Para Adolfo González Hackenbruch
I
En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo, perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir la abrasada caricia vivificante.
Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho, aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas solitarias.
Las haciendas, aglomeradas en los bajíos, pacían buscando sombra; y en las alturas sólo se divisaba algún grupo de ovejas acurrucadas formando círculo, con las cabezas en el centro, blancas, inmóviles, confundiéndose á la distancia con un montón de peñas. Allí donde la chilca—antigua y feraz dominadora de las colinas—había desaparecido al golpe de los molares ovinos, la flechilla en hilos altos y finos, saltando bajos y zanjas, cuevas y sendas, cubría grandes zonas de superficie uniforme y convexa, y semejaba un gran campo de trigo al cual la luz meridiana arrancaba reflejos iridiscentes. No se columbraba ningún viajero en todo lo largo de aquel camino, siempre poco frecuentado, y con mayor motivo en la hora de la siesta, en esa hora de profundo sopor y de obligado reposo para hombres y para bestias. Apenas si, de cuando en cuando, y á lo lejos divisábase por los campos uno que otro muchacho, que al trote perezoso de su petiso "bichoco", andaba á caza de huevos de ñandú, mientras vigilaba el rebaño ó recorría los llanos, atisbando ovejas con "bichera" ó animales para "cuerear". En los miserables ranchos, negros y derruidos—que atestiguaban la pobreza y la desidia nativa—, advertíase el mismo silencio triste, abrumador, de comarca desierta, de heredad sin dueño. Cerca del camino se alzaban no pocas de esas miserables viviendas; y en sus "enramadas"—mal techadas con gajos de chalchal ó mataojo—, los hombres, tirados boca abajo sobre "caronas" y "cojinillos", roncaban rodeados de perros que dormían gruñendo. Al lado, el jamelgo, con el cuello estirado y las riendas caídas, paciente, plumereaba sin cesar con la espesa cola abrojienta y golpeaba el suelo, ora con una pata, ora con otra, afanándose en ahuyentar las moscas, los tábanos, los mosquitos y los jejenes.
En tanto, Juan Francisco, siempre al trote, continuaba la marcha, mirando á intervalos la altura del sol para calcular la hora y demostrando profunda indiferencia por los maravillosos paisajes que se ofrecían á su vista. En diario contacto con la Naturaleza, era incapaz de advertir sus encantos, así como el hijo es quien menos sabe apreciar los méritos de la madre. No merecían una mirada suya el extenso llano verde salpicado de blancas, rosadas y amarillas florecitas de miquichí; ni las esbeltas lomas que corren paralelas á uno y otro lado del camino; ni la cinta obscura y vaga, interrumpida á trechos, que indicaba el Corrales, ya cercano; ni la otra cinta, más ancha y más negra, del Olimar, columbrado en parte; ni allá, más lejos, amurallando el horizonte, las puntas gríseas de las asperezas del Yerbal y la serranía de Lago. Menos aún llamaban su atención el cielo azul, diáfano y puro, ni la caldeaba atmósfera, ni los rayos del sol que, al reverberar en las cuchillas sobre los pastos tostados, semejaban miríadas de insectos agitando sin cesar sus élitros lucientes. Los panoramas iban pasando, uno tras otro, siempre diversos, siempre variados, pero con tal aspecto común de inmovilidad, de vida suspensa, que producían la sensación de una serie de vistas fotográficas.
El paisanito salía de su abstracción sólo para emitir juicio mental sobre el estado de las pasturas del campo que cruzaba, sobre la gordura de la res que rumiaba á orillas del camino espantando sabandijas con el borlón de la cola y sobre las buenas ó malas cualidades del potro que, á su aproximación, corría bufando —aplanadas las orejas, enarcado el cuello, flotantes las largas crines incultas—, para detenerse á corta distancia, dando el frente como en son de reto y amenaza á quien atentase contra su salvaje libertad. Juan Francisco sonreía y tornaba á sumergirse en un mar de pequeños recuerdos insignificantes, vagos y descoloridos; un arroyuelo de agua insípida, que corre mansa y sin rumores; esas mil naderías que se agrupan en la mente en momentos de laxitud, y que son como hojas de papel que el viento eleva y arrastra y se ven un instante y desaparecen. En ocasiones, una bandada de avestruces que picoteaban en el llano, ó una pareja de venados, que, á la distancia, levantando las lindas cabezas por encima de las chucas, lo miraban atentamente, dispuestos á emprender la fuga al primer amago de hostilidad, despertaban en el viajero sus poderosos instintos de cazador nativo, haciéndole pensar en las "boleadoras" que, con el trote del caballo, golpeaban el ala del "recado". Y tan imperiosos eran esos deseos que de buena gana hubiera ensayado un "tiro de bolas" en el largo cuello de un "charabón" ó en los finos remos de un gamo si no hubiese sido imperdonable imprudencia en un gaucho de raza dar una corrida á su "flete" en horas semejantes. ¡Si fuese más de mañana, ó más tarde!...
Andando así, Juan Francisco llegó, cuando ya debían de ser más de las tres de la tarde, á la margen derecha del Corrales, un arroyuelo que, después de andar un par de leguas, brincando sobre peñascos, llega á un campo bajo, donde se estanca, se bifurca y forma dos canales cenagosos. Las aguas, turbias y quietas, están siempre tapizadas de camalotes é inmensa variedad de algas que se enredan á las múltiples ramas de sarandíes, ceibos y achiras que, en grupos pequeños, crecen de trecho en trecho, rastreros, raquíticos, extendiendo sus raíces y sus ramas en la tierra blanda y en las aguas mansas para servir de alimento á los parásitos. Más allá de la línea de árboles y de arbustos, en toda la ancha zona bañada por las aguas en las crecientes de invierno, invadiendo cinco ó seis cuadras, y más, en trechos, extiéndese tupida vegetación de paja brava, de espadaña, caraguatá y totora.
El viajero, que era conocedor del paraje, avanzó resueltamente. Al acercarse, los chajaes dieron la voz de alerta y se alejaron volando de dos en dos, en tanto centenares de garzas blancas, grises y rosadas, pardombiguás, corpulentas cigüeñas, zamaraguñones, bandurrias, patos y cisnes silvestres, se levantaban formando una nube de alas, confundiendo sus diversos gritos y revoloteando á poca altura, como si sólo esperasen que pasara el intruso para volver á sus dominios.
El joven sonrió desdeñosamente, llegó á la orilla del canal—una angosta cinta de agua sin movimiento, coloreada de rojo por las algas—, encogió las piernas, castigó el caballo y cayó en el fango, casi contento de haber encontrado un casi peligro en su camino. Momentos después desmontaba junto á una portera; "compuso el recado", lió un cigarrillo y, durante unos segundos, echando negligentemente grandes bocanadas de humo, permaneció recostado al caballo, la mirada fija en el bañado que quedaba atrás, inmóvil y feo, pútrido y maloliente: repugnante cáncer de la tierra.
Sacudió la cabeza para ahuyentar los jejenes, mató de una palmada un tábano grande prendido al cuello del alazán, montó de nuevo, y de nuevo continuó á trote lento por la orilla del camino, las piernas estiradas, gacha la cabeza, semicerrados los párpados.
II
Sobre un terreno alto y duro, el camino serpentea siguiendo el curso del Olimar; Juan Francisco levantó la cabeza y fijó la mirada en los enhiestos yatays que balanceaban en la altura sus penachos de largas y anchas hojas lucientes. Sus grandes ojos negros brillaron de contento y su mirada se fijó con insistencia en el bosque, en los guayabos colosos que, empujando desdeñosamente á sarandíes y pitangueros, ascienden buscando aire y sol, mientras sus ramos, robustos como brazos de obrero, se extienden con orgullo, protegiendo zarzas y sosteniendo sin fatiga gigantes nidos de águila y carancho. Más allá, oculta entre las frondas, se adivinaba la anchurosa laguna, de aspecto severo y amenazante. Todo el paisaje respiraba fiereza, y su gesto altivo de bruto no domado complacía al paisanito, trayéndole reminiscencias ignitas de lejanas y aún no olvidadas proezas de su raza. En cambio, los collados extensos y risueños, con sus incrustaciones de corolas multicores; la poesía del monte—la enredadera gentil, el arrayán, con sus blancas pirámides de perfumadas flores, el inquieto mainumbí, Babel de los colores—, la calandria gris, de canto severo y triste; el sauce, con su porte melancólico de bardo medioeval, y, en fin, lo pequeño, lo débil, lo enfermizo, lo refinado, lo femenino, pasaba por la mente del viajero como la luz á través del vidrio, sin dejar la huella de su paso.
De pronto detuvo el alazán y observó indeciso. A su derecha, á pocos metros, se abría la boca obscura de una "picada". ¿Por qué seguir más adelante? ¿Por qué buscar el paso real, donde se encontraría forzosamente con multitud de viandantes, todos importunos y molestos á su espíritu concentrado, ansioso de soledad?... Su faz—de una belleza severa y grave de bronce antiguo—se asemejaba á esas estatuas modeladas para el silencio de los parques agrestes. Sus ojos grandes—que tenían el color y el brillo de la piel del lobo de mar—parecían mirar hacia adentro, en la obstinada inmovilidad de las razas concluidas, para quienes no existe el porvenir; almas cristalizadas que miran con horror la línea curva y se extasían en la contemplación de la misma forma geométrica repetida al infinito. Su boca, ancha, con labios finos y duros, tenía la orgullosa altivez, el conceptuoso desdén de la boca charrúa, que no conoció jamás las graciosas contracciones musculares de la risa. Y en su boca, en la línea sobria y adusta de aquellos labios descoloridos, estaba pintada—más que en el resto de su fisonomía—la taciturnidad de su carácter, la tendencia orgánica al aislamiento, al individualismo tenaz, indómito y rencoroso, siempre dispuesto á quebrarse en ondas espumosas contra el peñón de los convencionalismos sociales...
