba el suelo, ora con una pata, ora con otra, afanándose en ahuyentar las moscas, los tábanos, los mosquitos y los jejenes.

En tanto, Juan Francisco, siempre al trote, continuaba la marcha, mirando á intervalos la altura del sol para calcular la hora y demostrando profunda indiferencia por los maravillosos paisajes que se ofrecían á su vista. En diario contacto con la Naturaleza, era incapaz de advertir sus encantos, así como el hijo es quien menos sabe apreciar los méritos de la madre. No merecían una mirada suya el extenso llano verde salpicado de blancas, rosadas y amarillas florecitas de miquichí; ni las esbeltas lomas que corren paralelas á uno y otro lado del camino; ni la cinta obscura y vaga, interrumpida á trechos, que indicaba el Corrales, ya cercano; ni la otra cinta, más ancha y más negra, del Olimar, columbrado en parte; ni allá, más lejos, amurallando el horizonte, las puntas gríseas de las asperezas del Yerbal y la serranía de Lago. Menos aún llamaban su atención el cielo azul, diáfano y puro, ni la caldeaba atmósfera, ni los rayos del sol que, al reverberar en las cuchillas sobre los pastos tostados, semejaban miríadas de insectos agitando sin cesar sus élitros lucientes. Los panoramas iban pasando, uno tras otro, siempre diversos, siempre variados, pero con tal aspecto común de inmovilidad, de vida suspensa, que producían la sensación de una serie de vistas fotográficas.

El paisanito salía de su abstracción sólo para emitir juicio mental sobre el estado de las pasturas del campo que cruzaba, sobre la gordura de la res que rumiaba á orillas del camino espantando sabandijas con el borlón de la cola y sobre las buenas ó malas cualidades del potro que, á su aproximación, corría bufando —aplanadas las orejas, enarcado el cuello, flotantes las largas crines incultas—, para detenerse á corta distancia, dando el frente como en son de reto y amenaza á quien atentase contra su salvaje libertad. Juan Francisco sonreía y tornaba á sumergirse en un mar de pequeños recuerdos insignificantes, vagos y descoloridos; un arroyuelo de agua insípida, que corre mansa y sin rumores; esas mil naderías que se agrupan en la mente en momentos de laxitud, y que son como hojas de papel que el viento eleva y arrastra y se ven un instante y desaparecen. En ocasiones, una bandada de avestruces que picoteaban en el llano, ó una pareja de venados, que, á la distancia, levantando las lindas cabezas por encima de las chucas, lo miraban atentamente, dispuestos á emprender la fuga al primer amago de hostilidad, despertaban en el viajero sus poderosos instintos de cazador nativo, haciéndole pensar en las "boleadoras" que, con el trote del caballo, golpeaban el ala del "recado". Y tan imperiosos eran esos deseos que de buena gana hubiera ensayado un "tiro de bolas" en el largo cuello de un "charabón" ó en los finos remos de un gamo si no hubiese sido imperdonable imprudencia en un gaucho de raza dar una corrida á su "flete" en horas semejantes. ¡Si fuese más de mañana, ó más tarde!...

Andando así, Juan Francisco llegó, cuando ya debían de ser más de las tres de la tarde, á la margen derecha del Corrales, un arroyuelo que, después de andar un par de leguas, brincando sobre peñascos, llega á un campo bajo, donde se estanca, se bifurca y forma dos canales cenagosos. Las aguas, turbias y quietas, están siempre tapizadas de camalotes é inmensa variedad de algas que se enredan á las múltiples ramas de sarandíes, ceibos y achiras que, en grupos pequeños, crecen de trecho en trecho, rastreros, raquíticos, extendiendo sus raíces y sus ramas en la tierra blanda y en las aguas mansas para servir de alimento á los parásitos. Más allá de la línea de árboles y de arbustos, en toda la ancha zona bañada por las aguas en las crecientes de invierno, invadiendo cinco ó seis cuadras, y más, en trechos, extiéndese tupida vegetación de paja brava, de espadaña, caraguatá y totora.

El viajero, que era conocedor del paraje, avanzó resueltamente. Al acercarse, los chajaes dieron la voz de alerta y se alejaron volando de dos en dos, en tanto centenares de garzas blancas, grises y rosadas, pardombiguás, corpulentas cigüeñas, zamaraguñones, bandurrias, patos y cisnes silvestres, se levantaban formando una nube de alas, confundiendo sus diversos gritos y revoloteando á poca altura, como si sólo esperasen que pasara el intruso para volver á sus dominios.

El joven sonrió desdeñosamente, llegó á la orilla del canal—una angosta cinta de agua sin movimiento, coloreada de rojo por las algas—, encogió las piernas, castigó el caballo y cayó en el fango, casi contento de haber encontrado un casi peligro en su camino. Momentos después desmontaba junto á una portera; "compuso el recado", lió un cigarrillo y, durante unos segundos, echando negligentemente grandes bocanadas de humo, permaneció recostado al caballo, la mirada fija en el bañado que quedaba atrás, inmóvil y feo, pútrido y maloliente: repugnante cáncer de la tierra.

Sacudió la cabeza para ahuyentar los jejenes, mató de una palmada un tábano grande prendido al cuello del alazán, montó de nuevo, y de nuevo continuó á trote lento por la orilla del camino, las piernas estiradas, gacha la cabeza, semicerrados los párpados.

II

Sobre un terreno alto y duro, el camino serpentea siguiendo el curso del Olimar; Juan Francisco levantó la cabeza y fijó la mirada en los enhiestos yatays que balanceaban en la altura sus penachos de largas y anchas hojas lucientes. Sus grandes ojos negros brillaron de contento y su mirada se fijó con insistencia en el bosque, en los guayabos colosos que, empujando desdeñosamente á sarandíes y pitangueros, ascienden buscando aire y sol, mientras sus ramos, robustos como brazos de obrero, se extienden con orgullo, protegiendo zarzas y sosteniendo sin fatiga gigantes nidos de águila y carancho. Más allá, oculta entre las frondas, se adivinaba la anchurosa laguna, de aspecto severo y amenazante. Todo el paisaje respiraba fiereza, y su gesto altivo de bruto no domado complacía al paisanito, trayéndole reminiscencias ignitas de lejanas y aún no olvidadas proezas de su raza. En cambio, los collados extensos y risueños, con sus incrustaciones de corolas multicores; la poesía del monte—la enredadera gentil, el arrayán, con sus blancas pirámides de perfumadas flores, el inquieto mainumbí, Babel de los colores—, la calandria gris, de canto severo y triste; el sauce, con su porte melancólico de bardo medioeval, y, en fin, lo pequeño, lo débil, lo enfermizo, lo refinado, lo femenino, pasaba por la mente del viajero como la luz á través del vidrio, sin dejar la huella de su paso.

De pronto detuvo el alazán y observó indeciso. A su derecha, á pocos metros, se abría la boca obscura de una "picada". ¿Por qué seguir más adelante? ¿Por qué buscar el paso real, donde se encontraría forzosamente con multitud de viandantes, todos importunos y molestos á su espíritu concentrado, ansioso de soledad?... Su faz—de una belleza severa y grave de bronce antiguo—se asemejaba á esas estatuas modeladas para el silencio de los parques agrestes. Sus ojos grandes—que tenían el color y el brillo de la piel del lobo de mar—parecían mirar hacia adentro, en la obstinada inmovilidad de las razas concluidas, para quienes no existe el porvenir; almas cristalizadas que miran con horror la línea curva y se extasían en la contemplación de la misma forma geométrica repetida al infinito. Su boca, ancha, con labios finos y duros, tenía la orgullosa altivez, el conceptuoso desdén de la boca charrúa, que no conoció jamás las graciosas contracciones musculares de la risa. Y en su boca, en la línea sobria y adusta de aquellos labios descoloridos, estaba pintada—más que en el resto de su fisonomía—la taciturnidad de su carácter, la tendencia orgánica al aislamiento, al individualismo tenaz, indómito y rencoroso, siempre dispuesto á quebrarse en ondas espumosas contra el peñón de los convencionalismos sociales...

Optó por la "picada". Taloneó al alazán, descendió los barrancos y llegó por un gran claro del bosque á inmenso arenal que duerme al flanco de una anchurosa laguna blanca como alas de garza y serena como la aurora. Y allí se detuvo aún unos segundos mirando cómo escarceaba sobre las aguas y las arenas la coruscante luz del sol de Enero.

Hubo de andar por senda abrupta, tortuosa y larga—no más ancha de un par de palmos—, cerrada arriba por espesísimas frondas y obstruida abajo por troncos muertos y zarzas vivas: cadáveres de macizos guayabos por sobre cuyos cuerpos secos trepaban juguetonas las jóvenes ramazones. Rompiendo lianas con el encuentro y aplastando musgos con el casco, escalando barrancos, saltando canalizos y hundiéndose en barrizales, enredándose en los cipos, hincándose en la espina del coronilla y desgarrándose la piel con la "uña de gato", el bravo bruto hubo de andar por cuadras y por cuadras en la obscuridad húmeda y tibia de aquel caracol selvático que al fin se abrió con un majestuoso pórtico formado por colosales viraros. Sin embargo, la "picada" no había concluido. En medio del bosque, en lo más hondo, cerrado á todos los vientos, guardado por imponente muralla viva de árboles seculares, lucía un círculo alfombrado de grama verde y alta, fresca y lozana: oculto y solitario prado donde van á danzar en las claras noches de luna las dríades del Olimar; la calandria y el zorzal cantan á dúo misteriosas melodías, la brisa tibia columpia el incensario del arrayán y se inmoviliza el ceibo envuelto en su regio manto escarlata, mientras arriba, en la cúspide, sobre el orgulloso penacho del yatay—granadero de la selva — dormita el águila velando el reposo de la prole...

Juan Francisco desmontó junto á un pitanguero frondoso, quitó el freno al alazán para que paciera á gusto y se sentó sobre la hierba, junto al árbol, recostando en el tronco la cabeza.

Las piernas estiradas con indolencia, el cigarrillo en los labios, los ojos semicerrados, estuvo unos minutos contemplando con placer á su caballo, que arrancaba y masticaba golosámente la verde y sustanciosa gramilla. Después, poquito á poco, su imaginación se fué apartando de la imagen presente, del hecho real, de las cosas vivas, para volar hacia atrás, batiendo las alas en el cielo gris de los recuerdos.

En determinadas circunstancias de la vida, cuando se proyecta una solución de carácter radical, el espíritu tiene una especial tendencia á inspeccionar el pasado, á hojear el empolvado archivo del alma. Ideas que alumbraron nuestros cráneos, sensaciones que estremecieron nuestros cuerpos y que han quedado cristalizadas en el recuerdo, son como los mármoles mortuorios, silenciosos y augustos, que duermen siglos en la sombra de las criptas y que sólo son visitados en ocasiones solemnes. Tras el rechinar de la enmohecida puerta de hierro penetramos en el crepúsculo del antro: todo, hasta el polvo, está inmóvil; todo, hasta el ambiente, está muerto. Las estatuas, blancas y frías y rígidas, se nos presentan como un reloj parado, una máquina que aún existe, pero que no funciona. Y ante ellas, ante la prueba axiomática de que todo muere y nada desaparece, el espíritu depone su orgullo, se humilla y pide consejo á los que fueron. ¡Cuántas cosas sabe ese reloj que ya no anda! ¡Cuántas tormentas están heladas en el mármol de esas estatuas funerarias! ¡Cuántas enseñanzas se inmovilizan, aprisionadas en los cristales de las estalactitas del alma, que se cubren de polvo en la cripta del recuerdo!... Cadena sin fin, la vida, su eslabón de hoy, es amalgama en la cual entran tres cuartos del ayer. Pero en la química psíquica, como en la química biológica, sólo en extraordinarias situaciones se desciende al laboratorio. Se goza como se respira ó se digiere, y así como es menester que nos ataque el asma ó nos torture la gastralgia para que apreciemos el placer del funcionamiento regular de nuestros órganos, así necesitamos de las torturas morales para saber cómo se vive cuando no se sufre. Entonces se emprende el viaje de retroceso, se escudriña el pasado y se hacen esfuerzos por reconstruir las escenas de la vida vivida, con la esperanza de encontrar en ellas la fórmula del presente, ya que no del porvenir.

En el melancólico silencio del potril desierto, luminoso y perfumado, Juan Francisco, frente á frente con un rudo problema moral, permaneció largas horas tendido sobre el césped, la cabeza recostada en el tronco del pitanguero, semicerrados los ojos y la imaginación errática, dando traspiés entre los escombros de la existencia pasada...

Ya comenzaba á obscurecer cuando enfrenó su caballo, y era ya de noche cuando pisó el atajo que debía conducirle á la villa de Treinta y Tres tras un apresurado galope de media hora.

A las nueve de la noche, después de haber cenado, salía de la fonda y tomaba la calle principal de la pequeña villa, dirigiéndose á la plaza única, que era como la cabeza de aquella vía, demasiado ancha para el escaso tránsito. De cuadra en cuadra, tal cual café, una que otra casa de negocio, dejaban escapar por las entreabiertas puertas débiles claridades y apagados murmullos. En las esquinas, recostados en los postes de coronilla, los guardias civiles cabeceaban con la linterna á los pies. A largos intervalos los viejos faroles, con sus cristales sucios ó rotos, esparcían pálidas y temblorosas lucecitas, matando la sombra en limitadísimo radio. De rato en rato, en el silencio de villa muerta que reinaba, oíase el ruido de enaguas almidonadas, y una pareja de muchachas "orilleras" pasaba furtivamente, pegándose á los muros para escapar á la vigilancia policial. Y ningún vehículo, ningún jinete por la calle enarenada, ningún rumor de vida en aquella arteria vacía.

A medida que avanzaba el gauchito iba pensando en el pago ausente. Nunca le había sido grato el pueblo; jamás encontró encanto fuera del campo inmenso, rebosante de luz, de las cuchillas sin término, de los valles dilatados, de las rugosas serranías, los ríos bramadores y los bosques salvajes. No comprendía cómo ni para qué habría el hombre de trocar la gran vida libre del despoblado por la vida asfixiante de los centros urbanos. No había amado nunca vivir en los pueblos; pero en aquellos momentos y en el especial estado de su ánimo la villa se le antojaba aún más deprimente y triste. ¡Qué diferencia entre la soberbia noche de los campos, que borrando detalles deja en el alma la impresión de lo colosal, de lo ilimitado, y esa mísera noche del villorrio, esa sombra confinada entre murallas y empequeñecida por la indecisa luz de los faroles á petróleo!... Involuntariamente recordaba sus travesías nocturnas al rumbo, bajo un cielo de una negrura solemne y honda, agujereada muy de tarde en tarde por la pupila roja del fogón de algún rancho invisible y que parecía pertenecer á la inmensidad silenciosa, á aquella inconmensurable comarca abierta que el hombre, el ser libre, el oriental, podía cruzar á todas horas y en todas direcciones. Al llegar á la plaza se presentó á su vista la masa obscura de los altos y ramosos eucaliptos, viejos centinelas del lugar que forman núcleo resistente á los pamperos y toldo impenetrable á los soles del estío. En ese mismo momento la campana de la iglesia parroquial comenzó el toque de ánimas con voz lánguida, soñolienta, cargada con las melancolías de las naves desiertas y el ritmo perezoso de la nube de incienso que asciende lentamente hacia la cúpula. Instantes después oyóse el prolongado redoble de un tambor, y la banda lisa de la policía urbana tocó oración. El golpe sordo y rápido de las cajas sonoras se mezclaba con el son lento y severo de las campanas, y de rato en rato las vibrantes notas de los clarines dominaban el conjunto con gritos estridentes que se apagaban poco á poco, dejando oirse de nuevo el canto monótono, acompasado y triste, de los bronces sagrados. Después, confundidos en un ruido extravagante é inarmónico, casi fantástico, iban repercutiendo de casa en casa, de arboleda en arboleda, hasta dispersarse, apagados y extraños, en las frondas negras del Olimar y del Yerbal. Y el disgusto del mozo creció al escuchar aquellos sones, que eran como el mandato imperioso de un amo imponiendo silencio; que eran como la voz de dos principios, de dos voluntades que nunca había logrado comprender enteramente; Autoridad y Religión.

III

Cada vez más preocupado, fué andando con lento paso hacia las afueras del pueblo, hasta detenerse junto á la pequeña puerta de un ranchejo aplastado, negro, semiderruído, aislado, sin patio, sin cerco y sin árboles. Golpeó con los nudillos de los dedos, y una vieja le abrió, saludó su llegada con exageradas demostraciones de contento, y tornó á cerrar la puerta con las dos vueltas de la llave.

Era una habitación pequeña: cuatros muros de terrón, bajos y arruinados; un techo pajizo con tantas goteras que más que techo era criba; dos puertecillas de tablas viejas mal ajustadas y un piso de tierra desparejo, con tales grietas, altos y bajos, que semejaba salida de cañadón en camino carretero. En un ángulo, una vieja "marquesa" de pino pintado de rojo, vestida con colcha de algodón amarilla y verde, y llevando por tocado cortinas de burda tela almidonada; á su lado, una mesita de luz casi cubierta con un paño de crochet; y encima, una lámpara de vidrio, una alcancía de latón, un frasco de Agua Florida y una daguita de mango de metal labrado; enfrente, un lavatorio, igualmente de pino, color ladrillo, una luna desazogada, sostenida entre dos toscos maderos y chabacanamente rodeada por inmensa toalla de hilo con larguísimas puntillas en los extremos, blanca, brillante y rígida á causa del almidón, el bórax y la plancha; un baúl, un par de sillas, una percha sosteniendo algunas ropas y muchas cintas...

En medio de la pieza, sentada en un banquito, junto á un brasero donde hervía el agua para el mate, en "pava" ahumada, Clara permaneció con los codos apoyados en las rodillas y la barba en la palma de las manos.

—Buena noche—dijo el mozo.

Ella lo miró. Sus ojos, muy anchos, de córnea blanca y brillante, que hacía resaltar el disco profundamente negro de la pupila, tenían la mirada lánguida y tibia de gata soñolienta; una mirada canallesca, innoble y falsa, semejante á la sonrisa qué el mozo de tienda tiene para todas las clientes; una mirada puramente física, un haz de luz pasando á través de un sistema de lentes.

Al rato, con voz suave y perezosa:

—Siéntese—dijo.

Juan Francisco tomó asiento junto á ella, en la silla que había dejado libre la vieja; cruzó la pierna y bajó la vista, disgustado consigo mismo, sintiéndose vencido y humillado en presencia de aquel ser miserable que amaba con todas las energías de su cuerpo y odiaba con toda la fuerza de su alma.

—¿Cuándo vino?... ¿Esta tarde?... ¿Y recién viene á casa?... Ya sé que tiene vergüenza de venir de día.

El mozo protestó; ella le atrajo hacia sí y estampó un beso sonoro, á plena boca, en los labios todavía algo contraídos de su amante.

Después continuó hablando con volubilidad, saltando precipitadamente de un tema á otro, mostrándose tan pronto triste, hasta fingir llanto; tan pronto alegre, hasta llorar de risa. Contradicciones, mentiras manifiestas, sin motivo y sin objeto, que hacían sonreir á Juan Francisco. Y ella, al notar sus dudas, se encolerizaba, cruzaba las manos, de palmas anchas y dedos cortos, exclamando con vehemencia:

—¿No crees?... Mira, ¡por este puñao de cruces!...

Al momento, olvidándose del incidente, tornaba á las digresiones, á su incoherente discurso de saltimbanqui de feria, en un estilo arlequinesco salpicado de figuras extrañas, de refranes criollos y de vocablos obscenos. Su cara—de maxilar inferior demasiado largo, de frente alta y estrecha, de carrillos pulpusos—tenía movilidades desordenadas que más parecían rictus histéricos que naturales expresiones fisionómicas.

Juan Francisco la oía hablar, aproximado cada vez más su busto corto y grueso, enfervorizado con su calor, mareado con el olor picante de las carnes.

—Tengo sueño—dijo con voz dificultosa, los labios muy secos, los ojos muy brillantes.

En ese momento llamaron á la puerta.

—¿Quién es?—preguntó Clara.

Se oyó un gruñido, y ella, dirigiéndose al mozo, agregó:

—Abrí, che; es mama.

Juan Francisco se levantó malhumorado y abrió la puerta, que dio paso á una vieja alta y escuálida, desgreñada y haraposa, á la cual seguía una chicuela de nueve ó diez años, muy linda, muy fresca y con unos grandes ojos vivos, inteligentes, acostumbrados á ver y á comprender todas las miserias de su medio.

—¡Güél ¡El Gurí!—exclamó alegremente la chicuela, corriendo á abrazar y besar á Juan Francisco, quien la recibió sonriendo.

—¿No me trajo nada?

—Caramelos.

—¡A ver, á ver!...

Clara se había levantado para ir hasta la mesita, de cuyo cajón extrajo un tarro con tabaco; lió un cigarrillo, lo encendió en la lámpara y se volvió, contraídas las hermosas cejas curvas y finas, increpando á Juan Francisco:

—¡Pucha que sos zalamero con la gurisa! ¡Te la ví'enseñar pa que te consoles con ella cuando yo mi'alce con otro!

Entretanto, la madre sonreía con aire idiota, de pie en medio del cuarto. Su rostro de bronce, surcado por innumerables arrugas; los ojos grises, la boca larga y desdentada, los labios finos, violáceos y muertos, atestiguaban su embrutecimiento por la acción combinada de la miseria, del vicio y de la embriaguez. Encorvado el cuerpo flaco, sin seno, sin vientre; caídos los largos brazos terminados por unas manazas negras, con gruesos dedos deformados, permanecía allí, callada y sumisa, como un perro en espera de la carniza. Había tenido cinco hijas, de las cuales las cuatro primeras habían ido entrando sucesivamente— educadas por ella, prostituidas por ella y vendidas por ella—en la carrera del vicio. La quinta, Paula—aquella chicuela que la acompañaba—, esperaba su turno, moralmente corrompida ya, iniciada ya en ciertas prácticas del oficio y sin que sus diez años ignoraran, en la teoría, ningún secreto del infame destino que la aguardaba. Afeada, envejecida, consumida, la vieja miserable vivía implorando la caridad de sus hijas, que no siempre se mostraban sensibles á sus ruegos, y que cuando en algunas ocasiones le daban un trozo de carne, unos trapos viejos ó un par de reales, lo hacían de mala gana y acompañados de insultos. Pero ¿qué mella podían hacer los insultos en aquella piltrafa humana que durante cuarenta años se había revolcado en todos los fangos y conocía el hedor de todos los estercoleros y el rigor de todos los ultrajes?...

Perfectamente conocedora del carácter de Clara, esperó que se calmase para formular el pedido que la había conducido hasta allí. Bien sabía con cuánta facilidad pasaba su hija de la cólera a la risa. Así, al cabo de un momento aventuró su súplica:

—¿Sabes?... el carnicero me dijo hoy que no me fiaba más... porque le debo seis riales... y mañana no tenemos un pedazo'e pulpa pa echar a la olla... Por mí no es nada... pero por esta inocente criatura...

Y señalaba con aire compungido a Paula.

Clara saltó, indignada:

—¡La inocente! ¡Y sabe más que una mesmo! ¡No venga vendiendo bosta por pomada de olor!

Luego, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, meneando desaforadamente los brazos:

—Usté lo que quiere es unos riales pa comprar caña y emborracharse; y siempre es lo mesmo, y yo soy la burra que siempre la sirve. ¿Por qué no va á pedirle á Jesusa, ó á Encarnación, ó á Dorotea?... Porque ellas son tan arrastradas como usté y no le dan un cobre, ¡y, sin embargo, son las mejores pa usté!... ¡Vaya, vaya á pedirles a ellas; yo no le doy nada!... ¡Y mándese mudar que tenemos sueño!...

Con un movimiento rápido se acercó á la puerta y la abrió, indicando la calle á su madre y á su hermana.

La vieja bajó la cabeza; la chicuela se le acercó, mirando á Clara con grandes ojos asustados, y las dos infelices salieron caminando á reculones. La puerta se cerró con estrépito, y la dueña de casa prosiguió lanzando amenazas y soeces insultos. Juan Francisco, testigo mudo de aquella inmunda escena, se levantó y se acercó a su amante:

—¿Nos acostamos?—dijo.

—Sí, mi viejo.

Pero aún no debía concluir su disgusto: la puerta del fondo se abrió y la parda vieja, arrastrando las chancletas, entró.

—Comadre—dijo con voz gangosa y servil:—¿me da dos rialitos pa comprar caña?

—¡Pucha, comadre, usté no piensa más que en emborracharse!—contestóle Clara.

En seguida abrió la alcancía, sacó la moneda pedida y se la dio á su sirvienta, amiga, comadre y camarada.

—Y no venga á incomodar más—agregó—, que ya tenemos los ojos duros. ¡La vieja me ha hecho agarrar un estrilo!...

Al día siguiente, muy temprano, Juan Francisco entraba en el pueblo, caminando lentamente, el entrecejo fruncido, la mirada torva, un profundo disgusto marcado en su semblante. Llegó á la fonda, comió un churrasco y mandó que le trajeran su caballo. ¡Oh, por esta vez era de verdad! Ensillaría en seguida y partiría para su pago, bien resuelto á no pisar jamás los umbrales de la inmunda morada de su concubina, donde iba en camino de dejar su dignidad de hombre.

IV

Juan Francisco Sosa era un paisanito de estatura pequeña y de cara infantil, lo que le había valido el apodo de Gurí, chiquitín. Tenía, sin embargo, una recia contextura. En el lenguaje pintoresco de la gente de campo decíase en el pago que "cada brazo suyo era un coronilla y cada pierna un ñandubay". Parado á la puerta de una "manguera" no había diestro que se atreviera á competir con él para "pialar de volcao"; pues difícilmente erraba tiro, y tumbaba la res de un tirón seco y seguro.

Y eso, siempre serio y huraño, sin jactanciosas compadradas y sin pedir el consabido "trago de caña". Cuando se apoyaba en los garrones y oprimía el lazo contra el "tirador" da badana, ya podían forcejear los novillos de seis años. ¡No había miedo! Se revolvía audaz en el redondel de las "mangueras", dominando la inquieta selva de guampas, y enlazaba con ojo certero, desafiando las embestidas del vacaje chucaro, en medio de la espesa polvareda, del vocerío de la peonada, el chocar de las cornamentas, el continuo ludimiento de cuadriles y el seco golpear de las pezuñas. En los rodeos, su vista de águila descubría pronto el novillo gordo ó el ternero ''orejano", y corría en declives y en zanjeados sin ceder un palmo al vacuno, que, al fin, rendido y sumiso, iba á parar al señuelo. De allí, el gauchito regresaba al tranco, armando el lazo, serio y callado, indiferente á la admiración de los compañeros. Pero fuerte, diestro y encariñado con todas las faenas del campo, ninguna le halagaba ni satisfacía enteramente la necesidad de lucha de su naturaleza cerril como la doma del potro. Sobre el lomo de un bagual bravio y potente, su fisonomía apática y poco expresiva se transfiguraba. Ardían los ojos, contraíase la boca en sonrisa de salvaje satisfacción; dilatábanse las ventanillas de la nariz, lanzando resoplidos que competían con los del bruto, en cuyos flancos se aseguraban como tenazas los muslos del domador, en tanto las piernas desnudas movíanse libres, permitiendo al pie descalzo y armado de grande espuela clavar los aguzados dientes de lo rodaja en las cosquillosas ijadas. Nunca era más hermosa la varonil cabeza, el rostro enérgico destacándose de la negra melena sujeta por la "vincha". Agitábase el potro en violentos balances, ora hacia adelante, ora hacia atrás, ya á un lado, ya al otro, encorvando el lomo, escondiendo la cabeza entre los remos delanteros, "haciéndose una bola" en su afán desesperado de arrojar la incómoda carga, hasta emprender rápida carrera, buscando la libertad en la fuga. Y el jinete, afirmado el cuerpo en los estribos, "se echaba á muerto", tironeando á un lado y á otro con tanta pujanza y tal maestría, que el animal no tardaba en rendirse y llegaba á la playa del corral sudoroso, coloreando la boca y los ijares, el ojo todavía iracundo, pero ya sin fuerzas y sin ánimo de rebeldía.

Juan Francisco había nacido en la costa del Tacuarí, en Cerro Largo. Recordaba vagamente á su padre, oficial de los blancos, muerto en Severino, en la revolución de Aparicio. Sabía por tradición que descendía de un bravo, de un indio fornido y rudo, cuya lanza fué temible en los "entreveros" feroces de la época bárbara de los caudillos. Corría por sus venas sangre de "guayaquí", y su abolengo se perdía en el misterio de los campamentos y de las correrías revolucionarias. El se crió allí, en el campo de Sosa, donde su genitor había nacido y se había hecho hombre, mereciendo del patrón, en premio á sus servicios, la calidad de "agregado", con hacienda y "tropilla" propias.

Sosa era uno de esos paisanos pacíficos que aman entrañablemente su partido político, pero que no exponen nada en su servicio; se asemejaba á los burgueses de Francia, que se entusiasman cuando ven pasar un regimiento y se esconden en sus casas, guardando sus tesoros, cuando llega la hora del peligro. Era bueno, servicial, usaba pañuelo blanco y celeste; pero á él que no le fueran con asuntos de revolución ni de elecciones. "Yo soy blanco—decía—, pero me gusta estar bien con todos". Y su mayor orgullo lo fundaba en poder atestiguar que era bien visto por blancos y colorados. Carácter anodino, temperamento neutro, tenía admiración pasiva por los héroes, y reprobación, también pasiva, para los protervos. Cuidando bien sus haciendas, pagando religiosamente sus deudas, y usando pañuelo blanco y celeste, nadie tenía el derecho de llamarle mal partidario ni mal patriota. Más de un jefe blanco salió de su casa con caballo gordo, poncho nuevo y algunas onzas en el bolsillo; y si es verdad que lo mismo le aconteció á más de un jefe colorado, lo cierto es que sus correligionarios decían siempre de él: "Es un buen compañero"; y los adversarios exclamaban: "A pesar de ser blanco, es buen hombre". Y en tiempo de guerra, sus haciendas eran siempre las más respetadas.

Pedro Sosa había visto todo un hombre en el hijo de su agregado y amigo, y tenía para él un cariño paternal y una grande admiración. En todas las "hierras" le marcaba dos ó tres terneros, y era para él todo potro que resultase demasiado arisco. Lo que le apenaba era la taciturnidad del mozo, su carácter indomable, que no admitía lecciones. Quiso enseñarle á leer y el mozo se rebeló. ¿Para qué? Su inteligencia era inaccesible á toda idea nueva. Pensaba y opinaba lo que pensaron y opinaron sus abuelos, no acertando á comprender por qué había de obrar de otro modo, ni por qué no había de ser bueno y sensato lo que era sensato y bueno en el tiempo pasado. Su oficio era enlazar, bolear, domar; no habría de hacer otra cosa durante toda su vida. ¿Lo haría mejor sabiendo leer y escribir?... Y además, él tenía un profundo desprecio por la gente ilustrada, pobre gente sin músculo, sin energía, condenada á vivir de la astucia, incapaz y sin fuerzas para afrontar la lucha de hombre á hombre y cara á cara: ¡el zorro y la comadreja para un gaucho acostumbrado á lidiar con baguales de sierra y toraje alzado!...

Había cumplido los veinte años y no había conocido pueblos. Cuando más tarde los visitó fué de paso y no le gustaron. El campo, lo infinito, la Naturaleza en su grandeza salvaje; los ríos, que es necesario vadear á fuerza de brazo; los bosques, que defienden su secreto; los pajonales, que esconden derroteros; las noches obscuras, que borran los caminos y dejan la dirección á la brújula del rumbo; la campaña sin fin y sin término: allí estaba la vida. Un hombre, un caballo y un "recado"; lo demás lo daba la buena madre, la tierra del oriental, la salvaje y grande tierra del gaucho, que, como la altiva china del tiempo del tupamaro, era todo desprecio para el vil y no negaba nada al coraje y la osadía. Un hombre, un caballo y un "recado"; un corazón y un brazo para afrontar el peligro, un conductor y un amigo para salvar las distancias, una silla de viaje y una cama... ¿Qué más?... ¿Gobierno? Significa mandar y es sinónimo de amor; y por no ser mandados ni tener amo fueron la carnicería en Montevideo el año VI, el choque soberbio de Las Piedras, los sablazos de Sarandí y el colosal esfuerzo de Ituzaingó el año 28. La ley es pamplina: no la precisa quien no roba, quien ensilla caballo de su marca y hace el puchero con oveja de su señal. Si es necesario matar en defensa de la vida ó del honor, ¡oh leyl, la tierra oriental tiene selvas protectoras que dan abrigo y garantía al hijo viril que la conoce y la adora! Desde luego, la autoridad—que él veía representada en el comisario y los policianos—era una tiranía, y, por lo tanto, un enemigo. Impotente contra los verdaderos malhechores, á los cuales rehuía, se encarnizaba con los vecinos honestos que ostentaban altivez. Se robaban haciendas, se asaltaban casas, se mataba y se cometían actos horribles en familias de desvalidos, sin que la autoridad pudiera aprehender á los delincuentes; pero se insultaba, se sableaba, se estaqueaba y se remitía á los cuarteles —esclavo blanco en tierra libre—al que, defendiendo su derecho, prefería el martirio á la vergüenza.

Para hombres como Juan Francisco—puro músculo y pura sangre— el amor debió ser una necesidad orgánica. Reñido con todos los convencionalismos sociales, recto, inflexible, odiando la mentira—que es la base del amor moderno—, era en todas las diversiones en que entraba el elemento femenino un observador pasivo, que ansiaba y no podía participar del festín en que los otros se regalaban. Cortejar fué siempre para él tarea imposible: "pialar y volcar, y apriete y venga la marca", como gaucho y á lo gaucho. Quemar en el brete á novillo engañado... "¡güeno pa naciones; los que no pueden con el lazo y tienen miedo á la ronda!"...

Hubo amigas que en el pueblo le enseñaron los placeres fáciles: "me gusta y venga; tanto tomo y tanto pago". Allí conoció á Clara. Era linda, era criolla de raza, era ardiente y altanera; "yegua abrojienta, aquerenciadora de potrada brava." Sin amarla—despreciándola como buen gaucho que suele montar padrillos, pero que no ensilla yeguas—, se hizo al placer y adquirió el hábito. De tarde en tarde llegaba al pueblo y era visita obligada de la china, que por él sacrificaba á cabos y sargentos de policía, Donjuanes de la aldea entre la gente del suburbio.

No fué una pasión, sino una costumbre que llegó á imponerse tiránica. Los viajes al pueblo se hicieron más frecuentes; las estadías más prolongadas. La pereza había empezado á invadirlo; su rodeo iba mermando; hoy vendía una vaca, mañana otra, para satisfacer las necesidades de dinero, cada día más premiosas. La permanencia en el pueblo era, sin embargo, penosísima para Gurí: primero, por el pueblo mismo, que odiaba cuanto es posible odiar; después, por Clara y la sociedad en que ésta vivía y que le era forzoso frecuentar y soportar. Todas las mañanas, cuando salía del rancho, muy temprano, avergonzado de que le vieran en tal sitio, iba mascando una cascara amarga que le envenenaba durante todo el día. Llevaba la resolución de ensillar su caballo y partir inmediatamente; volver al campo, entregarse con todo el afán de antes á la vida laboriosa y sana de los seres libres, sacudía con rabia la cerviz para arrojar el yugo ignominioso, y llegaba la noche sin que hubiera emprendido el viaje, encaminándose fatalmente al rancho de la china. "La miel surge de los labios de las cortesanas; su boca es más suave qne el aceite, pero deja rastros más amargos que el ajenjo y más crueles que una espada de dos filos". ¡Bien lo sabía Juan Francisco, sin haber leído al rey poeta! Y es que en todos los tiempos el fruto tierno de la voluptuosidad tuvo siempre el mismo dejo amargo; y todas las cortesanas, desde las miserables extranjeras, adoradoras del repugnante dios Moloch, hasta las aristocráticas hetairas griegas, mantenedoras del culto estético á la adorable Afrodita, conocen por igual el secreto de embriagar con acíbar. Sobre tapices de Oriente ó sobre pieles de fieras; con perfumes de mirra, de áloe ó de cinamomo; sobre la suave grama del escondrijo que aromatiza el trébol; en el ruin lecho oculto en la cabaña y hasta en la pila de heno impregnada de hedor de establo, la noche amorosa es siempre igual, el mismo canto de besos y caricias, el mismo salmo de la carne elevándose á Anaís ó á Mylita, á Isis ó á Moloch!...

V

Y aquella mañana tampoco ensilló Gurí su alazán para retornar al pago. Todo el día lo había pasado en una agitación febril, complaciéndose en recordar las escenas vergonzosas que estaba forzado á contemplar noche á noche; y si su conciencia embrionaria era incapaz de juzgar con exactitud las relaciones entre su ser interno y el medio ambiente, el automatismo del instinto y del sentimiento presentaba ante su vista moral la danza dislocada de ideas deformes é inconciliables. La prostitución de los cuerpos no revolucionaba á aquel hombre, acostumbrado á vivir en contacto con la Naturaleza y á considerar la junción de los sexos como ley natural incondenable; pero la prostitución moral, la mentira, el envilecimiento, el sacrificio continuo de la conciencia á un miserable placer del momento, mezquino y efímero; la adulación que proporciona un mendrugo y los engaños que obtienen un instante de simpatía hacían rebelarse el alma altiva del hijo de las pampas, que podía aceptar todo menos la abdicación de su personalidad semibárbara, y por ello simple y por lo tanto firme y estable. ¡Lo que él había visto en los años que llevaba de relaciones con Clara!... Jesusa: una rubia alta y delgada, flexible, esbelta: un cuerpo de virgen; unos ojos azules, claros, tiernos, casi místicos; una boca grande, con labios tan finos, tan tenues, que parecían hechos para dar paso á la armonía melancólica de los rezos cristianos... ¡y qué vida! Siguiendo un escuadrón de caballería había recorrido todas las guarniciones y había pertenecido á toda la tropa, siempre borracha, siempre sucia, amando lo más abyecto, aceptando complacida los insultos y las bofetadas!... Encarnación: un tipo extraño de piel cobriza, de cabellos castaños y de ojos azules, brillantes y tristes; una desgraciada que vagaba por el pueblo ofreciéndose á todos, dándose á todos, no retrocediendo ante ninguna degradación, consumida por una lujuria moral que la frigidez de su cuerpo le impedía satisfacer!... Dorotea: la mayor, vieja ya con sus veintiocho años, sin dientes y casi sin pelo, viviendo de limosnas, con mate amargo y caña... Marcelina: la madre infame que recibe de sus hijas el subsidio revolcado en la pocilga de insultos soeces. Las amigas, todas vaciadas en el mismo molde; los hombres, seres abyectos cuyo contacto repugna; y finalmente, Paula, la pobre niña de ojos inteligentes que un día, habiéndole él preguntado si seguiría el ejemplo de sus hermanas, había respondido mirándolo asombrada: "Naturalmente... cuando sea más grande", incapaz de suponer que pudiera haber en la vida otro destino para ella.

¿Como el carácter noble é indómito de Gurí había podido aceptar tanta bajeza? Es que él no había ido conociendo aquéllo sino muy lentamente.

Al principio no hallaba ningún extraño en el rancho; después la parentela fué apareciendo, primero muy respetuosa, muy atenta, hasta ir poco á poco mostrando la hilacha y concluir por exhibirse en toda su asquerosa desnudez.

El no amaba á Clara ni la había amado nunca. Fuera de su casa, no sintiendo los ardores de la carne, la veía tal cual era, en su espantosa deformidad moral. Sin embargo no podía alejarse, no podía dejarla, porque tenía ya el hábito, porque forzosamente tendría que ir á golpear á otra puerta tan infamante, y el esfuerzo le parecía enorme. Además, y no obstante sus concesiones, tenía confianza en su energía y estaba convencido de que el día en que se propusiese formalmente romper con ella lo haría. Esperaba que el azar le deparase una ocasión propicia, una mujer honesta, alguna muchacha de su pago, que sería su compañera. Más de una había visto que hubiera satisfecho sus deseos; pero su timidez le impedía dar los primeros pasos, someterse á los engorrosos preliminares del amor; y su carácter, reñido con todos los convencionalismos, sólo le hubiera permitido decir á la mujer de su elección:

—"¿Querés casarte conmigo?"

Comprendía bien que tal principio le hubiera valido el ridículo; y, además, otro temor le embargaba: una negativa. El sólo pensar que la mujer á quien declarase su amor podía no aceptarlo le obligaba á retraerse, porque esto lo hubiera considerado como suprema humillación, y le hubiera impelido quizá á brutalidades reprobables. Esperó. Pero como el tiempo corriera, su orgullo no pudo seguir durmiendo y—justificando la teoría de las pasiones curativas del doctor Bremond—le impuso un inmediato rompimiento, un rápido cambio de vida.

Y durante todo ese día, solo, tirado sobre el lecho de un pobre aposento de fonda, estuvo dando vueltas á esa idea, mientras su caballo permanecía atado en la caballeriza, sin comer y sin beber; hecho que nunca había acaecido, y que no debía extrañar dado que su amo jamás tampoco había estado tan largo tiempo entregado á labor mental.

Estaba ya resuelto á la ruptura, pero no lo haría así yéndose furtivamente, demostrando un temor que no tenía. Esa noche iría á ver á Clara y le hablaría con toda su natural franqueza, y al día siguiente partiría definitivamente para su pago.

Al obscurecer, ya mucho más tranquilo, se dirigió lentamente hacia el rancho de su china. Ella lo estaba esperando recostada en el marco de la puerta, toda vestida de blanco, joven y fresca como una colegiala. Sonriente, entornando, los párpados, tamizando en las largas pestañas la luz de sus profundos ojos negros, iluminada á medias por un suave resplandor de luna, tenía una actitud de abandono, un aire de dicha que conmovió al joven paisano. Cuando éste le tendió la mano, ella la oprimió, lo atrajo hacia sí, y con voz mimosa, suave, acariciadora:

—¿Cómo está mi viejito?...—murmuró.

Lo besó en la boca, con un beso silencioso, largo y cálido; puso el brazo sobre el hombro del mozo, y apoyando la cabeza en su cuello quedóse así, inmóvil y callada.

El silencio reinaba en contorno. Al frente, á unos centenares de metros, blanqueaban las casas del pueblo, mudas é inanimadas como sepulcros; á derecha y á izquierda, de trecho en trecho, parpadeaban unas lucecitas tenues, brotando de las abiertas puertas de los ranchos; á lo lejos, el Olimar y el Yerbal dormían entre sus dobles murallas de verdura; y arriba, en medio de un cielo azul y puro brillaba la luna con intensas claridades.