Optó por la "picada". Taloneó al alazán, descendió los barrancos y llegó por un gran claro del bosque á inmenso arenal que duerme al flanco de una anchurosa laguna blanca como alas de garza y serena como la aurora. Y allí se detuvo aún unos segundos mirando cómo escarceaba sobre las aguas y las arenas la coruscante luz del sol de Enero.
Hubo de andar por senda abrupta, tortuosa y larga—no más ancha de un par de palmos—, cerrada arriba por espesísimas frondas y obstruida abajo por troncos muertos y zarzas vivas: cadáveres de macizos guayabos por sobre cuyos cuerpos secos trepaban juguetonas las jóvenes ramazones. Rompiendo lianas con el encuentro y aplastando musgos con el casco, escalando barrancos, saltando canalizos y hundiéndose en barrizales, enredándose en los cipos, hincándose en la espina del coronilla y desgarrándose la piel con la "uña de gato", el bravo bruto hubo de andar por cuadras y por cuadras en la obscuridad húmeda y tibia de aquel caracol selvático que al fin se abrió con un majestuoso pórtico formado por colosales viraros. Sin embargo, la "picada" no había concluido. En medio del bosque, en lo más hondo, cerrado á todos los vientos, guardado por imponente muralla viva de árboles seculares, lucía un círculo alfombrado de grama verde y alta, fresca y lozana: oculto y solitario prado donde van á danzar en las claras noches de luna las dríades del Olimar; la calandria y el zorzal cantan á dúo misteriosas melodías, la brisa tibia columpia el incensario del arrayán y se inmoviliza el ceibo envuelto en su regio manto escarlata, mientras arriba, en la cúspide, sobre el orgulloso penacho del yatay—granadero de la selva — dormita el águila velando el reposo de la prole...
Juan Francisco desmontó junto á un pitanguero frondoso, quitó el freno al alazán para que paciera á gusto y se sentó sobre la hierba, junto al árbol, recostando en el tronco la cabeza.
Las piernas estiradas con indolencia, el cigarrillo en los labios, los ojos semicerrados, estuvo unos minutos contemplando con placer á su caballo, que arrancaba y masticaba golosámente la verde y sustanciosa gramilla. Después, poquito á poco, su imaginación se fué apartando de la imagen presente, del hecho real, de las cosas vivas, para volar hacia atrás, batiendo las alas en el cielo gris de los recuerdos.
En determinadas circunstancias de la vida, cuando se proyecta una solución de carácter radical, el espíritu tiene una especial tendencia á inspeccionar el pasado, á hojear el empolvado archivo del alma. Ideas que alumbraron nuestros cráneos, sensaciones que estremecieron nuestros cuerpos y que han quedado cristalizadas en el recuerdo, son como los mármoles mortuorios, silenciosos y augustos, que duermen siglos en la sombra de las criptas y que sólo son visitados en ocasiones solemnes. Tras el rechinar de la enmohecida puerta de hierro penetramos en el crepúsculo del antro: todo, hasta el polvo, está inmóvil; todo, hasta el ambiente, está muerto. Las estatuas, blancas y frías y rígidas, se nos presentan como un reloj parado, una máquina que aún existe, pero que no funciona. Y ante ellas, ante la prueba axiomática de que todo muere y nada desaparece, el espíritu depone su orgullo, se humilla y pide consejo á los que fueron. ¡Cuántas cosas sabe ese reloj que ya no anda! ¡Cuántas tormentas están heladas en el mármol de esas estatuas funerarias! ¡Cuántas enseñanzas se inmovilizan, aprisionadas en los cristales de las estalactitas del alma, que se cubren de polvo en la cripta del recuerdo!... Cadena sin fin, la vida, su eslabón de hoy, es amalgama en la cual entran tres cuartos del ayer. Pero en la química psíquica, como en la química biológica, sólo en extraordinarias situaciones se desciende al laboratorio. Se goza como se respira ó se digiere, y así como es menester que nos ataque el asma ó nos torture la gastralgia para que apreciemos el placer del funcionamiento regular de nuestros órganos, así necesitamos de las torturas morales para saber cómo se vive cuando no se sufre. Entonces se emprende el viaje de retroceso, se escudriña el pasado y se hacen esfuerzos por reconstruir las escenas de la vida vivida, con la esperanza de encontrar en ellas la fórmula del presente, ya que no del porvenir.
En el melancólico silencio del potril desierto, luminoso y perfumado, Juan Francisco, frente á frente con un rudo problema moral, permaneció largas horas tendido sobre el césped, la cabeza recostada en el tronco del pitanguero, semicerrados los ojos y la imaginación errática, dando traspiés entre los escombros de la existencia pasada...
Ya comenzaba á obscurecer cuando enfrenó su caballo, y era ya de noche cuando pisó el atajo que debía conducirle á la villa de Treinta y Tres tras un apresurado galope de media hora.
A las nueve de la noche, después de haber cenado, salía de la fonda y tomaba la calle principal de la pequeña villa, dirigiéndose á la plaza única, que era como la cabeza de aquella vía, demasiado ancha para el escaso tránsito. De cuadra en cuadra, tal cual café, una que otra casa de negocio, dejaban escapar por las entreabiertas puertas débiles claridades y apagados murmullos. En las esquinas, recostados en los postes de coronilla, los guardias civiles cabeceaban con la linterna á los pies. A largos intervalos los viejos faroles, con sus cristales sucios ó rotos, esparcían pálidas y temblorosas lucecitas, matando la sombra en limitadísimo radio. De rato en rato, en el silencio de villa muerta que reinaba, oíase el ruido de enaguas almidonadas, y una pareja de muchachas "orilleras" pasaba furtivamente, pegándose á los muros para escapar á la vigilancia policial. Y ningún vehículo, ningún jinete por la calle enarenada, ningún rumor de vida en aquella arteria vacía.
A medida que avanzaba el gauchito iba pensando en el pago ausente. Nunca le había sido grato el pueblo; jamás encontró encanto fuera del campo inmenso, rebosante de luz, de las cuchillas sin término, de los valles dilatados, de las rugosas serranías, los ríos bramadores y los bosques salvajes. No comprendía cómo ni para qué habría el hombre de trocar la gran vida libre del despoblado por la vida asfixiante de los centros urbanos. No había amado nunca vivir en los pueblos; pero en aquellos momentos y en el especial estado de su ánimo la villa se le antojaba aún más deprimente y triste. ¡Qué diferencia entre la soberbia noche de los campos, que borrando detalles deja en el alma la impresión de lo colosal, de lo ilimitado, y esa mísera noche del villorrio, esa sombra confinada entre murallas y empequeñecida por la indecisa luz de los faroles á petróleo!... Involuntariamente recordaba sus travesías nocturnas al rumbo, bajo un cielo de una negrura solemne y honda, agujereada muy de tarde en tarde por la pupila roja del fogón de algún rancho invisible y que parecía pertenecer á la inmensidad silenciosa, á aquella inconmensurable comarca abierta que el hombre, el ser libre, el oriental, podía cruzar á todas horas y en todas direcciones. Al llegar á la plaza se presentó á su vista la masa obscura de los altos y ramosos eucaliptos, viejos centinelas del lugar que forman núcleo resistente á los pamperos y toldo impenetrable á los soles del estío. En ese mismo momento la campana de la iglesia parroquial comenzó el toque de ánimas con voz lánguida, soñolienta, cargada con las melancolías de las naves desiertas y el ritmo perezoso de la nube de incienso que asciende lentamente hacia la cúpula. Instantes después oyóse el prolongado redoble de un tambor, y la banda lisa de la policía urbana tocó oración. El golpe sordo y rápido de las cajas sonoras se mezclaba con el son lento y severo de las campanas, y de rato en rato las vibrantes notas de los clarines dominaban el conjunto con gritos estridentes que se apagaban poco á poco, dejando oirse de nuevo el canto monótono, acompasado y triste, de los bronces sagrados. Después, confundidos en un ruido extravagante é inarmónico, casi fantástico, iban repercutiendo de casa en casa, de arboleda en arboleda, hasta dispersarse, apagados y extraños, en las frondas negras del Olimar y del Yerbal. Y el disgusto del mozo creció al escuchar aquellos sones, que eran como el mandato imperioso de un amo imponiendo silencio; que eran como la voz de dos principios, de dos voluntades que nunca había logrado comprender enteramente; Autoridad y Religión.
III
Cada vez más preocupado, fué andando con lento paso hacia las afueras del pueblo, hasta detenerse junto á la pequeña puerta de un ranchejo aplastado, negro, semiderruído, aislado, sin patio, sin cerco y sin árboles. Golpeó con los nudillos de los dedos, y una vieja le abrió, saludó su llegada con exageradas demostraciones de contento, y tornó á cerrar la puerta con las dos vueltas de la llave.
Era una habitación pequeña: cuatros muros de terrón, bajos y arruinados; un techo pajizo con tantas goteras que más que techo era criba; dos puertecillas de tablas viejas mal ajustadas y un piso de tierra desparejo, con tales grietas, altos y bajos, que semejaba salida de cañadón en camino carretero. En un ángulo, una vieja "marquesa" de pino pintado de rojo, vestida con colcha de algodón amarilla y verde, y llevando por tocado cortinas de burda tela almidonada; á su lado, una mesita de luz casi cubierta con un paño de crochet; y encima, una lámpara de vidrio, una alcancía de latón, un frasco de Agua Florida y una daguita de mango de metal labrado; enfrente, un lavatorio, igualmente de pino, color ladrillo, una luna desazogada, sostenida entre dos toscos maderos y chabacanamente rodeada por inmensa toalla de hilo con larguísimas puntillas en los extremos, blanca, brillante y rígida á causa del almidón, el bórax y la plancha; un baúl, un par de sillas, una percha sosteniendo algunas ropas y muchas cintas...
En medio de la pieza, sentada en un banquito, junto á un brasero donde hervía el agua para el mate, en "pava" ahumada, Clara permaneció con los codos apoyados en las rodillas y la barba en la palma de las manos.
—Buena noche—dijo el mozo.
Ella lo miró. Sus ojos, muy anchos, de córnea blanca y brillante, que hacía resaltar el disco profundamente negro de la pupila, tenían la mirada lánguida y tibia de gata soñolienta; una mirada canallesca, innoble y falsa, semejante á la sonrisa qué el mozo de tienda tiene para todas las clientes; una mirada puramente física, un haz de luz pasando á través de un sistema de lentes.
Al rato, con voz suave y perezosa:
—Siéntese—dijo.
Juan Francisco tomó asiento junto á ella, en la silla que había dejado libre la vieja; cruzó la pierna y bajó la vista, disgustado consigo mismo, sintiéndose vencido y humillado en presencia de aquel ser miserable que amaba con todas las energías de su cuerpo y odiaba con toda la fuerza de su alma.
—¿Cuándo vino?... ¿Esta tarde?... ¿Y recién viene á casa?... Ya sé que tiene vergüenza de venir de día.
El mozo protestó; ella le atrajo hacia sí y estampó un beso sonoro, á plena boca, en los labios todavía algo contraídos de su amante.
Después continuó hablando con volubilidad, saltando precipitadamente de un tema á otro, mostrándose tan pronto triste, hasta fingir llanto; tan pronto alegre, hasta llorar de risa. Contradicciones, mentiras manifiestas, sin motivo y sin objeto, que hacían sonreir á Juan Francisco. Y ella, al notar sus dudas, se encolerizaba, cruzaba las manos, de palmas anchas y dedos cortos, exclamando con vehemencia:
—¿No crees?... Mira, ¡por este puñao de cruces!...
Al momento, olvidándose del incidente, tornaba á las digresiones, á su incoherente discurso de saltimbanqui de feria, en un estilo arlequinesco salpicado de figuras extrañas, de refranes criollos y de vocablos obscenos. Su cara—de maxilar inferior demasiado largo, de frente alta y estrecha, de carrillos pulpusos—tenía movilidades desordenadas que más parecían rictus histéricos que naturales expresiones fisionómicas.
Juan Francisco la oía hablar, aproximado cada vez más su busto corto y grueso, enfervorizado con su calor, mareado con el olor picante de las carnes.
—Tengo sueño—dijo con voz dificultosa, los labios muy secos, los ojos muy brillantes.
En ese momento llamaron á la puerta.
—¿Quién es?—preguntó Clara.
Se oyó un gruñido, y ella, dirigiéndose al mozo, agregó:
—Abrí, che; es mama.
Juan Francisco se levantó malhumorado y abrió la puerta, que dio paso á una vieja alta y escuálida, desgreñada y haraposa, á la cual seguía una chicuela de nueve ó diez años, muy linda, muy fresca y con unos grandes ojos vivos, inteligentes, acostumbrados á ver y á comprender todas las miserias de su medio.
—¡Güél ¡El Gurí!—exclamó alegremente la chicuela, corriendo á abrazar y besar á Juan Francisco, quien la recibió sonriendo.
—¿No me trajo nada?
—Caramelos.
—¡A ver, á ver!...
Clara se había levantado para ir hasta la mesita, de cuyo cajón extrajo un tarro con tabaco; lió un cigarrillo, lo encendió en la lámpara y se volvió, contraídas las hermosas cejas curvas y finas, increpando á Juan Francisco:
—¡Pucha que sos zalamero con la gurisa! ¡Te la ví'enseñar pa que te consoles con ella cuando yo mi'alce con otro!
Entretanto, la madre sonreía con aire idiota, de pie en medio del cuarto. Su rostro de bronce, surcado por innumerables arrugas; los ojos grises, la boca larga y desdentada, los labios finos, violáceos y muertos, atestiguaban su embrutecimiento por la acción combinada de la miseria, del vicio y de la embriaguez. Encorvado el cuerpo flaco, sin seno, sin vientre; caídos los largos brazos terminados por unas manazas negras, con gruesos dedos deformados, permanecía allí, callada y sumisa, como un perro en espera de la carniza. Había tenido cinco hijas, de las cuales las cuatro primeras habían ido entrando sucesivamente— educadas por ella, prostituidas por ella y vendidas por ella—en la carrera del vicio. La quinta, Paula—aquella chicuela que la acompañaba—, esperaba su turno, moralmente corrompida ya, iniciada ya en ciertas prácticas del oficio y sin que sus diez años ignoraran, en la teoría, ningún secreto del infame destino que la aguardaba. Afeada, envejecida, consumida, la vieja miserable vivía implorando la caridad de sus hijas, que no siempre se mostraban sensibles á sus ruegos, y que cuando en algunas ocasiones le daban un trozo de carne, unos trapos viejos ó un par de reales, lo hacían de mala gana y acompañados de insultos. Pero ¿qué mella podían hacer los insultos en aquella piltrafa humana que durante cuarenta años se había revolcado en todos los fangos y conocía el hedor de todos los estercoleros y el rigor de todos los ultrajes?...
Perfectamente conocedora del carácter de Clara, esperó que se calmase para formular el pedido que la había conducido hasta allí. Bien sabía con cuánta facilidad pasaba su hija de la cólera a la risa. Así, al cabo de un momento aventuró su súplica:
—¿Sabes?... el carnicero me dijo hoy que no me fiaba más... porque le debo seis riales... y mañana no tenemos un pedazo'e pulpa pa echar a la olla... Por mí no es nada... pero por esta inocente criatura...
Y señalaba con aire compungido a Paula.
Clara saltó, indignada:
—¡La inocente! ¡Y sabe más que una mesmo! ¡No venga vendiendo bosta por pomada de olor!
Luego, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, meneando desaforadamente los brazos:
—Usté lo que quiere es unos riales pa comprar caña y emborracharse; y siempre es lo mesmo, y yo soy la burra que siempre la sirve. ¿Por qué no va á pedirle á Jesusa, ó á Encarnación, ó á Dorotea?... Porque ellas son tan arrastradas como usté y no le dan un cobre, ¡y, sin embargo, son las mejores pa usté!... ¡Vaya, vaya á pedirles a ellas; yo no le doy nada!... ¡Y mándese mudar que tenemos sueño!...
Con un movimiento rápido se acercó á la puerta y la abrió, indicando la calle á su madre y á su hermana.
La vieja bajó la cabeza; la chicuela se le acercó, mirando á Clara con grandes ojos asustados, y las dos infelices salieron caminando á reculones. La puerta se cerró con estrépito, y la dueña de casa prosiguió lanzando amenazas y soeces insultos. Juan Francisco, testigo mudo de aquella inmunda escena, se levantó y se acercó a su amante:
—¿Nos acostamos?—dijo.
—Sí, mi viejo.
Pero aún no debía concluir su disgusto: la puerta del fondo se abrió y la parda vieja, arrastrando las chancletas, entró.
—Comadre—dijo con voz gangosa y servil:—¿me da dos rialitos pa comprar caña?
—¡Pucha, comadre, usté no piensa más que en emborracharse!—contestóle Clara.
En seguida abrió la alcancía, sacó la moneda pedida y se la dio á su sirvienta, amiga, comadre y camarada.
—Y no venga á incomodar más—agregó—, que ya tenemos los ojos duros. ¡La vieja me ha hecho agarrar un estrilo!...
Al día siguiente, muy temprano, Juan Francisco entraba en el pueblo, caminando lentamente, el entrecejo fruncido, la mirada torva, un profundo disgusto marcado en su semblante. Llegó á la fonda, comió un churrasco y mandó que le trajeran su caballo. ¡Oh, por esta vez era de verdad! Ensillaría en seguida y partiría para su pago, bien resuelto á no pisar jamás los umbrales de la inmunda morada de su concubina, donde iba en camino de dejar su dignidad de hombre.