Pasó un tiempo, un cuarto de hora, veinte minutos de aquel profundo y melancólico silencio. A poco oyóse el hondo y prolongado lamento de una campana; redobló la caja militar y vibraron los clarines. Juan Francisco se estremeció.

—Vamos pa dentro—dijo.

La puerta se cerró, rechinó la cerradura y las voces confundidas de los bronces sagrados y los bronces guerreros fueron repercutiendo de casa en casa, pasaron sobre los viejos techos pajizos de los ranchos y fueron á morir, á lo lejos, en las frondas espesas y obscuras del Olimar y el Yerbal. Después, el silencio, de nuevo el infinito silencio de la miserable villa anémica. En tanto, en la ancha bóveda azul la luna iba ascendiendo lentamente, vertiendo sus blancas claridades sobre el aire inmóvil.

El día alboreó hermoso, límpido el firmamento, tibio el ambiente, perfumada la brisa, verdes y brillantes los céspedes y los árboles espolvoreados de rocío. Hermoso día prometido á la pereza de la soñolienta alma nativa, adoradora de las siestas.

Y aquella mañana tampoco ensilló Gurí su alazán para retornar al pago.

VI

Pasó una semana. ¡Y cuánta vergüenza en esa semana! Juan Francisco llegó á desconocerse. Le habían cambiado el carácter, lo habían convertido en un ser igual á aquellos miserables moradores de los pueblos. ¿Dónde estaban su orgullo de gaucho y su sentimiento de indómita independencia que sólo cabía en la anchurosa soledad del campo? ¿Dónde el fiero amor á las grandezas de su tierra, al sol de las auroras, á las sierras breñosas, al misterio de los bosques, al furor de los torrentes?... En las madrugadas, sobre el lomo de su flete, trotaba alegre, sintiendo en el rostro el cosquilleo de la brisa fresca, y tendía la vista satisfecho, inspeccionando las lomas y los cerros semiborrados por el vapor del rocío. Siempre tenía por delante amplísimo horizonte, leguas y leguas de tierra suya. Una cosa odiaba: los alambrados que coartan la libertad de viajar derecho, que restringen las "cortadas de campo" y obligan á rodeos, marchando sobre huellas de carretas. Una cosa le entristecía: lo poco frecuentes que van siendo las revoluciones, la guerra que permite la ilimitada expansión de los instintos, la amplia satisfacción de todas las pasiones enardeciéndose en una lucha sin ideales, enloqueciéndose hasta llegar á la idolatría del símbolo que produjo héroes sublimes, mártires gloriosos y feroces homicidas: unos y otros inconscientes en todo, en el bien y en el mal, en la heroicidad y en el crimen, en la idea y en el hecho...

¿Qué manjar preferible al churrasco revolcado en la ceniza? ¿Qué bebida capaz de competir con el sabroso mate amargo, cebado por uno mismo, en "galleta" propia, de madrugada junto á la hoguera de la cocina, de tardecita bajo el alero del rancho?... Y todos los detalles del pago: los horizontes conocidos, las cuchillas, los bajos, las cañadas y los "rodeos", las casas, los animales y las personas, los rostros que se han visto desde que se empezó á ver, las voces que se han oído desde que se pudo oir; la fisonomía de los edificios, los ombúes del fondo, los paraísos del frente, el viejo ceibo inclinado sobre las aguas fangosas del estanque, los malvaviscos del guardapatio, el montecillo de abrepuño en el rodeo viejo, el álamo solitario que ostenta, como una gran giba, un gigante nido de cotorras, á veces expulsadas por los caranchos—los múltiples detalles que la indolencia criolla presenta á la vista de varias generaciones—, engendran la nostalgia en el alma simple y concentrada del gaucho. El pago es la casa y la familia, aun para los que, como Gurí,no tienen familia. Todo allí les es conocido, todo amigo; todo está tan unido al alma, que forma parte del ser mismo y no es posible olvidarlo. Hasta el agua de otros sitios les sabe de otra manera; hasta el aire de otras comarcas se les antoja distinto. "Vivir lejos del pago es como ensillar con "recado" ajeno."

Más temprano ó más tarde, en lucha de pasiones, la gran pasión de la tierra concluye por triunfar. Juan Francisco había sufrido algo así como un desvanecimiento, una ausencia de sí mismo; durante una semana su personalidad había estado durmiendo, y despertaba con ansias infinitas de libertad, de movimiento y de acción.

El domingo—un día abrasador en que se respiraba con pena—, Juan Francisco almorzó temprano y se acostó vestido, entregándose á las delicias de una siesta que duró hasta el obscurecer. Se levantó, se lavó produciendo gran ruido y desparramando el agua, como quien está acostumbrado á hacer sus abluciones en las lagunas; cenó con apetito y salió alegre, el sombrero sobre la oreja, el poncho sobre el hombro, rumbo al rancho de Clara. Encontró á ésta vestida para salir. El corsé, muy alto, oprimiendo el busto sin lograr disminuir la cintura, quitaba á su cuerpo la graciosa flexibilidad de criolla acostumbrada á andar libre de ballenas y cordeles; el cabello aceitado, apretado, prisionero entre decenas de horquillas, no tenía ni el suave color castaño, ni el gracioso rizado natural, ni el brillo discreto de pelo vivo; las tintas cálidas de las mejillas desaparecían bajo un revoque de albayalde, que, con el carbón que sombreaba los ojos y el carmín que chillaba en los pómulos y los labios, daba al semblante una apariencia clownesca; hacía del rostro máscara burda y fea, sin otra cosa de viviente que los anchos ojos de córnea marfilina y de negra é intensa pupila. La expresión de dolor, manifiestamente falso, que había adoptado Clara, semejaba la mueca risible de un Pierrot.

Gurí la estuvo mirando y sonrió: la encontró repugnante y fea, é involuntariamente vino á su memoria el recuerdo de una vieja del pago que criaba gallinas blancas y las teñía de azul con el añil; gallinas que después nadie quería comer porque daban asco, "porque ya no parecían gallinas".

Ella, fingiéndose muy afligida, se olvidó de darle un beso, y él se guardó bien de solicitarlo, repugnándole salir con un emplasto en los labios.

—Te estaba esperando—díjole.

Y después de un suspiro y de una pausa:

—¿Sabes?... la pobre mama está muy mal. Li'a venido como un pasmo, de un arañazo que tenía en un dedo, y dice la médica que tal vez no escape. Fíjate que anoche la estuvieron velando en casa de Encarnación, y esas arrastradas no fueron capaces de avisarme nada. ¡Todo pa dispués andar diciendo que soy una desamorada y que á una no le importa nada'e la familial ¡Como si fuesen ellas las que más han ayudao á la pobre vieja!... ¡Pobre vieja!...

Compungida, ahogando sollozos, agitado el seno, Clara parecía presa de una grande aflicción, que no lograba, sin embargo, conmover en lo más mínimo á Juan Francisco. El juicio depende de una íntima correlación entre nuestro espíritu y el mundo exterior; las sensaciones dependen más de nuestro estado de ánimo que de la esencia de las cosas. En nuestro yo, siempre variable, los juicios tienen una verticidad asombrosa. Así como un paisaje habla al alma de distinta manera según se le contemple en las mañanas, en la refulgencia de la luz meridiana, ó en la iluminación mortecina del crepúsculo, ó en la palidez de los reflejos lunares, así los sentimientos tienen horas y tintes propios. "Fuerza y substancia, espíritu y materia, sólo designan entidades metafísicas que no tienen de real en la Naturaleza otra cosa que la trama de los acontecimientos ligados entre sí". Y antes que Taine, Pascal había dicho: "Quien ama á una persona por su belleza, ¿la ama? No; porque la viruela, que matará la belleza sin matar la persona, haría desaparecer el amor. ¿Se amará por la inteligencia, por condiciones morales que igualmente pueden perderse de un momento á otro?... No se quiere jamás á las personas, sino á sus cualidades". ¡Y sus cualidades se nos presentan distintas en cada instante de la vida!

Unos días antes, Gurí se habría enternecido con el relato de Clara, á pesar de que siempre la había juzgado falsa y embustera; pero entonces la autonomía del sentimiento amoroso se empeñaba en creer, como ahora la autonomía del sentimiento de independencia se empeñaba en dudar. Viéndola llorosa y afligida por la enfermedad de la madre recordaba á la madre insultada, despreciada y arrojada á la calle en su presencia, y encontraba aquel dolor tan mentido y tan digno de desprecio como el albayalde y el carmín del rostro. Unos días antes se hubiera esforzado por probarse—y se hubiera probado—que ella había hecho bien negando á su madre corrompida un dinero que era destinado á bochornosa embriaguez; que su indignación era justa y que no había incompatibilidad entre esa escena y su condolencia real y sincera al saberla en peligro de muerte. ¿El no había sentido la tentación de degollar un caballo que se había cansado en una jornada, y más tarde no había cuidado y curado con cariño á la misma bestia ruin?... Pero la verdad es una ficción, como todo en la vida. El estado de absoluta imparcialidad no existe, y el hombre no se convence sino de aquello de que quiere convencerse. Nunca buscamos argumentos para probarnos que es falso lo que pensamos, y aceptamos sin control todos los hechos y opiniones que tienden á fortificar nuestras creencias; y al fin, como "en toda mentira hay un fondo de verdad", concluímos por quedar honestamente satisfechos. No se quiere á las personas ni se cree en ellas, sino en sus cualidades; y como esas cualidades cambian día á día, hora á hora, minuto á minuto, en nosotros y en los demás, ¡qué instabilidad en el juicio, cuántas mutabilidades en la conciencia!... Lejos de sentir compasión, Juan Francisco se divertía; una diversión que equivalía á desprecio y un desprecio que la perspicaz aventurera no tardó en leerlo en su sonrisa. Cambiando rápidamente la expresión del rostro, frunciendo el ceño y mirando á su amante con dureza, díjole, empleando una voz alta y agria:

—¿Qué tenes? ¿Te estás riyendo porque una sea buena hija? ¡Es verdad que ustedes, los payucaces, son lo mesmo que los animales y no tienen ley ni á la madre que los lambió!...

—¡Así ha de ser!—replicó Gurí con sorna.

—¿Venís ó no?

—Gracias, che; velorio y pulpa flaca nunca me asentaron bien.

Clara hizo una mueca colérica y abrió la boca para vomitar una de aquellas frases suyas de insulto obsceno é hiriente, pero se contuvo.

—Bueno, si querés, voy un ratito y aurita no más estoy de vuelta. ¿Me querés esperar aquí?

—Aquí—respondió Gurí golpeando con la mano la cama, en cuyo borde habíase sentado.

Ella se acercó, lo abrazó, le dio un beso con mucho cuidado y haciendo una mueca picaresca, díjole con voz melosa:

—¡Hasta lueguito, mi viejo, y no me vaya á trair á alguna y hacerme alguna porquería mientras yo no estoy!...

Juan Francisco se tendió de espaldas sobre el lecho, y con los brazos cruzados bajo la cabeza y los ojos cerrados, estuvo un largo rato inmovilizado, pensando. Después sus párpados se abrieron, su mirada comenzó á fijarse en los detalles de la pieza. ¡Las veces que había contemplado aquella "cumbrera sillona", carcomida por los gusanos! ¡Las veces que había contado las viejas "tijeras" amarillentas y el envarillado de tacuara reseca, y hasta las puntadas de la filástica! ¡Las ocasiones que había visto el burdo cortinado, y el lavatorio, y la percha, el baúl y las sillas, la mesa de luz y la lámpara! ¡Cuántas noches había pasado allí en furioso enardecimiento ó en torturante insomnio!... Y al contemplar ahora todos aquellos objetos familiares y testigos de sus placeres y sus rebeldías, no experimentaba la menor emoción: le parecía que todo aquello le era ajeno, que no le atañían en nada, que los veía por la vez primera. Es que el individuo que durante años había vivido allí—de hecho ó con el recuerdo—ya no existía: Gurí ya no era Gurí, ó, por lo menos, ya no era el Gurí de Clara.

Le pareció extraño lo que le acontecía y tornó á sonreir bondadosamente. Después, sin que se diera cuenta de cómo, su imaginación se fué apartando de aquel sitio, y, no obstante conservar los ojos abiertos, ya no veía ni el techo, ni los muros, ni el mobiliario del rancho de Clara. La Estancia de su protector, su sitio habitual en la cocina, el catre que le estaba reservado en el pequeño cuarto de los peones; la fisonomía de éstos, las charlas y las chacotas después de la cena; todos los queridos recuerdos del pago se presentaban lúcidos á su espíritu. Y ellos acogía sin aflicción, no como otras muchas veces en que despierto al lado de la vil criatura dormida había evocado su cuarto y había sentido pena, disgusto y deseos de huir, sino de otra manera muy distinta y muy agradable; no como el proscripto que evoca la imagen del hogar y de la Patria y sufre en la impotencia de volver á verlos, sino como el viajero que encaminándose á la tierra natal se representa sus encantos y los saborea anticipadamente. Del mismo modo Gurí no veía el pago alzándose como la sombra de una madre para reprobar su conducta deshonesta, sino como la realidad de una vida que, desde ya, estaba viviendo de nuevo.

Sin darse cuenta del tiempo que transcurría, sin advertir la tardanza de Clara, sin sentir por ello la menor impaciencia, permaneció horas y horas en aquella deleitosa evocación hasta que se quedó profunda y apaciblemente dormido, soñando con las lomas y los cerros, los valles y los bosques de la costa del Tacuarí.

VII

—¡Hele, mamao! ¿Con qué te apedaste anoche que hasta aura te duran los humos? ¡Avisa si has echao raíces en la cama!...

Un zamarreo y aquellos apostrofes proferidos por la voz risueña y zalamera de Clara hicieron incorporarse á Juan Francisco, que se restregó los ojos sorprendido. ¡Cómo! ¡Todavía estaba en el cuarto de Clara y acostado en su cama! ¡Y él que creía sentir la agradable dureza de su catre en la pequeña pieza de los peones de la Estancia de Sosa!...

—¡Toma, pues, abombao!—repitió la china, alargándole un mate amargo, riendo de buena gana al notar el asombro del mozo.

Este concluyó de despertarse sorbiendo la infusión amarga, y no fué chica su sorpresa al encontrarse vestido tal cual se había acostado, hasta con las botas.

—¿Y esto?...—preguntó.

—El peludo—contestóle ella riendo.

—¿Qué peludo?

—¡Pues... el que anoche agarrastes sin perros! ¿Qué tal era, mi viejo? ¿estaba gordo? ¿tenía las siete catingas?

Gurí se encogió de hombros. ¿Borracho él, que jamás había probado bebidas alcohólicas?...

Pero ella garantía que había vuelto temprano, y que no había podido despertarlo, y que había tenido que dejarlo dormir así "ensillado", no más. Y reía con su buena risa bulliciosa de cortesana indiferente.

En otra ocasión Juan Francisco habría observado que ni en la almohada ni en la cama había huellas de la persona que debía haber dormido á su lado; que los ojos hinchados, las ojeras moradas y la palidez que se observaba en el rostro de Clara, atestiguaban una noche de embriaguez y lujuria. Y efectivamente, en el velorio se había bebido en grande, se habían comido churrascos, se había jaraneado y se habían gozado otros placeres al aire libre en la noche tibia al lado de la moribunda. Y Clara, embrutecida por el alcohol, había tomado parte en la infame orgía, se había dormido al fin sobre un tronco de higuera y había llegado con el día, llena de temores, al cuarto, donde esperaba encontrar á Gurí furioso. Se libró bien de despertarle y aprovechó su sueño para justificar su tardanza con una mentira bien urdida, lo que no le costaba gran esfuerzo. Pero Juan Francisco no se preocupaba ni poco ni mucho y aceptó las explicaciones sin la menor protesta.

Tomó unos mates, contestó distraído á lo que Clara le hablaba, y al fin, poniéndose en pie, díjole resueltamente:

—Bueno, che, me voy.

Ella se acercó confiada, ofreciéndole un beso y despidiéndole con un:

—Hasta luego.

El tornóse serio y agregó:

—No, hasta luego, no; me voy pal pago.

Quedóse la china indecisa; luego preguntó fingiendo calma:

—¿Y hasta cuándo?

—No sé; ó mejor... Bueno, sábelo de una vez: me voy del todo... Cortamos el ñudo, y tan amigos como antes.

—¡Ah! ¡ah!—exclamó ella, lanzando una carcajada nerviosa—. ¿Conque me dejas?... ¡Qué pena! ¡No sé cómo no estoy llorando, porque, ¿sabes?, sin vos, si'acabaron los hombres!... ¡Anda, anda á criar cola al Rincón de Ramírez, entre las payucaces como vos!... ¡Ay! ¡pero si me viá morir de sentimiento!...

Y con el rostro contraído, brillantes los profundos ojos negros, trémulos los labios, se quedó mirándolo en actitud de desafío y de desprecio, plantada ante él, el cuello estirado, la diestra en alto.

Después, como Juan Francisco se hubiese quedado contemplándola, ella tomó por abatimiento su indiferencia y exclamó irónicamente:

—Pero, ¿qué te vas á ir?...Pura lengua, pura lengua... ¡Si tenes la cola enterrada!...

Y rió ruidosamente.

La frase fué un latigazo para la altivez del mozo. Se irguió, la fulminó con una mirada despreciativa, y empujándola violentamente:

—¡Salí, basura!—exclamó.

Clara palideció, quedó muda é inmóvil. Gurí pasó por su lado sin mirarla, abrió la puerta y echó á andar.

En la calle, al acariciarle el rostro la brisa fresca, se sintió dueño de sí y comenzó á respirar con el deleite del preso que recupera la libertad tras varios años de encierro. ¡Al fin, al fin era libre! Y orgulloso, contento de sí mismo, se puso á cantar entre dientes una canción del pago.

Ya Juan Francisco iba lejos, andando con el paso lento y ese balanceo propios de la gente del campo y de los marinos, y aún permanecía Clara inmóvil, como petrificada, de pie en el interior de la pieza.

Gumersinda—la parda vieja, sirvienta, amiga, comadre y compañera—la encontró en aquella actitud y con aquella expresión.

—¡Güé!—dijo con voz gangosa—. ¿Qu'está haciendo ay, comadre, con esa cara idiota de ternero augao?...

Ella comenzó á sollozar:

—¡Basura!... ¡Llamarme basura á mí!...

—¡Bah! ¡No se aflija, comadre!... ¿Jué el Gurí? Alguna rabieta; ¡ya verá cómo mañana viene mansito!

—No—replicó ella—: no viene; y aunque venga, es lo mismo.

Después, cesando de llorar, roja de ira, continuó diciendo á gritos:

—Pero que me las va á pagar... ¡por este puñao de cruces!

Gumersinda quiso calmarla; pero ella la rechazó de un empellón y con un montón de palabras soeces. La parda iba á escabullirse cuando ella la llamó imperiosamente:

—Vaya á trair una cuarta'e caña—le dijo con voz agria y altanera.

Mientras la criada iba á la cocina por la botella, Clara intentó sacar dinero de la alcancía hundiendo un cuchillo de mesa en la abertura de la tapa: pero como aquel ardid—que le era habitual—no diese resultado, tomó el puñalito de mango de metal y rompió furiosamente la caja.

Gumersinda no tardó en volver con la caña, y las libaciones comenzaron, á grandes tragos, de la misma botella. A medida que bebía tomaba cuerpo su indignación: su voz se hacía más ronca, sus palabras más groseras. Era indudable que quería á Gurí, pero lo quería á su manera, con un amor puramente egoísta, por el placer que le proporcionaba, por el orgullo de tener un buen mozo que á la vez era todo un hombre, y de tenerlo suyo, únicamente suyo; por la satisfacción, en fin, de ese deseo imperioso y de ese orgullo natural de poseer un afecto, que es innato en todos los seres humanos, aun en los más miserables; de ese afán, de esa necesidad de ser querido por alguien que experimentan hasta los mismos animales. Encontrar una persona que nos ame, ¿no es obtener el reconocimiento de nuestros méritos, la prueba de nuestro propio valer?... Amor inmensamente egoísta, incapaz del sacrificio más mínimo, de ningún sentimiento desinteresado, es como el glotón que adora la comida por el placer que le reporta. Y en la triste vida de esas miserables criaturas que chapalean en el fango del vicio, que se sienten despreciadas por los hombres y odiadas por las mujeres—seres sin derechos, casta inferior que la sociedad tolera como mal necesario, pero que arroja y confina en los suburbios—, la necesidad de un afecto real es tan grande que lo aceptan aun del más vil y abyecto de los hombres. Clara amaba á Gurí de esa manera: egoísta, imperiosa, casi bestial; y, pasada la crisis, comenzó á declinar su cólera y su orgullo se humilló. Lloraba, se retorcía las manos, se mesaba los cabellos, se negaba á comer y á hablar, sin atinar, sin embargo, á tomar determinación alguna. Al fin se decidió á escribir un billete, que garabateó con inmensa dificultad. ¡Y qué extraño billete salido de aquella alma infecta!... Ni una sola grosería; ni la menor obscenidad: reproches y protestas de amor expresados con un sentimentalismo infantil.

Cuando la parda vieja salió con el mensaje ella empezó á vestirse y á prepararse, casi tranquila, casi alegre. Pasando con facilidad del extremo dolor á la alegría extrema, incapaz de esfuerzos prolongados, tenía—según una feliz y pintoresca expresión de ella misma—"el llanto y la risa á flor de agua". El conflicto moral se condensaba en el billete; una vez escrito, todo había pasado. Juan Francisco lo recibiría é inmediatamente estaría de vuelta y las cosas seguirían otra vez su curso habitual. ¿Acaso podría ser de otro modo?...

Media hora después volvió Gumersinda con cara triste: traía el billete, que no había podido entregar, porque hacía rato que Gurí había partido.

Ella no se impacientó mayormente. Quizás el mozo habría salido á dar un paseo y á la noche iría á golpearle la puerta. Como se sentía fatigada, se desnudó y se acostó. No quiso almorzar; no abrió la puerta á nadie, y sólo se levantó y se vistió al obscurecer. Hasta media noche estuvo esperando, y entonces, ya convencida de que Juan Francisco había partido para su pago, se encolerizó y la emprendió con el resto de la botella de caña.

Un sargento de policía que andaba de ronda la encontró parada junto á la puerta del rancho:

—¿No va al baile, comadre?—le preguntó.

—¿Dónde es el baile?

—En lo'e la parda Anselma.

—¡Y cómo no!—replicó ella febrilmente—; ¡ya lo creo que voy, y á sacudirme los trapos de lo lindo!

Y allá fué, y en el ejercicio violento de las "quebradas", en los refregones, en la excitación del alcohol, del baile, de la orgía, se olvidó de Gurí, y á las tres de la mañana llegó á su casa del brazo de un pardo, que esa noche ocupó el sitio de su antiguo amante.

Después continuó su vida acostumbrada, de vicio, de depravación y de miseria. No estando Juan Francisco en el pueblo, no se acordaba de él, y no abrigaba la menor duda de que volvería y aparecería en su casa como si nada hubiera pasado.

VIII

Pasó un mes. Una tarde, la parda Gumersinda, volviendo del centro, donde había ido á hacer compras, dijo á Clara:

—Adivine quién está en el pueblo.

Ella se encogió de hombros.

—Algún campuso.

— Mesmo... Gurí.

—¿Gurí?—preguntó Clara, incrédula —¡Gurí! Yo mesma lo vide con estos mesmos ojos, y á más, entuavía, que él me saludó y me dio dos vintensitos pa caña. ¡Siempre el mesmo don Gurí!... ¡siempre tan callao y tan güeno!...

Clara había escuchado con atención, y luego, fingiendo indiferencia:

—¡Ándate á pastoriar capinchos, vos, con tu Gurí!—exclamó.

Pero toda la tarde estuvo pensativa. En treinta días pasados apenas si se había acordado—y eso sin pena—de su antiguo amante; ahora era distinto: estaba en el pueblo y era necesario que fuese á su casa, que se sometiese á su yugo. El iría—¡claro que iría!—, sin necesidad de mandarlo buscar.

Sin embargo pasó la noche, y Juan Francisco no fué. Al otro día ella le mandó un billete muy cariñoso, muy humilde y muy suplicante. El mozo lo había recibido y lo había guardado. Si hubiese sabido leer, lo habría leído por curiosidad; pero como no sabía, y no era hombre para ir á pedir á un amigo un servicio semejante, ni se enteró de su contenido, ni tampoco aquella noche apareció por los ranchos de Clara. Un segundo billete fué rechazado con una amenaza que intimidó á Gumersinda, la cual se negó rotundamente á seguir sirviendo de mensajera. Y no era ésta, sino otra palabra, la que ella había pronunciado indignada.

Todo esto concluyó con la paciencia de Clara y desbordó su cólera.

—¿Qué se habrá pensado ese trompeta?... ¿que yo me muero por él?... ¡Como si faltasen hombres!... ¡Pero así son todos, que una los cuida y los mima pa que le den el pago 'e la vaca empantanada!... ¡Si hacerles servicios á ellos es lo mesmo que darles confites al chancho!...¡Decentes de día y puercos de noche, no tienen ley a naide, y son lo mesmo qu'el cuervo, que, en cuanto se enllena, vuela!...

Paseábase furiosa, sacudiendo el cuerpo, los brazos y la cabeza, echando chispas por los ojos y haciendo con el rostro mil muecas ridículas. En su furor no sólo se revolvía el bajo fondo de su alma, el grueso sedimento de miseria heredada, sino que hasta el lenguaje volvíase más grosero, más torpe, más primitivo.

Gumersinda, tratando de aplacarla, se atrevió á decir:

Gurí es güeno...

—¡Güeno pa dijunto!...—vociferó ella en el paroxismo del encono y amenazándola con ambos puños cerrados—. ¡Güeno! Los sabandijas todos son güenos... pa tapar una zanja, ó pa carniza'e los chimangos... Mire, comadre: le juro por este puñao de cruces que quisiera verlo jediendo entre cuatro velas pa bailarle un cachiquenga arriba'e la panza!... ¡Vaya á trair caña!...

Para aumentar la cólera de Clara, Juan Francisco permanecía en el pueblo. ¿Por qué? ¿por probarse, por adquirir la convicción de que estaba curado? ¿para cerciorarse de que no resucitaba la pasión estrangulada por sus fuertes dedos de domador? Quizá; él mismo no lo sabía.

Al cuarto día, una buena amiga fué á decirle á Clara que su ex amante había salido esa mañana, muy temprano, de casa de Josefa, una rubia fresca y atrevida, irreconciliable enemiga y rival de aquélla. Fuese cierto ó mentira, tal noticia llevó al colmo el furor de la joven.

—¡Me las pagará, me las pagará!—exclamaba rabiosamente—; ¡me las pagará, ¡oh!, pero de una manera que se acuerde de mí por toda su arrastrada vida!...

Y poco después, desconsolada de su impotencia, agregaba sollozando:

—¿Pero cómo, cómo hacer pa vengarme de ese arrastrao?...

Del rincón más obscuro del sitio donde, desde hacía rato, estaba acurrucada, sentada en un banquito, la vieja parda Gumersinda dejó escapar esta frase:

—¿Por qué no lo liga?...

¿Ligarlo?... Clara se detuvo asombrada. ¿Ligarlo?... ¡Y no habérsele ocurrido á ella una idea tan simple, una cosa tan natural, una venganza tan lógica!... ¡Ligarlo! ¡Pero si no había nada más apropiado!...

Todavía con los ojos llenos de lágrimas corrió hacia donde estaba la parda vieja y la abrazó y la besó frenéticamente. Después comenzó á reir, á danzar y á palmotear, loca de contento, el rostro transfigurado; interrumpiendo las carcajadas sólo para repetir la misma palabra mágica:

—¡Ligarlo!... ¡Ligarlo!...

De pronto se detuvo, y, muy seria:

—¿Usté sabe? ¿Verdá que usté sabe, vieja? —preguntó ansiosamente.

La vieja parda, miserable andrajo humano, alma podrida que sólo alimentaba odios y envidias, se levantó, salió de la sombra y fué andando con paso lento hacia el centro del cuarto. Volvió á liar el pucho apestoso que tenía entre sus dedos flacos y negros y con voz calmosa y grave:

—Prieste juego—dijo.

Clara le alcanzó una caja de fósforos y tornó á preguntar impaciente y ansiosa:

—¿Pero usté sabe, verdá?

Ella encendió el pucho, lo chupó cerrando un ojo, lanzó una bocanada de humo, tiró el fósforo y, como quedara encendido, dijo con una sonrisa cínica:

—¡Tengo dormida!...

No se apresuraba á contestar á su patrona, contenta de poder imponerse por la necesidad, orgullosa de tenerla en espinas. Al fin, con lentitud y siempre sonriendo:

—¡Ya lo creo que sé!—respondió con entonación de importancia.

Fué á sentarse en una silla, cerca de la cama, cogió de encima del velador la botella de caña, la empinó, arrojó una bocanada de humo, tosió y comenzó así:

—¡Si sé!... ¿Te acordás del canario Pérez, un tuerto muy prosa que supo vivir con la rubia Josefa?... ¿Te acordás que anduvo un año baldao, arrastrando las patas y que tuítos decían que s'iba pal carnero?... ¿Te acordás?...

Clara, que se había aproximado, sentándose frente á la parda y escuchando atentamente cuanto ésta iba diciendo, afirmó:

—Me acuerdo; ya lo creo que me acuerdo: ¿fué usté que lo ligó?

—¡Pues! Yo mesma. Jué en un fleco 'el poncho, y era machaza. ¡Pobrecito! tuititos creiban que estiraba la pata; pero vino á verme y á mí me dio lástima y se la deshací. Me acuerdo que me dio dos condores dispués.

Al hablar así, recordando sus hazañas, el mal que había hecho, la cosecha de venganzas que había realizado, su rostro de pergamino se animaba y fosforescían sus pequeños ojos negros, por donde se asomaba un alma aún ávida de placeres.

Clara se había levantado para cerrar las puertas con llave; después arrimó más la silla, se sentó tomando su posición favorita—los codos en las rodillas, la barba en la palma de las manos—y, toda oídos, insistió:

—Siga, comadre; siga contando.

La vieja volvió á empinar la botella, se limpió los labios con el revés de la mano, y luego de haber chupado varias veces el pucho apagado lo arrojó con desprecio y siguió diciendo:

—Si yo te juese á contar tuítos los que han pasao por mis manos, sería más largo que de aquí a las Uropas. El pardo Atanasio, no más, aquel pardo grandote y atrevido que quedó lisiao pa tuíta la arrastrada vida... juí yo que le eché el daño. Telesforo, aquel otro pardo del Avestruz, muy quebrayón y muy amigo de trillarles la parva á las mujeres y que era lo mesmo que caballo sin querencia, porque aura estaba con una y mañana con otra, y ésta largo y aquélla ensillo... güeno, yo juí, y á la fecha se lo habían comido los gusanos si á mí no me hubiese entrao lástima y no le hubiese cortao la ligadura... Me dio una onza de oro pol servicio... Serapio Martínez... ¿vos te acordás de Serapio Martínez?... un pardo pansón, sargento'e la segunda, muy güen acordionista... ¡Pucha que tocaba lindo unos chotis y unas milongas de pedir agua pa regar la sala!... Güeno: él tenía relaciones con Martiniana—que llamaban Punto fijo por mal nombre—y dispués le empensó á repunar—porque no era fiera, pero entonces era susiasa mesmo, como bajera 'e gaucho dejao—y le comenzó á abrir el caballo, y como ella no era de maniar con la rienda, se le encrespó, y el pansón bárbaro le menió una de lata que la dejó chatita como bistén brasilero. La pobrecita me vino á ver hecha una lástima y me pidió por Dios y por la Virgen que le echara alguna cosa pa que volviese; porque, asigún se vía, los palos l'habían aquerenciao más. Yo le enterré la cola, bien enterrada, pero el hombre había sido más duro 'e quebrar que raíz de yerba'e pajarito y no quería saber de golver á la tropilla. Yo me reiba y decía pa mí: "Anda, no más, que no hay lazo que no reviente ni argolla que no se gaste." Y á poquito tiempo emprencipió á andar balando como ternero escondido y que le han acollarao la madre, y á dar güeltas al derredor de Martiniana, hasta que ella se puso blandita y le abrió la portera.

Gumersinda bebió otro trago y continuó, bajando la voz y con aire misterioso:

—¿Y el indio Soria, entonce?...

—¿También jué usté?—exclamó, en el colmo de la admiración, Clara, que había estado escuchando el largo relato con los ojos fijos y la boca abierta, como chiquillo que oye de boca de su aya la narración de escenas fabulosas.

—¡Yo mesma!—contestó la parda con orgullo—y en seguida de armar y encender un cigarrillo, continuó diciendo:

—Yo juí, pero cállate. Te viá contar. Yo le tenía una rabia negra al indio Soria, porque era muy atrevido y muy propasao y siempre andaba arrastrando un chiripá con una franja colorada machaza, y un pañuelo colorao tendido á media espalda, que parecía que andaba vendiendo juego. Y además, porque'él jué el que ayudó á priender al finaíto m'hijo —que Dios lo tenga en la gloria—y que decían qu'era un bandido porque mató á un polecía; como si ellos mesmos no tuviesen fichorías piores, como el comisario Laguna, pongo por ejemplo, que...

—Güeno, güeno — interrumpió violentamente Clara—, no se enriede en las cuartas y siga contando cómo jué lo del indio Soria.

La mulata se rascó la cabeza y echó humo por las narices. En seguida dijo:

—Es que, cuando me acuerdo, me parece que estoy tragando yel y creo estar viendo al finaíto acostao entre cuatro velas. Por eso se la guardé al indio Soria, y cuando la Piava me vino á ver pa que lo embrujara porque la había dejao, me lambí de contenta y me preparé p'hacer una porquería como naides había hecho entuavía, como pa que se guardase memoria de la parda Gumersinda... ¡Hermanita, aquéllo jué una barbaridá!... Dispués la cosa se me puso fiera cuando el indio reventó como un chinche; y cuasi que me manean y m'enderesan pa Montivideo; pero yo, que no soy lerda y tengo esperencia, me saqué el lazo con la pata y los dejé á los manates con el freno en la mano...

Clara estaba impaciente, deseosa de llegar al final, y se mortificaba con las digresiones de la vieja. A su vez tomó la botella, sorbió con ansia y exclamó:

—¿Pero cómo jué la cosa? ¡Cuente, pues, cómo jué la cosa, de una vez!

La parda no tenía prisa. Le gustaba narrar despacio sus criminales hazañas, altamente satisfecha con la emoción y la ansiedad que producía en el ánimo de su auditorio. Era una de las raras ocasiones en que tenían para ella un poco de respeto, en que dejaban de considerarla como piltrafa humana, inservible y despreciable, ¡y quería aprovecharlas!... Con la uña larga, negra y encanutada del dedo meñique quitó la ceniza del cigarrillo, vomitó una nube de humo nauseabundo, y, muy tranquila, muy calmosa, prosiguió el relato:

—Cómo jué, no te lo puedo contar, m'hijita, porque vos sabes que cuando una enseña la manera de hacer una brujería, ya no le queda más poder. Pero la cosa pasó ansina... Viá tomar otro trago... ¡Pucha, caña fiera ésta! Raspa el tragadero... Pues güeño: Soria hacía tiempo qu'estaba ayuntao con Agapita, que llamaban la Piava porque era chiquita, y yo no sé por qué andaban medio ladíate, no m'ensusees, hasta qu'en un baile en ío'e mi comadre Encarnación—tu hermana—, el indio se le pegó á Geroma y di'ai vino la farra. Vos sabes que no precisa mucho pa que Agapita s'hinche como un escuerzo; y allí dejuro, al ver qu'el otro le hacía poco caso, se dispuso á jerjeniar á dos laos; hinchó el lomo y jué el desparramo. Coletió como bagre ricién sacao del agua, y pelando un cuchillito'e mango'e plata, enderezó á Geroma, la cazó'e la trenza y la cerdió á lo yegua. En seguidita mesmo—¡pucha mujer liviana como rial fayuto!—se l'enderezó al indio y le tiró dos ó tres viajes. En uno lo alcanzó á chusiar en un brazo y en otro lo colorió en una mano. Pero el indio, medio reculando, consiguió pelar el corvo y la acostó de un planchazo. Vino l'autoridá y los arrastraron á los dos pal cuartel; pero como el indio era gobierno, lo largaron cuasi en seguida, y á la pobre Agapita le armaron un injundio que la tuvieron secándose tres meses en un calabozo. Cuando salió, te asiguro que no era la mesma: parecía charque flaco qu'ha estao mucho tiempo al sol. Pero tenía conduta y un genio más bravo qu'espina'e cruz. Me mandó á buscar y me dijo mascando juego:

“—Mira, mi tía—ella me llamaba siempre mi tía—, no tengo más qu'esta cama'e fierro, y esas dos sillas, y el baúl, y mi ropa: güeno, te lo doy tuitito, pero tuitito, sin quedarme ni con un pañuelo pa limpiarme las narices, si me lo ligas, bien ligao, á ese arrastrao de Soria. ¿Te animas?...

—„¡M'anino!—dije yo.

—„Pero ¿sabes?—dijo ella—quiero que sea cosa bien juerte.

—„¿Como pa que güelva?—dije yo.

—„¡No! ¡Como pa que reviente!—dijo ella." ¡Hermanita! T'ssiguro qu'al prencipio tuve miedo; pero dispués m'acordé 'e lo chancho y lo entipático que era el aindiao, y de la muerte 'el finaíto—¡que Dios tenga en su gloria!—y de que se l'había jurao, y le dije á la Piava que güeno. Yo mesma juí al campo, de mañanita, á buscar un yuyo qu'hay en el ejido y que yo conozco; junté unos cuantos ingridientes más que no sabe naides más que yo, me encerré en mi cuarto y estuve unos cuantos días arreglando el minjunje. Dispués lo puse tres noches al sereno y...—pero esto no te lo puedo contar—.Una tardecita me juí á lo'e Geroma, y á la noche, cuando vino el indio, le atraqué la mistura en un mate. El pobrecito tragó el anzuelo sin sentir... Dios l'haiga perdonao, porque, á la fin, aura ya es dijunto y á los dijuntos es malo tenerles rabia!...

Clara no volvía en sí de su admiración. Nunca hubiera creído á Gumersinda capaz de tales hazañas. ¡Y ella tan boba, que no sabía nada!

—¡Pucha que había sido artera!—exclamó entusiasmada—; tuito eso que usté cuenta parece cosa'el otro mundo.

Y se quedó un largo rato meditando, el alma envenenada con el relato de aquellas terroríficas narraciones.

Luego, aún no del todo satisfecha su curiosidad, siguió preguntando:

—¿Y cómo jué que murió Soria?

—Tardó como un año pa morirse. Primero se puso triste, triste, como animal que tiene la mancha, y dispués se jué secando despacito hasta que quedó lo mesmo q'un saco'e güesos. Dispués se acostó y ya no se levantó más, y las piernas se le yenaron de gusanos, y de noche auyaba mesmo como un perro, y en el cuarto naides podía estar: entraban pa darle las medecinas y juían, porque las gusaneras le jedían como osamenta al sol. Y ansina se jué muriendo, muriendo, de á piacitos, hasta qu'estiró la pata clamando por Agapita... Esa noche la Piava dio un baile en que se bailó y se chupó á lo loco, y aquello jué un ¡viva la patria!...

Cuando la parda hubo dado fin á su miserable relato, muy satisfecha con el efecto obtenido, Clara volvió á quedar un rato pensativa. De pronto levantó la cabeza, y con los ojos brillando de odio:

—¿Y sería capaz de hacer lo mesmo pal Gurí?—le dijo mirándola fijamente.

—¡Huml... De aquélla me escapé con el garrón lonjiao, y, hermanita, no son cosas pa juguete...

—Mira, se lo haces... ¿Vos sabes que tengo en el baúl un montón de monedas de oro?... güeno; ¡te las doy todas!

Gumersinda sabía que su comadre tenía plata; la codicia iluminó su rostro cetrino.

—En fin, por ser pa vos...—dijo.

Clara iba á darle un abrazo; pero la parda la detuvo, preguntándole con gravedad:

—¿Tenes alguna garra d'él?

La otra meditó un momento.

—¿Una garra?... ¡Sí!.. Tengo un pañuelo'e seda que dejó aquí la otra vez.

—Güeno, entonce está.

IX

Al otro día, á eso de las seis de la mañana, Juan Francisco estaba ensillando su caballo para regresar á la Estancia cuando se le apareció su pequeña amiga Paula, con un aire de reserva y de miedo que le puso en cuidado.

—¿Qué andas haciendo?—le preguntó con cariño; y en seguida, sospechando que viniera mandada por Clara, agregó con cierta dureza:

—Si venís con algún recao de aquélla, ya te podes volver por el mesmo camino, porque ya he dicho que no quiero oir nada, y...

Paula lo interrumpió:

—No es eso—dijo—; es pa contarle una cosa que le interesa.

Volvió á mirar recelosa á todas partes, y viendo que nadie podía oiría continuó, temblándole la voz y hablando muy bajo:

—¿Sabe?... ayer de tarde yo juí á lo'e Clara, y las puertas estaban cerradas, y yo sentí que ella y Gumersinda estaban hablando de usté; entonces me quedé escuchando, porque malicié que trataban de hacerle alguna diablura á usté, y como usté jué siempre tan güeno conmigo, yo dije: "Viá ver qué artería andan por hacer, y en seguida se lo soplo á don Gurí."

—¿Y qué oístes?

—Todo lo que prosiaron no lo pude agarrar, porque hablaban despacito; pero la parda contaba los embrujamientos que había hecho, y cuando acabó, Clara le dijo si no se animaba á hacerle á usté una bien juerte, "como pa que reventase", y la parda dijo que sí, y le preguntó si no tenía una garra suya, y mi hermana le contestó que tenía un pañuelo blanco de seda, y entonces la parda dijo que güeno, que l'iba hacer. Anoche mesmo yo vine á'visarle y no lo encontré, y ansina es que ya sabe, don Gurí...

—Güeno, gracias—dijo Juan Francisco á la chinita, que partió ligera y contenta después de haber cumplido con su amigo.

Juan Francisco concluyó de ensillar, montó y se fué derecho á los ranchos de Clara. Llegó, se apeó, maneó el caballo, y, como la puerta estaba entornada, la abrió de un empellón y entró resueltamente en la pieza. La china, que arreglaba la cama, volvióse, y, al verlo, se quedó asombrada, con la colcha en la mano. ¿Gurí volvía?... Pero la dura expresión del rostro, la mirada fría, el gesto agrio, le demostraron claramente que su ex amante no volvía á someterse, y por un momento tuvo miedo. Sin darle tiempo á volver de su asombro él le dijo con acento imperioso, á la vez que despreciativo:

—¡Dame mi pañuelo!

—¿Qué pañuelo?

—El pañuelo que vos tenes... ¡y pronto!

Clara, muy pálida, presintiendo que había sido vendida, protestó:

—Yo no tengo ningún pañuelo tuyo.

Entonces Gurí se fué al baúl, lo abrió de un tirón y empezó á revolver las ropas, arrojándolas, furioso; pero su pañuelo no estaba allí. Registró la percha y todos los cajones; después, á zarpazos, como un puma, deshizo el lecho, tiró los colchones, y cuando se hubo convencido de que tampoco allí estaba, volvió á encararse con Clara, que presenciaba la escena en silencio, sin moverse, pálida como un criminal, intimándole con voz ronca:

—¡Dame el pañuelo!

Ella no se movió ni pestañeó.

—No lo tengo—dijo.

Juan Francisco levantó el brazo y descargó una tremenda bofetada sobre la pálida mejilla de la joven:

—¡Dámelo!—rugió.

Clara dio un brinco de leona, cogió la daga, que tenía siempre sobre la mesa de luz, y se abalanzó sobre Gurí; pero éste logró cogerle el brazo, y con la mano libre le apretó rabiosamente el cuello. Y mientras los dedos oprimían, oprimían, entrando en la carne, el mozo continuó gritando:

—¡Dame el pañuelo!

Él estaba rojo, tenía los ojos inyectados, la mirada feroz, el impulso homicida marcado en el semblante: un instante más, y el crimen quedaba consumado. Un rayo de luz penetró en aquel cerebro espeso; para los hombres de su raza, abofetear ó rebenquear una mujer infame es derecho; matar una mujer, es cobardía. Al verla con el rostro negro, los ojos saltados, la boca abierta, el cuerpo en convulsiones, sintió vergüenza, y la soltó.

Clara se dejó caer sobre una silla y durante varios minutos estuvo con la cabeza inclinada sobre el pecho, volviendo lentamente á la vida. Y enfrente, de pie, quieto, callado, adusto, Juan Francisco esperaba.

Al fin, siempre con el mismo acento ronco, de ira reconcentrada:

—¿Dónde está el pañuelo?—siguió preguntando una, dos, diez veces.

La joven lo miró con un aire tan triste, tan sincero, al decirle con desesperación:«—¡No lo tengo, se me ha perdido!», que él no se atrevió á insistir. No quiso tampoco hacer mención de lo que Paula le había dicho, porque eso lo hubiera considerado como una cobardía; habría sido demostrar miedo. No pudo, sin embargo, reprimir una ligera alusión, que brotó envuelta en una amenaza:

—¡Tené cuidao!... que si aura me d'asco matarte, puede que en otra ocasión tu lomo te haga falta.

No dijo más, y lanzándole una última mirada amenazante salió con paso lento, desmaneó el caballo y montó.

Clara, ya repuesta del susto, lo siguió hasta la puerta de calle, y, apoyada en el muro, lo estuvo mirando. Tenía en los labios una sonrisa de odio, en la mirada un desafío. Lo que el mozo hubo andado unos pasos, ella le gritó con voz colérica, en la cual se adivinaba el implacable deseo de venganza:

¡Anda, ratón, que algún día,

cuando de hambre andes al trote,

no has de encontrar quién te dé

ni las venas del cogote!...

Juan Francisco sofrenó el caballo y se volvió iracundo al escuchar la insultante provocación; pero logró contenerse, sacudió la cabeza y siguió al trote en dirección á su pago.

Las últimas casas del pueblo habían quedado atrás; Juan Francisco trotaba por la ancha calle de las chacras. Iba pensativo y no lograba alejar de su mente el recuerdo de la terrible escena. Por momentos se reprochaba su acción y por momentos se indignaba, arrepintiéndose de no haber estrangulado á la miserable mujerzuela que á esas horas estaría riéndose de él, contando á gentes de su calaña que Gurí había tenido miedo. Y toda aquella sabandija, toda aquella escoria humana, mujeres y hombres, chinas y pardas, guardias civiles, compadrones y compadritos cuarteadores de diligencia, festejarían el relato que Clara—con su admirable facultad de inventiva—bordaría de una manera tan honrosa para ella como degradante para él. ¿Por qué no la había estrangulado? ¿Había tenido miedo realmente? En el campo, cada vez que un gaucho encuentra una víbora, se baja y la mata á rebencazos. ¿No debía él haber muerto también á aquella víbora ponzoñosa que le había mordido á él y que por su debilidad imperdonable habría de morder á muchos otros incautos? Porque él hubiese logrado escapar no debía dar cabida al sentimiento egoísta de dejar que los demás se arreglaran como pudieran... ¿Pero podía él mismo decir que había escapado á su saña? ¿No pesaba sobre él la amenaza terrible de la ligadura?... Quedóse pensativo y triste. Como buen gaucho, era supersticioso y creía ciegamente en ánimas, lobisones, aparecidos, venceduras y ligaduras. En cuanto á las últimas no había visto; pero estaba aburrido de comprobar el maravilloso efecto de las venceduras, y hasta por experiencia propia, pues á él mismo lo había salvado de una mordedura de víbora de cascabel una vieja que lo venció en Tacuarembó, en las puntas de Batoví, poco después de concluida la revolución del Quebracho, cuando andaban matrereando. Y casos como el suyo conocía á centenares: hombres y animales curados de ese modo, arrancados milagrosamente á una muerte segura, ocasionada por picaduras de víboras de cascabel y "cruceras" —de boy-chiny y de quirixió—, como decía el viejo, su padre. Era bien sabido que los doctores se declaraban impotentes para dominar el efecto de esas terribles ponzoñas que fulminan como el rayo. No se tenía memoria de un solo paciente salvado por la ciencia, y aunque la ciencia reía del charlatanismo, la ignorancia triunfaba con miles de hechos comprobados. El conoció en Cebollati, cerca de Pirarajá, una respetable señora — esposa de un caudillo célebre, madre de un valiente caudillo—que había adquirido inmensa notoriedad, y á la cual recurrían hasta moradores de pagos lejanos. Y lo que todavía hacía más asombroso su poder era que no necesitaba la presencia del enfermo: le bastaba el conocimiento de ciertos datos para operar el milagro, mediante unas manipulaciones extrañas y unas cuantas palabras cabalísticas. Además, él y todos los gauchos, ¿no estaban aburridos de curar "bicheras" dando vuelta la pisada, ó colgando una osamenta de zorrillo al cuello del animal atacado?...

En lo que atañe á las "ligaduras", ¿por qué ponerlo en duda? Aquel que tiene la fuerza sobrenatural para hacer desaparecer con una simple oración una enfermedad mortal, ¿por qué no ha de poder, por el mismo ó parecido procedimiento, ocasionar enfermedades, dominar la voluntad ajena?... Y además, que sobraban casos comprobados. ¡Cuántas historias de esta clase sabía él!... Sin ir más lejos, Juan Cruz, un paisanito muy vivaracho, que desertó del 3.º de Caballería y anduvo huyendo hasta que lo mataron en la costa del Tacuarí... Bueno, ése era uno: se enflaqueció, se entristeció, las piernas se le llenaron de bichos y estaba ya agonizando cuando le descubrieron la ligadura en un fleco del poncho, que estaba lleno de nuditos bien apretados y que fué necesario deshacer uno por uno con gran cuidado, porque si se rompía el fleco no había cura. Después venía el paraguayo Luna, viejo muy borracho, calavera y camorrista, que le pegó una bofetada á una china de Lascano, quien le echó mal en una torta, de la cual comió la mitad y á los tres días murió gritando como un condenado y diciendo que sentía en la barriga una cosa como si le caminara y le picara una inmensidad de hormigas, y cuando fueron á ver la otra mitad de la torta la encontraron hirviendo en gusanos.

Pero el más interesante de todos era el caso de un muchacho joven y divertido, de quien nunca se logró saber cómo lo habían "ligado"; su historia era conocidísima en el pago y fuera de él. La cosa pasó en la ciudad de Meló, durante un invierno. Como los otros, comenzó por adelgazar y ponerse triste, por buscar la soledad, rehuyendo los amigos y, sobre todo, las mujeres, que le producían un temblor nervioso en todo el cuerpo. Casi no comía, apenas hablaba y causaba pena verlo tan demacrado, tan pálido, con unos ojos sombreados de grandes ojeras y siempre desmesuradamente abiertos y con una expresión tal de horror, que muchos lo creyeran loco. De día lo pasaba bien; él, al menos, decía que no experimentaba ningún dolor; pero en cuanto obscurecía, ya sentía un malestar que iba creciendo á medida que se acercaba la media noche, hora en que, arrastrado por una fuerza misteriosa é invencible, se dirigía á casa de la china que lo había embrujado, se ponía en cuatro pies, y allí estaba, ladrando como un perro y rascando la puerta con las uñas hasta que empezaba á amanecer. Entonces se retiraba mucho más tranquilo y se iba á su casa, donde dormía unas horas, para volver á la noche siguiente y todas las noches á su horrible é irremediable suplicio. Era en vano que se acostase temprano: llegada la hora se despertaba, se vestía y á las doce en punto estaba en cuatro pies, aullando en la puerta del rancho de Gabriela. Era inútil que montase á caballo y saliese para campaña, poniendo muchas leguas por medio; nunca iba adonde se había propuesto ir; daba vueltas y vueltas, retrocedía lo que había adelantado, desandaba lo andado con el pretexto más fútil, y concluía por encontrarse á media noche sufriendo su espantoso tormento en el lugar maldito. La china le había dicho que su martirio duraría cien días, y así fué: á los cien días justos, á las doce en punto de la noche, se ahogó en una laguna del arroyo de los Conventos.

El recuerdo de todas esas fantásticas y terroríficas historias, y sobre todo el de la última, conmovió hondamente á Juan Francisco. Nunca había escuchado sin emocionarse la narración de esos terribles males, cuya patogénesis se pierde en la insondable obscuridad del milagro; pero en el momento actual, tocándole de cerca, amenazándole, cerniéndose sobre su cabeza, sentía frío en el corazón y negrura en el cerebro, donde el ave fatídica de la superstición batía las alas y aprestaba las garras, pronta á cebarse en la víctima probable. Los crueles padecimientos y las horrorosas agonías no eran ya cuentos lejanos en el tiempo y en el espacio, leyendas medio borradas en el recuerdo, y en las cuales palpitaba siempre un resto de duda que, si no impedía creer, alejaba el temor, un acontecimiento remoto y en el cual no se piensa: era como el miedo al infierno, que no impide delinquir al católico ferviente, pero que le anonada cuando se halla en peligro de muerte.

Aquellos cuentos, oídos junto al fogón en la hora misteriosa del crepúsculo, habían dejado en el espíritu de Gurí la misma impresión producida por el grito insólito y estridente de la lechuza, sentido á esa misma hora, junto á él, y propagado en la atmósfera quieta como el ¡ay! desesperado de una alma en pena que vaga sin descanso sobre el gran campo dormido. Grito siniestro, voz maldita que hace suspender las conversaciones y detener la respiración, pero que se extingue al poco rato sin dejar recuerdo. Al presente, él mismo se veía amenazado; la lechuza estaba cerca, revoloteaba en torno suyo con su rápido vuelo silencioso, lo miraba con sus grandes ojos inmóviles y golpeaba el pico en son de amenaza, precursora del tétrico graznido.

Juan Francisco había salido de las chacras y marchaba por el camino real, las bridas flojas, la cabeza baja, la imaginación perdida en el laberinto de sus recuerdos y aprensiones. El sol quemaba como el contacto de la carne codiciada; sobre la loma achicharrada se derramaba una lluvia de luz que cegaba, y en la carretera, blanca y reseca, que se extendía serpeando, resonaban los cascos del caballo; en el contorno la quietud, la soledad y el silencio. Gurí atravesó un arroyito y no dio agua á su flete; su preocupación crecía como los arroyos de sierra: á grandes bocanadas, á saltos, con ímpetus violentos. Morir no era gran cosa; para el gaucho bravo, audaz, que se ha criado retozando con el peligro, la muerte deja de ser el temible fantasma de los espíritus timoratos. Lo que entenebrecía su pensamiento era el temor á ésos padecimientos morales, debidos á una causa oculta, á un poder demoníaco, á un enemigo invisible y todopoderoso, contra quien toda lucha es inútil y toda resistencia imposible. La lucha, él la amaba. Combatir á fuerza de brazo con el revuelto caudal de los arroyos desbordados; combatir con el toro montaraz y con el potro cerril; combatir con las sombras de la noche que pretenden disputar é impedir el paso; combatir con un hombre, con dos, ó con diez, nada de eso arredra, nada de eso hace temblar. Nada de eso arredra, nada de eso hace temblar, en tanto no aparece lo misterioso, lo sobrenatural, lo intangible, lo que existe sin forma, habla sin voz, hiere sin brazos: el rayo que fulmina en nombre de Dios, los "aparecidos", las "ánimas", las "ligaduras" que atormentan y matan en nombre del Espíritu malo. Reducido á la impotencia, la altivez nativa protesta indignada, hierve la sangre y tiembla, vencido y avergonzado, el gaucho indomable ante lo que no comprende, ante lo que escapa á su razón y á su brazo, á su insulto y á su castigo.

Por mucho tiempo, por varias leguas, Juan Francisco fué andando así, meditabundo y ceñudo, anonadado por el mundo de ideas extrañas y extravagantes que galopaban en su mente como tropa de vacunos en disparada nocturna. Al fin, cansado, aburrido, furioso consigo mismo, espoleó el caballo y siguió al galope, levantando una nuve de polvo del camino reseco y blanco que se extendía culebreando por leguas y por leguas.

X

Transcurrieron seis semanas, y Juan Francisco, de nuevo en el calor del pago, muy ocupado en cuidar el "parejero" que un rico hacendado del Rincón de Ramírez había confiado á su pericia, no se preocupaba ya de Clara ni de las terribles brujerías. De nuevo en su medio, entregado á la vida activa, sus temores se fueron disipando hasta quedar en su espíritu como el rastro de una penosa pesadilla.

Toda su atención se consagraba al colorado, un mestizo de gran fama que debía correr con un bayo, mestizo también, propiedad de un ricacho de Yaguarón. La noticia de esta lucha se extendió rápidamente y apasionó los ánimos. No se hablaba de otra cosa en los fogones de las estancias y en las "glorietas" de las "pulperías". A lo crecido de la apuesta y á la fama de los dos caballos uníase la circunstancia de ser uno uruguayo y otro brasileño, lo que daba á la carrera cierto carácter internacional que picaba el amor propio de los concurrentes. Y todavía, para acrecentar más el interés de la lucha, se hallaban frente á frente los dos compositores más hábiles y de más renombre: Gurí, encargado del colorado de Núñez; el indio Luis Pedro, del bayo de Silveira Pintos. Como es natural, ni uno ni otro ahorraban sacrificios para presentar los caballos en el mejor estado posible, á lo cual les impelía su vieja rivalidad, el orgullo del triunfo y la buena recompensa que esperaba el ganador.

Todas esas circunstancias devolvieron la calma al espíritu de Juan Francisco; y esa misma calma primera vino á ser el más eficaz remedio, pues era claro que, á estar "ligado", ya se habrían hecho sentir sus efectos. Ahuyentandas las ideas negras, quedábale la satisfacción de haber roto definitivamente las relaciones con Clara; acción que lo enaltecía en su propio aprecio. A veces, paseando el parejero, al tranquito, muy de mañana, el aire oxigenado de las cuchillas le producía como una suave embriaguez, una exuberancia de fuerza vital, una inmensa alegría de vivir. Cuando recordaba su susto por aquel grito de lechuza que vibró un segundo y se perdió en el espacio sin dejar recuerdo, sonrería, considerando una puerilidad infantil tan gran temor por tan débil amenaza. Siguió creyendo en aparecidos, ánimas, venceduras y ligaduras—manifestaciones de los poderes sobrenaturales, lo divino y lo satánico—; mas todo ello sin sentir miedo, con la misma indiferencia por el peligro remoto que hace que sólo se tema al rayo en los días de borrasca, El sosiego le permitió ir clasificando las ideas, poniendo orden en su cerebro, donde una ventolina de primera había volteado y revuelto todos los tratos. Tuvo oportunidad de conocer á Clara, y la conocía perfectamente; corrompida, orgullosa, dominadora, embustera, inconsecuente, incapaz de querer á nadie; pero sin carácter y sin suficiente fondo de maldad para llegar al crimen. En uno de sus frecuentes accesos repentinos de rabia pudo amenazarlo con el embrujamiento; amenaza que ella no tenía energía para convertir en realidad. Después, la visita de Paula y su relato quizá no era otra cosa que un ardid, una mentira inventada con el propósito de hacerlo volver infundiéndole el temor. Es cierto que había de por medio el pañuelo y que no pudo rescatarlo; sin embargo, ¿era dudoso suponer que aquel pañuelo que ella usaba hacía más de un año, se hubiese realmente perdido, ó lo hibiese dado ó tirado, ya fuera de uso? El no recordaba habérselo visto desde mucho tiempo atrás, y ni creía que ella hubiese resistido cuando la tenía entre sus manos, pronto á estrangularla... Decididamente todo aquello no había pasado de una farsa y él había sido tan inocente para tragarla y atormentarse del modo más estúpido! No cabía duda de que había andado soñando visiones, y, aunque un poco avergonzado de su debilidad, sonrió, olvidó y dedicó toda su atención y su tiempo al cuidado del parejero colorado, que iba poniéndose "como reló".

Y los días fueron transcurriendo así, luminosos y apacibles, como la ancha bóveda azul, ese incomparable cielo de otoño bajo el cual la Naturaleza, pasado el doloroso trabajo de la germinación, aparece como altiva matrona, de una belleza tranquila y serena, casi augusta.

En tal estado de ánimo hallábase Gurí al llegar el domingo 5 de Junio, día en que habría de correrse la gran apuesta. Desde una semana antes había empezado á concurrir la gente: los que venían de lejos, los grandes errabundos que á leguas de distancia olfatean las "reuniones", como los cuervos la "carniza", los vendedores de baratijas, los dueños de "parejeros", empresarios de bolos, coimeros de taba, cancheros de bochas, y, sobre todo, el ejército de "quitanderos" y "quitanderas". La "pulpería" de Benito Cardoso parecía un pueblo improvisado: más de treinta carpas blanqueaban alrededor del vasto edificio de piedra; y aún había grandes enramadas de mataojo, sin contar el mimbral vecino y los varios ombúes, que también habían sido invadidos por la concurrencia.

Del pago sólo habían quedado en sus casas los enfermos y los perros: los primeros porque les era imposible asistir, y los segundos porque el reglamento policial les prohibía la entrada. Los forasteros formaban grupos numerosos. Los ricos hacendados brasileños de Yaguarón, de Cerro Largo y de Treinta y Tres habían acudido en masa, y ostentaban los caballos recamados de plata y los gruesos cintos repletos de oro, y andaban, según la frase que había lanzado la rivalidad criolla, "entropillaos". Con su carácter franco, alegre y bullicioso, los ríograndenses se paseaban hablando fuerte, jugando libras y dirigiendo pullas á los partidarios del colorado, "un estupor que não ganhaba á ninguem".

A ambos lados del camino—un lindo camino de seiscientos metros, con sendas prolijamente arregladas y separadas por el "andarivel"—se habían escalonado ocho ó diez breaks y jardineras—lo que en el campo constituye una enorme aglomeración de vehículos—y en cada uno de esos breaks y jardineras se oprimían ocho, diez, doce mujeres, gruesas señoras, reventando dentro del corsé y el vestido de seda de las solemnidades, y mozas emperejiladas con todas las cintas que encontraron en los baúles. Rodeando cada carruaje había siempre un numeroso grupo de mozos, parientes, amigos, "dragones" ó novios. Unos llevaban bota de charol, bombacha negra de paño fino, saco y chaleco de corte elegante; muchos tenían reloj y cadena de oro; no pocos ostentaban alfileres de corbata y anillos con brillantes; otros iban de pantalón y botín, y eran los más zurdos: ropa de mala tela y peor corte, gruesos botones de punta angosta, cabello aceitado, pañuelo de seda empapado en esencia ordinaria asomando por el bolsillo superior de un verdadero "saco"; puños de camisa grandes y adornados con gemelos de oro en forma de corazón; grueso y chato anillo en el dedo meñique; pequeña golilla marcada con abultada inicial bordada en colores churriguerescos, y en la boca el cigarrillo encajado en boquillas de vidrio imitando el ámbar; imbéciles incapaces de comprender la correlación entre la indumentaria y el medio. Entre saludos, charlas y bromas de noviazgos se desarrollaba un tiroteo de papelitos y serpentinas, juego de carnaval que había entrado en moda y que se empleaba en todas las reuniones y en todo tiempo.

En tanto, en la pulpería, en las carpas, por todos lados, la multitud bulliciosa y alegre se estrujaba. En las canchas de "taba" rodaba el güeso y sonaba el oro, mientras en las mesas de bolos la plebe harapienta formaba corro y jugaba con actitudes trágicas sus gruesas piezas de cobre.

A las dos de la tarde los caballos estaban en el camino y dieron comienzo las interminables partidas, bajándose la bandera hora y media más tarde. El bayo salió delante y la "brasilerada" prorrumpió en estruendosa gritería. Pero como los dos rivales se trabaran pronto en una lucha encarnizada, hubo unos segundos de silenciosa expectativa. En seguida un inmenso tropel: toda la mole humana corriendo hacia la meta y discutiendo el triunfo. Los jueces deliberaron largo rato, y cuando se hubo restablecido el orden el comisario pronunció la frase sacramental:

—¡Caballerosl... Para todos: ¡el colorao ganó!... sin luz.

Gurí—rehuyendo las felicitaciones de los que habían jugado á su caballo—se perdió entre la muchedumbre y ganó una carpa donde había menos gente. Eran sus dueños una paisana vieja y una morocha joven. Poca era la concurrencia, porque la chinita había hecho consentir á muchos y se había burlado de todos; de manera que éstos por el agravio y aquéllos por el temor habían hecho el vacío en torno de la caprichosa paisana. Y ella, muy pagada de sí misma, rebosando vida, sentíase hondamente ofendida. Brillaban con quemante resplandor sus rasgados ojos negros, y sus mejillas tostadas tenían el color rojo obscuro del "cerno" de coronilla. El orgullo de criolla ardía en su sangre, y en su carne joven, torturada por indomables apetitos, y en su cerebro atormentado por alucinaciones lujuriosas, sus diez y ocho años exigían con imperio homenajes y caricias. Juan Francisco la había cortejado en más de una ocasión; pero ella se había reído de sus timideces y le había ofendido con sus desdenes. Esa tarde, sin embargo, lo acogió con marcadas muestras de simpatía; el aislamiento en que los otros la dejaban y la aureola de triunfo que rodeaba á Gurí la hicieron descender de su orgullo y mostrarse afable é insinuante. Al mismo tiempo que le servía el café que había pedido, le interrogaba sobre las peripecias de la lucha, sonriéndole con una dulzura á la cual el mozo no estaba acostumbrado.

—¿Ha visto que los "macacos" andan como avispero revuelto? Llegaron sembrando viento, y aura que les quitaron las compadradas y los pesos, andan bravos como víbora que perdió el veneno...

Y rió, contenta ella también con el triunfo del pago y la derrota del extranjero.

En tanto, en un rincón de la carpa, en cuclillas junto á una olla ennegrecida, la china Dominga—paraguaya cruda—freía tortas en silencio, atizando el fuego y chupando el asqueroso cigarro de hoja.

La entrada de algunos clientes alejó á Rosa, que fué á servirlos muy solícita, bromeando, respondiendo con pullas á las pullas de los consumidores y mirando y guiñando el ojo, de cuando en cuando, á Juan Francisco, quien, muy quieto en su asiento, apuraba el café á pequeños sorbos.

Afuera el bullicio era incesante. Se habían corrido nuevas carreras y se discutía á gritos el por qué de la pérdida de ésta y el mal juego de aquélla; ó se cruzaban desafíos y apuestas, y bromas que semejaban insultos. Oíanse cantos, rasgueos de guitarra y chirridos de acordeón; voces de chicuelos pregonando pasteles y tortas fritas, interjecciones de beodos, risotadas de mujer y relinchos de caballo. Y todo esto bajo un cielo tormentoso, en una atmósfera densa y maloliente con la transpiración de tantos hombres y bestias, con las emanaciones de grasas impuras, de asados chamuscados, de guisados horribles de carne y zapallo. La carpa había vuelto á quedar sola. Rosa eligió en la fuente de latón el mejor pastel de natilla y se lo ofreció á Gurí:

—Regalo de pobre—dijo—; pero cada uno ofrece lo que tiene.

El lo aceptó complacido, enrojeció y contestó tartamudeando:

—Si usté quisiera dar todo lo que tiene, sería regalo de rico...

—¡Zafao!—replicó ella, haciendo una graciosa mueca y volviéndole la espalda.

Estaba anocheciendo. Juan Francisco se puso en pie y se despidió. Al tender la mano á Rosa la atrajo hacia sí con intención de darle un beso; pero ella se esquivó:

—¡Aura no, animal, que nos están mirando!

—¿Y luego?

—Pueda...

—¿De á deberás?

—¡Anda, bobeta!—concluyó la moza dándole un cariñoso empujón. Y al volverse Juan Francisco se encontró con una mirada y una sonrisa que equivalían á una formal promesa. Con el rostro encendido y las piernas mal seguras salió de la carpa y echó á andar entre el gentío.

XI

Había cerrado la noche, una noche obscura que amenazaba lluvia. Apenas se divisaban los bultos de personas y caballos; pero en las carpas brillaban los fogones y los candiles, y seguía la algazara. Adentro, en la pulpería, funcionaba la jugada grande, la mesa de tapete verde, rodeada de hacendados ricos y dirigida por el comisario, un gigante aindiado, autor de varios crímenes, muy orondo dentro de su flamante uniforme de teniente de caballería, jugador y coimero al mismo tiempo.

A eso de las nueve Gurí se encaminó á la carpa de Rosa, a la puerta de la cual le esperaba el indio Martiniano, paraguayo viejo, marido de la «quitandera», y con quien estaba en buena inteligencia:

—¿Dónde está?—preguntó en voz baja.

Acoí hecomí —respondióle el viejo en idioma guaraní; á lo que Juan Francisco replicó impaciente:

—Habla en cristiano.

—Qu'está'ay atrá la carpa.

Juan Francisco se escurrió sin hablar más, echó un terno á una estaca con que tropezó, y se encontró con Rosa, que le esperaba envuelta en un grueso poncho de verano.

El gauchito pasó el brazo por debajo de la manta, tratando de abrazar á la moza, al mismo tiempo que le daba un beso furioso en la mejilla. Ella le dijo sin moverse:

—Callate; no hagas ruido, que la vieja no duerme entoavía y es más celosa que cuzco guacho.

Gurí guardó silencio; pero sus brazos musculosos oprimieron con fuerza el grueso talle de la chinita, y su boca caldeada, ebria de caricias, la besaba febrilmente en la boca y en los ojos, con un enardecimiento propio de su sangre y su temperamento. Y ella no oponía resistencia, se entregaba gozosa, estremeciéndose de vez en cuando, soñando deleites.

Así estuvieron más de un cuarto de hora en delicioso arrobamiento. Luego ella se desasió:

—Espérate—murmuró.

Y costeando sigilosamente la carpa fuese hasta la entrada, de donde regresó á poco:

—Ya está roncando la guaybí —dijo sonriendo y con acento cálido.

—¿Vos también hablas paraguay?—preguntóle Juan Francisco.

—Se mi'a pegao—replicó Rosa; y después de un corto silencio:

—¿Onde vamos a dir?—continuó.

Gurí se quedó perplejo. ¿Dónde iban á ir?... No se le había ocurrido pensarlo. Pero, después de todo, eso no sería obstáculo; lo resolvió pronto, á su manera, á lo bruto:

—¿Onde?... Allá no más, bajo el ombú grande de atrás'e la pulpería.

Ella rió:

—¡Anda, chancho!... ¿Como los perros?...

—¡Por esta noche! Mañana te le sentás al anca'e mi pangaré y te llevo á un rancho calientito como nido de hornero.

—¡Viva, mozo! ¡No venda el cuero antes de carniar!...Y dispués que...

El no la dejó concluir; la atrajo hacia sí, la estrechó en sus brazos y la besó en la boca. Ella cayó y, muy apretada contra su cuerpo, le siguió sin resistencia hasta el inmenso ombú que erguía su copa majestuosa junto al blanco edificio de la pulpería.

La obscuridad aumentaba, disminuían los rumores. Del interior de las carpas brotaban débiles claridades y sordos murmullos.

Juan Francisco tendió su poncho sobre las gruesas raíces superficiales del ombú; luego se sentó con ella en el tosco asiento, encendiéndose mutuamente con ardientes y recíprocas caricias.

De pronto, Gurí se estremeció. Recordó la amenaza, aquella terrible amenaza de que perdería su poder de hombre, de que sólo para Clara sería hombre, y su espíritu se obscureció como se obscurece de súbito el valle estrecho cuando pasa sobre él una bandada de cuervos... ¿Si fuese cierto?... Y con el espíritu atenaceado por la duda, comenzó á sentir miedo. Su razón flaqueaba, su voluntad cedía ante la influencia misteriosa que obraba á la distancia, irresistible y cruel como una maldición.

El primer efecto de las ligaduras, el primer mal de donde surgen todos los otros, es el aniquilamiento de la virilidad, el naufragio de la suprema energía vital, la muerte de los amores. Así lo aseguran las brujas campesinas, y así ha de ser. Juan Francisco sintió el pánico, y el efecto subjetivo le anonadó. Hubo un tiempo en que se creyó salvado. ¿Por qué? ¿Había tenido acaso la oportunidad de la prueba? ¿Por qué el infame enemigo no había de estar á su lado, durante largo tiempo, invisible, acechándole para herirle de muerte en el momento preciso?... Cuando comienza á tronar se empieza á temer el rayo...

Rosa hizo un movimiento de impaciencia, y él la abrazó furiosamente y la mordió besándola, tratando de olvidar y de olvidarse, de arrojar á puntapiés la idea negra que rascaba con sus patas de araña el techo de su cerebro. Pero todo esfuerzo era inútil. En la profunda y fría obscuridad de la noche veía el rancho de Clara, veía á Gumersinda preparando diabólicos maleficios, veía á Paula corriendo azorada, con los ojos dilatados por el espanto, y veía, en fin, á su ex amante sonriendo con satánica sonrisa y mostrando en el rostro duro la expresión de sus feroces apetitos de venganza. Una lucha terrible se entabló entonces entre su furiosa voluntad y la implacable sugestión; combate desesperado de cargas heroicas y de rabiosas retiradas, de fieras embestidas y de impotentes asaltos: un hombre vivo enterrado en un sepulcro de hierro, desgastando las uñas, quebrando los músculos, en la infinita desesperación de vivir, no sería más imponente. ¡En los tormentos enormes de la epopeya dantesca no hubo tormentos así!...

A cada esfuerzo respondía una flaqueza. Vanas eran todas las desesperaciones por arrojar de la mente el recuerdo de la fatal historia. El grito fatídico de la lechuza retumbaba dentro de su cráneo cual en las cóncavas paredes de una gruta. Y á cada instante más febril, á cada momento más furioso, apagada la razón,, ya convertido en bestia impulsiva, sentía aumentar el hervor del deseo á medida que se acentuaba su impotencia. Un jaguareté estirado entre dos lazos no se estremecería más iracundo, ni rugiría más desesperado que aquel infeliz amante. Se extendía, se encogía,, mordía, clavaba las uñas en las raíces del ombú, hacía saltar el poncho á zarpazos...

Rosa, humillada y colérica, lo rechazó con ambas manos y se puso en pie. En seguida,, con voz trémula y con acento de odio y de desprecio profirió estas sangrientas palabras:

—¡Hubieras avisao qu'eras novillo!...

Juan Francisco quedó solo, tendido boca abajo sobre su poncho hecho trizas. Permanecía inmóvil como res abatida por un golpe de maza. En su derredor todo era negro, denso crespón donde pasaban fugitivas luces semejantes al brillar de las luciérnagas en las toldadas noches. El pasado, el presente, el porvenir, todo yacía sin aleteos en su cerebro anonadado. Largo rato duró ei reposo, el profundo reposo que sucede á las grandes conmociones morales. Después, las ideas empegaron á moverse, remolineando, como tropa de vacunos arrollada por las aguas en vado correntoso. Sin punto de apoyo, su razón se hundía. Intentando reconstruir los hechos, se ahogaba en una ciénaga de incoherencias, y sus juicios resultábanle ridículos trajes de arlequín. Lo único visible, lo único real, era su anonadamiento, su muerte moral. Su alma inerte flotaba sobre el raudal de la desdicha, muda y sombría, como el tigre sorprendido por la creciente en la isla de camalotes que el río arrastra sobre sus aguas mugidoras.

XII

Transcurrió mucho tiempo. Un relámpago intenso hizo cerrar los ojos á Gurí, Un trueno ronco y prolongado estremeció su cuerpo aterido. Haciendo un grande esfuerzo logró sentarse sobre las raíces del ombú.

Abrió mucho los ojos y miró á todos lados, como un hombre que despierta de una penosa pesadilla. Había refrescado y llovía recio. Ya no se veía ninguna luz en las carpas, y no se oía ningún rumor de voces. Adentro, en la pulpería, la jugada grande debía de continuar alrededor de la mesa cubierta con el tapete verde, sobre el cual cantaba el oro; pero el ruido continuo de la lluvia y la voz sorda de los truenos no dejaban llegar hasta él ninguna señal de vigilia. En aquella obscura soledad, él solo velaba, guarecido bajo el árbol patrio de gigantesca copa, impenetrable al agua y al sol. Y entre aquella multitud que él sentía dormida indiferente, soñando bienandanzas, él solo era el maldito, el despreciable ser indigno de vivir entre hombres, la miserable criatura agobiada por el peso insostenible de una maldición...

El gaucho hizo otro esfuerzo y se puso de pie, bamboleándose como persona ebria. Dio dos ó tres pasos sin objeto y se detuvo para restregarse fuertemente los ojos. Y así permaneció unos instantes indeciso. Luego trató de orientarse y—siempre dando traspiés—llegó hasta el sitio donde había atado á soga su caballo, sin preocuparse de la lluvia ni del barro. Cogió el maneador, lo fué arrollando con lentitud, y, en seguida, con su flete de tiro, se fué de nuevo hacía el ombú, donde había dejado su montura. Se puso á ensillar. Una á una, con calma y con la acostumbrada prolijidad, fué colocando las diversas prendas. Apretó bien la cincha, emparejó bien los cojinillos, teniendo cuidado de poner el más viejo arriba—para no mojar los buenos—, desató el rebenque de los "tientos", enfrenó y montó.

¿Adonde iba?

No lo sabía él mismo. Convertido en autómata no hizo sino obedecer al instinto. Amenazado por un peligro, el tigre se recuesta á un árbol, el carpincho se tira al agua, el gaucho monta á caballo. El montó, castigó, espoleó y partió al galope, sin dirección, huyendo despavorido de un enemigo que estaba en su propia alma y que no había de dejarle, por más lejos que huyera y por más que intentara, ocultarse.

Como se había olvidado de recoger el poncho y la lluvia arreciaba no tardó en encontrarse completamente mojado. Las bombachas se pegaban á sus muslos, las botas se llenaban de agua; pero nada de esto le importaba, de nada de esto se daba cuenta.

Había aflojado las bridas al caballo, que trotaba inquieto, asustándose de los relámpagos y de los truenos. Un pampero furioso los embestía de frente, sacudiendo las crines del bruto y castigando el rostro del jinete. El campo era todo agua, las cañadas rebosaban, los vados estaban hondos y barriosos; pero nada detenía la fantástica marcha sin rumbo del gauchito.

Ni el retumbar continuo de los truenos lograba despertar su razón, ni el incesante relampaguear iluminaba su abatido espíritu. En su imaginación todo estaba presente: el pueblo, el rancho de sus amores, Clara, la brutal escena del rompimiento; después los meses tranquilos pasados en la Estancia, en el cariñoso y concienzudo cuidado del parejero; la carrera, el orgullo del triunfo, la carpa de la paraguaya, la taza de café y el pastel de natilla; finalmente, Rosa, con su cuerpo gallardo, su fresco rostro, su mirada ardiente, su sonrisa acariciadora... la noche, el ombú, la desesperación de su impotencia. Todo estaba presente, claro, pródigo en detalles, luminoso como cuadro recién visto; pero esa aglomeración de imágenes no alcanzaba á producir sensaciones: sólo sus ojos veían. Como no le era posible ningún esfuerzo, nada intentaba por alejar esas imágenes, que, por otra, parte, no le eran dolorosas. La aniquilación de su personalidad había sido completa, orgánica y afectiva; había perdido al mismo tiempo la facultad de sentir y de querer, y sólo conservaba la memoria—"el almacén de recuerdos ligados al presente"—, el yo estático de la psicología científica contemporánea. Podía ir impunemente desde el instante actual hasta su primera infancia sin que ningún accidente de su vida formase relieve, se destacase, dominase por la burda impresión dejada. Lo trivial y lo fundamental, el hecho insignificante y la escena trágica ocupaban el mismo plano. Su espíritu mostrábase tan insensible como su cuerpo; ningún agente, interno ó externo, conseguía impresionarlos; ni sensaciones, ni emociones: su vida había abierto un paréntesis, durante el cual su personalidad se veía vivir, sin sentirse vivir. La conciencia había desaparecido, y, persistiendo los elementos del juicio, el juicio era imposible. Si en su camino hubiese encontrado una laguna, se hubiera arrojado á la laguna, del mismo modo que habría avanzado sobre un puñal dirigido contra su pecho.

Fué largo aquel trayecto. Durante varias horas anduvo el paisanito errando sin rumbo y sin propósito por los campos encharcados, indiferente á los relámpagos y los truenos, insensible al frío y á la lluvia.

Al día siguiente un gaucho que había pasado la noche "en la carpeta", en la pulpería de Benito Cardoso, fué a desatar su caballo de la soga y se asombró al ver muy cerca un pangaré ensillado que parecía suelto. Miró á todos lados buscando al jinete, y no viéndolo, se acercó y reconoció el caballo y el apero.

—Es el de Gurí—dijo—; ¿dónde estará el indio?

Observó cuidadosamente y notó q u e la montura se hallaba empapada, á pesar de que no llovía ya, y esto, unido al aspecto del animal, que denunciaba haber hecho una larga jornada, le hizo pensar que el jinete había pasado la noche en viaje.

—Andar cruzando campos con semejante noche—pensó—sólo puede ocurrírsele á un enamorao ó á un borracho... Y Gurí... Pero de todas layas el indio no es hombre pa largar el caballo con recao, y ¡quién sabe no se le'atravesao un'ujero!...

Cogió el pangaré de la rienda y siguió buscando entre las pajas, donde no tardó en ver un bulto, en el cual reconoció pronto á Juan Francisco. Al principio el paisano anduvo receloso, sin atreverse á tocarlo, temiendo que estuviese herido ó muerto, pues el mozo estaba tendido largo á largo entre el lodo, boca abajo é inmóvil.

—Si juese un rayo...—dijo entre dientes, é iba á persignarse; pero mirando al cielo y notando que estaba claro y sereno, le pareció inútil la precaución; se acercó más, inclinándose sobre el mozo, y tocándole en el hombro:

—Amigo Gurí—gritó—, la cama no es tan güena como pa dormir con sol alto.

Como el interpelado ni respondió ni se movió, él volvió á incorporarse con recelo.

—¿Si será dijunto de en deberás?... Pero pa mi gusto...

La prudencia pudo más que la curiosidad, y exclamando filosóficamente:

—Dijunto ó mamao, que la autoridad se entienda—y se encaminó á la pulpería para dar cuenta del suceso.

Al primero que encontró fué al viejo Sosa, quien, enterado de lo que ocurría, salió precipitadamente en dirección al pajonal. El paisano le seguía de cerca.

—Yo colijo que está mamao.

El hacendado sacudió negativamente la cabeza y contestó, sin detenerse:

—¡Imposible! Yo conozco á Gurí como á mi marca, y sé que no se emborracha nunca. Otra cosa debe ser. ¡Quién sabe si los!...

Su guía entendió la idea de Sosa y dijo, completando la frase:

—¿Que lo hubieran pulpiao de rabia?

Siguieron andando y encontraron á Juan Francisco en el mismo sitio y en la misma posición. El hacendado se bajó, le habló sin obtener respuesta, lo palpó, y notando que estaba vivo se hincó y le levantó la cabeza. El mozo respiraba lentamente, sin abrir los ojos ni mover los labios. Su rostro, cubierto de barro, expresaba intenso dolor. Todas las cariñosas preguntas de Sosa fueron en vano. Al fin se decidió á llevarlo á la pulpería, ayudado por el buen paisano, quien, aunque con acento afligido, seguía dando vueltas á su idea:

—Pa mí... ¡qué quiere, don Sosa!... pueda que sea cosa mala — que Dios no quiera—; pero pa mí qu'al mozo lo ha patiao el zorro. Yo he desollao muchos, y sé cómo jiede el cuero...

Llevado á las casas, acostado en un catre que había en una pequeña pieza del almacén, Juan Francisco permaneció todo el día en completa inmovilidad. No hubo forma de arrancarle una palabra ni de hacerle tomar las medicinas que los médicos aficionados le habían preparado. Así llegó la tarde, y Sosa, muy emocionado, habló de enviar por un facultativo.

—¿Un médico?—le respondieron—. De aquí al pueblo está lejos, y antes que venga, el enfermo tiene tiempo de curarse ó de morir... Aura, un curandero bueno...

Benito Cardoso creyó de su deber intervenir:

—Por curandero—dijo—, aquí cerca está uno que sabe tanta medicina como cualquier médico, y que ha hecho curas... vaya, que los doctores no serían capaces...

—¿ Y es?...

—¿Quien es?... ¡Vaya!... el pardo Luna pues; ¡el pardo Luna, que en eso de curar tiene más ciencia que todos los licenciados!...

—¿El pardo Luna?—dijo Sosa pensativo—. He oído hablar de él; dicen que es entendido. ¿Vive cerca de aquí?

—¡Ya lo creo! Ahí no más... unas seis leguas de acá.