IV
Juan Francisco Sosa era un paisanito de estatura pequeña y de cara infantil, lo que le había valido el apodo de Gurí, chiquitín. Tenía, sin embargo, una recia contextura. En el lenguaje pintoresco de la gente de campo decíase en el pago que "cada brazo suyo era un coronilla y cada pierna un ñandubay". Parado á la puerta de una "manguera" no había diestro que se atreviera á competir con él para "pialar de volcao"; pues difícilmente erraba tiro, y tumbaba la res de un tirón seco y seguro.
Y eso, siempre serio y huraño, sin jactanciosas compadradas y sin pedir el consabido "trago de caña". Cuando se apoyaba en los garrones y oprimía el lazo contra el "tirador" da badana, ya podían forcejear los novillos de seis años. ¡No había miedo! Se revolvía audaz en el redondel de las "mangueras", dominando la inquieta selva de guampas, y enlazaba con ojo certero, desafiando las embestidas del vacaje chucaro, en medio de la espesa polvareda, del vocerío de la peonada, el chocar de las cornamentas, el continuo ludimiento de cuadriles y el seco golpear de las pezuñas. En los rodeos, su vista de águila descubría pronto el novillo gordo ó el ternero ''orejano", y corría en declives y en zanjeados sin ceder un palmo al vacuno, que, al fin, rendido y sumiso, iba á parar al señuelo. De allí, el gauchito regresaba al tranco, armando el lazo, serio y callado, indiferente á la admiración de los compañeros. Pero fuerte, diestro y encariñado con todas las faenas del campo, ninguna le halagaba ni satisfacía enteramente la necesidad de lucha de su naturaleza cerril como la doma del potro. Sobre el lomo de un bagual bravio y potente, su fisonomía apática y poco expresiva se transfiguraba. Ardían los ojos, contraíase la boca en sonrisa de salvaje satisfacción; dilatábanse las ventanillas de la nariz, lanzando resoplidos que competían con los del bruto, en cuyos flancos se aseguraban como tenazas los muslos del domador, en tanto las piernas desnudas movíanse libres, permitiendo al pie descalzo y armado de grande espuela clavar los aguzados dientes de lo rodaja en las cosquillosas ijadas. Nunca era más hermosa la varonil cabeza, el rostro enérgico destacándose de la negra melena sujeta por la "vincha". Agitábase el potro en violentos balances, ora hacia adelante, ora hacia atrás, ya á un lado, ya al otro, encorvando el lomo, escondiendo la cabeza entre los remos delanteros, "haciéndose una bola" en su afán desesperado de arrojar la incómoda carga, hasta emprender rápida carrera, buscando la libertad en la fuga. Y el jinete, afirmado el cuerpo en los estribos, "se echaba á muerto", tironeando á un lado y á otro con tanta pujanza y tal maestría, que el animal no tardaba en rendirse y llegaba á la playa del corral sudoroso, coloreando la boca y los ijares, el ojo todavía iracundo, pero ya sin fuerzas y sin ánimo de rebeldía.
Juan Francisco había nacido en la costa del Tacuarí, en Cerro Largo. Recordaba vagamente á su padre, oficial de los blancos, muerto en Severino, en la revolución de Aparicio. Sabía por tradición que descendía de un bravo, de un indio fornido y rudo, cuya lanza fué temible en los "entreveros" feroces de la época bárbara de los caudillos. Corría por sus venas sangre de "guayaquí", y su abolengo se perdía en el misterio de los campamentos y de las correrías revolucionarias. El se crió allí, en el campo de Sosa, donde su genitor había nacido y se había hecho hombre, mereciendo del patrón, en premio á sus servicios, la calidad de "agregado", con hacienda y "tropilla" propias.
Sosa era uno de esos paisanos pacíficos que aman entrañablemente su partido político, pero que no exponen nada en su servicio; se asemejaba á los burgueses de Francia, que se entusiasman cuando ven pasar un regimiento y se esconden en sus casas, guardando sus tesoros, cuando llega la hora del peligro. Era bueno, servicial, usaba pañuelo blanco y celeste; pero á él que no le fueran con asuntos de revolución ni de elecciones. "Yo soy blanco—decía—, pero me gusta estar bien con todos". Y su mayor orgullo lo fundaba en poder atestiguar que era bien visto por blancos y colorados. Carácter anodino, temperamento neutro, tenía admiración pasiva por los héroes, y reprobación, también pasiva, para los protervos. Cuidando bien sus haciendas, pagando religiosamente sus deudas, y usando pañuelo blanco y celeste, nadie tenía el derecho de llamarle mal partidario ni mal patriota. Más de un jefe blanco salió de su casa con caballo gordo, poncho nuevo y algunas onzas en el bolsillo; y si es verdad que lo mismo le aconteció á más de un jefe colorado, lo cierto es que sus correligionarios decían siempre de él: "Es un buen compañero"; y los adversarios exclamaban: "A pesar de ser blanco, es buen hombre". Y en tiempo de guerra, sus haciendas eran siempre las más respetadas.
Pedro Sosa había visto todo un hombre en el hijo de su agregado y amigo, y tenía para él un cariño paternal y una grande admiración. En todas las "hierras" le marcaba dos ó tres terneros, y era para él todo potro que resultase demasiado arisco. Lo que le apenaba era la taciturnidad del mozo, su carácter indomable, que no admitía lecciones. Quiso enseñarle á leer y el mozo se rebeló. ¿Para qué? Su inteligencia era inaccesible á toda idea nueva. Pensaba y opinaba lo que pensaron y opinaron sus abuelos, no acertando á comprender por qué había de obrar de otro modo, ni por qué no había de ser bueno y sensato lo que era sensato y bueno en el tiempo pasado. Su oficio era enlazar, bolear, domar; no habría de hacer otra cosa durante toda su vida. ¿Lo haría mejor sabiendo leer y escribir?... Y además, él tenía un profundo desprecio por la gente ilustrada, pobre gente sin músculo, sin energía, condenada á vivir de la astucia, incapaz y sin fuerzas para afrontar la lucha de hombre á hombre y cara á cara: ¡el zorro y la comadreja para un gaucho acostumbrado á lidiar con baguales de sierra y toraje alzado!...
Había cumplido los veinte años y no había conocido pueblos. Cuando más tarde los visitó fué de paso y no le gustaron. El campo, lo infinito, la Naturaleza en su grandeza salvaje; los ríos, que es necesario vadear á fuerza de brazo; los bosques, que defienden su secreto; los pajonales, que esconden derroteros; las noches obscuras, que borran los caminos y dejan la dirección á la brújula del rumbo; la campaña sin fin y sin término: allí estaba la vida. Un hombre, un caballo y un "recado"; lo demás lo daba la buena madre, la tierra del oriental, la salvaje y grande tierra del gaucho, que, como la altiva china del tiempo del tupamaro, era todo desprecio para el vil y no negaba nada al coraje y la osadía. Un hombre, un caballo y un "recado"; un corazón y un brazo para afrontar el peligro, un conductor y un amigo para salvar las distancias, una silla de viaje y una cama... ¿Qué más?... ¿Gobierno? Significa mandar y es sinónimo de amor; y por no ser mandados ni tener amo fueron la carnicería en Montevideo el año VI, el choque soberbio de Las Piedras, los sablazos de Sarandí y el colosal esfuerzo de Ituzaingó el año 28. La ley es pamplina: no la precisa quien no roba, quien ensilla caballo de su marca y hace el puchero con oveja de su señal. Si es necesario matar en defensa de la vida ó del honor, ¡oh leyl, la tierra oriental tiene selvas protectoras que dan abrigo y garantía al hijo viril que la conoce y la adora! Desde luego, la autoridad—que él veía representada en el comisario y los policianos—era una tiranía, y, por lo tanto, un enemigo. Impotente contra los verdaderos malhechores, á los cuales rehuía, se encarnizaba con los vecinos honestos que ostentaban altivez. Se robaban haciendas, se asaltaban casas, se mataba y se cometían actos horribles en familias de desvalidos, sin que la autoridad pudiera aprehender á los delincuentes; pero se insultaba, se sableaba, se estaqueaba y se remitía á los cuarteles —esclavo blanco en tierra libre—al que, defendiendo su derecho, prefería el martirio á la vergüenza.
Para hombres como Juan Francisco—puro músculo y pura sangre— el amor debió ser una necesidad orgánica. Reñido con todos los convencionalismos sociales, recto, inflexible, odiando la mentira—que es la base del amor moderno—, era en todas las diversiones en que entraba el elemento femenino un observador pasivo, que ansiaba y no podía participar del festín en que los otros se regalaban. Cortejar fué siempre para él tarea imposible: "pialar y volcar, y apriete y venga la marca", como gaucho y á lo gaucho. Quemar en el brete á novillo engañado... "¡güeno pa naciones; los que no pueden con el lazo y tienen miedo á la ronda!"...
Hubo amigas que en el pueblo le enseñaron los placeres fáciles: "me gusta y venga; tanto tomo y tanto pago". Allí conoció á Clara. Era linda, era criolla de raza, era ardiente y altanera; "yegua abrojienta, aquerenciadora de potrada brava." Sin amarla—despreciándola como buen gaucho que suele montar padrillos, pero que no ensilla yeguas—, se hizo al placer y adquirió el hábito. De tarde en tarde llegaba al pueblo y era visita obligada de la china, que por él sacrificaba á cabos y sargentos de policía, Donjuanes de la aldea entre la gente del suburbio.