El pardo Luna llegó esa misma noche y declaró que el estado del enfermo era muy grave. Una fiebre intensa se había declarado, y el curandero no acertaba á descubrir su naturaleza. El día fué penoso, y al llegar la noche hubo todavía notable exacerbación. Sobrevino un delirio incesante, en el cual el enfermo pronunciaba palabras ininteligibles, estremeciéndose á menudo; el rostro se contraía con frecuencia, adquiriendo la fisonomía una expresión de espanto, como si tuviese delante una ronda de fantasmas terroríficos. De tiempo en tiempo sobrevenían convulsiones que aumentaban todavía más la temperatura febril. Con grandes dificultades se le hizo beber un brebaje que el entendido consideraba infalible; pero el mal persistió hasta las dos de la mañana, hora en que el paciente comenzó á calmarse y pudo dormir un poco. La fiebre fué cediendo lentamente, desapareció el delirio y se creyó en una franca mejoría. Pero poco después de medio día la calentura reapareció, siguiendo su ciclo.

Y de esa manera transcurrieron cuatro días de angustiosa expectativa, de mejorías transitorias y de recrudescencias inmediatas que desesperaban al curandero y torturaban el alma del bondadoso protector de Gurí. Durante todo ese tiempo no había sido posible arrancar una palabra esclarecedora al enfermo; en los accesos febriles continuaba pronunciando vocablos extraños y frases incomprensibles; mas así que aquéllos desaparecían encerrábase en un mutismo desesperante, contra el cual se estrellaban los esfuerzos del pardo Luna y las cariñosas insinuaciones del ganadero. Sólo una vez habló, y fué para protestar enérgicamente cuando aquél le dijo que enviaría al pueblo por un facultativo. No; era inútil, no tomaría remedio alguno; si aceptaba los brebajes del curandero era solamente porque le proporcionaban un alivio momentáneo; pero en cuanto á curarlo, ni él ni nadie lo conseguiría. Sabía que iba á morir, y la muerte no le asustaba; su único deseo era concluir cuanto antes. Aprovechando aquella confesión, Sosa había insistido en que diera explicaciones sobre la causa de su mal.

—Hijo mío—había dicho con acento paternal—, ¿por qué no me decís lo que te ha pasao? ¿por qué no me lo decís á mí, que soy casi como tu padre, que te he visto nacer, que te he criao, que te he distinguido siempre como un hijo?...

Y el buen viejo, de noble y viril fisonomía, de respetable barba gris, sentía humedecerse sus grandes ojos negros al pronunciar estas palabras.

Gurí, conmovido también por el dolor de aquel hombre para quien tenía el mayor cariño y el más gran respeto, murmuró cerrando los ojos, como para no ver el pertinaz fantasma:

—No puedo; no me pregunte más... ¡Déjeme morir!

El ganadero se rebeló:

—¡Eso no es ser hombre!—dijo con energía.

Juan Francisco se sentó en el lecho bruscamente, y con los ojos muy abiertos, la boca contraída, los dedos crispados, exclamó con voz ronca y entonación feroz:

—¡Yo ya no soy hombre!...

Y como si el esfuerzo le hubiese aniquilado, cayó de espaldas y quedó inmóvil y pálido como un muerto.

—¡Gurí! ¡Gurí! ¡hijo mío!—exclamó el ganadero, precipitándose sobre el enfermo y sacudiéndole para hacerle volver en sí. No consiguiéndolo, salió corriendo en busca del curandero, que tomaba mate en la cocina. Como las jugadas seguían aún y había mucha gente en la casa, en un segundo la pieza fué inundada por los curiosos.

Tras un largo rato de ansiedad el mozo recobró el conocimiento; pero ya no volvió á articular palabra, y su mal pareció haberse agravado notablemente.

Sosa y el curandero estaban cada día más preocupados. Rosa había cometido algunas indiscreciones, pronunciando frases alusivas á la escena del ombú; frases que, comentadas de diversas maneras, corrían por el pago, tejiéndose con ellas múltiples y fantásticas historias que despertaban la curiosidad campesina y hallaban fácil cabida en las imaginaciones tropicales, siempre afectas á lo sobrenatural.

Al undécimo día la fiebre había desaparecido, pero la enfermedad se agravaba. De aquel mocetón vigoroso, exuberante de vida, que tenía "dos troncos de coronilla por brazos y dos ñandubays por piernas," sólo quedaba una sombra, un miserable ser consumido, acabado, devorado por la terrible afección moral. Una idea es como un cáncer: lo que ella corroe sirve á su vez de corrosivo y le ayuda en su acción destructora, activando la obra de disociación y aniquilamiento. El rostro, de una palidez amarillenta, presentaba las mejillas escuálidas, los pómulos salientes, la nariz afilada, y los ojos—cercados por anchas ojeras cárdenas — estaban hundidos en las cuencas, desde donde brotaba un fulgor extraño, una mirada profunda y triste que causaba pena. El cuerpo permanecía durante todo el día en absoluta inmovilidad de estatua yacente; pero al llegar la noche se agitaba en contorsiones de poseído. Las alucinaciones daban comienzo con el crepúsculo y se sucedían hasta el alba. Cada veinticuatro horas marcábase un notable progreso en el mal: la muerte se acercaba á pasos precipitados.

Mientras en la pieza vecina, el comisario y diez ó doce jugadores recalcitrantes continuaban encarnizadamente, noche á noche,, sus partidas de truco y sus jugadas de monte, en la pequeña pieza donde se agotaba Gurí velaban con piadosa solicitud el ganadero Sosa y el pardo Luna, tan desesperados y tan impotentes el uno como el otro.

—¿Qué piensa usté?—había preguntado una vez el hacendado.

Y el pardo viejo, sacudiendo la cabeza, donde toda su ciencia se embrollaba:

—Yo no sé, don Sosa—contestó—; lo que sé es que el pobre Gurí se muere.

—Pero, en fin, ¿de qué se muere?... Usté dijo que la fiebre se había ido, y entonces, si ya no es la fiebre, ¿qué es lo que lo mata?...

El curandero tornó á sacudir la cabeza:

—Yo no sé—agregó—; yo no sé nada. Yo hago lo que puedo y ayudo en lo que puedo, y, cuando no sé, no sé, y lo digo clarito, porque yo no soy dotor pa curar todas las enfermedades... ni Dios pa deshacer brujerías...

Sosa lo miró con fijeza:

—¿Usté cree?...—dijo.

—¿En qué?

—En las brujerías?...

—¡No viá creer!... ¡He visto más en mi vida que besos me dio mi madre!...

—¿Y piensa que Gurí?...

—No pienso nada. Pero si no és daño que le han echao... Este está tuito lo mesmo como otros que he visto... y se va'dir como se jueron los otros.

—Y usté no sabe nada contra el daño?

—¡Sí sé!... A veces sí; á veces no; en cosas de mandinga tuito es escuro, y cuasi siempre tuito es al mesmo botón... Y dispués, p'hacer algo, se necesita saber de onde viene, quién se lo echó y cómo jué... ¡Y el mozo tiene el pico cerrao con candao, como portera 'e potrero!...

—¿De manera que no puede ensayar nada?

¿De modo que hay que dejarlo morir no más, como si fuese un perro, como si fuese un animal apestao?...

—Así es, don Sosa. La vida es emprestada no más, y hay que largarla cuando el dueño la pide.

Tras esta filosófica reflexión el pardo viejo cogió la botella de caña, que no abandonaba jamás, y la empinó, tragándose una buena porción del líquido.

XIII

Juan Francisco seguía empeorando; veía llegar su fin, y lo esperaba sereno, con la altiva insolencia innata en su raza.

A los veintiún días de enfermedad, en una tarde calurosa y nublada que presagiaba tormenta, empezaron á enfriársele las extremidades, y un sudor viscoso mojó su frente. A la noche deliraba. La mirada, brillante, erraba inquieta de un punto á otro, y tenía fosforescencias extrañas, como si todas las últimas energías de aquel atormentado organismo se hubieran concentrado en los ojos y escaparan en forma de intensas radiaciones. No tenia fuerzas para moverse: aquellas piernas de músculos de acero, acostumbradas á oprimir como tenazas los flancos de los baguales, no conservaban ya sino hueso y cuero; aquellos brazos que abatían el ímpetu de un toro montaraz estaban tendidos á lo largo del cuerpo, inertes, incapaces del menor movimiento. Sosa lo dijo en una bella figura de retórica campesina, dirigiéndose á su compañero y haciendo esfuerzos por retener las lágrimas:

—¡Parece un árbol grande que se ha secao!

Las primeras horas de la noche transcurrieron en calma. Sosa, en extremo abatido, estaba sentado á la cabecera del catre fumando rabiosamente su cigarrillo de tabaco negro, y apurando los mates que le alcanzaba el pardo Luna. Una vela de sebo encajada en una botella que servía de candelero estaba colocada: en el suelo, al pie del lecho. El pabilo carbonizado se enredaba en forma de espiral, y la luz, mortecina, apenas alumbraba el rostro cetrino del curandero, dejando en la pieza una penumbra triste.

En la habitación contigua seguía la jugada.. El comisario, encolerizado porque iba perdiendo, había citado á Juan Francisco para decir con repugnante barbarie:

—¿Entuavía no clavó él aspa el abichao?

Después volvió á reinar el silencio, uno de esos silencios en que parece que algo flota en el aire y que se habla algo augusto y solemne que se oye con la mente, sin la intervención física del órgano auditivo. Pero á poco hubo algazara en el garito.

—¡Flor!—cantó uno.

—¡Contraflor el resto!—replicó el comisario; y como perdiera, alegó, protestó, insultó, amenazó y pidió el desquite. Mientras barajaba el naipe, preparando el "pastel", exclamó con rabia y bastante fuerte para que lo oyeran los vecinos:

—Este apestao de al lao m'está trayendo la desgracia. Pero seguro que no va'comer más carne.

El viejo hacendado se estremeció indignado, y murmuró entre dientes:

—¡Ni tú tampoco, sabandija, vas á comer más carne de mi casa!... ¡Bagual sin marca, saltador de alambraos!...

Juan Francisco seguía en su sopor: la respiración hacíase lenta y suspirosa; el cuerpo y el rostro estaban mojados por un sudor frío y glutinoso. Cerca de la media noche despertó, y con los ojos muy abiertos y las pupilas muy brillantes paseó una mirada lánguida por la pobre habitación.

Sosa se aproximó y preguntó solícitavmente:

—¿Qué tal, Gurí, cómo vamos?

El mozo sonrió tristemente, con una sonrisa que en sus labios descarnados era como una mueca lúgubre, y susurró:

—Bien; ¡ya se va!...

Después, siempre inmóvil, clavó la vista en el techo, donde creía ver reflejarse todas las escenas de su vida, todas las imágenes, todos los recuerdos. Su espíritu había adquirido la lucidez de los agonizantes y se complacía en pasar una última revista á los años vividos, de los cuales iba á despedirse para siempre. La seguridad del fin había alejado el sufrimiento y experimentaba el dulce bienestar de los instantes postreros. Recordó su niñez; se vio rollizo muchacho creciendo alegre en las orillas del Tacuarí; se vio mozo gozando en el ejercicio del músculo, en la fatigosa y arriesgada faena; se vio libre, señor de sus acciones, en la tierra querida, y vio luego sus fatales relaciones con Clara y el origen de su aniquilamiento. Una especie de curiosidad inconsciente le hizo pensar en cómo había sido ligado. Recordaba cómo se había hecho en un caso que le habían referido: primero, cuatro puñales clavados en cruz en la puerta del rancho; después, una vieja—la vieja Gumersinda—pasando una aguja virgen enhebrada con un hilo rojo, y virgen también, por los ojos de un sapo verde, y haciendo luego con ella siete cruces en un pañuelo—su pañuelo blanco—que después era quemado, á media noche, sobre una fogata hecha con yerbas verdes de propiedades maléficas. De ese modo, desaparecida la prenda, no había modo de deshacer el embrujamiento. Así debió ser el suyo, estaba seguro, y recordaba las palabras de Paula; la china había preguntado:"¿Pa que güelva?" y Clara había respondido: "¡No! ¡Pa que reviente!"... ¡Oh! y se cumplían sus deseos; ¡él reventaba, y de una manera bien miserable, bien miserable, después de infinitas torturas!... Como si antes de llegar á la disolución final se hubieran reunido y armonizado todos los elementos de su personalidad, recordaba y juzgaba. ¡Cuánta miseria en tan poco tiempo!... La noche fatal de las carreras no se borraba de su mente; el gran ombú de lujuriosa frondescencia se le aparecía como un monstruo dañino; sus gruesas raíces superficiales y tortuosas se le antojaban frías y colosales serpientes que habían hincado en su cuerpo el diente ponzoñoso. Al salir de allí ya no era un hombre. La sangrienta frase de Rosa todavía resonaba en sus oídos y le castigaba el alma como con golpes de látigo. Había escuchado aquella injuria atroz y no había muerto á quien osó proferirla; no la había muerto porque ya no tenía fuerza ni valor, porque lo que decía era cierto, ¡porque ya no era un hombre!... ¡El, último vastago de la raza indómita, último retoño del árbol frondoso que se señoreó en las lomas; él, gaucho amargo, yerba silvestre, hirsuto aguará, indomesticable jaguareté, señor de las soledades, príncipe de la umbría, había huido entre las sombras y había pasado una noche entre las pajas, buscando esconderse como cobarde alimaña perseguida por los perros. Y llevando en la cintura su pistola y su puñal no había pensado en matarse, no había podido matarse, ¡porque ya no era hombre!... El, el arquetipo del macho robusto; el domador de potros; el osado "apartador" de novillada "alzada"; el gaucho vaciado en el molde antiguo; el ser inteligente que desdeña la instrucción, considerándola como una ayuda que ofendería á su músculo y su audacia... ¡ya no era un hombre!...Y degradado, rebajado, envilecido, debía morir miserablemente en una cama, anonadado por la maldición de una mujerzuela; consumirse en un rincón como un perro viejo, agotarse como un gran árbol que se seca en la cuchilla!... ¡Y atrás quedaban tantos lomos de potros, tantas astas de novillo! Y, sobre todo, la campaña, la verde y adusta campaña, los claros sin fin y los montes sin salida, los ríos que rugen y los cielos que ríen; los días transparentes y las noches de soberbia negrura; la patria, en fin, la tierra, la Naturaleza, la madre!... ¡Oh, madre! ¡pronto reposaría en sus brazos!...

El rostro tenía ya la palidez mate de los agonizantes; la nariz se afilaba, las sienes tornábanse cóncavas, las orejas se separaban del temporal y los labios caían péndulos.

Junto al lecho, el ganadero, muy pálido ante aquella agonía dos veces misteriosa, fijaba la vista en la vela de sebo que se iba consumiendo y ya no alumbraba casi.

Fuera silbaba el viento y la lluvia copiosa golpeaba furiosamente el techo de cinc de la pequeña habitación. Oyóse un trueno, seco y rápido corno una mina que hace explosión. Juan Francisco se estremeció. Sus ojos tuvieron un último fulgor, sus labios se entreabieron, y con una voz horrible, que expresaba una desesperación extrahumana:

—¡Clara! ¡Clara! ¡Clara!—rugió...

Y no hubo más. El cerebro se obscureció súbitamente; el estertor traqueal comenzó á ahogarle, y los párpados cayeron, cerrando á medias los ojos ya sin luz.

En las cuchillas

Dedicado a Fructuoso del Puerto

La primera vez que le bolearon el caballo tuvo tiempo para tirarse al suelo, cortar las sogas y montar de salto; pingo manso, blando de boca y ligero para partir, el tordillo recuperó de un solo bote el corto tiempo perdido. El segundo tiro de bolas lo paró en el astil de la lanza, donde las tres marías se enroscaron á la manera de culebras que juegan en las cuchillas durante el sol de las siestas, y como el jinete viera que las piedras eran bien trabajadas—piedras charrúas, seguramente—, que el "retobo" era nuevo y en piel de lagarto y las sogas de cuero de potro, delgadas y fuertes, pasó rápidamente bajo los cojinillos la prenda apresada. Y siguió huyendo, con las piernas encogidas, sueltos los estribos que cencerreaban por debajo de la barriga del caballo, y el cuerpo echado hacia adelante, tan hacia adelante, que las barbas largas del hombre se mezclaban con las abundosas crines del bruto. Con la mano izquierda sujetaba las bridas, tomadas cerquita del freno, por la mitad de la segunda "yapa", tocando á veces las orejas del animal. En la mano derecha llevaba la lanza, cuyo regatón metálico iba arrastrando por el suelo y cuya banderola blanca, manchada de rojo, flotaba arriba, castigando el rejón, sacudida por el viento. De la muñeca de la misma mano iba pendiente por la manija de cuero sobado un rebenque corto, grueso, trenzado, con grande argolla de plata y ancha "sotera" dura.

Alentado por los repetidos ¡hop!... ¡hop!... del jinete, el tordillo se estiraba—"clavaba la uña"—con sordo golpear de cascos sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal y larga como el río Negro: todo igual, lo andado y lo por andar.

El hombre no cedía, sin embargo; no disminuía en nada la celeridad de la carrera: parecía una desesperación perseguida á bola sobre campo limpio y plano, un campo triste pintado de amarillo, pero del amarillo feo de los pastos secos, tostados por el sol y medio desprendidos del suelo, de la tierra pardusca y agrietada como revoque de barro en horno de Estancia. Flores de clase alguna no se veían, y en vez del habitual aroma de las cuchillas percibíase un olor áspero, quemante, que las sequías prolongadas arrancan á la tierra removida, allí donde sólo quedan tallos rotos, raíces blancas y yerbas muertas.

De lejos, caballo y jinete casi se confundían. Los perseguidores veían en los flancos del bruto las piernas del calzoncillo, infladas, blanqueando y saltando como enormes maletas de vendedor ambulante; después una mancha negra: la camiseta de merino, con un triángulo blanco formado por la golilla que caía sobre la espalda; finalmente, otra mancha obscura, más pequeña y movible, constituida por las melenas confundidas del hombre y del tordillo.

Los perseguidores eran seis: cinco mocetones fornidos, con barbas ralas y morenas como trigal recién brotado, y caras color de "picana" asada á punto; el sexto era indio y viejo. Tres de los mozos calzaban bota de potro; dos iban descalzos, al aire la gruesa pantorrilla, al aire el pie pequeño y negro. Uno de los que llevaban bolas había perdido el sombrero y en el otro no era blusa la blusa que llevaba. Todos montaban buenos pingos criollos é iban armados de largas lanzas ornadas con banderolas rojas. Como el perseguido, ellos también taloneaban recio, clavando la espuela sin compasión.

No se veía más gente que ellos en el campo; pero se oían retumbos cercanos, viniendo de varias direcciones, indicando que la persecución era general, que el exterminio se proseguía á los cuatro vientos. Los mocetones habían salido juntos, guiados por el indio, que corría á un jefe enemigo. Hacía rato que le tenían cerca sin poderle dar alcance. Cuando el viejo acertó el primer tiro de bolas, los seis hombres rugieron á un tiempo y las seis lanzas se blandieron, ganosas de sangre, embriagadas con la sangre que habían bebido en la pelea, sedientas de más sangre. Al ver que el fugitivo frustraba sus anhelos, los talones golpearon los flancos de los caballos y sonaron las grupas castigadas por las lonjas de los rebenques. Y durante un rato los seis perseguidores continuaron así, "tapándoles la marca" á las pobres bestias transidas. En el empuje habían ganado terreno y lograron distinguir el apero y la vestimenta del jefe perseguido.

—¡Las botas son pa mí!—gritó roncamente uno de los descalzos.

—Una pa mí—agregó el otro descalzo.

—Güeno, y jugamo la'utra—replicó el primero que había hablado.

Apuraron los pingos y, al cabo de un tiempo, un tercero exclamó:

—¡Copo el chiripá...

Y un cuarto, un jovencito petiso y rechoncho que iba haciendo fuerza por ganar la punta:

—¡Los estribos son míos, cabayerosl—gritó con una vocecita aflautada.

Pero el indio, que iba adelante y revoleaba un nuevo par de "boleadoras", contestó con energía de jefe y sin volver la cabeza:

—Chapiao e mío.

Y largó las bolas, que fueron á enroscarse en la lanza del diestro fugitivo.

No iba asustado aquél. Todavía tenía caballo, y él sabía dónde se salía con el rumbo que llevaba. El continuo castigar de sus persiguidores le decía que sus cabalgaduras no irían lejos: ¡habían lanceado mucho en ellas aquella mañana!...

Otras boleadoras picaron cerca, un poco atrás, golpeando los garrones del tordillo y las espaldas del jefe con pedazos de tierra dura. Y el tordillo dio un balance y el otro tiro de bolas cayó lejos.

—¡Los tres volidos de la perdiz grande!— murmuró, sonriendo, el fugitivo.

El viejo zorro había escapado una vez más á la perrada: el matorral estaba cerca. ¡Dejarlo para otro día, camaradas!...

La tarde empezaba á declinar. De cuando en cuando, una nube obscura y delgada nublaba el sol y proyectaba sombra sobre la loma. Y aquellas cortas interrupciones de la radiación solar producían como un alivio, como un consuelo en el alma áspera del jefe perseguido. Durante esos rapidísimos instantes hacía menos calor, y el viento azotaba fresco las sienes del caudillo, que tendía siempre hacia adelante la mirada, con insistencia, con tenacidad, como si á lo lejos, en el fin de la cuchilla, en el confín azul, le esperase un auxilio ó un refugio, una partida amiga ó un monte espeso. Tanto confiaba en la salvación, que empezó á examinar la insignificante herida que tenía en el muslo, un arañazo de lanza, y hasta sintióse fatigado con la postura incómoda que llevaba sobre el caballo. Estiró las piernas; y después de buscar un rato con la punta del pie logró estribar fuerte, firme, con satisfacción marcada. Varias veces volvió la cabeza para observar á sus enemigos, y sonrió irónicamente al considerarlos furiosos é impotentes. Ellos, en efecto, iban perdiendo terreno y habían renunciado á emplear las boleadoras, convencidos de que el único resultado era perder tiempo en recogerlas. Por eso se resignaban á seguir la presa de cerca, sin perderla de vista un solo instante, calculando que en el campo habían de encontrar algún caballo descansado, y tan pronto como el indio jefe de la partida hubiese "mudado", la cosa iría como lista de poncho.

Entretanto, ¡con qué enconada avidez seguían al fugitivo sus miradas! Jamás aguará alguno se vio acosado por perrada más inclemente. Era inútil que el perseguido se ocultara un momento al bajar un vallecito, ó que intentara escurrirse por la falda de una cuchilla: bien pronto advertía que sus enemigos, sin abandonar el rastro, lo seguían con una constancia de potrillo guacho. Ellos abarcaban el campo, la inconmensurable campaña abierta á los cuatro vientos; las cuchillas de ancho bombeo; las amplísimas lomas desnudas, desiertas, tristes y monótonas, con el eterno tapiz trigueño de las gramíneas secas, deslumbradoras con la ardiente reverberación de un sol tropical que derramaba torrentes de fuego por entre la atmósfera diáfana, liviana, cansadamente gris, tediosamente uniforme; ellos abarcaban el campo con sus visuales inquietas, que erraban del suelo al cielo, de la cuchilla al bajo, contentos con la soledad, satisfechos de no columbrar ningún ser humano, ninguna morada humana, obstáculos ó enemigos que hubieran podido disputarles ó hacerles extraviar la codiciada presa. ¡Pobre presa!... Desdichado aguará que trotaba confiado, olfateando la guarida, pensando quizá en pegarles el grito burlón—como el zorro detrás de la maciega—, sin imaginarse que á él también pudiera aplicársele la conocida copla cantada en honor de otro de sus congéneres:

Pobrecito el aguará

que andaba de cerro en cerro;

al cabo de tanto andar,

lo hiciero bostiar los perros...

¿Sería posible?... ¡Oh, cachorros para cazarlo á él, viejo aguará de las selvas del Río Negro!... ¡Tenían que echar colmillos todavía! ¡Todavía tenían que ser mordidos por muchos zorros y perfumados por muchos zorrillos para aprender por dónde se empieza á tragar!...

Aquellas cuchillas eran una desolación. No se encontraba en ellas ni un caballo enteco ni un vacuno flaco: la vida se había escapado, huyendo á tranco largo de aquellas lomas caldeadas—sin pasto y sin agua—, dejando tan vasto dominio abandonado á los seres ruines, á los escarabajos y á las víboras.

Los perseguidores vieron llegar la tarde, vieron declinar el sol, vieron aparecer las primeras sombras de la noche sin haber satisfecho su furioso deseo de darle caza al tenaz fugitivo, que había estado haciendo con ellos el juego de la mariposa con el niño. Cuando cerró la noche lo habían perdido de vista y habían tenido que resignarse á hacer alto, desensillar, atar á soga los caballos y entregarse al sueño para recuperar las fuerzas gastadas en la dura brega de aquel día. Y al siguiente amanecer... ¡quién sabe! acaso se podría satisfacer todavía la venganza... y el "carcheo", el "carcheo" sobre todo, que necesitaban para cubrir sus desnuceces, y que sería siempre escaso botín y menguada recompensa á la fidelidad y el valor con que servían su causa. Si no... otros prisioneros habían de hacer, y no por andar desnudos y descalzos abandonarían las filas. El soldado oriental de todas las épocas escucharía siempre impasible la frase del sargento francés de la República á la tropa harapienta: "Le Représentant a dit comme ca:—"Avec du fer et du pain on peut aller en Chine." — Il n'a pas parlé de chaussures." El soldado oriental exigía menos: con el fierro bastaba.

Entretanto, el jefe vencido trotaba contento por un terreno ligeramente quebrado. Sonreía con placer al imaginarse á sus perseguidores mascando rabia y tragando fuego. Poco á poco fué creyendo que nunca había sentido el miedo, que nunca había dudado de su salvación, que nunca había creído que podrían apresarlo á él—potro viejo de colmillo retorcido, ñandú arisco acostumbrado á los sogazos— aquellos mocetones inocentes que, como los cuzcos, sólo sabían ladrar. ¡Los pobres gurises!... ¡Una cosa es pialar terneros en la playa de la manguera y otra enlazar toraje alzado en los riscos de la sierra ó en las dificultades de los potriles!...

Al trote llegó á una cañada, un arroyuelo de márgenes desnudas, pero que debía de tener su origen en manantiales fecundos cuando conservaba aguas claras en sequía semejante.

El gaucho se apeó, se quitó el sombrero y ahuecando la palma de la mano sirvióse de ella como de recipiente para beber con fruición de la linfa pura y fresca que corría sobre lecho de piedrezuelas blancas y arenas finas. Luego quitó el freno al tordillo, que se abalanzó sediento y estuvo largo rato con el sudoroso hocico sumergido en el agua; después levantó la cabeza para paladear el último buche, que empezó á caer á chorros por los lados de la boca, y tornó á beber, á beber con ansia insaciable, "como pa secar el arroyo".

El fugitivo "bajó el recado" para que el pingo se refrescara, lo dejó tirar una docena de mordiscos "pa engañar el hambre", ensilló de nuevo y volvió á montar, marchando al trote, con el rumbo "bien escrito en su mente y en el tino", como dice el galano cantor de las cosas nuestras, de las taperas y los tréboles.

Había cerrado la noche, una noche obscura, sin luna, sin estrellas, una de esas noches que, en la inmensidad desierta, en lo ilimitado del campo, donde no se distingue una sola luz ni se oye un solo ruido, oprimen el corazón y despiertan el miedo en todo aquel que no ha nacido y crecido en el despoblado. Pero el viejo caudillo, que no conocía otra vida y que había hecho mil veces esas travesías nocturnas conduciendo huestes armadas en tiempo de guerra y tropas de vacuno en tiempo de paz, sentía placer por aquella obscuridad que le ocultaba al ojo del enemigo y que no le impedía proseguir tranquilamente la marcha hasta un refugio seguro.

La alegría había vuelto á su alma y, olvidando fatigas, se entretenía en pasar revista á los últimos acontecimientos: la noche pasada en vela con el arma al brazo, frente al enemigo tendido en batalla; el amanecer nubloso, las guerrillas, los primeros tiros, y luego las terribles cargas á lanza, el entrevero, el caos, lo indescriptible del combate; finalmente, aquel pánico sin explicación que se apoderó del ala derecha é hizo huir despavoridas á tres divisiones, una de ellas de arriba, sin haber entrado al fuego; después, la inmediata derrota, una espantosa derrota que impidió toda retirada en orden, deshizo el ejército y forzó el desbande, la huida vergonzosa al grito desesperado de «¡sálvese quien pueda!» Tras esa visión rápida del conjunto, de todo el drama, el caudillo se detenía á considerar escenas parciales: la actitud de tal jefe, la bizarría de tal carga, lo horrendo de tal episodio.

Y así fué andando, andando, por colinas y por valles, hasta que un olor fresco y húmedo le denunció la cercanía de un arroyo. El paisano detuvo su caballo.

—¿Un arroyo aquí? Pu'aquí nu'hay arroyo nenguno. ¡Si andaré sonsiando!...

Unos pasos más, y se encontró con un cañadón de lecho de piedra por delante. Entró en él, observó y sacudió la cabeza con rabia. ¡El mismo cañadón, el mismo vado, el mismo sitio de donde había salido horas antes!... No pudo reprimir su enojo ante aquella malaventura que le dejaba en situación incierta, que volvía á poner en peligro su vida tan hábilmente disputada al enemigo, y que, sobre todo, hería en lo hondo su orgullo de gaucho, de hombre campero, baqueano en todo el país, capaz de «rumbear», por tino, por instinto, por herencia, aun en los parajes desconocidos, aun en las comarcas que no había visitado jamás.

Como el caballo, todavía sediento, intentara detenerse en mitad del arroyuelo, el jefe, enfurecido, le clavó, inclemente, la espuela en el ijar sudoroso, al mismo tiempo que descargó sobre la grupa un rebencazo tan recio, que el chasquido repercutió y oyóse fuerte en el silencio de aquella negra soledad. El noble animal dio un brinco, hizo saltar con los cascos las piedrezuelas del vado y traspuso el regato, en la vera del cual detúvole el jinete con brusco tirón de riendas.

Durante unos minutos el gaucho estuvo pensativo, recordando cuchillas y bajíos, zanjas y cañadas, arroyos y ríos, ranchos y estancias. Poco después toda aquella inmensidad tenebrosa se dibujaba clara y precisa en su mente de rastreador, y tornaba á emprender la marcha, reanudando el hilo de sus recuerdos. Otra vez renació la confianza en su espíritu y de nuevo sonrió al peligro pasado y á las amenazas burladas.

¿Dónde estaría á esas horas su amigo Basilio Laguna, quien tanto se había empeñado para que se quedara tranquilo? Recordaba bien sus palabras: «No se meta, compadre, que esta guerra va'ser como el juego del lobo con la oveja; mire, compadre, que más vale ser terutero, que perder el cuero». Y al verlo reir incrédulo, su compadre le había dicho muy serio:—«Güeno, yo se lo alvierto pa su bien; déjese estar en sus ranchos cuidando los animalitos, y sepa que amigos sernos y ligaos pol sacramento, y pa servirlo; pero la guerra es la guerra, y si nos topamos en una, yo he de hacer juerza por lanziarlo, como á cualisquiera que lleve divisa blanca...»

¡Pobre compadre! ¡Quién sabe si no le había tocado quedar panza arriba en las cuchillas!... ¡Quién sabe si los cuervos y los caranchos no estaban cebándose en su osamenta en aquellos mismos instantes!...

Y la marcha proseguía al trote, cada vez más lento, porque el tordillo, con el cuello estirado y la cabeza baja, comenzaba á ceder, hasta el punto de que á menudo la espuela del amo tenía que recordarle la necesidad de continuar el esfuerzo.

En tanto, el fugitivo comenzó á extrañarse de no encontrar una cerrillada, que por fuerza debía hallar en su itinerario; pero como de noche, y sobre todo cuando se va huyendo, los caminos parecen más largos, esperó. Y al andar unos metros más volvió á sentir el olor fresco y húmedo que anunciaba la proximidad de un arroyo. Hincó espuelas furioso y se encontró en la misma cañada, en el mismo vado, en el mismo sitio de donde había salido horas antes lleno de fe y de confianza. Por su cuerpo pasó como el estremecimiento que produce el inesperado grito de la lechuza oído en las noches de estío, mientras se toma mate en el patio de la Estancia, junto á la puerta de la cocina obscura. Fué aquello un presentimiento, un rebencazo dado á su fantasía nativa, que se lanzó al galope por los esterales de la superstición. Anuncio, agüero, presagio: su corazón, sereno y bravo ante el peligro real y visible, se ablandó—aflojó—ante la sospecha de una intervención misteriosa empeñada en perderle. Sintió que las fuerzas le flaqueaban, que el coraje se le iba como se le va la sangre á la res degollada: á chorros, á borbotones, por segundos...

Sin embargo—gaucho indomable, alma de acero—no se rindió aún é intentó luchar, hacer los últimos y desesperados esfuerzos por escapar de aquel círculo terrible é inexplicable que le hacía girar y volver siempre al punto de partida. Anduvo, anduvo, deteniéndose de trecho en trecho, dilatando desesperadamente la pupila en vano intento de rasgar las tinieblas, de arrancar á las sombras su secreto.

Desmontaba de cuando en cuando para palpar el suelo y oler el pasto; sofrenaba el caballo con frecuencia creyendo ver delante un bulto negro que se le antojaba un animal ó una casa y que sólo existía en su exaltada imaginación, y concluyó por encontrarse, por tercera vez, en el vado del cañadón.

No pudo más. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se apeó; se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo con rabia; se mesó furiosamente los cabellos y exclamó desesperado:

—¡Parece mentira que un hombre como yo haiga andao tuita la noche dando güeltas lo mesmo que oveja loca!

Sus dientes castañeteaban, su respiración era un ronquido. Le quitó el freno al tordillo, pero no se preocupó de desensillarlo. En seguida se tiró al suelo, largo á largo, boca abajo, dispuesto á esperar resignadamente el fin que la Providencia le tuviere reservado.

Al día siguiente, muy temprano, al rayar el alba—cuando los teruteros empezaban á gritar en las alturas—, el jefe despertó, más por hábito de madrugar que por sobresalto ó precaución; y aquel despertar, tendido sobre el pasto, junto á un paso y cerca de su caballo, que pacía ensillado, causóle infinita pesadumbre.

Durante un largo rato no pudo poner en orden sus recuerdos ni aclarar su situación. Sentía la cabeza pesada, las ideas revueltas, y una gran debilidad en el cuerpo y en el espíritu. Hacía treinta y seis horas que no probaba alimento y había pasado cuarenta y ocho á caballo, ¡y de qué modo!... Los oídos le zumbaban, tenía "como una cerrazón" en los ojos, y lo pasado se le parecía como una pesadilla. Tantas escenas, tantos episodios, tantas faces del mismo drama, tantas sensaciones habían concluido por transformar su cabeza en olla de grillos.

Paulatinamente su espíritu fué renaciendo con la luz que blanqueaba el horizonte; los hechos empezaron á encajar uno en otro y la situación concluyó por manifestarse.

Enfrenó, arregló el recado, se lavó la cara, montó y partió, bien orientado esta vez, pero no ya con la confianza que le había animado en la noche. Ahora era imposible errar el camino; sabía perfectamente por dónde iba y adonde iba, pero sentía la fatalidad cernerse sobre su cabeza. Siguió trotando distraído, sin prisa, sin ideas, sin proyectos ni propósitos.

No había avanzado gran trecho cuando sintió tropel á sus espaldas. Volvió la cabeza, escudriñó el horizonte, y aunque nada pudo divisar no le quedó duda de que la partida enemiga había logrado mudar caballos y le seguía con el feroz encarnizamiento de los odios partidistas.

Siguió trotando lentamente, sin talonear, sin mirar atrás, pero con el oído atento al ruido seco y continuo que producían en la tierra dura los cascos de los caballos de los perseguidores. El tropel resonaba á cada instante más cercano; el caudillo no se intimidó por ello: parecía no preocuparse. De pronto oyó un grito ronco; los contrarios lo habían visto y aceleraban la carrera.

El caudillo tuvo un instante de debilidad, uno solo—un estremecimiento de animal que olfatea la muerte—, y acto continuo, convencido de que no tenía caballo para huir, de que todo esfuerzo por escapar sería inútil, sofrenó el caballo, dio media vuelta, se echó el sombrero á la nunca, é hizo cimbrar la lanza, á cuya resistencia iba á confiar, no la defensa de su vida, pero sí la de su honor de hombre y de partidario.

De lejos, de bastante lejos todavía, el indio, jefe de la partida, lo vio, y blandiendo la tacuara, espoleó al brioso "pagaré" que montaba, y se adelantó á los cinco mocetones que le seguían á poca distancia.

El caudillo los esperó de frente, alta la cabeza melenuda, erguido el tronco de anchas espaldas y pecho recio, los labios contraídos, los ojos ardientes, la lanza en guardia.

Chocaron, y el choque fué épico. Durante un cuarto de hora, los insultos, los vivas y los mueras se cruzaron tan violentos como los botes de lanza. En una embestida furiosa, el caudillo ensartó, levantó y arrojó hacia atrás á un enemigo, de la misma manera que un jabalí ensarta, levanta y arroja un perro. En el esfuerzo, la lanza se cimbró, crujió y se partió por el medio con un ruido de vidrio quebrado. ¡Era de urunday!... Dos moharras entraron á un mismo tiempo en aquel pecho de gigante. Pero había mucha vida en aquel bárbaro, y siguió defendiéndose con el pedazo de astil.

En la solemnidad de aquella lucha, ya nadie hablaba. ¡Rostros contraídos, ojos fulgurantes, saltos bruscos, desordenada é incesante contracción de músculos!...

En medio de aquel silencio sintióse de pronto una detonación: el caudillo saltó por las orejas del caballo y quedó tendido en el suelo. El soldado herido, casi moribundo, había logrado, en un postrer esfuerzo, sacar la pistola y le había hecho saltar un pedazo de occipucio con los cortados de la carga. Los otros se quedaron inmóviles, instintivamente avergonzados de una cobardía que ponía un fin indigno á una lucha heroica.

Pero el caudillo no estaba muerto todavía. Mientras duraba el asombro de sus adversarios se puso en pie, echó mano á la daga y avanzó amenazante. Sin hablar una palabra, aceptando el reto en silencio, el indio "voleó la pierna" y cayó en guardia con el facón en la mano. Los demás no se atrevieron á intervenir: el combate se hizo singular. Diestros y fuertes los dos, la brega hubiera sido larga; pero mientras el indio sólo tenía algunas heridas insignificantes, el otro desangraba por cuatro bocas. Retrocediendo á cada golpe, á cada golpe recibía una puñalada ó un hachazo.

—¡Sos duro!—exclamó el indio con admiración.

—¡Como aspa'e güey barcino!—bramó el caudillo.

Ya el jefe retrocedía tambaleando, amagando con la daga golpes que no lograba desarrollar; ya la vida se le iba por múltiples heridas, cuando un jinete llegó á escape y gritó con voz imperativa:

—¡Alto! ¡No maten á ese hombre!

El indio se volvió, bajó el arma y retrocedió con rabia.

El jefe, el comandante Laguna, un viejo grande y fornido, de cuyo rostro, cubierto de pelos blancos, sólo se veían la larga nariz aguileña y los grandes ojos negros, exclamó:

—¡No se mata ansina á un oriental guapo como éste!...

El caudillo había dado unos pasos más hacia atrás y había caído de espaldas, la muerte pintada en el rostro enérgico y bravio, donde aún se manifestaba altanera su alma indomable. El jefe adversario se acercó, hincó una rodilla, le tomó una mano y le dijo con cariño:

—He llegao tarde, compadre. ¡Qué vamo'hacer: ansina es la vida, mesmo como la taba, unas veces suerte y otras culo!...

— Ansina es—contestó con voz muy débil el herido.

Su rostro palidecía, sus ojos se enturbiaban, su respiración se hacía fatigosa.

—Compadre, ¿tiene algo que encargarme? —preguntóle el comandante Laguna con voz conmovida.

Por respuesta, el gaucho hizo un esfuerzo y arrancó de él la divisa, una divisa blanca, amarillenta á causa de las lluvias y los soles, y que en medio llevaba escrito en letras de oro: Oribe, leyes ó muerte.

—Quiero—dijo penosamente—, que entriegue esta divisa á mi hijo, pa que se acuerde'e su padre y pa que cuando sea hombre se la ponga y muera con ella defendiendo su partido...

El comandante la dobló cuidadosamente, la guardó y contestó lagrimeando:

—Ta güeno.

Durante un largo cuarto de hora permaneció el comandante de rodillas al lado de su amigo moribundo.

Su faz hirsuta y tostada, en la cual brillaban los grandes ojos negros de mirada mansa y bondadosa, su frente lisa y serena como el cristal de la laguna cortada, su boca contraída, expresaban, con la sinceridad propia del hombre inculto, la pena que embargaba su alma grande y buena.

En tanto el moribundo se agitaba en convulsiones terribles: la agonía empezaba, larga y dolorosa, en aquel gran cuerpo lleno de vida, de una vida potente que se resistía á ser desalojada.

El sufrimiento era tan grande que arrancaba al paciente sordos y terribles rugidos. Las piernas y los brazos se estiraban, los dedos se crispaban, el rostro adquiría expresiones espantosas.

El comandanteLaguna,profundamente emocionado, exclamó de pronto:

—¡Es fiero ver penar ansina á un cristiano!...

Y desenvainando su cuchillo lo degolló de oreja á oreja, con un movimiento rápido.

Se oyó un ruido roncó, se vio una gran sacudida, y el cuerpo quedó inmóvil.

En un momento los soldados desnudaron al muerto, repartiéndose las prendas, mientras el indio viejo ataba la cola "contra el marlo" al pangaré escarceador, que estaba lindo de veras con el "chapiao" de la víctima.

El jefe montó á caballo.

—Mañana, á la güelta, lo enterraremo— dijo—; aura no tenemo tiempo.

Y la partida se puso en movimiento, alejándose para cumplir la comisión de que iba encargado el comandante Laguna.

Cuando regresaron, dos días después, se detuvieron ante el cadáver, que, desnudo é hinchado, estaba tendido en el camino. En el cuello, la espantosa degollación había abierto una boca negra, sombría, repugnante, retraídos los dos labios gruesos y cárdenos. Las moscas y los jejenes formaban enjambre sobre la llaga y sobre las entrañas que habían salido de las brechas abiertas en el tronco por los lanzazos, y que los caranchos y los chimangos habían arrancado y arrastrado á fuerza de pico y garra.