No fué una pasión, sino una costumbre que llegó á imponerse tiránica. Los viajes al pueblo se hicieron más frecuentes; las estadías más prolongadas. La pereza había empezado á invadirlo; su rodeo iba mermando; hoy vendía una vaca, mañana otra, para satisfacer las necesidades de dinero, cada día más premiosas. La permanencia en el pueblo era, sin embargo, penosísima para Gurí: primero, por el pueblo mismo, que odiaba cuanto es posible odiar; después, por Clara y la sociedad en que ésta vivía y que le era forzoso frecuentar y soportar. Todas las mañanas, cuando salía del rancho, muy temprano, avergonzado de que le vieran en tal sitio, iba mascando una cascara amarga que le envenenaba durante todo el día. Llevaba la resolución de ensillar su caballo y partir inmediatamente; volver al campo, entregarse con todo el afán de antes á la vida laboriosa y sana de los seres libres, sacudía con rabia la cerviz para arrojar el yugo ignominioso, y llegaba la noche sin que hubiera emprendido el viaje, encaminándose fatalmente al rancho de la china. "La miel surge de los labios de las cortesanas; su boca es más suave qne el aceite, pero deja rastros más amargos que el ajenjo y más crueles que una espada de dos filos". ¡Bien lo sabía Juan Francisco, sin haber leído al rey poeta! Y es que en todos los tiempos el fruto tierno de la voluptuosidad tuvo siempre el mismo dejo amargo; y todas las cortesanas, desde las miserables extranjeras, adoradoras del repugnante dios Moloch, hasta las aristocráticas hetairas griegas, mantenedoras del culto estético á la adorable Afrodita, conocen por igual el secreto de embriagar con acíbar. Sobre tapices de Oriente ó sobre pieles de fieras; con perfumes de mirra, de áloe ó de cinamomo; sobre la suave grama del escondrijo que aromatiza el trébol; en el ruin lecho oculto en la cabaña y hasta en la pila de heno impregnada de hedor de establo, la noche amorosa es siempre igual, el mismo canto de besos y caricias, el mismo salmo de la carne elevándose á Anaís ó á Mylita, á Isis ó á Moloch!...
V
Y aquella mañana tampoco ensilló Gurí su alazán para retornar al pago. Todo el día lo había pasado en una agitación febril, complaciéndose en recordar las escenas vergonzosas que estaba forzado á contemplar noche á noche; y si su conciencia embrionaria era incapaz de juzgar con exactitud las relaciones entre su ser interno y el medio ambiente, el automatismo del instinto y del sentimiento presentaba ante su vista moral la danza dislocada de ideas deformes é inconciliables. La prostitución de los cuerpos no revolucionaba á aquel hombre, acostumbrado á vivir en contacto con la Naturaleza y á considerar la junción de los sexos como ley natural incondenable; pero la prostitución moral, la mentira, el envilecimiento, el sacrificio continuo de la conciencia á un miserable placer del momento, mezquino y efímero; la adulación que proporciona un mendrugo y los engaños que obtienen un instante de simpatía hacían rebelarse el alma altiva del hijo de las pampas, que podía aceptar todo menos la abdicación de su personalidad semibárbara, y por ello simple y por lo tanto firme y estable. ¡Lo que él había visto en los años que llevaba de relaciones con Clara!... Jesusa: una rubia alta y delgada, flexible, esbelta: un cuerpo de virgen; unos ojos azules, claros, tiernos, casi místicos; una boca grande, con labios tan finos, tan tenues, que parecían hechos para dar paso á la armonía melancólica de los rezos cristianos... ¡y qué vida! Siguiendo un escuadrón de caballería había recorrido todas las guarniciones y había pertenecido á toda la tropa, siempre borracha, siempre sucia, amando lo más abyecto, aceptando complacida los insultos y las bofetadas!... Encarnación: un tipo extraño de piel cobriza, de cabellos castaños y de ojos azules, brillantes y tristes; una desgraciada que vagaba por el pueblo ofreciéndose á todos, dándose á todos, no retrocediendo ante ninguna degradación, consumida por una lujuria moral que la frigidez de su cuerpo le impedía satisfacer!... Dorotea: la mayor, vieja ya con sus veintiocho años, sin dientes y casi sin pelo, viviendo de limosnas, con mate amargo y caña... Marcelina: la madre infame que recibe de sus hijas el subsidio revolcado en la pocilga de insultos soeces. Las amigas, todas vaciadas en el mismo molde; los hombres, seres abyectos cuyo contacto repugna; y finalmente, Paula, la pobre niña de ojos inteligentes que un día, habiéndole él preguntado si seguiría el ejemplo de sus hermanas, había respondido mirándolo asombrada: "Naturalmente... cuando sea más grande", incapaz de suponer que pudiera haber en la vida otro destino para ella.
¿Como el carácter noble é indómito de Gurí había podido aceptar tanta bajeza? Es que él no había ido conociendo aquéllo sino muy lentamente.
Al principio no hallaba ningún extraño en el rancho; después la parentela fué apareciendo, primero muy respetuosa, muy atenta, hasta ir poco á poco mostrando la hilacha y concluir por exhibirse en toda su asquerosa desnudez.
El no amaba á Clara ni la había amado nunca. Fuera de su casa, no sintiendo los ardores de la carne, la veía tal cual era, en su espantosa deformidad moral. Sin embargo no podía alejarse, no podía dejarla, porque tenía ya el hábito, porque forzosamente tendría que ir á golpear á otra puerta tan infamante, y el esfuerzo le parecía enorme. Además, y no obstante sus concesiones, tenía confianza en su energía y estaba convencido de que el día en que se propusiese formalmente romper con ella lo haría. Esperaba que el azar le deparase una ocasión propicia, una mujer honesta, alguna muchacha de su pago, que sería su compañera. Más de una había visto que hubiera satisfecho sus deseos; pero su timidez le impedía dar los primeros pasos, someterse á los engorrosos preliminares del amor; y su carácter, reñido con todos los convencionalismos, sólo le hubiera permitido decir á la mujer de su elección:
—"¿Querés casarte conmigo?"
Comprendía bien que tal principio le hubiera valido el ridículo; y, además, otro temor le embargaba: una negativa. El sólo pensar que la mujer á quien declarase su amor podía no aceptarlo le obligaba á retraerse, porque esto lo hubiera considerado como suprema humillación, y le hubiera impelido quizá á brutalidades reprobables. Esperó. Pero como el tiempo corriera, su orgullo no pudo seguir durmiendo y—justificando la teoría de las pasiones curativas del doctor Bremond—le impuso un inmediato rompimiento, un rápido cambio de vida.
Y durante todo ese día, solo, tirado sobre el lecho de un pobre aposento de fonda, estuvo dando vueltas á esa idea, mientras su caballo permanecía atado en la caballeriza, sin comer y sin beber; hecho que nunca había acaecido, y que no debía extrañar dado que su amo jamás tampoco había estado tan largo tiempo entregado á labor mental.
Estaba ya resuelto á la ruptura, pero no lo haría así yéndose furtivamente, demostrando un temor que no tenía. Esa noche iría á ver á Clara y le hablaría con toda su natural franqueza, y al día siguiente partiría definitivamente para su pago.
Al obscurecer, ya mucho más tranquilo, se dirigió lentamente hacia el rancho de su china. Ella lo estaba esperando recostada en el marco de la puerta, toda vestida de blanco, joven y fresca como una colegiala. Sonriente, entornando, los párpados, tamizando en las largas pestañas la luz de sus profundos ojos negros, iluminada á medias por un suave resplandor de luna, tenía una actitud de abandono, un aire de dicha que conmovió al joven paisano. Cuando éste le tendió la mano, ella la oprimió, lo atrajo hacia sí, y con voz mimosa, suave, acariciadora:
—¿Cómo está mi viejito?...—murmuró.
Lo besó en la boca, con un beso silencioso, largo y cálido; puso el brazo sobre el hombro del mozo, y apoyando la cabeza en su cuello quedóse así, inmóvil y callada.
El silencio reinaba en contorno. Al frente, á unos centenares de metros, blanqueaban las casas del pueblo, mudas é inanimadas como sepulcros; á derecha y á izquierda, de trecho en trecho, parpadeaban unas lucecitas tenues, brotando de las abiertas puertas de los ranchos; á lo lejos, el Olimar y el Yerbal dormían entre sus dobles murallas de verdura; y arriba, en medio de un cielo azul y puro brillaba la luna con intensas claridades.
Pasó un tiempo, un cuarto de hora, veinte minutos de aquel profundo y melancólico silencio. A poco oyóse el hondo y prolongado lamento de una campana; redobló la caja militar y vibraron los clarines. Juan Francisco se estremeció.
—Vamos pa dentro—dijo.
La puerta se cerró, rechinó la cerradura y las voces confundidas de los bronces sagrados y los bronces guerreros fueron repercutiendo de casa en casa, pasaron sobre los viejos techos pajizos de los ranchos y fueron á morir, á lo lejos, en las frondas espesas y obscuras del Olimar y el Yerbal. Después, el silencio, de nuevo el infinito silencio de la miserable villa anémica. En tanto, en la ancha bóveda azul la luna iba ascendiendo lentamente, vertiendo sus blancas claridades sobre el aire inmóvil.