Se detuvieron un momento.

El comandante Laguna, muy triste, contemplando con marcada pena el cadáver de su amigo y compadre:

—Parece un güey muerto—dijo.

Y el viejo indio, mirándose la pata ancha y desnuda desparramada sobre el gran estribo de plata, contestó sonriendo:

—¡Memo!...¡Parece'ungüey po lo grandote!...

Después agregó filosóficamente:

—Hombre grandote é sonso.

Y escupió por el colmillo.


Montevideo, 1896.

Sangre vieja

Á Luis Reyes y Carballo

I

¡El pobre viejo!... No había quien lo sacara de su "aripuca", cerca de la costa del Tacuarí, en la frontera. Allí, en un rancho ruinoso que tenía por puerta un cuero de ternero, vivía él, solo, como arbolito en la cuchilla y contento como caballo en la querencia. Salir, salía raras veces; pero no le faltaban visitas, empezando por don Mariano Sagarra, su compadre, su amigo de la infancia y su protector, que no sólo le había dado población en el campo, sino que también le mandaba diariamente de la Estancia medio capón ó la cuarta parte de un costillar de vaca, porque el viejo, á pesar de tener la boca más pelada que corral de ovejas, no había podido acostumbrarse á otros manjares que á la carne asada y á la carne hervida. Otros, además de su compadre, llegaban con frecuencia á la tapera, y eran mozos que gustaban de escuchar su charla pintoresca y sus animados relatos; ó viejos como él, que iban á saborear en su compañía el sabroso amargo de los recuerdos juveniles.

¡El pobre don Venancio Larrosa!... Para el trabajo había sido duro como su raza, y aun entonces—con su cuerpecito encorvado, sus manos enflaquecidas y su cara más rugosa que cuero vacuno asoleado sin estaquear— solía echar sus boladas en las corridas de un aparte. Es verdad que á él lo que le costaba era montar á caballo; pero una vez enhorquetado, se pegaba como saguaipé y corría como luz mala.

A contar cuentos y á tomar mate no había quien le ganara. ¡Qué hombre aquél para tomar mate! Se pasaba las horas sentado en un tronco de ceibo, junto al fogón, levantada la bombacha, los pies en la ceniza, la caldera entre las piernas—separada del fuego para "no quemar" la yerba—, el sombrero sobre la nuca, el poncho de verano echado hacia atrás por sobre el hombro derecho—dejando descubierta la camisa de colores y el chaleco de dril—, los codos apoyados en las rodillas, el mate entre las dos manos y la bombilla en la boca. Después de dos ó tres "sonadas" bajaba el brazo derecho, cogía la pava y, sin sacar la bombilla de entre los dientes, empezaba á echar agua, á echar agua en aquella calabaza que parecía una fuente inagotable; hasta que, fatigado de sostener la caldera, la bajaba—dejando el mate bien lleno—y tornaba á la posición primitiva.

De largos en largos ratos sacaba, de detrás de la oreja ó de un bolsillo del chaleco, el pucho de tabaco negro liado en chala, escarbaba con la uña para quitar la parte carbonizada, y, cogiendo un tizón, encendía, no sin chamuscarse á menudo los pelos del bigote. Acto continuo tomaba el mate, que había dejado recostado en el asa de la caldera, y continuaba sorbiendo.

Así era que dondequiera que escupiese don Venancio dejaba una mancha verde como pasto de primavera.

Por lo demás, era bueno hasta la exageración y complaciente como ninguno para narrar aventuras de los tiempos gloriosos. Nadie tampoco conocía como él la historia patria, sus luchas, sus glorias, sus reveses, sus desesperaciones y sus triunfos. Sólo que, para el viejo luchador, los días obscuros y penosos de nuestras desventuras pasaban en sus relatos como nubes fugitivas, en tanto que las acciones grandes, las luchas bravas, los largos días de sol quedaban brillando, se detenían rutilantes, se alargaban igniscentes, coloreando con lumbraradas de gloria la narración del paisano.

¡Sarandí, Rincón, Ituzaingó!... esas cosas las sabía él como el Bendito y necesitaba más de una velada para trazar el cuadro de cada uno de esos triunfos soberbios. En cambio hablaba de Catalán y de India Muerta rápido, torvo, feroz, dando detalles con repugnancia, con asco, á la manera de quien escupe una cosa fea. No podía equivocarse en sus narraciones porque llevaba las fechas marcadas á fuego ó esculpidas á lanza en las diversas partes de su cuerpo.

No hablaba más que de los portugueses y de los porteños, citando á Alvear, á Lavalleja, á Rivera, á Oribe, á Díaz, á Garzón, á Suárez, narrando los episodios con tal llaneza y verdad, que el auditorio creía hallarse en aquellas grandes épocas. El viejo, por su parte, se imaginaba estar en su rancho con licencia y abrigaba una vaga esperanza de que cualquier día habrían de llamarle al servicio; porque para él no habían desaparecido los prohombres de su tiempo. Hasta la tapera del Tacuarí no llegaban periódicos, y las visitas iban á escuchar y á tomar mate. Si alguno se permitía comunicarle la nueva de un invento reciente, del ferrocarril, del telégrafo, oíale con la indiferencia de quien oye cosas qué ni entiende ni le importan, y concluía por interrumpirle con un relato suyo, al mismo tiempo que daba vuelta á la "cebadura"—que daba vuelta la "pisada", según su habitual decir—. Los años habían pasado sin dejar huella; los años habían pasado sin herir el corazón del viejo patriota, lo mismo que—debilitados por la barrera del Tacuarí—habían pasado los pamperos sin herir el techo de su rancho, aquel techo de paja negra y gastada, en el cual ya no se conocía la escalinata de las "empleas", y cuya cumbrera sillona semejaba el lomo acuchillado y lleno de lacras de un matungo aguatero. Los últimos acontecimientos, las perturbaciones, sacudimientos y hasta cataclismos políticos eran para él como la historia del yaguarón—el pez fabuloso que iba de un río á otro río por canales subterráneos que medían leguas—, aquella historia que les había oído contar á los viejos, en los altos, mientras los cuerpos entumecidos se calentaban en los grandes fogones del campamento: cosas buenas para escuchadas, pero no para creídas.

Cuando había permanecido cinco minutos con el mate en una mano y la pava en otra, prestando atención al tejedor de relatos nuevos, sacudía la cabeza, su grande, severa, greñuda y encanecida cabeza de león viejo, y con un: "Baya, baya con la yegua baya", cortaba bruscamente la narración del intruso y proseguía en sus lecciones históricas, acompañando la palabra con gestos, signos y amplios ademanes de ruda, pero marcada elocuencia:

"—Cuando el Sarandí, nosotro tábamo en un bajito...—empezaba don Venancio, y se interrumpía para sacar el cuchillo de la cintura y luego, haciendo rayas en el piso de tierra agregaba gráficamente:—Nosotro tábamo aquí, dispué que hicimo miñanguito los escuadrodes de Bentos Manuel; más paca, taba don Frutos, y como pacasito, ansina, taban las fuerzas de Bentos Gorzálvez... ¡Viera amigo aqueyos dragones cargar como rejucilo y cair sobre los macacos y hacerlos piacitos, pero piacitos amigo, piacitos!... ¡Y ya clavaron la uña tamién, y agarraron pu'aqueya cuchiya como luz mala, tapándoles la marca á los mancarrones!..." Y así, mientras había auditorio.

II

Un día, el compadre Sagarra llegó al rancho de don Venancio, y mientras le pasaba la tabaquera de goma inglesa y el librillo de papel Duc, le habló con aire indiferente:

—Vengo á decirle que se apronte, compadre, porque va á tener que bajar conmigo á la capital.

El viejo hizo tan brusco movimiento, que volcó con el pie la caldera sobre las cenizas y las brasas. El vapor blanco y caliente se alzó en seguida, obligando á retroceder á los dos amigos. Cuando el humo cesó, don Venancio levantó la pava, fué á llenarla al barril, la puso al fuego, concluyó de armar su cigarrillo, y exclamó sacudiendo la cabeza:

—Baya, baya con la yegua baya... ¡Que caídas tiene mi compadre!

Rió, encendió el cigarrillo y le echó yerba al mate. El compadre, por su parte, rió también, rió de la "espantada" de su amigo.

—¡Amigo! ¡Qué modo de escarciar!... ¡Y válgale la cuerpeada, que si no se "sancocha" las tabas!

—¡Tamién, compadre—respondió don Venancio, golpeando la boca del mate sobre la palma de la mano para "emparejar"—, usté suele agacharse con cada una que es como latigazo'e mayoral!...

Cuando Sagarra insistió, el viejo patriota estuvo á punto de encolerizarse. ¿El, Venancio Larrosa, el capitán Venancio Larrosa, abandonar su vizcachera del Tacuarí para ir á Montevideo?... ¡Valiente locura!... ¡Abandonar su rancho, dejar su pago!... ¡A no ser!... Y el viejo, trémulo, sorprendido con la radiación de una idea que era esperanza y temor, irresoluto ante aquel combate de luces que estallaba en su cerebro, exclamó con acento extraño:

—A no ser que... los compañeros me necesiten... En ese caso, aunque sea para "arriar" caballos.

Su amigo sonrió contento y se apresuró á. explicarle el objeto del viaje, que debía ser de mero recreo, acompañándolo á la capital para, que no muriera sin ver tanta maravilla, y mostrarle al mismo tiempo los hombres jóvenes, los que caminaban torpes con la espuela y no sabían manejar la lanza ni gobernar el caballo. Estos luchadores noveles deseaban oir la palabra cálida de los viejos luchadores. La guerra santa por la independencia y por la libertad no había concluido aún, y á la sangre derramada debía agregársele más sangre. El silencio que había reinado hasta entonces no era el licénciamiento, sino el descanso necesario á los músculos transidos tras rudo batallar; se había descansado como se descansa después del Catalán y después de Ituzaingó. Allá lejos, en un horizonte que él no veía porque se lo ocultaba el boscaje del Tacuari, cuajaba la tormenta. En lomas distantes el clarín había sonado tocando á reunión, y alguien había visto escurriéndose por las quebradas jinetes torvos que montaban caballos de guerra y esgrimían lanzas de urunday. Por los montes, por las sierras, empezaban á escucharse esos rumores sordos que semejan el gruñir de los arroyos en creciente y que son el hervor de los pagos insurreccionados. Más lejos, las grandes heredades permanecían mustias y calladas, suspensas las labores. Y más lejos todavía, en la ciudad grande y fuerte, en la capital, la mozada culta remolineaba, inquieta y nerviosa, decidida y brava, esperando el primer grito para lanzarse á la pelea, esperando ver flamear la bandera, enarbolada por los viejos, para agregarse a su lado y darle todas las palpitaciones de sus pechos nobles y vigorosos... La ruda tarea no había concluido. Nueva sangre debía unirse á la mucha sangre derramada. El fragor de la guerra retumbaría de nuevo en las campiñas como la voz del arcángel anunciando la ruina y el desplome de una sociedad maculada y perversa. En las cuchillas, en los llanos, en todas partes el negro pabellón de la discordia debía flotar sobre los campos inermes y las lanzas debían cruzarse cual se cruzan los relámpagos en noche tempestuosa, brilladores y rápidos...

Don Venancio picaba. Tener muchos oyentes para sus épicas narraciones; ver á sus viejos compañeros de armas renacer en el cuerpo de sus hijos y enseñarles á los hijos de los héroes cómo combatían sus padres y cómo morían grandes y fieros al pie de la bandera... La tentación le entraba. Sin embargo, el amor al pago mostrábale inclinadas y rotas las pobres paredes de su tapera; de aquellos ranchos que eran como una entraña suya, y debajo de los cuales hubiera querido morir el día que un pampero arrancara los ya flojos y carcomidos horcones; de aquellos ranchos donde vivía feliz, donde el fogón tenía siempre pronto un bramador y un churrasco, donde los muros, los techos, las cumbreras, los tirantes y las alfajías conservaban el recuerdo de sus cantos marciales y se entusiasmaban con él en la rememoración de las fechas inmortales y de los nombres gloriosos...

Pero al concluir esta argumentación egoísta tornábase serio y triste. ¿Cómo él, el capitán Venancio Larrosa, habría de mezquinar un sacrificio á su tierra?... ¿Desde cuándo?... Iría, sí, iría, aun cuando llevara el presentimiento de morir por allá, lejos del pago y sin haber alcanzado á escuchar la diana de la primera aurora.

Don Mariano lo animaba cariñosamente. ¿Por qué no la había de oir?.,. El no perdía la esperanza y era tan viejo ó más...

El capitán protestó:

—¡Que tan viejo como yo... y le llevo lo menos diez años... y pico; pero un pico de cigüeñal... ¡Baya, baya con la yegua baya!... Y dispués que usté está juerte como ñudo'el garrón, mientras qu'el viejo Larrosa y'anda perdiendo la lana lo mesmo que oveja vieja apestada.

Inútilmente acumulaba razones que no eran sino fingida resistencia, un modo de ganar tiempo á fin de no ceder de golpe.

Después de sorber la última gota había dejado el mate entre el tarro de la yerba y se paseaba agitado, mirando al suelo y escupiendo por el colmillo.

De pronto se detuvo, cogió una chala del suelo, la "alisó" con el lomo del cuchillo, le recortó los extremos, y sacando el naco, picó en el dedo y armó el cigarrillo.

En seguida cogió un tizón, y mientras encendía y chupaba con fuerza:

—¿Conqui'ay que dir?—dijo.

Y después que hubo prendido y largado una bocanada de humo espeso y negro agregó:

—¡Y yo que me creiba tranquilo¡... jQué vamo'hacer! ¡La suerte es ansina!... ¡Adonde irá el güey que no are!...

III

—¿Y, qué tal?—preguntaba don Mariano, mientras el viejo Larrosa, encandilado con la luz de treinta y seis picos de gas, miraba con asombro el enjambre de elegantes que bullía en el salón. El viejo los veía pasar y repasar multiplicados por los seis grandes espejos que adornaban los muros, y comenzaba á marearse con tanto ruido, con tanto movimiento.

—Linda mozada—dijo don Mariano.

Y el viejo contestó satisfecho:

—Linda, mesmo.

La mesa de enfrente fué ocupada por tres jóvenes elegantes, primorosamente afeitados, peinados y perfumados. En tanto bebían y hablaban de mujeres con petulante arrogancia, Larrosa observaba atentamente. ¿Era aquélla la juventud que esperaba oir la palabra de los viejos? ¿Era aquélla la falange dorada dispuesta al sacrificio? ¿Eran aquéllos los hijos de los héroes, los que irían pronto á recoger la lanza que cayera de la mano del luchador moribundo?...

Los mozos, con sus chaquetillas de lustrina negra y delantales blancos, iban y venían cargados con copas y botellas, rápidos y seguros en medio del enjambre.

El chocar de las bolas de billar, el golpear de los tacos en el suelo, los gritos, las interjecciones y el vocerío incesante llenaban el salón.

Don Venancio, atento á los jóvenes, todo ojos y todo oídos para los hijos de los héroes, había olvidado el café y la concurrencia y hasta á su amigo, á quien apenas atendía. ¡Cómo hablaban de la patria los futuros regeneradores! ¡Con qué elocuencia explicaban lo de independencia por equilibrio, y con qué gana reían de las actitudes patrióticas!... El pobre viejo narrador de epopeyas creía soñar. ¡Cómo pudo imaginarse que los nombres venerandos de Artigas y Lavalleja, esos nombres que él— el capitán Venancio Larrosa, soldado de Ituzaingó—pronunciaba con respetuosa admiración, habían de caer bajo la sátira audaz de la juventud de su patria! A galope, á galope por las cuchillas del pasado, el gaucho bravo iba resucitando en su memoria todos los hombres de su época y haciendo surgir todos los episodios del drama grande y sangriento que tuvo una escena en cada pago y un actor en cada oriental. Su pequeño cuerpo, encorvado y débil, se agitaba como si otra vez lo abrasara la fiebre del entusiasmo; sus manos, flacas y torpes, se movían inconscientemente, cual si la izquierda creyera oprimir las riendas del potro indómito y la diestra soñara empuñar el astil de aquellas lanzas que llevaban el exterminio en los rejones iluminados por la luz del sol de Mayo, y su cabeza, su cabeza de león envejecido ya, impotente, pero siempre altivo, se irguió, mirando de frente á los blasfemos: de frente, de frente, de frente, como miraban al enemigo dé la patria los soldados de Artigas, los soldados de Lavalleja, los soldados de Rivera; los vencedores de españoles, portugueses y porteños; los gauchos brutos, valientes como el valor, y como el patriotismo patriotas!...

—Nuestra mayor desgracia—decía uno de los jóvenes con entonación de magister—, arranca de la reconquista. Después todo fué errores. Nosotros, ya que no quedamos colonia inglesa, debimos ser colonia argentina ó brasileña.

El viejo Larrosa no pudo soportar más. Todo su amor al terruño le subió á la garganta. Se puso de pie, se irguió, sacudió la cabeza y, extendiendo la diestra amenazante, gritó con voz ronca y sombría:

—¡Ah, pillos! ¡Ah, traidores renegados! ¡Cállense, trompetas, cállense; dejen de hablar de la patria á los que se han quemao, á los que han aguantao la marca sin balar, á los que nunca han andao con remilgos pa bolear el cuarto á los patriotas!... Pero ustedes—agregó tomando aliento—, ustedes que no sirven ni pa "arriar" chanchos, no tienen derecho pa hablar!...

No se oía el menor ruido en el vasto salón. Todos los juegos habían cesado, todos los rostros se habían vuelto, todas las miradas estaban fijas en el viejo paisano acusador y en los turbados jóvenes acusados.

Estos no se movieron, dominados por el inmenso poder de la sinceridad. Don Mariano, conmovido también, quedó inmóvil, y, en el silencio inmenso y terrible, dominando todas las cabezas, el cuerpo del gaucho parecía agigantarse en su terrible actitud de patriota indignado. Y ante el sordo rugido de aquella sangre vieja que conservaba todo el ardor de las energías nativas y todas las grandezas de la raza inmortal, no hubo quien se atreviera á la réplica.

Duró un segundo. En seguida, como si el enorme esfuerzo hubiera agotado la poca fuerza vital que le restaba, anonadado, roto, concluido, el viejo gaucho se desplomó, llenos de lágrimas los ojos, estallando de pena el corazón.

Quizá á esa hora, allá lejos, en lá costa del Tacuarí, se desplomaba también el viejo rancho trabajado por el pampero.


Octubre de 1896.

Por matar la cachila

Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.

El patrón, su capataz y cinco peones, sentados alrededor del fogón, tomaban mate y vigilaban el medio capón que se doraba ensartado en el asador. Todos me recibieron bromeando amigablemente, con esa democrática familiaridad de paisanos viejos para los cuales no existen jerarquías sociales. Don Anselmo reanudó sus elogios al parejero; se "churrasqueó", y montamos á caballo cuando comenzó á clarecer. Blanqueaba el campo con el rocío; una línea carmesí, muy tenue, coloreaba el Levante, y en el cielo azul purísimo, la luna blanca y grande bajaba lentamente hacia, el ocaso. Cerca de las casas, las tamberas y los bueyes rumiaban echados, sin inquietarse por nuestra aproximación, contentándose con dirigirnos la mirada mansa de sus grandes ojos redondos. La majada, recién esquilada, dormía apeñuscada en el rodeo, y sólo las perdices madrugadoras correteaban picoteando la yerba y silbando alegres. La peonada iba contenta: el arreador de larga trenza en la diestra, las boleadoras en la cintura, el lazo á los tientos. El capataz, con dos peones, "enderezó pal rodeo del Bajo"; otros dos peones,, con el patrón á la cabeza, se dirigieron al rodeo de las Islas. Yo quedé, con un indiecito, en una loma donde ya estaban dos hombres con el señuelo. Media hora después resonaban por todo el campo el golpear de las pezuñas de los vacunos y la gritería de los gauchos. Poco á poco habían ido llegando los "convidados", y cuando, á eso de las siete, el ganado estaba, en el rodeo, más de veinte personas lo circundaban.

Los vacunos mugían, remolineando, moviéndose incesantemente, escarbando el suelo, embistiéndose toros contra toros, vacas contra vacas, en furiosos asaltos á "guampa". A cada. instante, un animal emprendía la fuga, y al punto un grupo de jinetes se apartaba en su persecución, emprendiendo carrera loca, sin preocuparse de las asperezas y accidentes del', terreno, ya en cuesta abajo, ya saltando zanjas, ora remontando pedregosas faldas de cerros enhiestos, ora hundiéndose en la ciénaga de los bañados. Todo esto acompañado del zumbar de los arreadores y los ladridos de los perros, que se encarnizaban mordiendo los garrones de la res, saltándole al hocico, prendiéndosele de la cola. De cuando en cuando, el novillo se detenía, ponía á raya á los perros, embestía lanzando inútiles botes de aspa, remolineaba, tornaba á emprender la fuga, y, al fin, transido, dominado, tornaba al rodeo, dando bufidos sordos de soberbia impotente.

En lucha mi temperamento con mi educación, impelido por mis instintos heredados y sofrenado por la prudencia de mis raciocinios, permanecía yo muy quieto: la pierna cruzada sobre el recado, el cigarrillo en la boca, en la orilla del rodeo, contemplando con curiosidad las diversas fases de la faena. Me había llamado la atención un hombre muy grande, con el rostro estriado de costurones, que cabalgaba en un redomón airoso, corría frenéticamente y vociferaba sin cesar, blandiendo el arreador de urunday con virolas plateadas. Como el indiecito que había sido mi compañero acertó á pasar por mi lado, le detuve y le pregunté:

—¿Quién es ése?

El peón, muy atareado en armar el lazo, me respondió entre dientes:

—Bichuca... hombre malo.

Con más curiosidad aún después de haber oído aquel extraño nombre y aquel comentario, volví á interrogar al indiecito:

—¿Y esas cicatrices?

Mi compañero miró al hombre que tanto llamaba mi atención, y con voz muy baja y recelosa, contestó:

—Por matar la cachila.

En seguida, sin concluir de arreglar los rollos del lazo, y tomando como pretexto un ternero que disparaba, picó espuelas y se alejó rápidamente.

"Bichuca... hombre malo... Por matar la cachila."—¿Qué diablos podía significar todo eso?... Preocupado con aquel misterio dejé de observar las maniobras del aparte, y concretado á estudiar mi extraño personaje, me distraje hasta el punto de que más de una vez estuve expuesto á ser arrastrado por un novillo. Sentía inmensos deseos de hablar á don Anselmo, quien seguramente habría de darme datos más precisos; pero éste se hallaba en el interior del rodeo, mirando, dando órdenes, señalando la res que debía sacarse, y tuve que esperar ocasión propicia.

El sol era fuego, el aire estaba inmóvil, y tan grande era la polvareda, que se hacía muy penosa la respiración. Sin embargo, los trabajadores no cejaban: sudorosos, los rostros ennegrecidos por la tierra, multiplicaban las carreras en los pobres caballos, que echaban espuma por boca y narices, y que parecían haber salido de un baño, luciente la piel, hundida la barriga. Las voces se hacían más roncas, el tropel más grande, las corridas más frenéticas. Algunas reses apartadas aprovechaban un descuido de los rondadores y escapaban bufando, con dirección al rodeo; la lucha se entablaba entonces rabiosa de una parte y de otra, los novillos no disparaban ya, sino que embestían encolerizados, bregando por reunirse con los demás. La torada, inquieta, excitada por el trote y por el calor sofocante, mugía escarbando el suelo y levantando nubes de polvo fino; los terneros, extraviados de las madres en el alboroto, balaban desesperadamente, y el vacaje, furioso, se revolvía sin cesar. En las orillas se multiplicaban los duelos: resonaba el chocar de los cuernos y de las frentes, y no era raro oir el quejido lastimero de algún becerro enamorado que, sorprendido y tomado de flanco por un toro corpulento, se alejaba con una costilla rota ó con las entrañas desgarradas.

Al fin, el patrón, que andaba distribuyendo caña, se acercó á mí con la botella en la mano:

—Tome un trago pa que no se le corte la sangre—me dijo campechanamente; y agregó riendo y mientras se secaba el sudor de la cara con la manga de la camisa:

—¡Trabajo loco, el suyo! ¡Tamién se mi'hace que usté es de los qui'andan á caballo e'miedo'e las víboras!

Sonreí, le devolví la botella, y siempre preocupado con el hombre de los costurones:

—¿Aquel?...—dije señalándolo.

Don Anselmo cesó de reir y contestó brevemente:

—Bichuca.

—Ya, ya; pero, ¿y esa cara así?...

El patrón hizo como el indiecito: miró receloso, se me acercó y, bajando la voz:

—Por matar la cachila—dijo.

—¡Cuénteme, cuénteme!—exclamé en el colmo de la curiosidad; pero el estanciero empinó la botella, sorbió un gran trago de caña, se limpió los bigotes con el revés de su mano grande, negra y velluda, y contestó, siempre en voz baja:

—Dispués... es hombre malo.

Y sin agregar más, se alejó nuevamente.

¡Misterioso personaje,al cual todos parecían demostrar temor! ¿Recuerdos de qué drama serían aquellas espantosas cicatrices que le daban el aspecto de un monstruo?...

Disimuladamente me fui aproximando á él. Conversaba en esos momentos con el capataz de la Estancia y pude observarlo á gusto, sin que advirtiera mi presencia. Era un coloso. Las pantorrillas parecían querer reventar la ancha caña de las botas amarillas; en la cintura—gruesa como un tronco de coronilla centenario—llevaba atado el poncho de verano; la camisa de percal—pegada á las carnes con el sudor—dibujaba la poderosa musculatura de la enorme caja torácica; sobre un cuello semejante al morro de un toro viejo asentaba la cabeza grande, poblada de un bosque de cabellos revueltos, encrespados y de un color rubio rojizo. El rostro era de una de esas fealdades monstruosas que espantan y atraen al mismo tiempo. Largo y ancho—casi cuadrado—, no tenía forma humana. En el sitio de la ceja derecha se alzaba un promontorio rojizo, sin un pelo; de la ceja izquierda quedaba un montoncito de cerdas rojas y erizadas; la nariz era un conjunto de lóbulos parduscos; las mejillas y la barba, una serie de cicatrices, elevaciones y depresiones, montículos y zanjas, unos lisos y lucientes, otros ásperos como piel de cerdo; aquí encarnados, allí blanquecinos, amarillentos en partes, terrosos en otras, y el todo salpicado de cortos y rígidos pelos rojos. Pero lo más horrible del conjunto era la boca. De un lado, los dos labios habían sido completamente deshechos, triturados, convertidos en una especie de picadillo; del otro, el inferior pendía, grueso, disforme, vuelto hacia fuera como un pulpejo repugnante; y el superior, tendido, arrastrado hacia abajo, dejaba al descubierto los caninos y hacía el efecto de una espantosa risa histérica. Luego, en aquella miserable fisonomía muerta, impotente para manifestar la más mínima impresión del alma, dos ojos inmensos y renegridos —milagrosamente escapados del desastre — brillaban con incalculable intensidad allá adentro, hundidos entre las carnes abultadas. La mirada era insolente, provocativa, feroz. El incendio que un rencor inagotable había encendido en aquel cuerpo de gigante brotaba en llamaradas por los ojos. Nervioso, inquieto, hablando á gritos, sacudiendo el arreador, taloneando el caballo, el coloso me vio, notó que lo observaba, me fulminó con la vista é hizo ademán de arrojarse sobre mí... Tuve miedo.—Cierta vez, andando á pie, solo en medio del campo, con la escopeta al hombro, me hallé de pronto frente á frente con un toro bravio que pacía entre unas chucas. El toro me miró, escarbó el suelo, bajó el testuz y arrancó. Yo hinqué una rodilla en tierra, eché el arma á la cara é hice fuego. Fué un segundo, nada más que un segundo; pero el horror de aquella escena no lo había experimentado ni en el campo de batalla ni en otros varios trances apurados en que he jugado mi vida. Pues bien: la mirada del hombre de los costurones me produjo el mismo efecto. Bajé la cabeza, castigué el caballo y me alejé apresuradamente. Entonces comprendí el aire receloso del indiecito y del patrón, y entonces tuvo para mí verdadero significado la frase repetida de: «Es hombre malo.» Es que aquéllo no era un hombre, sino una fiera, un animal monstruoso que intimidaba con su sola presencia, que infundía pavor con la mirada, en la cual había algo de extrahumano, un poder misterioso que amedrentaba á los más viriles.

Concluida la faena, ya pasado medio día, volvimos á la Estancia, donde nos esperaban, dorados y sabrosos, los gordos asados. Yo comí poco, hablé menos, me retiré á mi cuarto para dormir, como todos, la apetecible siesta; pero fueron inútiles todos mis esfuerzos por conciliar el sueño. La imagen de Bichuca me perseguía, me obcecaba, flotando siempre ante mi vista como el fantasma de una pesadilla. Cada vez que cerraba los ojos veía inclinada sobre mí la monstruosa cabeza y me parecía sentir el fuego de aquella mirada iracunda. Me bajé del catre, abrí sigilosamente la pequeña puerta, y salí al patio. Reinaba un imponente silencio: el suelo ardía; inmóviles y achicharradas estaban las hojas del frondoso paraíso, á cuyo pie roncaban, tendidos largo á largo, dos corpulentos mastines; sobre los techos de cinc el sol producía una reverberación deslumbradora; en la enramada, los caballos, con los cuellos estirados y cerrados los ojos, intentaban dormir y sacudían sin cesar las largas colas, acosados por el enjambre de moscas; en el campo, sobre las lomas cubiertas de flechilla, brillante como una coraza de oro, las bestias permanecían quietas, embargadas por el sopor de la siesta.

Andando muy despacio llegué á la puerta del gran galpón, donde dormían diez ó doce hombres tendidos sobre los recados, tapadas las cabezas con los ponchos para librarse de los insectos que zumbaban, yendo de ellos á los grandes trozos de carne que envueltos en bolsas de arpillera colgaban cerca del techo, enganchados en aspas de venado. El sudor de los hombres, el hedor de los perros, el tufo de los cueros apilados en un rincón, las emanaciones de la bosta de los caballos, todos esos olores acres se aunaban para producir un olor sui géneris, fétido, espeso, amodorrante.

Detrás del galpón se erguía un añoso ombú que ofrecía inmensa y envidiable sombra. Me dirigí hacia él, me acerqué y de pronto me detuve medroso. Sentado sobre las gruesas raíces, el codo apoyado en el muslo y la cara en la palma de la mano, estaba Bichuca. Yo veía su torso de gigante y su clinuda cabeza roja. No había hecho un movimiento, no había oído mis pasos; pero yo sentí que aquel hombre no dormía. Solo, mientras los otros estaban juntos; velando, mientras los demás roncaban; inaccesible á la fatiga, indiferente al rigor de los calores, el monstruo debía de sentir un horroroso tormento; el veneno corrosivo de un incurable sufrimiento moral debía de hervir en aquel corpachón grande y fuerte como ñandubay. Pasaron diez, quince, veinte minutos. Bichuca no hacía un movimiento, y yo me hallaba como petrificado; contenía la respiración y me veía impotente para retroceder, y más impotente aún para avanzar. En eso, un perrazo negro, reyuno y rabón, que dormitaba á los pies del amo, volvió la cabeza para rascarse el flanco; me vio, se incorporó, descubrió su blanca y temible dentadura y lanzó un gruñido sordo. El hombre se movió rápidamente y fijó en mí su espantosa mirada amenazante. Yo debí permanecer como el pajarillo fascinado por la serpiente. Quise hablar y no lo conseguí; intenté huir y me fué imposible. El terror, un indescriptible terror, se apoderó de mí, palideció mi rostro, oprimió mi pecho é hizo temblar mis piernas. ¿Que es absurdo? ¡Oh, es necesario haber visto aquel rostro, ¡aquel rostro!, ¡y haber sentido el fuego abrasador de aquella mirada!... Cuánto tiempo pasó, no sé... un siglo. El coloso se puso en pié, masculló unas palabras terribles,, se alejó, llegó á la enramada, tomó su caballo, montó de salto y partió al galope, al galope hasta perderse en el próximo bajío.

Cuando, dos horas más tarde, contaba á don Anselmo mi aventura, éste frunció el ceño y me dijo con voz solemne:

—Se ha escapao como de entre los indios..

—¿Pero quién es ese hombre?—pregunté ansioso, rabiando por descifrar aquel enigma..

—Una historia—me respondió el viejo ganadero—,una historia larga y fiera.

—Pero cuéntela; me parece que no voy á. poder comer, ni dormir, ni estar tranquilo mientras no sepa quién es ese misterioso y terrible ser que á todos asusta.

—Luego, cuando estemos solos... á la noche, dispués de la cena—contestó el patrón.

Y en seguida, caviloso, como hablando consigo mismo, continuó:

—Hombre malo... el mesmo demonio. Usté se ha escapao como de entre los indios. ¡ Qué barbaridá!

No insistí y esperé febrilmente que llegara la noche. Cenamos, "amargueamos", y don Anselmo salió al patio con el pretexto de dar algunas órdenes; lo esperé más de una hora, y viendo que no volvía, me dirigí á mi cuarto y me senté en el catre, dispuesto á no acostarme sin haber tenido la explicación del misterio. Estaba concluyendo mi cuarto cigarrillo cuando el patrón apareció. Sin pronunciar palabra cerró la puerta, echó la tranca y vino a sentarse á mi lado. Entonces, emocionado y en voz muy baja—como si aún temiese ser oído, no obstante las precauciones tomadas — dio comienzo al trágico relato. Cuando se puso en pie y me dio las buenas noches empezaban á cantar los gallos. Yo me acosté, sin tomarme el trabajo de quitarme las ropas, y estuve todavía largas horas sin poder conciliar el sueño.

Al día siguiente regresé á mi casa. Muchas veces quise escribir la lamentable historia de aquel hombre que tan hondamente me había impresionado; pero el temor me detenía y el episodio quedaba grabado en el recuerdo, esperando la hora propicia de ser confiado al papel. Transcurrieron varios años, y un día que don Anselmo estaba de visita en mi casa me preguntó con visibles muestras de contento:

—¿A que no sabe quién murió?...

—¡Bichuca!—repliqué sin titubear.

—¡Clavao!..Se quebró el pescuezo de una rodada, apartando unos novillos en lo del viejo Lucas. Esa misma noche de un tirón, sin abandonar la pluma hasta haberle dado fin, escribí el relato de la trágica aventura que va á leerse, y que no es sino la fiel reproducción de lo que don Anselmo me contó en su Estancia, en el silencio de una caliginosa noche de Diciembre.

Marcelino Veiga era el hijo único de un viejo tropero, muy conocido en la comarca, muy jugador, y que á su muerte no había dejado á su vastago otra herencia que una tropilla de caballos y un apero de plata. Marcelino—que á la sazón frisaba en los diez y seis años—entró como peón en la Estancia de don Cesáreo Méndez, rico propietario, que fué gran amigo de su padre. Fuerte, activo, inteligente, el mozo estaba siempre dispuesto á las más penosas y difíciles tareas, y no tardó en granjearse las simpatías y el cariño del patrón. De elevada estatura, grueso y morrudo, era extremadamente prolijo en el vestir y en el cuidado de su persona. Tenía una larga cabellera crespa y rubia, tirando á rojo, siempre muy limpia, peinada y lustrosa con el aceite aromático; sus ojos eran grandes, negros y expresivos; la nariz era fina y fuerte; la boca, con labios demasiado gruesos, era bella, sin embargo, y él sabía hablar y reir de cierta manera que la hacía graciosa; en el pago pasaba por un lindo mozo: él lo sabía y se enorgullecía por ello. Domador, pialador, diestro en las más rudas labores campesinas, era al mismo tiempo el mejor bailarín del pago, el primer guitarrero y el más aplaudido cantor. Todos los domingos, bien acicalado, ensillaba su "flete" con las "garras" de plata y salía á visitar los ranchos y á requebrar las chinas. No tenía novia: distribuía sus galanteos entre todas las conocidas y todas "le seguían el apunte"—como él decía—, porque no había en el contorno mocetón más divertido y jaranista. Los compañeros le apreciaban y le querían, porque era buen amigo y buen camarada, capaz de hacer cualquier servicio con tal de que halagaran su vanidad de buen mozo y de galán afortunado. Cuando alguna de las chinas del pago daba á luz un pequeñuelo, los peones decían, riendo:

—¡Ése, dejuro es de Bichucal...

Y Bichuca sonreía socarronamente y negaba la paternidad—real ó ficticia—-de una manera que equivalía, si no á una confesión, al menos á manifiesta declaración de complacencia.

—Pueda que sí, pueda que no; yo no soy el único que lavo la ropa en ese lavadero. Y d'iai, ¡quién sabe!...

—La madre aliega que es tuya.

—¿Y quién aliega por la madre?...Tuítos hemos arrimao tierrita.

Y como uno exclamara:

—¡Y es fiero el guacho como gorrita en cabeza grande!

Bichuca, medio en serio, medio en broma, replicaba con firmeza:

—Entonce no es mío. Ternero corneta y borrego negro, no son de mi cría, y ni marco ni señalo. ¡Á otra cancha con ese pial!

De este modo, engreído, amándose apasionadamente, creyéndose un Adonis, llegó á ser, á los veintidós años, una especie de tenorio gaucho, de bombacha y poncho, sombrero con barbijo y bota con espuela de plata. No bebía, no fumaba, no era afecto á las carreras, ni al naipe, ni menos á la taba; los seis pesos de su sueldo mensual se empleaban íntegros en el arreglo de su persona. Alcanzábanle para vestir siempre lujoso, y aun sobraba para el Agua Florida y el jabón de olor, porque gustaba de los perfumes y de las flores como una china coqueta. Merced á las consideraciones que el patrón le dispensaba, tenía puerta franca después de la cena; y ora en bailes y serenatas, ora en otras más positivas diversiones, casi siempre pernoctaba fuera de la Estancia. Mal dormido, ó sin dormir, no se mostraba por eso menos afanoso en la lidia diaria, y á nadie le iba en zaga. En las siestas, mientras los otros compañeros dormían, él fregaba sus prendas de plata, ó cepillaba y tendía para que se oreasen, sus prendas de vestir, ó engrasaba las botas, ó se afeitaba prolijamente, ó ensayaba en la guitarra, á media voz y con sones apagados, alguna décima que se prometía cantar á la moza que le tenía encaprichado. Y sin descuidar ningún trabajo ni sacrificar un instante á sus obligaciones, nunca le faltaba tiempo para atusar, desvasar y "desaguachar" sus caballos. ¡Así era de linda y pareja y envidiada su tropilla! No las tenía mejores el patrón.

Debía concluir, sin embargo, aquella vida alegre de picaflor. Marcelino encontró una paisanita más viva ó más experimentada que las otras: una morocha retrechera, de ojos atrevidos y de risa sonora, que escuchaba con gusto las frases apasionadas del galán, se cimbraba voluptuosamente en sus brazos, en las cadencias perezosas de las habaneras, pero echaba atrás la cabeza, bajaba los párpados y sonriendo contestaba: ¡No!, cada vez que él la apremiaba para que correspondiese á su amor. El vanidoso eramorado se sintió herido en lo más íntimo del alma y se propuso rendir á cualquier precio aquella plaza rebelde. Resultó lo de siempre, la eterna y vulgar historia: el capricho transformado en amor imperioso y tiránico. La chinita empezó por declararle que de ella no obtendría favor alguno antes de la unión legal. Cuando en las vueltas de un vals él la oprimía demasiado, ella se apartaba bruscamente, exclamando entre enojada y risueña:

—¡No apriete, que no es pa queso!

En otros tiempos no hubiera sido necesaria: esa advertencia, porque siempre había un viejo bastonero que de rato en rato repetía:

—¡No pegarse, caballeros, que los van á tomar por saguaipés! ¡Que se vea luz entre cuerpo y cuerpo!

Durante un año, las relaciones siguieron de este modo: él cada vez más caldeado, más exigente, brutal en sus manifestaciones de macho fuerte y dominador; ella siempre sonriente, desafiando sus iras, burlándose de sus amenazas, é inventando cada día una nueva coquetería, que resultaba una nueva rama echada á la hoguera. En la primavera, cuando todo se estremece en ansias de fecundación, en que la tierra, pronto llena, ríe satisfecha, como la buena paisana que ostenta con orgullo el vientre inflado; en esa estación en que parece que la vida renace y se desborda en brotes múltiples; en esa época en que se diría que la vida sobra en cada ser, en los animales y en los vegetales, y que una fuerza interna, impele á la reproducción, al empleo útil del exceso vital, Marcelino tuvo que doblegar su orgullo.

Fué un día á visitar á la china, firmemente resuelto á concluir aquella larga, fastidiosa y torturante disputa.

Estaba serio, hablaba poco, tomaba el mate de manos de Martina sin apretarle los dedos ó pellizcarla—como era su costumbre—y sin dirigirle casi la palabra. Un chicuelo entró en la salita, diciendo á la madre que la llamaban para que viera si ya estaba cocido el pan. Los jóvenes quedaron solos, y Marcelino, con voz extraña, en que se advertía el dolor de una concesión hecha á disgusto, empezó:

—Martina, vamos á hablar serio.

Ella sonrió; con su perspicacia criolla comprendió que el mozo había llegado adonde ella quería traerle; que se doblaba, que se rendía, y dijo haciendo una mueca:

—¡Jesús!... Vamos á hablar de difuntos.

El, muy serio, enojado por la broma, continuó diciendo:

—Cosas serias. Yo la quiero, usté lo sabe y usté parece dudar siempre de mí, creyendo que trato de engañarla, de burlarme de usté...

Ella lo interrumpió:

—¿Que usté me quiere?... Bueno; pero ¿usté sabe si yo lo quiero? ¿Le he dicho alguna vez que lo quiero?

—¡No sea mala!

—Mala; ¿por qué?... Amigos sernos, pero amiguitos no más; mujeres sobran: usté puede ir á elegir pa sus porquerías. ¡Hay tantas, y tan sinvergüenzas!

Maupassant ha dicho: "C'est béte, les femmes; une fois qu'elles ont l'amour en tete, elles ne comprennent plus rien." La frase es linda, la verdad falta; aplicada á los hombres, tendría valor. Las mujeres no pierden jamás la cabeza, y menos en materia de amor: le petit sens pratique no las abandona ni aun en los momentos de verdadera expansión pasional. El aforismo de Bartrina: "La mujer no ama, se ama", aparece de un egoísmo brutal que nuestra galantería rechaza; pero la sociología, la fisiología y la psicología científica prueban que hay mucho de cierto en la grosera expresión del poeta enfermo.