El día alboreó hermoso, límpido el firmamento, tibio el ambiente, perfumada la brisa, verdes y brillantes los céspedes y los árboles espolvoreados de rocío. Hermoso día prometido á la pereza de la soñolienta alma nativa, adoradora de las siestas.
Y aquella mañana tampoco ensilló Gurí su alazán para retornar al pago.
VI
Pasó una semana. ¡Y cuánta vergüenza en esa semana! Juan Francisco llegó á desconocerse. Le habían cambiado el carácter, lo habían convertido en un ser igual á aquellos miserables moradores de los pueblos. ¿Dónde estaban su orgullo de gaucho y su sentimiento de indómita independencia que sólo cabía en la anchurosa soledad del campo? ¿Dónde el fiero amor á las grandezas de su tierra, al sol de las auroras, á las sierras breñosas, al misterio de los bosques, al furor de los torrentes?... En las madrugadas, sobre el lomo de su flete, trotaba alegre, sintiendo en el rostro el cosquilleo de la brisa fresca, y tendía la vista satisfecho, inspeccionando las lomas y los cerros semiborrados por el vapor del rocío. Siempre tenía por delante amplísimo horizonte, leguas y leguas de tierra suya. Una cosa odiaba: los alambrados que coartan la libertad de viajar derecho, que restringen las "cortadas de campo" y obligan á rodeos, marchando sobre huellas de carretas. Una cosa le entristecía: lo poco frecuentes que van siendo las revoluciones, la guerra que permite la ilimitada expansión de los instintos, la amplia satisfacción de todas las pasiones enardeciéndose en una lucha sin ideales, enloqueciéndose hasta llegar á la idolatría del símbolo que produjo héroes sublimes, mártires gloriosos y feroces homicidas: unos y otros inconscientes en todo, en el bien y en el mal, en la heroicidad y en el crimen, en la idea y en el hecho...
¿Qué manjar preferible al churrasco revolcado en la ceniza? ¿Qué bebida capaz de competir con el sabroso mate amargo, cebado por uno mismo, en "galleta" propia, de madrugada junto á la hoguera de la cocina, de tardecita bajo el alero del rancho?... Y todos los detalles del pago: los horizontes conocidos, las cuchillas, los bajos, las cañadas y los "rodeos", las casas, los animales y las personas, los rostros que se han visto desde que se empezó á ver, las voces que se han oído desde que se pudo oir; la fisonomía de los edificios, los ombúes del fondo, los paraísos del frente, el viejo ceibo inclinado sobre las aguas fangosas del estanque, los malvaviscos del guardapatio, el montecillo de abrepuño en el rodeo viejo, el álamo solitario que ostenta, como una gran giba, un gigante nido de cotorras, á veces expulsadas por los caranchos—los múltiples detalles que la indolencia criolla presenta á la vista de varias generaciones—, engendran la nostalgia en el alma simple y concentrada del gaucho. El pago es la casa y la familia, aun para los que, como Gurí,no tienen familia. Todo allí les es conocido, todo amigo; todo está tan unido al alma, que forma parte del ser mismo y no es posible olvidarlo. Hasta el agua de otros sitios les sabe de otra manera; hasta el aire de otras comarcas se les antoja distinto. "Vivir lejos del pago es como ensillar con "recado" ajeno."
Más temprano ó más tarde, en lucha de pasiones, la gran pasión de la tierra concluye por triunfar. Juan Francisco había sufrido algo así como un desvanecimiento, una ausencia de sí mismo; durante una semana su personalidad había estado durmiendo, y despertaba con ansias infinitas de libertad, de movimiento y de acción.
El domingo—un día abrasador en que se respiraba con pena—, Juan Francisco almorzó temprano y se acostó vestido, entregándose á las delicias de una siesta que duró hasta el obscurecer. Se levantó, se lavó produciendo gran ruido y desparramando el agua, como quien está acostumbrado á hacer sus abluciones en las lagunas; cenó con apetito y salió alegre, el sombrero sobre la oreja, el poncho sobre el hombro, rumbo al rancho de Clara. Encontró á ésta vestida para salir. El corsé, muy alto, oprimiendo el busto sin lograr disminuir la cintura, quitaba á su cuerpo la graciosa flexibilidad de criolla acostumbrada á andar libre de ballenas y cordeles; el cabello aceitado, apretado, prisionero entre decenas de horquillas, no tenía ni el suave color castaño, ni el gracioso rizado natural, ni el brillo discreto de pelo vivo; las tintas cálidas de las mejillas desaparecían bajo un revoque de albayalde, que, con el carbón que sombreaba los ojos y el carmín que chillaba en los pómulos y los labios, daba al semblante una apariencia clownesca; hacía del rostro máscara burda y fea, sin otra cosa de viviente que los anchos ojos de córnea marfilina y de negra é intensa pupila. La expresión de dolor, manifiestamente falso, que había adoptado Clara, semejaba la mueca risible de un Pierrot.
Gurí la estuvo mirando y sonrió: la encontró repugnante y fea, é involuntariamente vino á su memoria el recuerdo de una vieja del pago que criaba gallinas blancas y las teñía de azul con el añil; gallinas que después nadie quería comer porque daban asco, "porque ya no parecían gallinas".
Ella, fingiéndose muy afligida, se olvidó de darle un beso, y él se guardó bien de solicitarlo, repugnándole salir con un emplasto en los labios.
—Te estaba esperando—díjole.
Y después de un suspiro y de una pausa:
—¿Sabes?... la pobre mama está muy mal. Li'a venido como un pasmo, de un arañazo que tenía en un dedo, y dice la médica que tal vez no escape. Fíjate que anoche la estuvieron velando en casa de Encarnación, y esas arrastradas no fueron capaces de avisarme nada. ¡Todo pa dispués andar diciendo que soy una desamorada y que á una no le importa nada'e la familial ¡Como si fuesen ellas las que más han ayudao á la pobre vieja!... ¡Pobre vieja!...
Compungida, ahogando sollozos, agitado el seno, Clara parecía presa de una grande aflicción, que no lograba, sin embargo, conmover en lo más mínimo á Juan Francisco. El juicio depende de una íntima correlación entre nuestro espíritu y el mundo exterior; las sensaciones dependen más de nuestro estado de ánimo que de la esencia de las cosas. En nuestro yo, siempre variable, los juicios tienen una verticidad asombrosa. Así como un paisaje habla al alma de distinta manera según se le contemple en las mañanas, en la refulgencia de la luz meridiana, ó en la iluminación mortecina del crepúsculo, ó en la palidez de los reflejos lunares, así los sentimientos tienen horas y tintes propios. "Fuerza y substancia, espíritu y materia, sólo designan entidades metafísicas que no tienen de real en la Naturaleza otra cosa que la trama de los acontecimientos ligados entre sí". Y antes que Taine, Pascal había dicho: "Quien ama á una persona por su belleza, ¿la ama? No; porque la viruela, que matará la belleza sin matar la persona, haría desaparecer el amor. ¿Se amará por la inteligencia, por condiciones morales que igualmente pueden perderse de un momento á otro?... No se quiere jamás á las personas, sino á sus cualidades". ¡Y sus cualidades se nos presentan distintas en cada instante de la vida!
Unos días antes, Gurí se habría enternecido con el relato de Clara, á pesar de que siempre la había juzgado falsa y embustera; pero entonces la autonomía del sentimiento amoroso se empeñaba en creer, como ahora la autonomía del sentimiento de independencia se empeñaba en dudar. Viéndola llorosa y afligida por la enfermedad de la madre recordaba á la madre insultada, despreciada y arrojada á la calle en su presencia, y encontraba aquel dolor tan mentido y tan digno de desprecio como el albayalde y el carmín del rostro. Unos días antes se hubiera esforzado por probarse—y se hubiera probado—que ella había hecho bien negando á su madre corrompida un dinero que era destinado á bochornosa embriaguez; que su indignación era justa y que no había incompatibilidad entre esa escena y su condolencia real y sincera al saberla en peligro de muerte. ¿El no había sentido la tentación de degollar un caballo que se había cansado en una jornada, y más tarde no había cuidado y curado con cariño á la misma bestia ruin?... Pero la verdad es una ficción, como todo en la vida. El estado de absoluta imparcialidad no existe, y el hombre no se convence sino de aquello de que quiere convencerse. Nunca buscamos argumentos para probarnos que es falso lo que pensamos, y aceptamos sin control todos los hechos y opiniones que tienden á fortificar nuestras creencias; y al fin, como "en toda mentira hay un fondo de verdad", concluímos por quedar honestamente satisfechos. No se quiere á las personas ni se cree en ellas, sino en sus cualidades; y como esas cualidades cambian día á día, hora á hora, minuto á minuto, en nosotros y en los demás, ¡qué instabilidad en el juicio, cuántas mutabilidades en la conciencia!... Lejos de sentir compasión, Juan Francisco se divertía; una diversión que equivalía á desprecio y un desprecio que la perspicaz aventurera no tardó en leerlo en su sonrisa. Cambiando rápidamente la expresión del rostro, frunciendo el ceño y mirando á su amante con dureza, díjole, empleando una voz alta y agria:
—¿Qué tenes? ¿Te estás riyendo porque una sea buena hija? ¡Es verdad que ustedes, los payucaces, son lo mesmo que los animales y no tienen ley ni á la madre que los lambió!...
—¡Así ha de ser!—replicó Gurí con sorna.
—¿Venís ó no?
—Gracias, che; velorio y pulpa flaca nunca me asentaron bien.
Clara hizo una mueca colérica y abrió la boca para vomitar una de aquellas frases suyas de insulto obsceno é hiriente, pero se contuvo.
—Bueno, si querés, voy un ratito y aurita no más estoy de vuelta. ¿Me querés esperar aquí?
—Aquí—respondió Gurí golpeando con la mano la cama, en cuyo borde habíase sentado.
Ella se acercó, lo abrazó, le dio un beso con mucho cuidado y haciendo una mueca picaresca, díjole con voz melosa:
—¡Hasta lueguito, mi viejo, y no me vaya á trair á alguna y hacerme alguna porquería mientras yo no estoy!...
Juan Francisco se tendió de espaldas sobre el lecho, y con los brazos cruzados bajo la cabeza y los ojos cerrados, estuvo un largo rato inmovilizado, pensando. Después sus párpados se abrieron, su mirada comenzó á fijarse en los detalles de la pieza. ¡Las veces que había contemplado aquella "cumbrera sillona", carcomida por los gusanos! ¡Las veces que había contado las viejas "tijeras" amarillentas y el envarillado de tacuara reseca, y hasta las puntadas de la filástica! ¡Las ocasiones que había visto el burdo cortinado, y el lavatorio, y la percha, el baúl y las sillas, la mesa de luz y la lámpara! ¡Cuántas noches había pasado allí en furioso enardecimiento ó en torturante insomnio!... Y al contemplar ahora todos aquellos objetos familiares y testigos de sus placeres y sus rebeldías, no experimentaba la menor emoción: le parecía que todo aquello le era ajeno, que no le atañían en nada, que los veía por la vez primera. Es que el individuo que durante años había vivido allí—de hecho ó con el recuerdo—ya no existía: Gurí ya no era Gurí, ó, por lo menos, ya no era el Gurí de Clara.
Le pareció extraño lo que le acontecía y tornó á sonreir bondadosamente. Después, sin que se diera cuenta de cómo, su imaginación se fué apartando de aquel sitio, y, no obstante conservar los ojos abiertos, ya no veía ni el techo, ni los muros, ni el mobiliario del rancho de Clara. La Estancia de su protector, su sitio habitual en la cocina, el catre que le estaba reservado en el pequeño cuarto de los peones; la fisonomía de éstos, las charlas y las chacotas después de la cena; todos los queridos recuerdos del pago se presentaban lúcidos á su espíritu. Y ellos acogía sin aflicción, no como otras muchas veces en que despierto al lado de la vil criatura dormida había evocado su cuarto y había sentido pena, disgusto y deseos de huir, sino de otra manera muy distinta y muy agradable; no como el proscripto que evoca la imagen del hogar y de la Patria y sufre en la impotencia de volver á verlos, sino como el viajero que encaminándose á la tierra natal se representa sus encantos y los saborea anticipadamente. Del mismo modo Gurí no veía el pago alzándose como la sombra de una madre para reprobar su conducta deshonesta, sino como la realidad de una vida que, desde ya, estaba viviendo de nuevo.
Sin darse cuenta del tiempo que transcurría, sin advertir la tardanza de Clara, sin sentir por ello la menor impaciencia, permaneció horas y horas en aquella deleitosa evocación hasta que se quedó profunda y apaciblemente dormido, soñando con las lomas y los cerros, los valles y los bosques de la costa del Tacuarí.
VII
—¡Hele, mamao! ¿Con qué te apedaste anoche que hasta aura te duran los humos? ¡Avisa si has echao raíces en la cama!...
Un zamarreo y aquellos apostrofes proferidos por la voz risueña y zalamera de Clara hicieron incorporarse á Juan Francisco, que se restregó los ojos sorprendido. ¡Cómo! ¡Todavía estaba en el cuarto de Clara y acostado en su cama! ¡Y él que creía sentir la agradable dureza de su catre en la pequeña pieza de los peones de la Estancia de Sosa!...
—¡Toma, pues, abombao!—repitió la china, alargándole un mate amargo, riendo de buena gana al notar el asombro del mozo.
Este concluyó de despertarse sorbiendo la infusión amarga, y no fué chica su sorpresa al encontrarse vestido tal cual se había acostado, hasta con las botas.
—¿Y esto?...—preguntó.
—El peludo—contestóle ella riendo.
—¿Qué peludo?
—¡Pues... el que anoche agarrastes sin perros! ¿Qué tal era, mi viejo? ¿estaba gordo? ¿tenía las siete catingas?
Gurí se encogió de hombros. ¿Borracho él, que jamás había probado bebidas alcohólicas?...
Pero ella garantía que había vuelto temprano, y que no había podido despertarlo, y que había tenido que dejarlo dormir así "ensillado", no más. Y reía con su buena risa bulliciosa de cortesana indiferente.
En otra ocasión Juan Francisco habría observado que ni en la almohada ni en la cama había huellas de la persona que debía haber dormido á su lado; que los ojos hinchados, las ojeras moradas y la palidez que se observaba en el rostro de Clara, atestiguaban una noche de embriaguez y lujuria. Y efectivamente, en el velorio se había bebido en grande, se habían comido churrascos, se había jaraneado y se habían gozado otros placeres al aire libre en la noche tibia al lado de la moribunda. Y Clara, embrutecida por el alcohol, había tomado parte en la infame orgía, se había dormido al fin sobre un tronco de higuera y había llegado con el día, llena de temores, al cuarto, donde esperaba encontrar á Gurí furioso. Se libró bien de despertarle y aprovechó su sueño para justificar su tardanza con una mentira bien urdida, lo que no le costaba gran esfuerzo. Pero Juan Francisco no se preocupaba ni poco ni mucho y aceptó las explicaciones sin la menor protesta.
Tomó unos mates, contestó distraído á lo que Clara le hablaba, y al fin, poniéndose en pie, díjole resueltamente:
—Bueno, che, me voy.
Ella se acercó confiada, ofreciéndole un beso y despidiéndole con un:
—Hasta luego.
El tornóse serio y agregó:
—No, hasta luego, no; me voy pal pago.
Quedóse la china indecisa; luego preguntó fingiendo calma:
—¿Y hasta cuándo?
—No sé; ó mejor... Bueno, sábelo de una vez: me voy del todo... Cortamos el ñudo, y tan amigos como antes.
—¡Ah! ¡ah!—exclamó ella, lanzando una carcajada nerviosa—. ¿Conque me dejas?... ¡Qué pena! ¡No sé cómo no estoy llorando, porque, ¿sabes?, sin vos, si'acabaron los hombres!... ¡Anda, anda á criar cola al Rincón de Ramírez, entre las payucaces como vos!... ¡Ay! ¡pero si me viá morir de sentimiento!...
Y con el rostro contraído, brillantes los profundos ojos negros, trémulos los labios, se quedó mirándolo en actitud de desafío y de desprecio, plantada ante él, el cuello estirado, la diestra en alto.
Después, como Juan Francisco se hubiese quedado contemplándola, ella tomó por abatimiento su indiferencia y exclamó irónicamente:
—Pero, ¿qué te vas á ir?...Pura lengua, pura lengua... ¡Si tenes la cola enterrada!...
Y rió ruidosamente.
La frase fué un latigazo para la altivez del mozo. Se irguió, la fulminó con una mirada despreciativa, y empujándola violentamente:
—¡Salí, basura!—exclamó.
Clara palideció, quedó muda é inmóvil. Gurí pasó por su lado sin mirarla, abrió la puerta y echó á andar.
En la calle, al acariciarle el rostro la brisa fresca, se sintió dueño de sí y comenzó á respirar con el deleite del preso que recupera la libertad tras varios años de encierro. ¡Al fin, al fin era libre! Y orgulloso, contento de sí mismo, se puso á cantar entre dientes una canción del pago.
Ya Juan Francisco iba lejos, andando con el paso lento y ese balanceo propios de la gente del campo y de los marinos, y aún permanecía Clara inmóvil, como petrificada, de pie en el interior de la pieza.
Gumersinda—la parda vieja, sirvienta, amiga, comadre y compañera—la encontró en aquella actitud y con aquella expresión.
—¡Güé!—dijo con voz gangosa—. ¿Qu'está haciendo ay, comadre, con esa cara idiota de ternero augao?...
Ella comenzó á sollozar:
—¡Basura!... ¡Llamarme basura á mí!...
—¡Bah! ¡No se aflija, comadre!... ¿Jué el Gurí? Alguna rabieta; ¡ya verá cómo mañana viene mansito!
—No—replicó ella—: no viene; y aunque venga, es lo mismo.
Después, cesando de llorar, roja de ira, continuó diciendo á gritos:
—Pero que me las va á pagar... ¡por este puñao de cruces!
Gumersinda quiso calmarla; pero ella la rechazó de un empellón y con un montón de palabras soeces. La parda iba á escabullirse cuando ella la llamó imperiosamente:
—Vaya á trair una cuarta'e caña—le dijo con voz agria y altanera.
Mientras la criada iba á la cocina por la botella, Clara intentó sacar dinero de la alcancía hundiendo un cuchillo de mesa en la abertura de la tapa: pero como aquel ardid—que le era habitual—no diese resultado, tomó el puñalito de mango de metal y rompió furiosamente la caja.