El enamorado gauchito, que se sabía de memoria veinte declaraciones, quedóse turbado y sin hallar respuesta. Al fin, venciendo resistencias:

—Yo la quiero pa casamiento—dijo, poniéndose escarlata.

Martina rió ruidosamente, echó atrás la cabeza dejando ver el cuello bien torneado, y contestó con ironía:

—¡Sí!... El terutero grita lejos del nido, pero á mí no logra engañarme.

—Hablo serio.

—Y á mí lo serio me da risa.

—¿Entonce no me quiere?

—Yo no dije que no...

—Una cosa ha de ser... ó la otra.

—¿Es juerza?... El tigre tiene pelos blancos y pelos coloraos, y no es blanco ni colorao, sino overo.

—¡Overo me estás poniendo!

—¡Iguale y largue, mozo!

—¿Y por qué decís?...

—Porque me parece que no semos hermanos pa que me trate de tú.

Jamás el presumido gauchito habíase visto en trance semejante. Más desdeñado se veía, más se afanaba en la conquista y menos lograba recobrar su aplomo. De orgulloso, tornábase en humilde y mendigaba, desconcertado con las bromas de la avispada chinita.

—Mire, yo soy muy derecho...

—¡Ya sé! Usté es como el anzuelo, y lo derecho del anzuelo es torcido.

—¿Por qué no me dice que soy como guampa'e carnero?

—Porque como entuavía es soltero...

—No se ría, Martina, que yo la quiero de en deberás y estoy pronto á probárselo.

Ella se puso seria y contestó sin reir:

—¿A probármelo? ¿Y cómo?

—Haciendo lo que usté me mande.

—Güeno; yo tengo simpatías por usté...

—¡Ah! ¡yo bien sabía que vos me querías!— exclamó contento Veiga.

Pero la moza, siempre seria, contuvo su entusiasmo:

—No atropelle, mozo, no atropelle, que la tranquera está cerrada—dijo—. Yo tengo simpatías por usté; pero pa atenderlo es preciso que me prometa y cumpla lo que le voy á decir; si no, nada.

—¿...?

—Primeramente, usté va á dejar de visitar á las mozas del pago; segundamente, no va á dir á ningún baile...

—¡Acetao!

—... y si yo sé—y yo viá saber—que ha cumplido lo que le digo, le permito que di'aquí dos meses venga á visitarme, y dispués que hable con mama... ya puede dir hablando al juez y aviriguando cuándo viene el cura.

Marcelino quedó perplejo:

—¡Cómo!—dijo—. ¿Y en dos meses no podré venir á verla?

—No.

—¿Ni visitar á naides?

—A naides... El hombre que á mí me quiera me ha de querer á mí sola y me lo ha de probar antes de ser mi marido.

Y después de estas orgullosas palabras le tendió la mano:

—¿Aceta?

—Aceto—contestó el mozo oprimiendo con fuerza la pequeña mano morena y gorda.

¡Dura condición la que le habían impuesto! No visitar, no ir á los bailes, no mostrarse, imponiendo sus ventajas de buen mozo: ¡una locura!... Camino de la Estancia iba pensando en ello y encontraba absurdo su compromiso; pero como nunca creyó que un hombre estuviese obligado á cumplir lo prometido á una mujer, se consoló diciéndose que no había hecho otra cosa que perder un domingo. ¡Y había tantos en el año!

Sin embargo, durante toda la semana anduvo pensativo y todas las noches durmió en su catre, en el cuarto de los peones. Un sábado debía efectuarse un baile en casa de un puestero de la Estancia, y aunque lo habían invitado y había prometido asistir, al llegar la tarde pretextó una indisposición y se acostó á dormir. Y así sucedió varias veces más. Encontraba ridículo su sometimiento, pero no se atrevía á desobedecer, prometiéndose tomar el desquite cuando la altiva chinita se hubiese rendido. Su retraimiento se comentaba en el pago, y los compañeros, excitada su curiosidad, hacían vanos esfuerzos por descubrir la causa; vanos esfuerzos, porque él no había de decirlo, y Martina era bastante perspicaz para comprender que una jactancia suya podía echarlo todo á perder, despertando el inmenso orgullo y el excesivo amor propio del gauchito.

Si Marcelino sufría con verse privado de su independencia, movíale á soportarlo el deseo de una victoria que coronaría dignamente su carrera de galanteador afortunado. Pero andaba triste, taciturno, desasosegado, como hombre que se priva de un vicio contumaz. En las tardes, después de concluido el trabajo, se aislaba para cantar á media voz, con acompañamiento de guitarra, décimas melancólicas y estilos quejumbrosos. Los domingos los pasaba generalmente en el Tala—un arroyito que corría á pocas cuadras de la Estancia—, y donde, con el pretexto de pescar, permanecía casi todo el día meditando y soñando.

De este modo y con ese género de vida se deslizaron seis semanas, hasta que una tarde, vagando por el arroyo, Marcelino se encontró con Ana Soult en el lavadero. Era ésta una mocetona de veintitrés años, alta y fornida como un granadero de la guardia napoleónica. Hija de un labrador suizo, muerto de un accidente cuando ella sólo contaba meses, había crecido miserablemente, pues el trabajo de su laboriosa madre proveía con dificultades al sustento de los seis rapaces que llenaban la choza. Con el andar del tiempo la caterva se fué dispersando; á ella la recogieron en la Estancia, donde desempeñó funciones de "mucama", hasta que su edad le permitió ascender á la categoría de "peona". Con sus cabellos rubios, con su cutis blanco y rubicundo, con sus ojos azules y su boca grande y graciosa, no era fea; pero su cuerpo hombruno, sus espaldas anchas, su amplia cintura, los gruesos pies y las lucientes manazas, parecían quitarle los atributos de su sexo, y si bien todos los peones—y Marcelino entre ellos—la hostilizaban de continuo con bromas groseras, ninguno había pensado en poseerla. Ella, por su parte, no daba ninguna importancia á las palabrotas de los camaradas, y respondía con otras no menos crudas, riendo de buena gana. Era de un carácter alegre y despreocupado, no sentía necesidad de amar y se contentaba con la amistad, muy sincera, que todos le profesaban.

Esa tarde estaba en cuclillas al borde del arroyo, con la falda recogida, las mangas de la bata levantadas y desprendidos varios botones, que dejaban ver un cuello blanco y fuerte, humedecido por el sudor. Al ver á Marcelino volvió la cabeza, y sin dejar de refregar la ropa lo interpeló alegremente:

— ¡Hola, buen mozo! ¿Qué andas haciendo por la orilla el agua, como copincha que toma el sol?...

El mozo se encogió de hombros, sin responder, y mientras ella seguía hablándole, sin mirarlo y siempre ocupada en su trabajo, él la contemplaba. Aquel montón de carne blanca, las gruesas caderas que se dibujaban con audacia, un trozo de pantorrilla que se mostraba oprimida en la media blanca, el torso morrudo, la nuca sudorosa, el olor de mujer comenzaron á trastornar la cabeza al enamorado gauchito. Quiso bromear.

—¡Abájate la pollera, chancha, que te se ven las piernas!—la dijo.

Pero ella, que estaba habituada á tales dicharachos, contestó sin inmutarse:

—¿Y di'ay? Son mías y las puedo mostrar.

Marcelino se acercó y pellizcó audazmente la rolliza pantorrilla; entonces la moza, volviéndose rápida, le dio un revés en la mano atrevida.

—No te propases—exclamó fingiendo enojarse—; ya sabes que de palabra todo está güeno, pero no me gusta que me toquen, porque no soy guitarra.

A poco, riendo con su alegre y sonora risa infantil, prosiguió:

—¿Te han echao de las casas, y andas aura buscando por el monte?

El mozo se había puesto serio y tenía el rostro encendido. Se acercó é intentó besarla.

—No seas boba—dijo—; ¿por qué no me querés?...

Ana se puso de pie y mirándolo con ojos de asombro:

—¡Avisa—exclamó lanzando una carcajada, creyendo que sólo se trataba de las bromas de costumbre. Sin embargo, no tardó en convencerse de que no era así y de que su camarada ardía en deseos que ni él ni ningún otro le habían manifestado jamás. Al principio tornóse seria, pero en seguida volvió á reir, á reir con más gana, divertida con la ocurrencia de Marcelino, que encontraba grotesca. Su ancho rostro rojizo, de expresión infantil, honesto y cándido, sereno y plácido, rió con los labios, con los ojos y con las mejillas; rió con la buena risa fresca y sana de la gente del pueblo ante una farsa graciosa. En su alma niña no cabía la pasión amorosa, y en su cuerpo de marimacho, castigado por ruda y larga faena, el instinto del sexo había desaparecido. No obstante la libertad de lenguaje que empleaba, poseía una castidad animal, que mantenía sin violencias, no habiendo soñado en hora alguna que pudiese ser codiciada, y no habiendo tampoco sentido nunca los enardecimientos de la carne. Mas como Marcelino, loco de deseo, convertido en bestia imperiosa, manifestara su intento de obtenerlo todo á todo trance, por buenas ó por malas, y se hiciera cada vez más provocativo, llegando á exclamar furioso:

—No te resistas, que ha de ser por la razón ó la juerza, como las onzas chilenas.

Ella se preparó á la lucha, desdeñando á su adversario y diciéndole en son de burla:

—Bueno: vamos á luchar, y si me voltiás, me matás la cachila.

No había concluido la frase cuando el mozo se abalanzó sobre ella, la cogió por la cintura y comenzó á forcejear para tumbarla. Tomada de sorpresa, ella tambaleó hasta que, logrando afirmar en la arena sus gruesos pies, encorvó el torso, contrajo los brazos y arrojó contra el suelo al atrevido mocetón. Este se levantó ciego de ira y tornó á abrazarla, y otra vez cayó de espaldas al suelo; pero esta vez había arrastrado á Ana en la caída, y mientras la moza le tenía oprimido, riendo siempre, él sentía bullir su sangre con el contacto de aquella sangre y con el olor acre del sudor. Tan pronto como le fué posible levantarse volvió á embestirla con nuevos bríos, recibiendo un porrazo por cada atropellada, hasta que hubo de declararse vencido. Montó á caballo y salió al trote, perseguido por las risas y las bromas de la "peona".

En toda la mañana del día siguiente no vio á la alegre y forzuda muchacha. Su ardor se había calmado, y no hubiese pensado más en ella sin las burlas de que fué objeto durante el almuerzo.

Siempre alegre, siempre bonachona, sin asomo de resentimiento, Ana había contado á los, peones la escena de la víspera, terminándola con estas palabras:

—¡Y jué al ñudo: yo lo asonsé á golpes y no me pudo matar la cachila!

La indiscreción enfureció á Marcelino, quien juró que jamás se le había ocurrido codiciar aquella vaca suiza; pero que para que no fuese alabanciosa, y como, gracias á Dios, tenía buen estómago, le habría de matar la cachila.

Y el dicho quedó aceptado como una apuesta.

Pasaron los días; la peonada llegó á olvidar el incidente, pero Marcelino, empeñado en poner de manifiesto sus recursos en materia de amor y ansioso de vengarse de la mocetona, preparaba el terreno para lograr sus fines. Había vuelto á ser con ella el mismo camarada de antes, sin repetir sus insinuaciones y riendo cuando ella le recordaba los porrazos recibidos "por zafao", en el lavadero del Tala. Ella misma llegó á olvidarse de la cosa, aceptando el hecho como una locura ó como una broma del tenorio gaucho, y, movida por su natural bondadoso, siguió siendo con él, como con todos los peones, la complaciente y franca camarada, sin guardarle ningún rencor, sin abrigar ninguna desconfianza.

Después de más de un mes de sequía comenzó á llover copiosamente, y como el patrón tenía la vieja costumbre criolla de comer tortas fritas cada vez que llovía, Ana dispuso la sartén y empezó á trabajar la masa. Era un domingo y los peones habían salido temprano para ir á mudarse. En la cocina estaban solos la moza y Marcelino, que tomaba mate; aquélla siempre locuaz y jaranista, éste serio y preocupado. La cocina se llovía por todos lados, el agua caía en la sartén, y Ana, impaciente, exclamó:

—Me voy pa mi cuarto á freir las tortas allí.

Llevó la masa y la sartén, y después vino á sacar los gruesos tizones del fogón hecho en el suelo.

—¿Avise si me v'á dejar sin juego?—profirió el mozo.

—¡Como hace tanto frío!—contestó ella.

—No es pu'el frío; pero á mí no me gusta el mate con agua tibia.

—¿Y di'ay? Venga pa mi cuarto y cebará pa los dos.

El no se hizo de rogar. En la pequeña pieza de muros de terrón y techo de paja se preparó el fogón, se pusieron las trébedes, la sartén encima, la "caldera" al lado, y continuó la charla y el mate. Marcelino cebaba; Ana, inclinada, iba echando las tortas y las daba vuelta con un gran tenedor de estaño. En un ángulo de la habitación había un lecho de madera, de los denominados marquesas; al pie, sobre un cajón que hacía las veces de baúl, había varias guascas, que servían á la moza para manear las vacas cuando iba á ordeñar. Su conversación proseguía amigable y alegre.

En el momento en que ella le dio la espalda y se agachó para soplar el fuego, Marcelino cogió una de las guascas, la pasó rápidamente por las piernas de la moza, que perdió el equilibrio y dio en tierra. Antes de que pudiera defenderse tenía los pies ligados. Ella no rió, comprendiendo el peligro; se puso pálida é intentó levantarse, defenderse con los brazos; pero el gauchito, después de una larga lucha, logró sujetárselos por detrás de la espalda con otra "manea". Como ella, viéndose perdida, intentara gritar, la amordazó con el pañuelo que llevaba al cuello.

Con grandes esfuerzos, porque la pobre muchacha se resistía aún desesperadamente, el "bandido" logró subirla á la cama...

. . . . . . . . .

Contento, extremadamente satisfecho de su hazaña, el gauchito desató á su víctima, le quitó el pañuelo de la boca, y, mientras se lo anudaba nuevamente al cuello, exclamó con acento de triunfo:

—¡No te dije que te iba á matar la cachila!...

Ella se había arrojado del lecho y estaba en medio de la pieza, inmóvil, muy pálida, los ojos muy abiertos, los labios contraídos dolorosamente, el estupor pintado en el rostro, amonadada por aquella violencia, desprovista de ideas y de voluntad. Pero de pronto la sangre afluyó á sus mejillas como una llamarada, un grito sordo se escapó de su garganta, y, cogiendo con prontitud la sartén colocada sobre las trébedes, arrojó la grasa hirviendo al rostro del forzador. Este lanzó un rugido y retrocedió hasta el muro, llevándose las manos á la cara.

—¡Toma por matar la cachila!—exclamó Ana, furiosa...

Tras un par de meses de horribles sufrimientos, Marcelino Veiga logró ver cicatrizadas sus múltiples heridas. Lo primero que hizo, el día que pudo levantarse, fué mirarse en un espejo. Retrocedió horrorizado y sufrió más en aquel instante que en los dos meses de crueles padecimientos físicos. Las cejas desaparecidas; la frente y las mejillas acribilladas de cicatrices; los labios cortados, despedazados, mal soldados, dibujando una mueca horrible, le daban el aspecto de un monstruo en el cual sólo brillaban, en el cual sólo vivían dos grandes ojos negros milagrosamente escapados al desastre. Del bello, del arrogante y vanidoso Marcelino Veiga, del enamorado gauchito, del buen mozo burlador de doncellas, sólo quedaba una máscara espantosa, capaz de causar miedo á los chicueIos. Su furor fué tan grande, tanta su desesperación, que cogió su puñal y salió furioso, dispuesto á matar á la causante de su mal. Ciego de ira, no respetaba ni al patrón que lo detuvo, y á quien hubiese ultimado á puñaladas sin la pronta intervención de los peones.

No pudiendo consumar su venganza, ensilló su caballo y partió á gran galope, sin saludar á nadie, y desapareció del pago. Se fué lejos y se convirtió en un hombre terrible, á quien nadie se atrevía á mirar cara á cara. Siempre solo, siempre furioso, parecía buscar la muerte en todas partes y en todos los momentos. La espantosa fealdad de su rostro era un tormento que no le dejaba un instante de reposo y que le hacía odiar á todos los seres vivientes. Se fué lejos; pero el eco de su triste historia llegó hasta el pago lejano. Nadie se atrevió á mentarla en su presencia, lo que no obstaba para que, cuando algún forastero como yo preguntase el por qué de aquella monstruosa fisonomía, hubiese siempre uno que contestara con aire misterioso:

—¡Por matar la cachila!


Estancia «Los Molles». Junio, 1900.

La yunta de Urubolí

A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.

Segundo Rodríguez se llamaba el usufructuario de la tierra y de la hacienda; y era el tal un gigante que, parado en el interior del rancho, no tenía nada más que estirar la mano para tocar la "cumbrera". Para hacerse unas botas —que no sé por qué se llamaban y siguen llamándose de cuero de potro—necesitaba las piernas de un novillo corpulento y tenía que sacar la piel desde muy arriba, de cerca de la "capadura". Sus piernas eran dos troncos, que el más prolijo estanciero hubiera codiciado para horcones de su galpón; su busto era macizo y ancho, y sobre él, unida á un cuello de toro, descansaba una cabeza pequeña, la clásica cabeza de Hércules. Sus brazos estaban en relación con las piernas, y las manos no eran tan largas, pero sí más anchas que los pies. Segundo Rodríguez pasaba por muy presumido en el vestir y poseía una navaja con la cual se afeitaba todos los sábados, cortando pelos como quien corta árboles en el monte, sin respetar nada más que el espeso y negro bigote, que era su orgullo. No hay para qué decir que no ponía mucho cuidado al afeitarse, y rascaba con fuerza los mofletes rubicundos, «como quien lonjea guascas», según su propia pintoresca expresión; y al concluir la obra reía de buena gana al mirarse en un pedazo de espejo y encontrarse «tuíto charquiao». La frente era baja y estrecha, una de esas frentes sin luz que van diciendo el cerebro que guardan. Las cejas muy pobladas, la nariz fuerte y aguileña, los ojos pequeños y vivos, rebosando malicia y una de esas miradas que son brillantes como una superficie bruñida, que reflejan, pero que no emiten luz, como en todos los seres en que la vida es simplemente sensitiva. En lo físico y en lo moral, Segundo Rodríguez era un Porthos, un Porthos gaucho, noble, valiente, vanidoso y caballeresco. Fuerte como un toro, bravo como bagual de sierra, bueno como china antigua, decidor jaranista, servidor y desprendido, era bruto como «bota nueva». En su faz, tostada por las inclemencias del tiempo, no se había marcado ninguna arruga, porque las arrugas del rostro son huellas de ideas. No sabía á ciencia cierta cuándo había nacido, ni dónde ni de qué padres: cosas eran éstas que no tenían mayor importancia en la buena vida nómada de nuestros felices antepasados. No calentó los bancos de la escuela, porque en aquella época se empezaba temprano el oficio de soldado. El gobierno «arreaba» chicos y grandes, y las revoluciones entusiasmaban y ponían en armas á grandes y chicos. Y, por otra parte, la escuela era innecesaria. Para enlazar, «pialar», domar, pelear y manejar el naipe y la taba, no era menester saber leer ni escribir; los contratos se hacían verbalmente, garantidos por la fe de la palabra gaucha, muy rara vez violada, y como entonces no había Universidad, no se conocía la plaga de abogados, escribanos y procuradores; de manera que los pleitos eran raros y la propiedad estaba relativamente garantida. A la vuelta de una de sus campañas, y llamándose ya «el capitán Segundo Rodríguez», pobló en el vallecito de Urubolí y se dispuso á vivir allí como pudiera, porque no tenía recurso alguno. Su grado, como los de casi todos los jefes y oficiales gauchos de aquella época, era lo mismo que las baronías brasileñas, puramente honorífico, simplemente decorativo. Poco paraba en su rancho. Las carreras eran su pasión primera y su primera fuente de recursos también; después seguían el naipe y la taba. Por asistir á una jugada andaba leguas, y no conocía distancias tratándose de ver correr un parejero de renombre. Cuando permanecía en su casa no le faltaban amigos con quienes tomar «el amargo» y charlar á gusto de acciones de guerra, de caballos y desafíos. Su fortuna la constituían su apero y su tropilla, nueve "pingos», de los cuales tres—un tordillo, un overo y un gateado—eran parejeros de nombradla. De tiempo en tiempo convocaba á sus amigos para hierras ó apartes de novillada alzada . Era aquélla penosa y arriesgada faena, que el gauchaje desempeñaba entre alaridos y frenéticas corridas de cazador salvaje. Enmedio de todos, por numeroso y selecto que fuese el grupo, siempre Segundo Rodríguez descollaba. Era de verlo en aquella lidia. Calzaba bota de potro y espuela chilena ; recogía el «chiripá» bajo el «tirador» de badana; desabrochaba la camisa de percal y echaba á la espalda el sombrero, sujeto al cuello por medio del barboquejo. Cerraba piernas a su flete, corriendo en dirección al toro más corpulento y bravio, se abría cancha con un rugido de su voz estentórea, y lanzaba, «con todos los rollos», el pesado lazo de doce brazas. Sonaba la argolla al chocar contra la frente del vacuno y la armada se cerraba alrededor de la fiera cornamenta.

Entonces gritaba con el orgullo de un jefe ordenando una carga decisiva:

—¡Aura los pialadores de güen pulso y garrón juerte!...

En un segundo, diez jinetes habían desprendido el lazo y desmontado, corriendo aprisa hacia la res embravecida.

—¡Pido la imaginaria! — vociferaban en coro; y estrujándose, armando los lazos, se acercaban enardecidos.

Oíase una estruendosa gritería.

—¡Aguajajaaa!... ¡aguajajaaa!...

—¡Aflójele á esa maula, capitán!...

—¡Aguajajaaa! ¡brrr! ¡aguajajaaa!...

Y el capitán respondía sereno:

—No se apuren, muchachos, que no arrebatando hay pa todos.

—¡Aflójele! ¡aflójele!...

—¡Déme lao, compañero!

—¡No apriete, que no es pa queso!...

—¡Aguajajaaa!... ¡aguajajaaa!...

Enloquecido por los gritos, el toro bufaba, sacudía el borlón de la cola, escarbaba el suelo con la pezuña, bajaba el testuz y embestía fiero. Diez armadas de lazo lo recibían, ligándole las manos y tumbándolo pesadamente. Antes de que la bestia pudiera hacer un movimiento, los hombres estaban encima, y quién le oprimía el flanco, quién le torcía el cuello, quién le quitaba el bozal de las aspas y lo aseguraba en las patas traseras, "pa estaquiarlo". En seguida venía la marca del estanciero, un fierro grandote y hecho ascuas, que se aplicaba en la pierna, en la grupa, en las costillas, donde mejor cuadrase. Después uno del grupo, reconocido como de "buena mano", desenvainaba el cuchillo y operaba rápidamente la mutilación, y, por final, cortábale las cerdas de la punta de la cola, "pa que se supiese que le faltaba... lo de alegar." Y,

—¡A bañarse, cuzco bayo, y á castigar con el rabol—como gritaba Rodríguez. En seguida á caballo, para continuar la tarea en la misma forma, con idéntico entusiasmo é igual algarabía.

II

—¿Y vos, Librija, qué haces ay como zorro atrás de una chilca? ¡Ah, Librija! ¡Siempre maula lo mesmo que mancarrón tubiano!...

Estas palabras del capitán fueron dirigidas á un hombrecillo de aspecto lastimoso, que, caballero en un jamelgo escuálido y miserablemente enjaezado, había permanecido alejado del rodeo, á la entrada de una abra, más dispuesto á escurrir el bulto detrás de las peñas que á dar el frente y sostener la embestida de una atropellada. Tenía este tipo unas piernas cortas y flacas y unos largos pies perezosamente apoyados en los estribos; sus manos pequeñas, de dedos afilados, asentaban en la cabecera del "recado", el busto se encorvaba hacia adelante y la cabeza caía sobre el pecho cóncavo; el rostro era enjuto, muy poblado de barba negra, y armado de una poderosa nariz de ave rapaz. Las mejillas descarnadas y terrosas, los labios finos, los pómulos aguzados, el mentón prominente y unos pequeños ojos obscuros y lucientes, acusaban el hombre astuto y de recursos. Se llamaba Casiano Mieres y era el amigo inseparable, el hermano de Segundo Rodríguez, en cuya casa vivía desde muchos años atrás. En los ranchos, en las carreras, en las jugadas, en los viajes, siempre se les veía juntos. Alguien les puso por mote la Yunta de Urubolí, y la designación quedó y ya nadie les llamaba de otro modo en el pago y fuera de él.

Jamás se vio amistad más estrecha ni más extraña. El capitán Segundo Rodríguez era un toro, un toro en lo grande, en lo bravo y en lo audaz. Casiano Mieres fué el Don Juan de la leyenda gaucha, hecha hombre: el zorro de inmensa astucia é inagotables recursos para salir airoso en las más críticas situaciones. No tenía ni poder físico, ni poder moral, ni músculos, ni valor; pero manejaba admirablemente el naipe y era profesor en "pasteles" . No sabía manejar el lazo á la puerta de una manguera, ni se entusiasmaba corriendo en un rodeo; pero nadie en el pago componía mejor un "parejero", ni tenía mayores ardides para hacer mal juego y engañar á los veedores. Era incapaz de armar ó de quinchar un rancho, y jamás había cogido la tijera para esquilar una oveja; en cambio, con la vihuela en las manos, las cuerdas reían en los "pericones" y lloraban en los "tristes", En su época tal vez no hubiese otro gaucho que no supiese trabajar en guascas, cortar "tientos" y "echar corredores". Sin embargo, hasta los hombrazos de barba espesa y crin revuelta lagrimeaban al escuchar sus décimas; porque su voz—decía un viejo paisano contemporáneo—"era mesmamente como humo de mataojo en cocina chica, que hace llorar á chorros". Nunca discutió con nadie. Hablaba poco, era complaciente con todos y, no teniendo jamás opinión propia, daba la razón á todos. Las bromas, las pifias y los insultos de que era objeto continuamente no lograban hacerlo enfadar, ó, por lo menos, exteriorizar su enfado. Le despreciaban, pero le temían sus camaradas. En el tapete se lo disputaban por echarlo de gallo, dándole una "vaca", qué en sus manos no había peligro de que resultase machorra, aunque era casi seguro que resultase mal la cuenta y faltaran onzas al final. Siempre "pitaba ajeno" y jamás pagaba la caña que bebía. Andaba en el caballo que le prestaban; comía donde hallaba un churrasco pronto; "cimarroneaba" en todos los ranchos y hasta en los caminos con los carreteros que encontraba en las siestas; dormía en las pulperías, en casa de los vecinos, ó á campo raso, siempre teniendo por cama su pobrísimo recado y por abrigo su poncho "vichará". Constituía una especie de bohemio gaucho: cuerpo miserable é inteligencia sutil, que tenía un profundo desprecio por todos los hombres, por todos los seres y por todas las cosas. Su caballo solía permanecer un dia y una noche atado al palenque, ensillado y con freno, sin comer y sin beber; galopaba lo mismo con el fresco de la mañana ó con el incendio de los mediodías de Enero, que con las heladas de los crepúsculos de Agosto, suponiéndole poco que la pobre bestia muriese de insolación ó se pelase por la sarna desde la cruz á la cola. Igual le daba galopar por la blanda cuchilla alfombrada de yerba, que sobre los guijarros de un cerro ó los lástrales de la sierra. Y si el animal se detenía, rendido de fatiga, desensillaba tranquilamente, sin un momento de malhumor, sin un asomo de contrariedad, y seguía despacio, muy despacio, con el recado al hombro. Si encontraba algún rancho cerca llegaba á pedir caballo; si no... agarraba el primer "mancarrón" que encontraba y que "paraba á mano" ó se ponía átiro de "bolas". Era superior á todos sus congéneres, porque tenía más desarrollado que todos ellos el desprecio por los hombres y por las miserias de la vida. Era inteligente hasta el punto de no tener odios ni vanidades; era inmensamente grande, merced á la carencia absoluta de sentido moral. Los convencionalismos sociales no le estorbaban en lo mínimo. Los había arrojado como á poncho mojado que incomoda y no abriga.

Tal era Librija. Su amistad con Segundo Rodríguez fué toda una historia. Las gentes del pago la cuentan así:

En las grandes carreras jugadas en las puntas del Caraguatá sólo los brasileños apostaban—y eso aprovechando la usura—al colorado patiblanco de Juca Pintos. En cambio el gauchaje oriental "tapaba con onzas" el tordillo del capitán Rodríguez. Cuando llegó la hora de enfrenar, un gentío inmenso rodeó á los corredores y las apuestas se cruzaron formuladas con frases insultantes.

—Veinte patacones contra quince... ¡voy al tordillo, caballeros!...

—¡Diez novillos contra seis, y juego al mesmo!

Una voz gruesa y áspera resonó:

—¡Cien onzas al tordillo, y doy luz pa tuito el mundo!

El silencio que produjo aquella gruesa suma ofrecida á las patas de un caballo fué roto con sonoras carcajadas, motivadas por el reto de un morenito:

—Yo tamién doy lu... ¡Una pataca al ñandú del capitán!...

De rato en rato se oía una voz tímida que decía:

—Tomo diez á tres.

Empezaron las partidas. El día estaba nublado y la pista blanda con la lluvia de la víspera. Los caballos, en sus rápidos arranques, hacían saltar el lodo con los cascos, "cachetiando" á los curiosos. Toda la concurrencia estaba impaciente. El único que conservaba su habitual serenidad era Casiano Mieres, Librija, que corría el colorado en camisa y calzoncillos, el espolín calzado sobre la carne, un rebenque en cada mano y una boina roja en la cabeza.

Un moreno viejo, con una fuente bajo el brazo, pregonaba á gritos:

—¡Pasteles! ¡Pasteles!

Y un gaucho andrajoso, melenudo, arrastrando las chancletas, ofrecía:

—¡Sandía güeña, sandía!...

En tanto las partidas se eternizaban, y Casiano fingía no oir los repetidos convites de su adversario. La impaciencia crecía, y cuando ya se había decidido poner bandera, Librija gritó:

—¡Vamos!

Y el contrario, aceptando:

—¡Vamos!—respondió

Los dos caballos partieron como flechas: el tordillo medio atravesado y algo encogido; el colorado firme y en toda carrera, ganando del primer arranque un cuerpo de ventaja.

Sintióse el tropel de la concurrencia, que galopaba precipitadamente hacia la meta, ansiosa de ver la llegada.

A los doscientos metros el tordillo, "curtido á lazo y espuela", había logrado recuperar el terreno perdido en la salida, apareándose al contrario; hizo un nuevo esfuerzo y su fina cabeza pasó la cabeza del colorado. Desde allí la lucha siguió reñida hasta los trescientos metros, al pisar en los cuales el caballo del capitán llevaba medio cuerpo de ventaja.

En ese momento Rodríguez gritó entusiasmado y considerando el triunfo seguro:

—¡Cien onzas á diez!

—En pago—contestó con tranquilidad un ricacho brasileño.

Y en el mismo momento el tordillo perdió pie y se dio vuelta, arrojando lejos al jinete.

Hubo un momento de asombro. Casiano pasó al galope el "maneador" que servía de meta. Los jueces sentenciadores se reunieron y deliberaron breves instantes. El comisario los oyó, y, alzando el "arreador plateado", exclamó dominando el vocerío:

—¡Caballeros! Para todos: ¡el caballo colorao ha ganao!...

Segundo Rodríguez, silencioso y con el ceño fruncido, se fué abriendo paso con el encuentro del caballo y llegó hasta donde estaba Juca Pintos, un viejecito apergaminado que, muerto de frío en pleno verano, ocultaba la cabeza, cubierta por un pañuelo de yerbas y un gran sombrero de fieltro, entre el cuello del poncho y la boa arrollada al cuello.

Al acercársele, el capitán dijo secamente:

—Le corro la mesma carrera pa mañana y por cincuenta onzas.

—Está bom—respondió con calma el brasileño.

El capitán se alejó pálido y cejijunto. No se podía conformar con la fatalidad que le había hecho perder una carrera considerada "en fija". Las pérdidas materiales, que eran grandes, no le suponían nada; lo que sufría era su amor propio. Le quedaba poco dinero, pero no le fué difícil encontrar entre los amigos la manera de completar el monto de la apuesta.

Al día siguiente, los partidarios del tordillo no tuvieron necesidad de dar usura. Las ofertas eran aceptadas en el aire, y ya no se jugaba en especie: tantos novillos, tantas vacas; cien reses de corte, veinte potros, cincuenta yeguas; este fiador contra lo que den; este rebenque en lo que lo tasen; cinco lecheras paridas; el caballo ensillado en lo que ofrezcan.

Y los muchachos, taloneando los "petisos", pasaban al tranco gritando:

—¡Un vintén al tordillo!...

—¡Una torta al tordillo!...

—¡Una balastraca al tordillo!...

—¡Una sandía al tordillo!...

—¡Dos pasteles al tordillo!...

—¡Al tordillo esta manea!...

El negro viejo hacía coro:

—¡Pasteles! ¡pasteles!

Y el gaucho harapiento acompañaba:

—¡A la rica sandía! ¡á la rica sandía!...

Al empezar las partidas fuertes ya casi no se oían apuestas. Más de cuotrocientas personas, que formaban la concurrencia, estaban absortas, enmudecidas por la ansiedad. Hasta las chinas "quitanderas", de suyo barullentas como loros barranqueros, guardaban silencio, se empinaban sobre la punta de los pies y estiraban el pescuezo para ver mejor. Más de una pierna temblaba—como en los preparativos de una batalla—, dejando oir el runrún de las espuelas. Los corredores no lograron ponerse de acuerdo: entraron en "las obligadas", se puso bandera, pasó aún media hora, y al fin el pañuelo blanco se bajó en medio de la ansiedad general.

El tordillo sacó luz en la salida y siguió adelante hasta el segundo tercio del camino; pero en seguida su carrera comenzó á flaquear y el colorado se le apareó sin grandes esfuerzos, lo pasó y llegó cortado á la raya ganadora.

Apenas había desmontado el corredor del tordillo, cuando Rodríguez llegó hasta él, cogió la brida, y desnudando la daga, la hundió en el cuello de la bestia. Esta cayó agitándose convulsa, y el capitán limpió tranquilamente el acero en la crin del bruto muerto, tornó á envainar y dijo con voz pausada, dirigiéndose á los numerosos espectadores de esta rápida y extraña escena:

—Lo que no sirve pa nada, se degüella. ¡A los maulas hay que matarlos pa que no echen cría!

III

Pasó el verano, transcurrió el otoño, llegó el invierno y nadie vio en jugadas ó carreras al capitán Segundo Rodríguez. Su doble derrota lo había abatido de tal modo que no hallaba gusto en salir de su rancho.

Una tarde, á la entrada de la primavera, llegó Primitivo Gómez, un viejo amigo y compañero suyo, hermano de armas y camarada de juegos. Tomaron mate, hablaron de "bueyes perdidos", comieron con apetito el sabroso asado, y mientras á manera de café, volvían al "amargo", el visitante dijo con aire distraído:

—¿Y sus parejeros, amigo Rodríguez?

Y el capitán, sangrando todavía por la herida, respondió agriamente:

—Ay 'stán, de acarriar agua...

—¡Nu'amuele, aparcero!

—Es ansina.

—¡No arrugue, que nu'hay quien planche! Esa no me dentra. ¡Y tengo güen tragadero!...

Segundo se encogió de hombros. Primitivo Gómez continuó con calma:

—Aura se presienta una carrera linda...

—¡No! Ya me dieron dos, y enrabadas, y chantas como con taba cargada.

—Pero ésta sería á la fija.

—Sólo pa Dios hay fijas, amigo Primitivo.

—Si conociese el matungo...

—¡Es al ñudo, compañero!... Nu'haga corral, porque no dentro. ¡Entuavía me duelen los garrones de los sogazos!...

—¡Güeno, güeno!, no se caliente, aparcero; con no hablar más, ya'stá concluido.

Y el avisado seductor no habló más; pero al día siguiente, muy temprano, antes de aclarar, mientras "cimarroneaban" en la cocina, buscó y halló medio de volver al mismo tema con habilidades diplomáticas.

—Ando medio lisiao de esta pierna —dijo, refregándose una rodilla con la palma de la mano—; y jué sonso: una pechada con el encuentro de un mancarrón por apurarme á copar una parada contra el picazo 'el Río Negro... ¡Pero vea, amigo, vea cómo se hacen de menta sotretas que no levantan las patas!... El caballo lo trujeron tapao, de la sierra 'e los Tambores, y naides se atrevía á tirarle 'e la manta. Pues vea, amigo, lo que es el diablo: quién había 'e ser el cuidador del picazo?... ¡Pues nada menos qu'el mulatillo Tomás!— aquel muchacho que crió tata y que dispués se juyó porque le había atracao una manga 'e lazo—; y yo encomencé á ronciarlo con la intención de echarle un pial, y dejuramente el mulatillo dentro á la jaula. Una tardecita, Tomás me trujo el parejero picazo y le dimos un cotejo con mi rosillo... ¿sabe... aquel rosillo pico blanco, marca 'e don Celedonio?... Pues, amigo, el tan mentao se echó de un todo en las cuatrocientas varas y lo pelé como bintén del bolsillo... Vea, amigo. ¡Y al parejero picazo le han disparao como seis ó diez caballos güenos de pu'acá!...

—¿Y ansina, tan flojo, ganó el rosillo?...

—Ansina mesmo, aparcero; cuasi sin chicotiar!... Conque ya vé, lo que yo decía; con su gatiao, iba á ser como matar tarariras en la siesta...

Poco á poco el capitán iba entrando; la "armada" era grande y el lazo fuerte. Primitivo fingió no dar mayor importancia al cuento y cambió de conversación; pero Rodríguez, visiblemente preocupado, no largaba el tema y seguía pidiendo informes.

—Si juese posible cotejarlo con el gatiao...

—Posible es... dejuro que es posible; pero como usté dice que lu'ha largao...

El gigante se ruborizó:

—Pero ansina mesmo—dijo—, está medio delgao, y levantándolo un poco...

Al obscurecer del siguiente día la prueba se efectuó, y el gateado—que si no estaba á trato de parejero tampoco estaba de acarrear agua, como dijera su dueño—ganó corriendo con doble peso—dando chico á grande—por un cuerpo de caballo al famoso parejero picazo del Río Negro. Una semana después se concertaba la carrera, por cien onzas, para el 1.° de Diciembre, en la costa de Urubolí.

La noticia cundió rápidamente y despertó, por más de un motivo, la curiosidad y el interés del pago. Es así que el 1.° de Diciembre, aunque el sol quemaba y el aire era polvo ardiendo, un gentío inmenso desbordaba en la pulpería y en las muchas carpas que blanqueaban en el contorno como bandada de cigüeñas.

Segundo Rodríguez se paseaba radiante sobre un moro escarceador, casi cubierto con las gruesas prendas de plata. El sol brillaba sobre los estribos de campana que medían más de veinte centímetros de largo por otro tanto de vuelo; la "carona" ostentaba en las punteras dos grandes corazones de plata; el encuentro del caballo casi desaparecía bajo el ancho pretal de charol cuajado de estrellas de plata; tenían casi un decímetro de diámetro las copas de plata del freno, en el que la "pontezuela" de plata era enorme media luna; campanilleaba el gran "fiador" de plata, y el peso de la plata de las riendas hacía bajar la cabeza al moro: era un "herraje" de jefe... ó de estanciero brasileño.

Seguro del triunfo, el capitán hubiera deseado poseer una fortuna para jugarla á las patas de su gateado. Y no por baja ambición, por el goce mezquino del oro, por ruin avaricia, sino por la satisfacción moral. Cada onza ganada en el juego le producía el efecto de un enemigo desarzonado al bote poderoso de su lanza en los días de batalla. Experimentaba el mismo sentimiento de alegría salvaje, el mismo placer de la bestia enardecida revolviendo las entrañas de la víctima, á quien, sin embargo, no odiaba y hubiera servido en cualquier ocasión. Como los perros de campo, que se desesperan persiguiendo y despedazando sabandijas que, luego abandonan con desprecio, él devolvería sin pena el dinero ganado, después de haber gustado las delicias del triunfo; un triunfo que en esta ocasión tenía doble motivo para ambicionarlo: iba á salvar el honor de su caballeriza y quería que la victoria fuera tan estrepitosa como lo fueron sus dos últimas derrotas.

Llegado el momento de ir á la balanza, el dueño del picazo manifestó que, como su corredor se había enfermado, había resuelto sustituirlo por Casiano Mieres, conformándose con el exceso de una libra que con el cambio de corredor le resultaba sobre las cinco arrobas y cinco libras, que era el habitual y el convenido para este caso. Era justo, no había por qué oponerse: el caballo del capitán llevaba una ventaja más; pero el solo nombre de Casiano Mieres le causó sobresalto. Vio pasar una sombra por delante de sus ojos, y un terrible presentimiento le oprimió el corazón. ¡Siempre había de atravesársele en el camino aquel condenado Librija!... Tuvo, sin embargo, serenidad bastante para no objetar nada y para no dejar que se trasluciese su disgusto. En el camino anduvo de un lado á otro, siempre arrogante, dando instrucciones á su corredor y jugando, jugando como un loco, con una especie de rabia ciega y desesperada. Pero ni la linda presencia de su pensionista ni la simpatía general que mereció ganando usura desde la primera partida, lograron devolverle la alegría y la tranquilidad de momentos antes. Su gateado, que había ido en un estado soberbio, le pareció mustio y "chupado"; su jockey —un muchacho de su entera confianza—también se le presentó extraño, soñoliento, falto de agilidad y energía. Observando la fisonomía tranquila, serena, indescifrable de Casiano Mieres, volvieron á nublársele los ojos y de nuevo le mordió el presentimiento de una desgracia. Y como si quisiera dominarlo á fuerza de audacia, redobló sus jugadas hasta que, no teniendo ya dinero, gritó rabiosamente:

—¡Mi caballo ensillado por lo que lo tasen!...

Una voz seca, que lo hizo estremecer, contestó en el acto:

—¡Pago!

Así que empezaron las "obligadas", el capitán fué á colocarse en el primer tercio del camino, dispuesto á seguir la carrera y á hacerle saltar el cráneo de un balazo á Librija si le veía hacer mal juego como lo suponía. Éste lo vio, comprendió sus intenciones, palideció y miró á otro lado.

Soltaron. El picazo salió adelante sacando luz; pero no podía sostenerse: la distancia iba mermando, el gateado entraba á cada balance, y al llegar á los cien metros estaban juntos. Dio comienzo entonces una lucha tan rápida como emocionante, en la cual la espuela y el látigo trabajaban con furia. Los dos brutos pujaban haciendo inauditos esfuerzos por desprenderse el uno del otro, sin lograr aventajarse en un palmo. Así entraron á los trescientos metros, y así siguieron. Casi al llegar á la meta, Librija buscó un último brío, y con el postrer espolonazo su caballo se tendió como si fuera á echarse sobre la pista.

Se discutió largamente; los jueces no se avenían, la sentencia se hacía difícil. Segundo Rodríguez, que había corrido al costado de su parejero, se acercó al grupo y exclamó con voz fuerte y grave que impuso respeto: —Señores, yo he visto bien la carrera; ¡mi caballo ha perdido!...

IV

Llegó la noche. El capitán, que contra la creencia general se había mantenido toda la tarde con una serenidad admirable, mostrándose hasta risueño, indiferente á su grande é inesperada derrota, no perdía de vista á Casiano Mieres. Á la hora indicada logró hallarlo aislado, junto al corral. Se acercó con cautela, le puso la mano en el hombro y le dijo con voz breve:

—Bení.

Librija se estremeció, cerró los ojos, tornó á abrirlos, y sin intentar resistencias echó á andar detrás del coloso en dirección al monte de Urubolí, que distaba pocos metros de las casas. Aun cuando fuese muy asustado, Casiano demostraba que la áspera invitación no le cogía de sorpresa, que estaba prevenido y la esperaba.

Junto á los primeros molles el capitán se detuvo, y encarándose con el corredor lo increpó con dureza:

—¡Vas á decirme por qué perdió mi caballo!

La luz de la luna plena iluminaba de lleno el rostro, no pálido, sino lívido, del mísero Librija. Abrió la boca y logró sacar de adentro penosamente esta respuesta:

—Yo hice perder.

—¿Cómo?—rugió el coloso.

—Anoche emborraché á tu corredor, robé el caballo y le di "un nado", allá en aquella laguna.

Segundo reprimía difícilmente su cólera. No se explicaba la audacia de aquel desgraciado, cuya cobardía era proverbial. Se esforzó por guardar continencia y prosiguió interrogándolo:

—¿Y el tordillo?

—La primera vez le metí la pierna...

—¡Ya me lo maliciaba!... ¿Y en l'otra carrera?

—Lo mesmo que pal gatiao: lo cansé en la noche.

Rápido como el pensamiento, el gigante descargó su manaza sobre la descarnada faz del pigmeo, quien rodó sobre la yerba. Cuando pudo ponerse de nuevo en pie, el otro lo esperaba con el puñal en la diestra.

Pero Casiano se levantó tranquilo, sin asomo de ira y sin haber experimentado otra sensación que la muy dolorosa de la bofetada. Se diría que asistía á una escena anticipadamente prevista y estudiada.

Segundo se desbordó:

—¿Por qué me has hecho esa chanchada, sarnoso, hijo de siete mil... perras?... ¿No sabías vos lo que t'iba á pasar? ¿No colegistes que al fin yo te había 'e descubrir el juego y que dispués t'iba á picar como pulpa pa chorizos?... ¿No maliciastes?...

Y luego, sin esperar contestación, oprimió el mango de plata de su puñal, y agregó en voz alta y sonora, solemne en el silencio del bosque dormido y en el quieto resplandor de luna:

—Encomendá tu ánima á Dios, y saca el cuchillo, porque á mí, ¡ni á los perros me gusta matar echaos!...

Como Librija, mudo de horror, lo miraba estupefacto, sin hacer ademán de sacar armas, Segundo vociferó iracundo

—¿No te defendés?... ¡Güeno!... Espérate que aura te viá matar á bola, mesmo como á las víboras!..,

Mientras el capitán desprendía las "boleadoras" que llevaba anudadas á la cintura, Casiano pudo hablar:

—Espérate—dijo—; yo no lo hice p'hacerte daño... Déjame hablar, y dispués, si no te convences, entonces mátame. Vos sabes que yo soy maula y que no te puedo peliar!...

Segundo Rodríguez, obligado á sostener una lucha interna entre su odio y la repugnancia que le causaba aquel miserable, se detuvo sin concluir de desanudar las "boleadoras".

Librija comprendió que lo más feo del camino estaba andado; le brillaron de esperanza los ojuelos y empezó con relativa tranquilidad:

—Hermano...

El principio fué malo. Segundo se indignó:

—¡Hermano... de los chanchos de Barriga Negra! ¡Limpíate esa hocico, sabandija!...

Casiano, sin inmutarse, dejando pasar el insulto, continuó:

—Yo soy un pobre diablo y tuítos se limpean las manos en mí. Si gano unos cobres, me los pechan, y por juerza tengo que aflojarlos, porque si no me trillan la parva. Ansina es que siempre me tienen como á mancarrón aguatero; mucho repenqueny poco pasto... y ya'staba cansao. Yo sabía que vos sos güeno, rnesmamente el único que me podía apadrinar; pero vos tamién te reibas de mí, y yo me dije: el que á güen árbol se arrima, güeña sombra tiene; pero pa qu'él me aprecee, es necesario que le muestre rigor y que le pruebe que sirvo, y que no hay naipe fiero sabiéndolo manejar; y dispués, si no me achura del prencipio, vamos á ser amigos y me v'ayudar y me v'hacer rispetar, y yo seré el perro d'el, pero no el perro ajeno á quien tuitos menean lazo... Por eso te jugué fiero...

Rodríguez, que había escuchado el extraño discurso temblando de rabia y haciendo esfuerzos por contener sus ímpetus, contestó con acento de ira:

—¿Y pa eso me has hecho perder tuíto cuanto tenia, mesmamente hasta el caballo de andar y mi herraje?... ¿Te has creído que vos vales lo que me has hecho pelar?...

Y como el coloso avanzase con los puños en alto, la hormiga retrocedió varios pasos:

—Miá—dijo desprendiéndose un cinto roñoso—, aquí tengo como cien patacones. Con esto sobra pal desquite, y te garanto rejuntar tuítas las onzas que te han pelao, y esta mesma noche, en la carpeta... Miá... si mañana, cuando quieran venir las barras del día, no ti has juntao con tu moro y tu chapiao y la plata que has perdido, traime otra vez aquí mesmo y me degollás como á chancho... No me tenes que trair: yo mesmo vengo; te lo juro por mi finaíta mama, que está en la gloria, y por este puñao de cruces!...

Tres días después de esta curiosa escena, Segundo Rodríguez y Casiano Mieres abandonaban la pulpería y salían trotando juntos, con rumbo á la sierra de Urubolí. El primero montaba su moro recamado de plata—no le faltaba una prenda al magnífico "herraje"— y en la cintura le pesaba el cinto de piel de carpincho. Según decía su compañero, "iba preñao el chivo". Nadie supo lo que había pasado entre los dos, y á nadie causó extrañeza el "rebusque" del capitán, quien en dos noches había desquitado todo lo perdido.

Llegaron á los ranchos, sobre la falda del cerro, y éste fué el comienzo de aquella curiosa amistad. Siempre juntos, inseparables como dos enamorados, sus caracteres antagónicos llegaron á soldarse para formar un compuesto estable, una sal humana, como se diría en química psicológica si existiera la química psicológica. El capitán fue el horcón del rancho; Librija, la paja sobre la cual se escurre el agua y resbalan los vientos. La inteligencia y el saber de éste servían á maravilla al coloso, cuyo cráneo microcéfalo no era fuerte en ideas algo complicadas. De la intimidad y de la mutua conveniencia—origen de la unión—nació un recíproco cariño. De allí en adelante, Rodríguez era el único que se permitía insultar á Librija; y estos oprobios, Librija los aceptaba sin protesta, porque, como él mismo lo había dicho, quería ser su perro, y no un perro sin dueño á quien todos estaban autorizados á castigar. Además, bien sabía él que era dueño absoluto del cariño del gigante, bajo cuya ala protectora se veía defendido y orgulloso. De ese cariño tenía pruebas sobradas. Cierta vez, corriendo el overo, rodó y se fracturó una pierna, y durante el mes y medio que se vio obligado á guardar cama, Segundo —el tosco y fiero capitán de lanceros —le cuidó y le veló con la solicitud y la suavidad de una madre. Su afecto se revelaba hasta en las cosas más nimias, en esas insignificancias que sólo son capaces de apreciar y valorar quienes han tenido lo que puede llamarse la desgraciada felicidad de vivir de la bondad del amigo. Al servir la comida, las mejores presas eran para Librija; si se arreaban tropas de ganado, Segundo hacía los "dos cuartos" de ronda nocturna mientras su compañero dormía; si era necesario vadear un arrollo crecido, Segundo se preocupaba más de la suerte de su amigo que de la suya propia. El coloso consideraba al pigmeo como un enfermo, como un ser desgraciado y débil, y le ahorraba todo esfuerzo muscular, echando la carga del trabajo sobre sus potentes espaldas de Atlas. En compensación, la Naturaleza— que no ha hecho ningún ser superior á otro ser—le había dado á Librija una inteligencia que, puesta incondicionalmente al servicio del gigante, redundaba en beneficio de la Yunta. Por complacer al capitán, Casiano era capaz hasta de mostrarse valiente, lo que en él era el colmo del agradecimiento y del cariño.

En el transcurso de varios años siguió viviendo de ese modo la Yunta de Urubolí. Llegó la guerra de Flores, la invasión extranjera, la conmoción del país, y los dos amigos se ciñeron la divisa y marcharon á defender su causa partidaria: quiero dedir que fué Segundo Rodríguez. Casiano lo siguió porque, aun en el horror de las batallas, se consideraba más seguro al lado de su amo que abandonado á su propia suerte. En las marchas penosas, en los trabajos sin cuento á que obligaban las guerras de la época, Segundo se mostró siempre el mismo solícito amigo para su débil amigo. Siempre que era necesario pelear buscaba un pretexto para alejar de la zona del fuego al pobre pusilánime, que lo hubiera seguido sufriendo atroces torturas. Cuando no había otro remedio que combatir, lo llevaba á su lado, sin perderlo de vista, protegiéndolo con su propio cuerpo. Si alguna vez—dominado por el entusiasmo— se confundía en un "entrevero", ó tenía que alejarse en una persecución encarnizada, no tardaba en recordar á su hormiga y volvía grupas, inquieto y agitado, sin sosiego hasta que lograba encontrarle.

Concluida la guerra, siempre los mismos, sin haber obtenido recompensas, á las cuales no aspiraron cuando se lanzaran á ellas—un poco apesadumbrados por la derrota de su causa; pero contentos con haber cumplido con lo que consideraban su deber—, volvieron al pago, al sereno y agreste valle de Urubolí, donde continuó la misma vida anterior, tranquila y simple, dedicada al cuidado de parejeros, "mateando" firme, "churrasquiando" gordo, haciendo "reculutadas" de ganado alzado y acumulando "doradillas"—onzas de oro— en las jugadas de monte, de truco y de taba.

V

Tornó á vibrar el clarín de guerra concitando á los partidarios. Las ambiciones políticas no habían podido avenirse en la metrópoli, y Timoteo Aparicio, alzándose en armas contra él Gobierno del general Lorenzo Batlle, había invadido el país. A los correligionarios no les importaba saber por qué se encendía la guerra, ni les correspondía discutir su conveniencia ó inconveniencia: se había tocado llamada, y el deber era acudir á las cuchillas sin vacilaciones y sin reflexiones, que implicarían deslealtad ó cobardía. La Yunta de Urubolí cogió sus lanzas, ensilló sus caballos de guerra, se ciñó la divisa, y, con la reserva de tiro, marchó á incorporarse al ejército revolucionario, sin perder tiempo en averiguar con qué objeto iban á la lucha, por qué iban á morir. Nada les importaba, nada les suponía; á la manera de los sectarios de una religión primitiva, iban adonde los sacerdotes ordenaban que fuesen. Los jefes sabrían por qué era necesario combatir, derramar sangre, matar ó ser muertos por hermanos; para eso eran los jefes.

La Yunta de Urubolí se halló en Severino y en Corralito, en las jornadas de Soriano y de la Unión. Segundo Rodríguez—ascendido á jefe por sus fuerzas—era uno de los más entusiastas admiradores del caudillo de tez cobriza, ojos encapotados, larga cabellera y espesa barba gris. Entre todos los idólatras de aquel jefe—valiente como un león y bruto como un topo—él era el más idólatra. Se gundo Rodríguez era el tipo del gaucho clásico, rudo y caballeresco; y Timoteo Aparicio—que si hubiese sabido leer y escribir habría llegado á ser un buen sargento de caballería—deslumhraba al gauchaje con su bárbara osadía y con su impetuosidad de bruto. El coloso lo adoraba como á un dios.

Al amanecer del día 25 de Diciembre de 1870, los dos ejércitos—blanco y colorado, revolucionario y gubernista—se encontraron frente á frente, cerca de la capilla del Sauce, dispuestos á entablar una acción decisiva. Presentóse la mañana teñida del color azul violáceo de los pétalos del iris, y estaba serena, casi augusta, obligada á contemplar aquel choque de odios fratricidas. En el aire inmóvil, las hebras de luz del sol tejían finísimo velo dorado. En el contorno reinaba un gran silencio.

A las diez, los seis cuadros de infantería gubernista esperaban, con el arma al brazo, y los artilleros, junto á sus piezas, estaban prontos para romper el fuego. En el campo opuesto, las enormes caballerías se escalonaban abarcando extensísima linea de combate. Sus pocos infantes y su artillería formaban al centro: unos y otros eran mirados con desdén por el ejército—la masa de jinetes que sólo se entusiasmaba por las cargas á lanza y que no conocía otra táctica que la escaramuza pampa.

A medida que el día avanzaba, el sol intenso arrancaba reflejos de oro de los campos de trigo, la planta noble que iba á morir bajo los cascos de los caballos, que iba á recibir un riego de sangre humana en la repugnante brutalidad de la guerra civil. A retaguardia del ejército revolucionario se extendía, verde y hermoso, el bosquecillo que borda las márgenes del Sauce; á espaldas del ejército legal se erguía la torrecita de la capilla, bañados de luz sus muros sin ornato, y sosteniendo en lo alto la cruz de hierro, negra y tosca, que parecía mirar inmóvil y afligida los preparativos del próximo drama; se diría que el corazón de las madres estaba allí, latiendo con angustia.

A las diez y media, Timoteo Aparicio, seguido de su estado mayor, pasó revista y proclamó á sus tropas. A galope sobre un potro brioso, echado á la nuca el sombrero adornado con ancha divisa blanca, flotantes las haldas del poncho de rayas blancas y celeste, cimbrando en la ancha mano tostada "la más terrible lanza de las orientales caballerías", como la llamó Acevedo Díaz en páginas magistrales—aquella "que entraba en el combate con una banderola celeste y pura como el ciélo de la patria, y volvía roja como el infierno del pasado, destilando sangre ante la vista extraviada é iracunda del tremendo lanceador"—, altivo y soberbio, el caudillo pasó... La melena era gris; el espeso bigote y la luenga barba eran grises también; ancha y corta la nariz, que semejaba un pilar cuadrado sosteniendo una frente estrecha, vaga y sin luz; bajo las largas y pobladas cejas se abrían unos ojos grandes, denegridos, que hubieran sido bellos sin los espesos párpados que caían como cortinas, nublando la mirada y dando al rostro una expresión taciturna de fatiga y desconsuelo, que contribuían á hacer más manifiestos los profundos surcos naso-labiales. No tenía, como Artigas, como Rivera, como Oribe esa luminosidad de los conductores de hombres, ese resplandor intenso que, llegado al máximum, engendra los Alejandros, los Aníbales, los Césares, los Napoleones y los Bolívares. Sin embargo, al pasar delante de sus huestes, la multitud de centauros melenudos y harapientos lo aclamó frenéticamente, agitando los astiles de las lanzas y vomitando un huracán de vivas con sus voces roncas. Todos los sufrimientos de la campaña, las fatigas, la desnudez, el hambre, todo desaparerecía á la vista del jefe, que encarnaba el símbolo adorado y dilataba sus iracundos pechos de sectarios fanáticos. Cuando el general pasó junto al comandante Segundo Rodríguez y el teniente Casiano Mieres, el primero oprimió nerviosamente con la pantorrilla desnuda el flanco de su caballo de guerra, levantó en alto el mango de urunday de su lanza enorme, y con los ojos fuera de las órbitas y el labio trémulo, en vez de un vítor, lanzó un sangriento insulto al adversario. Después, mirando á su compañero, lagrimeando de entusiasmo, tartamudeando, exclamó:

—Fíjese, hermano, qué cara tiene hoy el general: ¡parece el mesmo Dios bendito! Aura sí que es de en deberás, compañero, y esto va'ser el desperdicio! Va'ver que vamo á dejar la salvajada en escombros, como Paysandú!...

Mas, notando que Casiano, muy pálido, con los labios contraídos, los ojos abiertos y la nariz hinchada, estaba ya muerto de miedo, dulcificó la voz y le habló con cariño:

—No se asuste, hermano, que yo lo he de sacar en ancas... Y dispués usté sabe que los zumacos son como los chanchos, que dan frente á los perros un ratito no más, y ya clavan la uña!...

Librija miró á su amigo con infinita expresión de agradecimiento, y una sonrisa se dibujó en sus labios descoloridos. Tenía tal confianza en Segundo, una fe tan ciega en su valor, audacia y pericia, que le creía capaz de librarle de todos los peligros, realizando milagros por salvarle. Iba á hablar cuando los clarines vibraron tocando carga general.

Fué primero como si hubiese reventado un trueno horrísono; escuchóse una gritería infernal; tres mil voces de demonios enfurecidos resonaron en la ladera como monstruoso alalí; luego siguió el retumbar de los cascos de los caballos, semejante á una ola colosal que va rodando en busca del peñasco. En acelerada carrera sobre el campo de trigo, los caballos se trababan ó perdían pie en las zanjas, y muchos jinetes caían recibiendo sobre sus cuerpos el peso de la masa enloquecida, atormentada por la sed de sangre y las ansias de matar. La ola llegó y cayó sobre las caballerías enemigas, se detuvo un momento, bregó unos instantes y siguió mugidora como torbellino que encuentra un obstáculo, lo embiste, lo rodea, lo arranca, lo eleva ó lo arrastra, golpeándolo, despedazándolo, desmenuzándolo, hasta esparcirlo convertido en impalpables aristas. Rojas estaban ya las banderolas de las lanzas y aun las caballerías revolucionarias corrían encarnizadas en la persecución del enemigo en fuga. De pronto hubo una pausa, unos minutos de indecisión, porque el adversario se desgranaba y los perseguidores no sabían á qué grupo elegir. En ese momento, Segura Rodríguez se empinó sobre los estribos, tendió la mirada y gritó con voz enronquecida;

—¡Allá, muchachos! ¡Allá va el general!...

Y en seguida la ola siguió rodando, encrespada, bramadora, ansiosa de destrucción, sin preocuparse del cañón que tronaba, ni de la fusilería que repiqueteaba á retaguardia. En el campo de batalla solamente habían quedado las infanterías y la artillería de uno y otro bando. Suárez, general en jefe del ejército legal, rompió sus cuadros, y, después de un corto tiroteo, mandó cargar á la bayoneta sobre los débiles escuadrones revolucionarios, que estaban allí como olvidados, sin órdenes, sin objeto; mientras las caballerías—el ejército—se desbandaban lanceando dispersas y llegando á alejarse varias leguas del sitio del combate.

Aquello fué todo menos una batalla: heroísmo bárbaro, proezas reprobables, derroche incalculable de esfuerzos infecundos,suprema y criminal indiferencia de la vida, sangrienta y voluntaria inmolación consumada en honor del monstruoso dios de las divisas...

En tanto, sobre los trigales quebrados, triturados, arrancados de cuajo por las pezuñas de las bestias, sobre el gran campo silencioso, sobre la esmeralda del bosque, sobre el cristal del arroyo, sobre la piel luciente de la loma, sobre los muros de la capilla y sobre la tosca cruz de hierro, el sol meridiano caía en lluvia de oro, recalentando la tierra gorda, hinchando las simientes que habrían de germinar y ser plantas, flor y fruto, en la eterna fecundidad de la madre prolífica, indiferente á las miserias de los hombres.

Cuando el general en jefe de las fuerzas revolucionarias volvió al campo, contento y satisfecho de haber lanceado él solo más fugitivos que diez de sus secuaces reunidos, vio con pena que su nulidad y su torpeza habían trocado en vergonzosa derrota la que debiera haber sido fácil victoria. Entonces, sin una idea, sin una luz en su cerebro espeso, hizo lo que la fiera cercada por la jauría: se revolvió, erizada la crin, bramó y embistió ciego de cólera. Allá fueron los jinetes semibárbaros á estrellarse contra las bayonetas de los cuadros enemigos. Rechazados los escuadrones — ó, mejor dicho, las masas, porque ya no había organización—, volvían grupas, sufriendo un tremendo fuego de fusilería; trataban de rehacerse, para volver á la carga con infructuosa desesperación.

A las cuatro y media de la tarde la batalla estaba decidida. Los revolucionarios, que en la impetuosidad de la primera carga habían despedazado las alas del ejército contrario, le habían tomado el parque y habían rendido algunos batallones de fusileros, quedaban desconcertados al regresar de su estúpida persecución y ver el cambio operado en el lugar del duelo. Cundió la desmoralización en sus filas, comenzó el desbande y quedó en el campo su miserable infantería, que se retiraba con pena, diezmada por el fuego del adversario y muy débilmente protegida por escasas guerrillas de jinetes. En una de éstas iba la Yunta de Urubolí. Segundo Rodríguez, furioso, con el rostro negro de pólvora y barro, con las ropas desgarradas y maculadas de sangre, montando un caballo sin montura, con un "bocado" por freno y un trozo de "maneadór" por riendas, agitaba en el aire el astil de su lanza, quebrada á raíz de la moharra, y trataba de infundir valor á los compañeros, pretendiendo detenerlos con insultos y amenazas. Casiano Mieres—tan echado sobre el cuello del caballo que las crines de éste se mezclaban con sus barbas — marchaba en silencio, mirando hacia adelante con ansias de devorar el espacio.

A lo lejos se veían grupos de dispersos taloneando las cabalgaduras transidas, marchando sin rumbo y sin otra preocupación que la de alejarse cuanto antes de aquel lugar siniestro. Los mismos que horas antes habían combatido con coraje de héroes huían ahora dominados por el pánico, acobardados, y como si el valor anterior hubiese sido sólo el efecto de una borrachera de fanatismo que la derrota había disipado. A retaguardia brillaban, heridas por los rayos del sol, las bayonetas de los infantes del gobierno, á quienes su jefe, el coronel Pagóla, animaba repitiendo incesantemente:

—¡Hop!... ¡Hopl... ¡A la carga, muchachos!... ¡Hop! ¡Hop!...

Los restos del ejército de la revolución avanzaban penosamente, y los dos amigos veían que la muerte todavía se cernía sobre sus cabezas. De pronto Librija dejó escapar un grito de dolor: una bala le había penetrado por la espalda, perforando el omoplato derecho, atravesando el tórax. Segundo se aproximó y preguntó con voz breve:

—¿Qué jué?...

Casiano fijó en el jefe su mirada humilde, y contestó quejumbrosamente:

—¡Me han bandiao!

—Haga juerza.

—¡No me deje, hermano!

El gigante, conmovido, respondió con acento de cariño:

—¡No, hermano, qué lo viá dejar! Siga no más sosteniéndose, qu'hemos de escapar, si Dios quiere. ¡De otras más fieras hemos salvao!...

A marcha pausada, á trote lento, anduvieron aún como cosa de un kilómetro, siempre castigados por el fuego enemigo, siempre perseguidos por el silbido lúgubre de las balas, el siniestro canto del plomo mortífero. Cada vez que volvían la cabeza veían brillar las bayonetas de los infantes gubernistas y oían la voz del jefe que marchaba al frente, el kepis en la nuca, la espada en la diestra, repitiendo su orden que era como un azuzamiento:

—¡A la cargal ¡A la carga! ¡A la carga!...

Estas palabras llegaron distintas á los oídos de Segundo, quien detuvo su caballo y observó, el campo. Estaban aislados, él y Librija, éste tendido sobre la montura, con los brazos cruzados por debajo del cuello del caballo, lívido, desangrando, sufriendo horrorosas torturas y alternando los quejidos con la súplica de:

—¡No me deje, hermano!... ¡No me deje, hermano!...

Rodríguez meditó durante cortos segundos, arrojó al astil inútil y:

—Vamo'agarrar pu'acá—dijo, señalando un rumbo con la mano—; orillando como quien saca sebo 'e tripa, pueda que salvemo el bulto.

Subieron una loma y entraron en un bajío, al tranco, uno al lado del otro; uno medio muerto, el otro medio loco.

—¡No me deje, hermano! ¡no me deje, hermano!,..—imploraba el primero.

Y el segundo, ronco, sombrío, resoplando á la manera de toro acosado, contestaba invariablemente:

—¡No tenga miedo, hermano; asujetesé y siga no más, que no lo dejo!...

Eran las seis de la tarde; el cielo, que hasta entonces se había presentado de una luminosidad transparente, se nubló. Empezó á llover, y los pasos de los infantes que huían despavoridos resonaban en el agua de las charcas. A retaguardia ya no se veían las bayonetas de los gubernistas; pero entre descarga y descarga se oía la voz del jefe azuzando á los suyos:

—¡A la carga! ¡á la carga! ¡á la carga!...

Iba la Yunta de Urubolí á coronar una loma, ya con el enemigo muy cerca, cuando Casiano lanzó un hondo suspiro y tartamudeó su súplica con acento desesperado:

—¡No me deje, hermano!... ¡No puedo más!... ¡me caigo!... ¡No me deje, hermano, que me van á degollar!...

Segundo respondió infundiéndole ánimo:

—Haga juerza, compañero, que ya encomienza á cair la noche, y como va'ser escura, estamos salvaos.

El caballo de Librija se detuvo:

—¡No puedo más!...—balbuceó el infeliz.

El coloso se acercó, lo observó, lo vio moribundo.

—¿De verdá no puede más?—preguntó con una voz grave y solemne, que expresaba á la vez la cólera y la pena, el dolor y la rebeldía.

Ya con el hipo de la muerte, Casiano murmuró:

—No... puedo... ¡No me deje... hermano!...

Las balas silbaban amenazantes sobre las cabezas de la Yunta de Urubolí; los infantes enemigos avanzaban á paso de trote, á bayoneta calada, esgrimiendo con furia las bayonetas que tan buena labor de exterminio habían hecho en aquel infausto día. El coloso estuvo un rato indeciso, erguido el busto sobre el lomo desnudo de su caballo, sin sombrero, luciente con la lluvia la revuelta melena, plegados los labios desdeñosos del peligro, brillante la mirada preñada de odios.

Casiano, haciendo un esfuerzo postrimero, movió la cabeza, fijó en el amigo sus ojos llorosos y susurró entre dientes como una plegaria:

—¡No... me... deje... hermano!...

El gigante se estremeció.

—¡No hermano!—gritó, cual si quisiera que su voz llegase á las filas adversarias—. ¡No, hermano, ¡qué lo viá dejar!

Y después, con entonación grave y solemne, agregó:

—|Que quede su osamenta pa los caranchos, más antes que su pescuezo pa los salvajes!..,.

Y echando mano á su pistola, amartilló, miró el fulminante, apuntó al cráneo de su amigo, é hizo fuego.

Casiano se desplomó sin un quejido y quedó acostado sobre la yerba, boca arriba, bañado en su propia sangre.

Segundo Rodríguez arrojó la pistola descargada y cuyo cañón humeaba aún. Echó pie á tierra, se inclinó, hincó una rodilla, besó con unción religiosa los ensangrentados labios de su amigo, se persignó, desnudó el facón de mango de plata, y, siempre con una rodilla en tierra, soberbio de coraje, agigantado en el brumoso crepúsculo, esperó inmóvil á la línea de infantes que se acercaba á paso de trote. Una descarga lo volteó sobre el cuerpo de Casiano, y allí quedó, abrazada en la muerte, la Yunta de Urubolí.


Estancia "Los Molles", Junio 1899.

Las madres

A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.

Es que presienten que allá lejos, sobre lomas distantes, los hijos del pago se baten sañudos y terribles; es que respiran pólvora en las brisas frescas del otoño, y es que, en la doliente quietud de la tarde que muere, no escuchan ya el balar de las ovejas, ni el mugido de las tamberas, ni el relincho de los caballos; es que todo ha pasado, es que todo se ha ido, y allá, en las lomas distantes, chocan las iracundias nativas, rugen los fusiles, truenan los cañones, centellean los sables y las chuzas, y entre gritos de guerra y músicas marciales, la sangre corre, los hombres caen;, la muerte se ceba con ansias repulsivas de felino hambriento.

Al eco de un combate responde el eco de otra lucha. Se pelea y se muere en todos los ámbitos del país. No hay pago al cual la convulsión no alcance, no hay tierra uruguaya que no beba sangre, no hay rincón de la patria que no escuche frenéticos alaridos de triunfo y desesperados quejidos de moribundos. Como en las tenebrosidades. de una pesadilla horripilante, á un tormento sucede otro tormento, á una fatiga una pena, á una esperanza un desengaño. En la noche negra y penosa de la guerra civil, las huestes van andando sobre puñales y se deslizan agitadas y febriles por los despeñaderos de la incertidumbre y del misterio.

Los hombres salen por la noche de bosques y pajonales como alimaña que abandona su guarida; los grupos se forman en parajes apartados y desiertos; las columnas se arrastran por las tortuosidades de los bajíos y marchan, acaso sin rumbo, quizá sin fin determinado, blandiendo los aceros ganosos de pelea y ciegos de rencor.

Por otras llanuras, por distintas quebradas, otras columnas persiguen ó huyen también agitadas por idénticos delirios, presas también de iguales sobresaltos. Y así van, al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, como culebras enfurecidas que ambicionan destruirse, como crótalos que, sorprendidos en sus cuevas por las llamaradas de un incendio pavoroso, huyen, se embisten, se muerden y se matan los unos á los otros con el encarnizamiento feroz de las desesperaciones infinitas.

Son los mismos hermanos; algunos han nacido bajo el mismo techo y han lactado el mismo seno. Juntos han expuesto su vida en las penosas tareas del pastoreo; juntos han corrido sus parejeros en las carreras del pago y se han hecho vis á vis, contentos y alegres en las caprichosas figuras de un pericón. Cuando en estío, al caer de las tardes abrasadas, uno cantaba con el alma las dolientes décimas toscas que el dulce acorde de la guitarra suaviza y corrige, el otro mascaba el pucho emocionado y expresaba en un ¡hermano! entusiasta, la sincera afección de su alma grande y buena. Se apreciaban y se amaban, discutían sus méritos y rendían justicia á sus virtudes, orgullosos con la historia de su raza, cruel á veces, bárbara en ocasiones, pero noble y digna siempre; eran los pocos que quedaban, los últimos ombúes que resistían al vendaval de la inmigración extranjera que engrandece á las naciones sur-americanas quitándoles su idiosincrasia y borrando el sello de su originalidad nativa. Así vivían felices, bajo el techo de los mismos ranchos y al calor de las mismas afecciones.

Los tiempos fueron de prueba para esos hoscos y altivos pobladores de la campaña. Trabajar era bueno, ser pobre no era deshonra, y no empequeñecía el sólo brillar por la virtud. Pero allá lejos, en la ciudad orgullosa y sibarita, los ambiciosos vivían en perpetua asechanza para bebérles la sangre. Los gobiernos personales, despóticos y torpes, sedientos de riqueza y mando, reían explotando al paisano, y armaban á uno para aherrojar á otro. Sujetaban una víctima con otra víctima y, para llevar el escarnio á la cumbre, alzaron una bandera, se ciñeron una divisa y pretendieron cegar á los incautos con los resplandores de un símbolo.

En los ranchos la mozada entusiasta se levantó iracunda: ciñóse uno la divisa blanca y el otro se ciñó la roja divisa. Y allá fueron, con el arrojo legendario y la nobleza reconocida, á matarse en nombre de la causa de sus amores.

¡Las pobres víctimas!

En tanto, las madres, que tienen la intuición de la verdad—porque son el cariño desinteresado, el amor sin mácula, pródigo y puro—, alzan el puño crispado y señalan la ciudad donde el vicio bulle, donde los perversos gozan y ríen en alegres y ruidosos festejos.

Allá en el campo, en la soledad muda y triste, pasa de repente la rápida tormenta de un combate y en seguida la quietud renace y el silencio reina, fúnebre y temible.

¿Que ha ganado el derecho? ¿Que ha triunfado la fuerza?... ¿Y qué?... ¿Que ya no hay hacienda, que ya no hay caballos, que desaparecen los alambrados, que se derrumban los cercos, que crecen yuyos en las huertas y yerbas en los patios de las Estancias; que se derrumban los postes telegráficos, saltan los carriles, se desmoronan los terraplenes de las vías férreas, y que el país entero adquiere un aspecto de propiedad abandonada después de haber muerto el amo; que todo es un erial, que todo es yermo, terriblemente desconsolador y repulsivo?... Y bien, ¿qué?...

¿Qué les supone todo eso á las madres que visten traje de luto y se ahogan con los pedazos de carne mal asada y se adormecen con tragos de mate amargo, pálidas, tenebrosas, consumidas, febriles, siempre con la vista fija en el horizonte, siempre atormentadas por la obcecación de una misma idea, siempre repitiendo un mismo nombre y evocando el mismo recuerdo á todas horas?...

Durante la noche han sentido el eco sordo del lejano cañoneo, y en las auroras, de pie junto al guardapatio, rígidas y mudas, demacradas y torvas, semejando conmovedoras estatuas de la suprema ansiedad, se eternizan, fija en la cumbre de la cuchilla la mirada de sus ojos de conjuntivas enrojecidas por el llanto y de pupilas encendidas por la fiebre. Si divisan un jinete á lo lejos, el corazón les late dentro del pecho como ave aprisionada en un sepulcro, y esperan con angustia torturante que el viajero, algún escapado del desastre, les diga con la mirada de espanto ó la palabra convulsiva:

—¡Ya no tienes hijo! ¡Ya no te quitarás esa negra vestimenta; ya no habrá para ti cielos azules, soles rientes, ni días de luz! El quedó allá, junto á otros muchos que, hermanados en la lucha, dormirán juntos en la muerte. Sufre y llora. Las lágrimas y la sangre son necesarias para que el hombre, la bestia miserable y orgullosa, sueñe en sus anhelos de grandeza, en tanto las inmutables leyes de la materia hacen proseguir el eterno cielo evolutivo, la fatal evolución de las moléculas!...

Y las pobres madres, rígidas y mudas, demacradas y pálidas, crispan el puño y señalan la ciudad maldita, donde los vicios bullen y donde los sibaritas gozan y ríen en banquetes y en festejos...

La guerra sigue, la carnicería aumenta, y los dos pendones se van tiñendo con sangre y van marchando, van marchando iracundos por los campos de la patria. Cuando los adversarios han restañado la sangre y curado las heridas, dan frente y tornan á embestirse con bríos acrecentados por el sufrimiento y odios agigantados por la desesperación. El propietario maldice, el comerciante clama, el capitalista tiembla por su ruina, el proletario llora su miseria, y mientras unos reniegan el derecho y otros increpan la fuerza; en tanto aquél inculpa á un bando y éste al otro, las madres, las pobres madres, en su intuición de lo justo y en su santa ignorancia de las leyes históricas y de los principios sociológicos, claman al cielo implorando venganza contra los que roban y gozan cuando sus hijos perecen en lucha fratricida cubriendo de sangre y duelo el suelo de la patria.


Buenos Aires, Agosto de 1897 .

Doña Melitona

A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.

A cada cuatro ó cinco pasos que daba se detenía para observar el contorno. A su frente dormitaba la campaña, inmensa sucesión de llanos y colinas que las líneas de alambrados de los "potreros" cortaban en rectángulos de varios kilómetros de superficie; á su derecha, sobre una loma, se señoreaba el edificio grande, macizo, fuerte, de una Estancia; á su izquierda, sobre otra loma, se alzaba análogo edificio de la Estancia lindera. La vieja dejaba transcurrir varios minutos contemplándolos alternativamente, y en su rostro cetrino, en su frente estrecha, donde se pegaban con el sudor los mechones de cabello gris sucio, en la nariz afilada y semejante á un tajo de guillotina, en los labios secos, en la barbilla aguda y en los brillantes ojillos pintábase un odio acumulado en cerca de un siglo de miserias. A esa misma hora sesteaban tranquilos los propietarios de ambos caserones, á quienes de seguro nunca les faltó carne gorda y buena leña para asarla. ¡Oh Dios! ¿Es posible que existan gentes á las cuales nunca les falte carne gorda y leña para asarla?... Después giraba la cabeza recorriendo un arco semicircular de lechuza, y su vista abarcaba la ranchería acostada en la llanura. ¡Miseria también!... No amaba ni compadecía á los menesterosos habitantes de las chozas; á nadie amaba ni compadecía. Su historia era muy triste: la historia de las personas que no tienen historia. Su vida, sin haber experimentado ninguno de esos magnos dolores que devastan el alma en un segundo, abatiendo, como el huracán en las huertas, las orgullosas lozanías, presentaba la desolada aridez de esas tierras malditas donde nunca llueve. Retoñan las plantas de la huerta, y en sus brotos encienden nuevas florescencias las nuevas primaveras; las ilusiones, flores del espíritu, tornan á abrirse sobre el pecíolo tronchado, y el dolor moral, cuando no mata, es el surco del arado que rasgando las carnes de la tierra multiplica la vida, porque "sangre que corre equivale á existencias que nacen". Pero en esas míseras almas que semejan inmensos arenales, donde jamás fué juventud, ni hubo corolas pintadas, ni suaves aromas, ni fresco rocío, los años son como una eternidad vacía, sin luces y sin ecos, en la cual el pensamiento pliega las alas ateridas. El bardo itálico, cantor de las torturas infinitas, olvidó en su infierno el tormento de esas almas que mueren de frío contemplando el resplandor de los hogares vecinos; míseras almas infelices consumidas por la sed y que siempre, corriendo tras dichas ilusorias ó esperando siempre la dicha en la forma de un desposado quimérico, podrían decir de la vida como el personaje de Shakespeare de su esquiva amada:

«I love and hate her!.,.»

Hay árboles que sólo producen espinas, y hay, á su semejanza, almas en las cuales cada brote es un odio. Sobre la cuna de ciertos seres, el hado tejió cendales de tinieblas, y los condenó á vagar por los caminos, á mirar sin ver y á escuchar sin oir, extraños en su tienda y fuera de su tienda, como el Job de la Biblia. Al igual de las cavernas, tiene un ojo que sólo les sirve para comparar la luz que acaricia las praderas con las húmedas obscuridades de sus antros; y al considerar la injusta parcialidad de la suerte, no pudiendo albergar la esperanza de mejor destino, germina en ellos la negra simiente de los odios. La codicia implica posesión: cuando no se tiene nada,, nada se ambiciona y se aborrece todo. Las flores que aromatizan el jardín lindero pueden despertar nuestra envidia cuando no luce tan bellas nuestro propio jardín; pero cuando cavamos, y carpimos, y regamos con sudor la tierra ingrata que nos responde con malezas, nuestro empeño es triturar las florescencias vecinas, exprimirlas como á un seno de mujer en cría, no sólo para causarles la muerte, sino también para impedirles que transmitan la vida. La Naturaleza ha creado, en horas caprichosas, seres parecidos al árbol indígena que llamamos Espina de cruz: por dondequiera que se les toque, pinchan. En ellos no hay partes blandas: todo es coriáceo y duro, y hasta los conductos vasculares son rígidos como las ateromatosas arterias de los viejos. No dan sombra, ni flor, ni aroma. Crecen solitarios en las junturas de las rocas y no hay enredadera que se enrosque en sus ramos ásperos y fríos. Sin ninguna belleza, desprovistos de todo atractivo y para todo inútiles, se endurecen y pinchan. Su hincadura es su odio; y su mayor tormento es no poseer, como los crótalos, una ponzoña mortal.

Aquella tarde, doña Melitona sentía arder su odio con incandescencias desconocidas hasta entonces, y llegaba al extremo de dejarlo trazumar; lo que era raro, porque si bien nadie la observaba, ella tenía, como todos los castigados por la suerte, el hábito de la reserva y la religión del disimulo. Quizá porque el sol quemaba demasiado, quizá porque la atmósfera estaba excesivamente seca, sus rencores se evadían de la cárcel y se transparentaban en su rostro acecinado. Se le ocurrió pensar en la monotonía de su existencia y en la cruedal de su destino; y al ver que todos los días eran semejantes, todos los años iguales, halló un placer recordándose á sí misma, y como si lo pregonara en plaza pública, las vergüenzas que sabía de las gentes ricas, aquellas á quienes consideraba privilegiadas y felices. Entre las orgullosas familias del pago podía citar no pocas que habían ido á solicitar su ciencia de curandera, para que en silencio desembarazase del fruto de ilícitos amores á damiselas que hoy se creían absueltas con la abstersión del matrimonio, y que pasaban por su lado altaneras, despreciativas, sin reconocimientos en el alma ni rubores en la faz. Hasta el mismo pecado se le antojaba un insulto á su persona, tan miserable y desgarbada, que aun gozando de amplia libertad desde la infancia, nunca encontró quien codiciase su carne, haciéndola soñar en la posibilidad de afectos. No hay abismo más obscuro que el alma de esas virginidades conservadas, porque nadie jamás las ha querido, de esas flores marchitadas en el árbol, de esos frutos secados en la rama.

Andando lentamente, evocando un pasado donde todo era crespúsculo—nueve décadas grises comparables á una plancha de plomo interminable y sin relieves—, olvidóse de arrancar las chucas y anduvo un tiempo sin rumbo. De pronto llegó á sus oídos el eco de risas juveniles, levantó la cabeza, dilató las pupilas de ave de rapiña, y noticiada de la causa de tan insólita alegría, refunfuñó con acritud despreciativa:

—¡Las cuerudasl...

No tardaron en presentarse dos muchachuelas á quienes la vieja había designado con el feo apodo de las cuerudas. Eran hermanas, casi de la misma estatura y tan parecidas, que las hubiese creído gemelas. Eran bajas y gruesas; sus cuerpos representaban doce años; sus caras treinta. Eran enormes sus caras, y tan anchas, tan toscas, tan rugosas, que semejaban caparazones de "peludo". Descubiertas las desgreñadas cabezas, encerrando el busto en batas mugrientas y rasgadas, llevaban una falda muy corta que dejaba al descubierto las gruesas pantorrillas desnudas color bronce, con vetas blanquecinas, producidas por los rasguños de las zarzas; sus pies, cortos y anchos, calzaban alpargatas mugrientas y desflecadas. Cada una llevaba en la mano un gran pañuelo de algodón repleto de carne, yerba, sal, galleta dura y otras provisiones que la caridad pública les había dado. Venían sudorosas, corriendo, empujándose mutuamente, retozando como potrancas en primavera; sus fealdades no les impedía estar contestas. Una de ellas, la mayor, vio á la viejecita, y golpeando á su hermana con el codo, le dijo al oído:

—¡Maletas!... ¡la vieja bruja!...

Y luego, alzando la voz y cambiando de tono, exclamó:

—¡Güeñas tardes, ña Militona! ¿Cómo le va diendo? Puai decían que andaba media apestada.

Doña Melitona masculló algunas palabras ininteligibles y fijó su mirada en el atado que traía la rapazuela y que en vano ésta había tratado de ocultar, porque no pudo evitar que ella viese los choclos que asomaban sus barbas rubias.

—¿Qué trais ay?—preguntó.

La rapaza, encogiéndose de hombros, respondió:

—Cosas que mi han'dao.

—¿Y los choclos tamién te los dieron?

Ruborizóse la muchacha y doña Melitona agregó con rabia:

—¡Bien se ve que te se han pegao al pasar por la chacra 'e don Méndez!... Pero sos más ladrona que urraca y más sinvergüenza que cuzco,y tanto te da que te lo planten en la jeta...

—¡Hasta luego, doña Militona!—gritó la chinita interrumpiendo el sermón de la curandera y echando á correr. Cogidas del brazo, cantando y riendo con indiferencia de cigarras, se alejaron rápidamente. ¿Por qué les tendría rabia la vieja?... ¡Bah! ¡qué les importaba la rabia de la vieja!... En la abyección en que habían crecido, en la escuela de vicio en que habían vivido, acostumbradas al azote y al insulto grosero de su propia madre, ¿quién ni qué podía ofenderlas? Desde pequeñitas llevaban aquella vida, y hacía años que se las veía cruzando campos, siempre asidas de la mano, siempre cantando y riendo, siempre de estancia en estancia y de rancho en rancho, mendigando carne, sal, yerba, azúcar, y robando, de pasada, algunas sandías en las huertas, algunos "choclos" en las chacras. Sus oídos estaban acostumbrados á todos los insultos, á todas las groserías del gauchaje soez; habían recibido bofetadas, golpes y hasta mordiscos de perros; impúberes aún, se habían rendido en las frondas del monte á la bestialidad del paisanaje, ó se habían entregado, en el secreto de los maizales, á la fiebre inocente de algún compañero de infortunio. ¡No había ignominia que no hubiese salpicado sus almasl ¡Pobres seres que pasan sin transición de la infancia á la vejez y que son más dignos de conmiseración que de reproche, porque no son una llaga, sino la supuración de una llaga que la sociedad ha permitido crecer y que no se preocupa de curar!

Doña Melitona las estuvo mirando largo rato y concluyó por sacudir la cabeza con desdén. ¿De qué servía encolerizarse? El enojo sólo es provechoso á los fuertes; en el débil no sirve nada más que para anular el poder de la hipocresía, su único poder.

En el primer momento de indignación había soltado las puntas de delantal, dejando caer el manojo de chucas; las juntó paciente y filosóficamente, y siguió andando, resignada, ¡oh!, sí, resignada, porque un siglo desgasta todos los orgullos; pero más rencorosa que nunca, porque, á la inversa, en esas almas heladas, cada injuria es un martillazo que aguza las espinas del odio.

Siguió andando y recogiendo chucas. Delante había una majadita, algunos bueyes dormían cerca. Una idea penetró en el cráneo de aquella miserable criatura. ¿Por qué no había de regalarse con un cordero gordo?... Los ricos, los dueños, no los comían, considerándolos plato demasiado caro; se mata lo viejo, lo que ya no sirve, lo que ha cesado de dar beneficios: ¡Lo mismo que en lo humano!... Y la idea se puso escarlata... Siguió andando: cerquita, al alcance de su mano, dormía tranquilo un cordero de buena carne. La vieja hizo ademán de cogerlo y se detuvo: la idea había subido al rojo blanco y quemaba: el principal móvil del robo no era en ella satisfacer una necesidad orgánica, comer. ¡Los días que había pasado sin otro alimento que una docena de mates amargos, cebados con yerba vieja y sin sustancia! Era necesario dañar, dañar mucho; ¡y aquel cordero era negro!... Siguió andando, con precauciones, observando á éste y aquél, hasta que se fijó en un soberbio borrego, de los "arrugados", de los finos. Era seguro que no estaba castrado, y que su carne era fea; ¡pero cuánto sentiría el dueño su perdida!... Ya se disponía á cogerlo, cuando por un lujo de precauciones echó una mirada en contorno, y alcalzó á columbrar un jinete que venía al trote por un cercano bajío. ¿La vería? ¿no la vería? Siguió observando, y al reconocer á Jacinto, un muchacho bobalicón de la estancia de Méndez, una sonrisa mefistofélica plegó sus labios. Cuando nos vengamos sentimos necesidad de hacer saber á la víctima que el daño es causado por nosotros, como sentimos la imperiosa necesidad de gritar nuestro nombre cuando se aplaude una obra que hemos publicado con un seudónimo...

Rápidamente cogió el cordero, lo echó en el delantal junto con las chucas secas, y comenzó á andar en dirección á sus ranchos, que no distaban de allí más de cien metros. Con pasmosa agilidad lo colgó de una pata, lo degolló y le sacó el cuero, que escondió en seguida.

Cuando el muchacho llegó, rojo y sudoroso, cansado de castigar al petiso rodilludo que no salía del tranco, doña Melitona estaba vaciando tranquilamente su cordero.

—Ña Melitona... el borrego fino... yo vide...

Y al ver al animal sin piel y sin tripas, pronto para ir al asador, el peoncito enmudeció de estupor. El robo no era nada; ¡pero cometer el sacrilegio de matar un borrego fino!... Nunca creyó que la vieja lo degollase.

Cuando pudo hablar, exclamó espantado:

—¡Nada menos qu'el hijo 'e los galponeros!...

—¿Qu'estás cantando, gurí abombao?—preguntó la curandera sin dignarse mirar al chico.

—Qu'ese animalito es de la hacienda.

—¿Onde le ves la señal? ¿En el rabo?

—Yo vide cuando usté lo agarró.

—¿Querés ser dijunto?...—gritó doña Melitona amenazando al muchacho con su gran cuchillo de cocina. Aquél aflojó las riendas al petiso y se alejó todo lo más aprisa que le fué posible. Desde cierta distancia volvió la cabeza, gritando:

—¡Ya va'ver con el patrón!

Horas más tarde, el patrón se presentó seguido del sargento de la policía y un miliciano. Registraron la casa y los alrededores, mientras la viejecita, sentada junto al fogón en la cocina, tomaba mate, impasible, sonriendo, saboreando su venganza.

Cuando, concluido el inútil registro, el patrón se retiró vomitando injurias y amenazas, ésta dijo en voz muy baja, pero con entonación muy mala:

—Otra vez será pior.

Una niñita de cuatro años—una sobrina que había recogido y criado —estaba tirada en el suelo, con el vestido hecho jirones y la cara inmunda, disputando un trozo de maíz asado á una marrana blanca que gruñía á su lado. Al oir las palabras de su tía, batió las palmas:

—¡Oto coldelo!...

Doña Melitona le dio un sopapo y la marrana le cogió el trozo de mazorca.

Cuando llegó la noche, la curandera se fué al patio: levantó la olla vieja y rota que servía de abrevadero á las gallinas y sacó del pozo abierto debajo, el cordero envuelto en una bolsa. Luego, en su cuarto, con mucho cuidado, con excesivas precauciones, cerrada la puerta, vigilando el humo, vio cómo, poco á poco, se iba dorando el suculento manjar. Y sonreía, sonreía con un odio más afilado que sus amarillentos caninos de perra cimarrona.

Al día siguiente, muy temprano, doña Melitona se levantó para emprender su paseo habitual, recorriendo la ranchería, tomando mate donde había yerba, churrasqueando donde tenían carne; única manera que tenía de cobrarse sus servicios profesionales, sus brebajes y sus cataplasmas, en aquella población de indigentes. Su primera visita fué para Secundina, la madre de las cuerudas. La habitación era un rancho que el pampero habia casi tumbado hacia el Norte y que se sostenía con prodigios de equilibrio. No había un árbol, ni un cerco, ni una gallina, y en toda la media hectárea de terreno de que era propietaria doña Secundina no había plantado una mata de trigo, ni de maíz, ni de patatas, ni de cebolla siquiera, y no pacía tampoco lechera ni oveja alguna. La propietaria era una mujer joven aún, baja y rolliza, despeinada y muy sucia, mostrando en su semblante apático su haraganería, su desidia, su indiferencia de bestia.

Había hecho fuego con chucas, cerca de la única puerta del rancho, y estaba sentada en un tronco de sauce, tomando mate y asando choclos. Desde afuera se veía la única pieza, negra como una cueva. En un rincón, una cama de fierro con las ropas todavía revueltas; en otro, en el suelo de tierra, un colchón de "chala", donde dormían las muchachas; un cajón que servía de baúl, otro cajón sobre el cual había un par de platos de latón y algunos trebejos más, una silla de pino sin respaldo, sobre la cual una botella cubierta de sebo, sostenía un cabo de vela. Y era todo. No se veía palangana, ni jabón, ni escoba; pero se sentía un hedor de pocilga, húmedo y tibio, que hacía retroceder al curioso.

Doña Melitona tomó unos mates, echó una mirada rencorosa á las cuerudas y se despidió para ir á ver á su comadre Sinforosa, que era lindera. No tomó la calle: aquellos alambrados se pasaban sin dificultad. A los cinco minutos de marcha estaba en casa de su comadre.

Igual decoración, igual rancho ruinoso, igual predio inculto, idéntica miseria, idéntico abandono. La dueña de casa era más vieja, la familia más numerosa, compuesta de cinco muchachos escalonados de tres á siete años, y un sexto que contaría doce. La madre, tomando mate y asando choclos; los pequeños, revolcándose en el suelo, el mayor muy afanado en construir una cimbra para cazar perdices y escupiendo groseros juramentos cada vez que se presentaba una dificultad en su trabajo.

Doña Melitona hizo allí lo mismo que en la casa vecina: tomó mate, charló, habló mal de todas las personas conocidas, escuchó todos los chismes de su comadre y salió para su tercera visita, á lo de Dominga, muy amiga suya ésta y muy buena persona, aunque embustera y pedigüeña.

Igual decoración, igual rancho ruinoso, igual predio inculto, idéntica miseria, idéntico abandono. La dueña de la casa era joven, casi una niña, rubia, alta y bien tallada. Como era la protegida del comisario, vestía mejor y tenía una silla en la cual estaba sentada—tirada—fumando un cigarrillo. Tenía un rostro de animal bonito: los ojos grandes, castaños, con una mirada idiota—una luz de candil que alumbra á medio metro—unos labios gruesos de color terroso y unas mejillas pálidas, mostrando el cansancio, la fatiga de los que nunca han hecho nada.

Doña Melitona fué más afable con ella que con las otras tres. Se informó de su salud, inquirió noticias del comisario y del negro Pedro, asistente de éste, y concluyó por preguntarle:

—¿No hay mate, m'hijita?

Ella respondió con pereza:

—Mate, no; pero hay caña.

—¿Onde?

—Allí—dijo ella indicando el sitio con la mano y sin molestarse en traer la botella, que la vieja cogió en seguida y la empinó con ansia. Al ir á dejarla en su sitio vio sobre una silla un pedazo de queso y lo escamoteó rápidamente. Después, secándose la boca con la manga de la bata:

—'Tuve en casa'e Secundina—dijo—; una puerca que me envitó con un mate lavao. Y eso que ayer yo mesma vide á las cuerudas venir con un atao en que traiban yerba, y azucara, y fariña, y sal, y fideo y galleta, y un montón de cosas más.

—Buena liendre, Secundina—contestó la rubia con voz perezosa—;no tiene vergüenza dehacer sus porquerías delante de las hijas...

—¿Y ellas, m'hijita, y ellas?...

—¿Ellas?... ¡como pulpa 'el cogote!...

Doña Melitona se despidió y echó á andar en dirección á lo dé Policarpa.

Igual decoración, igual rancho ruinoso, el mismo predio inculto, idéntica miseria, idéntico abandono. La dueña de la casa era vieja y tenía diez hijos, dos varones y ocho mujeres. El mayor de los varones tendría veinte años: era grueso, no muy alto, de rostro lampiño y mirada canallesca. Acostado sobre un cojinillo, se entretenía en dibujar marcas con el dedo sobre la tierra del piso. Entre las mujeres había cuatro ya púberes, y de ellas tres exhalaban olor de vicio por sus cuerpos y sus caras. La cuarta, la mayor, era delgada y alta, desgarbada, fea, sin otro atractivo que una soberbia cabellera negra y unos ojos negros también, de mirada profunda y tibia, bondadosa y triste, resignada y casta. Todos la odiaban en la casa y ella tenía por todos un cariño humilde de perro maltratado. Ella cocinaba, cebaba mate, acomodaba y era la única que recibía insultos y moquetes.

Cuando doña Melitona llegó,Toribio, el hijo mayor, discutía agriamente con su madre, que estaba sentada en el suelo, junto al fogón, donde la caterva formaba corro.

—¡Fijesé, ña Melitona—dijo dirigiéndose á la visita sin levantarse—; fijesé si esta mama es bruta, que no me quiere hacer gancho pa con la gurisa 'e doña Tomasa!

—¡Dejuro! ¡A güen árbol te vas'arrimar!

Una de las muchachas intervino:

—¿Y si es gusto?

— ¡Pues!—agregó la otra—; cada cual tiene su modo de pelar el mondongo.

—¡Yo te viá pelar!...—gritó la madre encrespada.

Y la hija respondió riendo:

—¡No, vieja, no me pele, porque dispués don Frutos no me va'querer!... Él dice que n'usa badana porque'es malo pal...

Una carcajada general no dejó oir la última palabra de la chinita ladina.

— ¡Gente devertida—dijo doña Melitona aceptando el mate que le brindaba Sixta, la muchacha flaca, la única que no reía; y doña Policarpa, la madre, llorando de risa, exclamó:

—¡Esta muchacha es el diablo!... ¡Es capaz de hacer rair á un dijunto!...

La llegada del señor Pintos, estanciero de las inmediaciones, interrumpió la chacota. El señor Pintos, un hombre ya viejo y muy serio, traía una cara afligida.

—Bájese—dijo la dueña de casa.

—Gracias—contestó Pintos—; vengo apurado. Tengo á mi mujer en cama, muy atrasada, y mis dos hijos también cayeron ayer con trancazo, y estoy sin piona...

—¡Vea! El trancazo anda matando como peste en el ganao.

—Así es; y como estoy sin piona, he andao por todas estas casas y no he conseguido ninguna, porque ninguna quiere ir, y vine á ver si usté...

Doña Policarpa se irguió,roja de vergüenza:

—¿Yo?—dijo—. No, señor; yo no nací pa piona 'e naides.

—¿Y alguna de sus hijas?—insistió el estanciero mirando á las mocetonas.

—Mis hijas no tienen necesidá de humillarse... ¿No es verdá, muchachas?

—¡Ya lo creo!—contestó una.

—¡Dejuro!—respondió otra.

—¡Clavao!—concluyó la tercera.

El ganadero, desconcertado, intentó persuadirlas:

—Yo pagaría hasta...

—¡Por nada!

—...cinco ríales por día...

—Ni aunque usté se pinte de oro y traiga más onzas que el finao David Fernández. Nosotras no sernos de esas que sirven pa todo, y aunque sernos pobres, sabemos darnos el lugar que nos corresponde.

Sixta se atrevió á decir con voz humilde:

—Si usté quiere, mama, yo voy...

Pero la madre le lanzó una mirada furibunda y la hizo callar con un apostrofe autoritario:

—¡Cállese usté, mocosa sinvergüenza!

Y doña Melitona, después de depedirse, salió en dirección á otro rancho.

Y recorrió esa mañana, como todas las mañanas, las treinta y tantas miserables viviendas de la ranchería, satisfecha de encontrar en todas igual desidia, idéntico abandono; centenares de seres que viven como cerdos, mendigando, robando, prostituyéndose, sucios de cuerpo y de alma, sin educación, sin sentido moral, sin instinto de sociabilidad; legando á la numerosa progenie sus hábitos de haraganería, su perversidad y su vicio: negra herencia de miseria adyecta, maldita simiente destinada á producir zarzas ruines, espina de cruz que no da sombra, ni flor, ni fruto, ni sirve para calentar el hogar, ni para hacer un cerco, ni para construir una vivienda, y no tiene otro ornato que sus múltiples espinas silicosas, su rencor, su odio.

Y con cerca de un siglo sobre sus encorvadas espaldas, doña Melitona vivía aún, y aún era fuerte y diestra en el mal. No debía morir sin haber llevado á cabo alguna gran hazaña que inmortalízase su nombre. Ella fué la que voy á contar.

Era en invierno, un invierno excepcionalmente lluvioso y frío. Los temporales habían concluido rebaños enteros; las haciendas vacunas estaban tan flacas que en muchos rodeos no se lograba una res para carnear; nadie había engordado cerdos, porque con la sequía del verano se habían perdido las cosechas y estaba el maíz carísimo; legumbres nunca hubo en aquella zona. La vida era penosa para los ricos, miserable para los pobres, desesperante para las gentes de la ranchería, que no encontraban ni quien les diese, ni qué robar.

Doña Melitona, que siempre obtenía algún dinero con sus medicinas, no fué de las que peor lo pasaron. Pocas veces le faltó con qué comprar un capón flaco ó una oveja vieja y sal con que charquearlos para hacerlos durar una semana, á veces más. No era raro que algún cliente le regalase una gallina, algún queso, ó algunos kilos de harina; pero la miseria pública la alegraba, la satisfacía, y hubiera querido aumentarla, ver reventar de hambre á pobres y á ricos, aun cuando debiera reventar ella misma. Su alma era como esas habitaciones que nunca se barren: cada día deja en ellas una nueva capa de basura, y cada día la fermentación es más grande, más intenso el odio. Doña Melitona veía concluirse su existencia, y al considerar el poco mal que había hecho sentía vergüenza y se despreciaba, y pasaba las noches soñando venganzas y cataclismos. En las exacerbaciones de su odio llegaba á imaginarse que todos eran felices, que para todos la vida habla tenido caricias, ¡para todos, menos para ella, pulpa flaca, escoria humana, ser maldito, condenado á perdurar para ser testigo de la dicha ajena!... No conocía persona á quien alguna vez no hubiese visto reir; en los más desgraciados hogares había visto brillar alguna vez la luz del contento; y á ella, que no golpeaban, que no insultaban, á quien no le faltaba alimento, jamás se le había acercado un gozo, jamás la alegría había llegado á depositar un beso sobre su frente y á dejar un poco de calor en su alma helada.

Lindando con el terreno de doña Melitona, había un "potrerito" de la estancia vecina, en el cual, por ser muy abrigado, había puesto el estanciero su rebaño de ovejas finas, la majada tipo. Doña Melitona, unas veces de noche, otras veces de día, estuvo durante dos meses robando de esas ovejas. El patrón llegó á notar la merma y ordenó la vigilancia, pasando él mismo las noches en el campo, á la espera del cuatrero. Sus desconfianzas recaían sobre la curandera, á quien, desde el robo del borrego, profesaba odio mortal; pero como no era difícil que también comiesen de su hacienda otros holgazanes de la ranchería, llevaba el winchester bien cargado. Todas aquellas chozas, donde en el día no se encontraba un hombre, se animaban durante la noche. Una banda de perdularios—los maridos de aquellas mujeres degradadas—llegaba al anochecer, y unas veces unos y otras veces otros, salían para robar á los vecinos. La policía los conocía á todos y había cogido á muchos con las manos en la masa; pero á ellos eso no les apenaba gran cosa. Instruido el sumario, eran remitidos á la capital del departamento, de donde, casi todos, regresaban á los pocos días, puestos en libertad gracias á la influencia del caudillejo, de quien eran ellos elementos importantes; los menos permanecían de uno á tres meses en la cárcel, comiendo, durmiendo, "engordando á la sombra", y volvían al pago más que nunca dispuestos á la holganza y el robo. Por eso los ganaderos habían considerado como único remedio "meterles plomo" cuando los hallaban en sus rebaños.

Sorprender á doña Melitona era difícil; sin embargo, una tardecita el patrón alcanzó á verla enlazar una oveja, echarla en una bolsa y marchar con ella á cuestas. Su primer impulso fué hacer fuego; pero era una mujer, y su nobleza se rebeló, optando por seguirla de lejos. Ella no fué derecho á su rancho, sino á un bajío que distaba pocos metros, y allí, entre el barro, abrió un foso con su cuchillo, degolló el animal y lo enterró, tapándolo prolijamente con tierra y yerbas. Concluida la tarea iba á retirarse y vio un bulto que se alejaba agazapándose, y en ese bulto reconoció al patrón.

Tuvo unos instantes de sorpresa, pero pronto se repuso.

—Vas á buscar la autoridá—refunfuñó—; ¡ya vas á salir aviao!...

Y sonriendo, se encaminó á las casas.

Estaba acostada, muy tranquila, cuando ya cerca de la media noche golpearon á la puerta y respondieron á su

—¿Quién es?—con una frase seca e imperativa:

—¡La autoridad!

Empezó á vestirse con calma, dando lugar á que el comisario se impacientase y le gritara amenazándola:

—¡Abra de una vez, ó le echo la puerta abajo!

—¡Ya va!—replicó ella con aspereza—. Espérese que me vista, ¿ó quiere que le abra desnuda?... ¡Pucha que viene apurao!...

Cuando al fin abrió, cinco hombres entraron en la pieza: el comisario, el juez de paz, el ganadero y dos vecinos. Ella los saludó sin inmutarse, sin demostrar asombro ni contrariedad.

—Síganos—ordenó el primero.

—¿Onde?

—¡Siganós!

El estanciero iba delante, indicando el camino; doña Melitona seguía, rodeada por los cuatro hombres. Al llegar al sitio donde estaba enterrada la oveja, el guía se detuvo:

—Aquí es—dijo, señalando la tierra removida.

—Abra ese pozo—ordenó el comisario.

La vieja lo miró con insolencia:

—¿Y p'abrir pozos mi han hecho levantar á media noche?

—¡Abra! Usted bien sabe lo que hay ahí.

—¡Ya lo creo que sé!

Era una noche serena; la luna alumbraba el curioso cuadro. Doña Melitona se puso á escarbar, descubrió una pata del animal enterrado y tiró con fuerza.

La estupefacción fué general. En vez de una oveja, lo que allí había era la marrana blanca, la conocida marrana blanca de la curandera. Pasado el primer momento de asombro, el ganadero protestó, gritando furioso que él había visto robar y enterrar la oveja. El juez, muy serio, muy dentro de sus funciones, preguntó con voz grave:

—¿Cómo se explica que usted haya venido á enterrar esa chancha como una cosa robada, desde el momento que era suya?...

Ella respondió sin titubear:

—Porque era muy artera y tuíto me estragaba en el rancho, y no me servía pa nada; porque yo no tengo plata con que comprar maíz para engordarla, y, pa venderla, nadie la quería porque era muy ruin, y por eso hacía tiempo que la quería matar; pero me daba pena la pobrecita Juana; mi sobrinita, que aunque está feo decirlo, la quería como á hermana y se me prendía de la pollera cada vez que yo quería matarla, y por eso, como ayer m'hizo una judiada volcándome la olla 'el puchero y dejándonos sin cena, me dio rabia y me dije: esta noche, en cuanto se duerma la chiquilina, te degüello y te escuendo... ¡Ai'stá, señor!...

La llevaron nuevamente al rancho, pasaron la noche allí, en vela, y al siguiente día se realizó un prolijo registro, sin hallar rastros de oveja. El propietario juraba y perjuraba que existía el robo, que aquello era un ardid de la maldecida vieja; pero no se puede condenar sin pruebas á nadie, aun cuando se trate de un vecino de la ranchería.

El juez, siempre serio, siempre grave, tomó la palabra para finalizar el incidente:

—Bueno, amigo—dijo dirigiéndose al estanciero—, usted tiene que indemnizar á esta señora, puesto que no le ha podido probar nada y su afirmación resulta una calumnia.

—¡Una calumnia!—respondió el ganadero furioso.

Y el juez, impasible, contestó:

—No lo será; pero para la ley...

Luego, dirigiendo la palabra á doña Melitona:

—¿Qué pide usted?—le preguntó.

La vieja pensó un rato; después dijo con indiferencia:

—Que me dé un capón gordo... y cinco riales en plata.

El patrón, no obstante su rabia y su repugnancia, no tuvo más remedio que aceptar la sentencia, furioso al oirle decir al juez que debía darse por muy satisfecho, pues que cualquiera otro le habría sacado un par de cientos de pesos.

Cuando ya todos se retiraban, el comisario se acercó á doña Melitona, y, después de pedirle noticias de la rubia, le dijo en son de reproche:

—¡Sos boba! ¿Por qué pedistes tan poco?

Doña Melitona se encogió de hombros:

—Mi conduta no valía más—contestó.


Estancia «Los Molles», Junio de 1900.

La azotea de Manduca

Á Juan Dornaleche.

Al trote, abstraído y casi sin rumbo, cruzaba campo en una adorable mañana del mes de Abril. Flojas las bridas—andando al capricho del bruto—, la mirada perdida en el vastísimo horizonte, disgustado conmigo mismo, en una tristeza insólita, mis ojos miraban sin ver las innumerables bellezas de ese campo que he recorrido tantas veces y que tantas veces espero recorrer aún. ¡El campo!... Cada loma, cada llano, cada arroyo y cada bosque tienen para mí una fisonomía especial; cada rancho posee un alma y un lenguaje propios, un organismo, una vida, que mi espíritu, sediento de novedades, estudia, penetra y analiza. ¡Tristes análisis! Toda la lluvia luminosa del medio día es impotente para disolver la sombra que encuentro condensada entre las cuatro paredes negras y el viejo techo pajizo... Creóme dueño de una razón fuerte y serena, nutrida por la ciencia—la augusta madre—, y libre de prejuicios que pudieran encadenarla. Y ello no obstante, me asalta la duda de si serán defectos de instrumento los defectos que mi observación señala. Hay almas infelices y extrañas que semejan laúdes de una sola cuerda; todas las vibraciones producen siempre el mismo acorde, todos los acordes modulan siempre la misma melodía. Almas pobres ó enfermas, su suerte es siempre lamentable. Instinto errático las impulsa en busca de nuevas sensaciones y las sensaciones nuevas despiertan emociones viejas. El placer parece tan próximo al dolor, la alegría tan cerca de la tristeza, que al recorrer con la memoria los muchos años de camino andado diríase que deletreamos un viejo pergamino garabateado con caracteres apenas legibles, y, en partes, ilegibles. Se llega á pensar que en el ser moral, como en el ser orgánico, vivir es arder. Removiendo cenizas, ¡qué desierto, qué inmensa soledad uniforme en todo lo vivido! Nos asombra y nos apena evocar fechas y nombres que son como los jalones del sendero de la existencia; ¡aquí sufrimos tanto, allí gozamos tan intensamente! Tal día el dolor nos desgarró el alma á golpes de sierra; tal otro la ilusión entró en nosotros como un rayo de aurora en la caverna. Y hoy sonreímos con amargura al considerar la futileza de aquel tormento y la nimiedad de esta alegría. Al realizar el terrible inventario, lo que esperábamos encontrar marcado con profundo surco lo hallamos confundido en el recuerdo con las ordinarias trivialidades de la vida. ¡Cuántas veces hablamos con calor de cosas pasadas, tratando de engañar y de engañarnos, con un fuego que sólo existe en nuestra palabra embustera y en nuestra insaciable sed de hondas sensaciones! La inmensidad de nuestra fantasía nos ha disgustado con el presente, haciéndonos dudar del porvenir, é incapaces de resignarnos á la contemplación de un campo infecundo donde, á pesar de nuestros esfuerzos, las plantas nacen y mueren sin producir fruto, nos consolamos con los ilusorios frutos del pasado, ¡pobres frutos que es necesario aceptar sin análisis!... ¡Pobres almas infelices y extrañas! ¡Pobres almas á las cuales todos los placeres y todas las felicidades llegan á despertarlas con los ardimientos de besos pasionales, para decirles luego, como al tierno y sentimental rival de Byron:

»¡Y olvídame, porque jamás he de ser tuya!...»

Al trote, al trote, voy cruzando campo. Frente á mí se tiende una loma de reluciente verdura taraceada de florecitas rosadas, azules y amarillas; á mi derecha se alzan, rugosas y grises, las asperezas de las sepulturas—la sierra triste y fea que hace soñar en la raza muerta cuyos despojos guarda—; á mi izquierda, retorciéndose entre barrancos, culebreando entre cerros, desparramándose en los llanos, imagino el Cebollatí que me muestra la sombra densa de su bosque casi virgen; de trecho en trecho se ven brillar los bajíos encharcados por las recientes lluvias y se oyen rugir los pletóricos regatos que en sitios muerden la tierra negra, y en sitios lamen los duros peñascales. Dispersos por los altos, las reses no levantan la cabeza del suelo, en su afanoso pacer. Profundo silencio al ras de la tierra, y arriba, en el fondo del cielo claro y limpio, sin nubes y sin vientos, hay como una tormenta dormida, que hace más adorable esta luminosa mañana del mes de Abril. Existe como una tormenta latente que, tamizando la exuberancia de luz, la presenta con melancólica suavidad y hace que se dirija al espíritu con voz triste y quejumbrosa.

No lejos del camino, en la amplia calva de una loma, suele verse un rancho miserable, desnudo de árboles, desprovisto de huerta, negro, silencioso y sombrío como una tumba en el desierto. Al mirarlo, mi vista penetra por el tragaluz, resiste con coraje de médico á la fetidez del ambiente y ve con pena la familia que allí dormita sorbiendo el "amargo", tranquila, despreocupada, indiferente, sin aspiraciones y sin ideales, intoxicada por la indolencia, ese mal hereditario que va consumiendo la raza. Más lejos se yergue el caserón vetusto, cabeza de la grande heredad donde otrora pacían miles de vacunos y de ovinos, sólo turbados en su tranquila holganza por el retozar bullicioso de las numerosas yeguas cerriles y de los clinudos potros bravios. También allí hay silencio y abandono; también allí el viejo estanciero sorbe el "amargo" junto al fogón, en la cocina cuyas paredes denegridas amenazan desplomarse, flojos y torcidos los centenarios horcones de coronilla. Halagado por el recuerdo de las "onzas" que han pasado por sus manos, feliz con el renombre de su opulencia perdida, contento con su improductivo prestigio de caudillo partidista, envejece satisfecho con la esperanza de morir antes de que su campo—carcomido por las llagas de la hipoteca—pase á manos extrañas. ¡Qué vejez, qué triste y fea vejez en este país tan nuevo y en este pueblo tan joven!... En el alambrado, cuyos hilos cuelgan flojos ó rotos, cuyos postes yacen en tierra, cuyos piques semejan miembros fracturados; en las ovejas raquíticas, degeneradas, flacas y con mal vellón picado de sarna; en el difícil vado de un cañadón convertido en lodazal infranqueable; en las tropillas de jamelgos escuálidos y ventrudos; en todo, en todo está pintada la incuria, la desidia, la atroz indolencia nativa. Parece como si se observara el paisaje en un crepúsculo frío y triste, y en ese escenario agonizara una raza sin lamentos ni protestas; parece como si en ese lúgubre y silencioso anochecer se oyeran las últimas vibraciones del alma nacional que se extingue.

Y, sin embargo, la vega pregona asombrosa fecundidad, el collado verdea con su piel de rica esmeralda, y aquí y allá la tupida red de canalizos, de arroyos y de ríos—que en este bajío se hinchan y en aquella hondonada se anastomosan—riega por doquiera el prolífico suelo que tiene por techumbre un firmamento maravillosamente puro y luminoso. Se diría el fantástico connubio de la aurora con el ere púsculo, ó un plácido agonizar en el cual el terrible anonadamiento se va acercando vaporoso y sereno, flotando en el ambiente tibio, irisado por la luz blanquísima de un día primaveral que concluye. ¡El triste y feo envejecimiento de una raza joven! Yo no sé por qué se me antoja estar en presencia de una mujer de cálido temperamento, creado para las voluptuosidades del amor, y que—desconocida ó engañada—, amarilla, pierde la tersura de la piel, la gracia de los formas y se consume—vieja á ios treinta años—llevando al sepulcro el tesoro de su exquisita ternura.

Al trote, al trote, voy cruzando campo. Al trasponer una portera he penetrado en un terreno bajo, plano, extenso y pobre. En todo el horizonte no se descubre otra población que un gran edificio, alto, macizo y obscuro, que se eleva en el confín. A medida que avanzo, la grande construcción se eleva, cada vez más obscura, cada vez más imponente, en la planicie yerma donde sólo se ven inmensas bandas de ñandúes, que á mi aproximación alzan los largos cuellos y me miran asombrados con sus grandes ojos inteligentes. No hay ni una nube en el cielo, no sopla la brisa, no se oye una voz, un murmullo, un rumor de hojas. En la adorable mañana del mes de Abril, fresca y serena, se siente la suave melancolía de la tormenta en gestación. En tanto, á lo lejos, sobre la tierra negra y plana, tapizada de yerbas ruines, sobre la zona desierta, silenciosa y triste, el caserón va creciendo, solitario y soberbio, destacándose en el horizonte azul como un peñón gigante. Todavía un poco más, diez minutos, un cuarto de hora, y la Azotea de Manduca se me presenta con toda su majestad de ruina vigorosa. Ningún árbol le da sombra, ninguna tierra de labranza negrea en el contorno; sólo ella, adusta y fiera, domina la amplia planicie erial que va á morir en la margen del Cebollatí caudaloso. ¡La Azotea de Manduca!... el castillo feudal del coronel Manduca Carabajal, el nido grande y áspero de aquella águila famosa. ¡Con cuánta avidez me acerco á ella, con qué profunda emoción la contemplo! Al Sur se eleva una especie de torreón cuadrangular, cuyos muros lisos, sin una ventana, altísimos y denegridos, le dan un aspecto terrible de atalaya y de cárcel. El revoque—que la enlució en sus tiempos de gloria—presenta largas estrías y anchas máculas obscuras que á la distancia producen la impresión de tupida red de yedra.

Acercándose, el monstruo aparece más terrible, carcomido, maltratado, envejecido, pero fuerte y soberbio, sañudo é indomable, como un león viejo, sin dientes y sin garras, solo, aislado, defendido por el prestigio de su nombre y el recuerdo de sus proezas. Del antiguo alambrado que le sirvió de valladar ya no restan más que algunos postes de coronilla, nudosos, descascarados, rojos y lustrosos como caoba pulida.

Al Este se muestra la fachada principal, un pabellón de veinte metros de largo que tiene por cabeza el altísimo torreón. Tres ventanas altas y angostas—provistas de rejas con barrotes de hierro de tres centímetros de diámetro—se abren en este frente. Las rejas, lo mismo que las ventanas—cuya madera está, agrietada y podrida por los soles y las lluvias—han estado en un tiempo pintadas de rojo. Delante, en lo que fué patio, crece un bosquecillo de ortigas, malvaviscos, hinojos y baldranas, llegando hasta morder los pies del muro, qué—en partes sin revoque—descubre el ladrillo rojizo como llagas sanguinolentas.

Misteriosamente atraído, fascinado por la gran mole ruinosa que remueve en mi espíritu el recuerdo de toda una época histórica, me he ido acercando, acercando, sin saber con qué objeto, sin explicarme con qué excusa, Llego muy despacio—como con recelo—, y no oigo ningún rumor, no sale á mi encuentro ningún perro. Y, sin embargo, un hombre se mueve allá lejos, junto á unos derruidos ranchos de terrón; y más próximos, tendidos al sol, dos grandes perros barcinos dormitan tranquilamente. Diríase que el hombre y los perros, contemporáneos de la Azotea, viven como ella en el pasado remoto, indiferentes á las agitaciones de una actualidad que nada de común tiene con ellos. Diríase que el hombre y los perros esperan que se desplome el vetusto edificio para morir también ellos, entregar también ellos al campo erial sus cansados organismos, é ir á juntarse de nuevo con el amo, el alma fuerte y brillante que al bajar al sepulcro se llevó la vida y la luz, que vibró y brilló en la comarca con convulsiones de monstruo y resplandores de incendio. Al presente, sin más misión que esperar la ruina final, no tienen voz ni oído, son sombras que andan. Con el corazón oprimido por una angustia inexplicable sigo avanzando. En la fachada que mira al Norte hay una ventana también guarnecida por férrea reja. Está abierta, y del lado de adentro se halla un hombre apoyado en el alféizar. Desmonto y me acerco.

En una sala muy larga, muy ancha, muy alta y muy sombría se ha instalado una pulpería, profanando la noble morada del héroe muerto. ¡Y qué pulpería!... Pido algo para dar una excusa y observar el interior. No hay coñac, no hay licores: caña solamente. ¡Sea! El hombre—que es joven y extranjero—me ha servido en silencio y ha vuelto á recostarse apoyado en la reja, taciturno y soñoliento, como contagiado, como intoxicado por la infinita melancolía de la ruina. Yo observo la pieza: me parece más grande y más tétrica. Contra las murallas ennegrecidas se alza una vieja anaquelería que sólo contiene algunas botellas, algunas lozas cubiertas de polvo, unas latas de tabaco y mucha telaraña. Pero en mi estado de ánimo, el mobiliario desaparece y veo la inmensa habitación desnuda, fría, húmeda y semi á oscuras. ¿Qué habrá sido aquella sala en la época remota?

Una ruina es como un cráneo.

Al observarlo se despierta en nosotros el inquieto deseo de averiguar lo que ha vivido, lo que ha pasado entre sus paredes, qué tormentas han rugido allí, qué grandes alegrías y qué grandes pesares se han roto en ellas como olas espumosas en el acantilado de la costa. ¡Cuántas veces, á altas horas de la noche, debió pensar aquella sala sombría!... Me parece ver una mesa de pino sobre la cual brilla un candil de grasa de potro, y alrededor, una asamblea de hombres extraños, torvos, de rostros tostados y barbudos, de líneas vigorosas, y de ojos negros y grandes, animados por centelleantes miradas.

En medio, dominando el conjunto, con la pequeña talla erguida y alta la dominadora cabeza gris, el viejo caudillo hablaba. La palabra concisa, el gesto rápido, y en las pupilas la luz de sol de los conductores de hombres. Señor, allí se decretaba la guerra ó se aceptaba la paz; juez y ejecutor, allí se sentenciaba y se ordenaba el castigo. En los veinte caminos que conducían á la estancia, siempre resonaban los cascos de los caballos que corrían: el chasque que lleva un aviso importante; el delincuente que llega pálido á implorar la gracia y el amparo del caudillo; los cortesanos que concurren á rendirle homenaje; los idólatras que abandonan sus hogares para ir á cuidar y defender la existencia del jefe. ¡Cuántos planes debieron tramarse en aquella habitación fuerte y ruda, resistente y áspera como el alma de su dueño! A altas horas de la noche, en el majestuoso silencio del inconmensurable campo dormido, las palpitaciones inteusas de aquellos corazones ardorosos como las siestas de Diciembre y las voces roncas como el bramido del pampero, debieron repercutir en las murallas negras con ímpetus de aquilón. Morada de caudillo, aquella vieja y semidesnuda azotea hacía renacer en mi espíritu al caudillo, todos los caudillos, el caudillaje, toda una época, acaso la más heroica, acaso la más negra de nuestra joven y trastornada historia. Entre aquellos muros fríos veo aletear el alma de una raza moribunda. La anaquelería desaparece, toda la luz se borra, y en la pared desnuda empiezan á pasar los fantásticos episodios. Ahí van los terribles escuadrones, los salvajes lanceros, clinudos é iracundos, soberbios en la desenfrenada carrera de sus potros; ahí va la frenética legión que el caudillo electriza con su valor y su audacia; ahí va esgrimiendo los chuzos, dando alaridos, sin miedo y sin piedad, revuelta en las entrañas la hiél de la pasión partidaria. Durante mucho rato desfilan episodios y episodios: cargas sublimes, entreveros siniestros, luchas heroicas, crímenes horrendos, venganzas espantosas, desesperaciones inenarrables, agonías horripilantes. Después un inmenso y fúnebre silencio en la placidez de un gran sol que muere. El reposo tras la lucha extenuante, el lento correr de las aguas hacia el cauce después de la atronadora inundación. En el campo, los dos adversarios, todavía fieros, todavía irreconciliables, desangran y se agotan enviándose una postrera mirada rencorosa; luego, la noche viene y la agonía comienza. ¡Ya no hay más ruidos, ya no hay más luz: en la sala obscura, entre las negras paredes, aletea el alma de una raza moribunda!...

Media hora más tarde, al trote por la ancha zona plana y ruin, regreso pensativo y entristecido. El caserón vetusto donde el viejo estanciero sorbe el amargo; el rancho aislado y miserable, sin árboles y sin huerta; los alambrados derruidos, los caminos intransitables, los imposibles vados, toda esa decoración de la desidia, se me presenta como el acto final, la lógica conclusión del drama cuyos cuadros principales vi pasar sobre las ennegrecidas murallas de la sala de Manduca. Aquella raza que tuvo la grandeza destructora de los huracanes duerme entre las ruinas, agotándose, consumiéndose y soñando con las púrpuras de auroras que ya no han de lucir para ella. País de revoltosos, país de haraganes: la guerra concluye donde el trabajo empieza. El arado es la paz: las razas fuertes se enorgullecen conduciéndolo; los inútiles sueñan con hacerlo arder en los vivaques. Razas gastadas, razas podridas, náufragos de la humanidad que vagan en la sombra con la brújula rota y la fe perdida, su destino es hundirse en el abismo, desaparecer, abandonar el campo á otras unidades étnicas, á seres potentes que llegarán confiados en sus fuerzas, sostenidos por el ideal, no por el pálido y enfermizo ideal de los pobres de espíritu, sino por aquel artífice coloso que ha construido la gran república del Norte, por el grande, el supremo ideal de la vida.


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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