Gumersinda no tardó en volver con la caña, y las libaciones comenzaron, á grandes tragos, de la misma botella. A medida que bebía tomaba cuerpo su indignación: su voz se hacía más ronca, sus palabras más groseras. Era indudable que quería á Gurí, pero lo quería á su manera, con un amor puramente egoísta, por el placer que le proporcionaba, por el orgullo de tener un buen mozo que á la vez era todo un hombre, y de tenerlo suyo, únicamente suyo; por la satisfacción, en fin, de ese deseo imperioso y de ese orgullo natural de poseer un afecto, que es innato en todos los seres humanos, aun en los más miserables; de ese afán, de esa necesidad de ser querido por alguien que experimentan hasta los mismos animales. Encontrar una persona que nos ame, ¿no es obtener el reconocimiento de nuestros méritos, la prueba de nuestro propio valer?... Amor inmensamente egoísta, incapaz del sacrificio más mínimo, de ningún sentimiento desinteresado, es como el glotón que adora la comida por el placer que le reporta. Y en la triste vida de esas miserables criaturas que chapalean en el fango del vicio, que se sienten despreciadas por los hombres y odiadas por las mujeres—seres sin derechos, casta inferior que la sociedad tolera como mal necesario, pero que arroja y confina en los suburbios—, la necesidad de un afecto real es tan grande que lo aceptan aun del más vil y abyecto de los hombres. Clara amaba á Gurí de esa manera: egoísta, imperiosa, casi bestial; y, pasada la crisis, comenzó á declinar su cólera y su orgullo se humilló. Lloraba, se retorcía las manos, se mesaba los cabellos, se negaba á comer y á hablar, sin atinar, sin embargo, á tomar determinación alguna. Al fin se decidió á escribir un billete, que garabateó con inmensa dificultad. ¡Y qué extraño billete salido de aquella alma infecta!... Ni una sola grosería; ni la menor obscenidad: reproches y protestas de amor expresados con un sentimentalismo infantil.
Cuando la parda vieja salió con el mensaje ella empezó á vestirse y á prepararse, casi tranquila, casi alegre. Pasando con facilidad del extremo dolor á la alegría extrema, incapaz de esfuerzos prolongados, tenía—según una feliz y pintoresca expresión de ella misma—"el llanto y la risa á flor de agua". El conflicto moral se condensaba en el billete; una vez escrito, todo había pasado. Juan Francisco lo recibiría é inmediatamente estaría de vuelta y las cosas seguirían otra vez su curso habitual. ¿Acaso podría ser de otro modo?...
Media hora después volvió Gumersinda con cara triste: traía el billete, que no había podido entregar, porque hacía rato que Gurí había partido.
Ella no se impacientó mayormente. Quizás el mozo habría salido á dar un paseo y á la noche iría á golpearle la puerta. Como se sentía fatigada, se desnudó y se acostó. No quiso almorzar; no abrió la puerta á nadie, y sólo se levantó y se vistió al obscurecer. Hasta media noche estuvo esperando, y entonces, ya convencida de que Juan Francisco había partido para su pago, se encolerizó y la emprendió con el resto de la botella de caña.
Un sargento de policía que andaba de ronda la encontró parada junto á la puerta del rancho:
—¿No va al baile, comadre?—le preguntó.
—¿Dónde es el baile?
—En lo'e la parda Anselma.
—¡Y cómo no!—replicó ella febrilmente—; ¡ya lo creo que voy, y á sacudirme los trapos de lo lindo!
Y allá fué, y en el ejercicio violento de las "quebradas", en los refregones, en la excitación del alcohol, del baile, de la orgía, se olvidó de Gurí, y á las tres de la mañana llegó á su casa del brazo de un pardo, que esa noche ocupó el sitio de su antiguo amante.
Después continuó su vida acostumbrada, de vicio, de depravación y de miseria. No estando Juan Francisco en el pueblo, no se acordaba de él, y no abrigaba la menor duda de que volvería y aparecería en su casa como si nada hubiera pasado.
VIII
Pasó un mes. Una tarde, la parda Gumersinda, volviendo del centro, donde había ido á hacer compras, dijo á Clara:
—Adivine quién está en el pueblo.
Ella se encogió de hombros.
—Algún campuso.
— Mesmo... Gurí.
—¿Gurí?—preguntó Clara, incrédula —¡Gurí! Yo mesma lo vide con estos mesmos ojos, y á más, entuavía, que él me saludó y me dio dos vintensitos pa caña. ¡Siempre el mesmo don Gurí!... ¡siempre tan callao y tan güeno!...
Clara había escuchado con atención, y luego, fingiendo indiferencia:
—¡Ándate á pastoriar capinchos, vos, con tu Gurí!—exclamó.
Pero toda la tarde estuvo pensativa. En treinta días pasados apenas si se había acordado—y eso sin pena—de su antiguo amante; ahora era distinto: estaba en el pueblo y era necesario que fuese á su casa, que se sometiese á su yugo. El iría—¡claro que iría!—, sin necesidad de mandarlo buscar.
Sin embargo pasó la noche, y Juan Francisco no fué. Al otro día ella le mandó un billete muy cariñoso, muy humilde y muy suplicante. El mozo lo había recibido y lo había guardado. Si hubiese sabido leer, lo habría leído por curiosidad; pero como no sabía, y no era hombre para ir á pedir á un amigo un servicio semejante, ni se enteró de su contenido, ni tampoco aquella noche apareció por los ranchos de Clara. Un segundo billete fué rechazado con una amenaza que intimidó á Gumersinda, la cual se negó rotundamente á seguir sirviendo de mensajera. Y no era ésta, sino otra palabra, la que ella había pronunciado indignada.
Todo esto concluyó con la paciencia de Clara y desbordó su cólera.
—¿Qué se habrá pensado ese trompeta?... ¿que yo me muero por él?... ¡Como si faltasen hombres!... ¡Pero así son todos, que una los cuida y los mima pa que le den el pago 'e la vaca empantanada!... ¡Si hacerles servicios á ellos es lo mesmo que darles confites al chancho!...¡Decentes de día y puercos de noche, no tienen ley a naide, y son lo mesmo qu'el cuervo, que, en cuanto se enllena, vuela!...
Paseábase furiosa, sacudiendo el cuerpo, los brazos y la cabeza, echando chispas por los ojos y haciendo con el rostro mil muecas ridículas. En su furor no sólo se revolvía el bajo fondo de su alma, el grueso sedimento de miseria heredada, sino que hasta el lenguaje volvíase más grosero, más torpe, más primitivo.
Gumersinda, tratando de aplacarla, se atrevió á decir:
—Gurí es güeno...
—¡Güeno pa dijunto!...—vociferó ella en el paroxismo del encono y amenazándola con ambos puños cerrados—. ¡Güeno! Los sabandijas todos son güenos... pa tapar una zanja, ó pa carniza'e los chimangos... Mire, comadre: le juro por este puñao de cruces que quisiera verlo jediendo entre cuatro velas pa bailarle un cachiquenga arriba'e la panza!... ¡Vaya á trair caña!...
Para aumentar la cólera de Clara, Juan Francisco permanecía en el pueblo. ¿Por qué? ¿por probarse, por adquirir la convicción de que estaba curado? ¿para cerciorarse de que no resucitaba la pasión estrangulada por sus fuertes dedos de domador? Quizá; él mismo no lo sabía.
Al cuarto día, una buena amiga fué á decirle á Clara que su ex amante había salido esa mañana, muy temprano, de casa de Josefa, una rubia fresca y atrevida, irreconciliable enemiga y rival de aquélla. Fuese cierto ó mentira, tal noticia llevó al colmo el furor de la joven.
—¡Me las pagará, me las pagará!—exclamaba rabiosamente—; ¡me las pagará, ¡oh!, pero de una manera que se acuerde de mí por toda su arrastrada vida!...
Y poco después, desconsolada de su impotencia, agregaba sollozando:
—¿Pero cómo, cómo hacer pa vengarme de ese arrastrao?...
Del rincón más obscuro del sitio donde, desde hacía rato, estaba acurrucada, sentada en un banquito, la vieja parda Gumersinda dejó escapar esta frase:
—¿Por qué no lo liga?...
¿Ligarlo?... Clara se detuvo asombrada. ¿Ligarlo?... ¡Y no habérsele ocurrido á ella una idea tan simple, una cosa tan natural, una venganza tan lógica!... ¡Ligarlo! ¡Pero si no había nada más apropiado!...
Todavía con los ojos llenos de lágrimas corrió hacia donde estaba la parda vieja y la abrazó y la besó frenéticamente. Después comenzó á reir, á danzar y á palmotear, loca de contento, el rostro transfigurado; interrumpiendo las carcajadas sólo para repetir la misma palabra mágica:
—¡Ligarlo!... ¡Ligarlo!...
De pronto se detuvo, y, muy seria:
—¿Usté sabe? ¿Verdá que usté sabe, vieja? —preguntó ansiosamente.
La vieja parda, miserable andrajo humano, alma podrida que sólo alimentaba odios y envidias, se levantó, salió de la sombra y fué andando con paso lento hacia el centro del cuarto. Volvió á liar el pucho apestoso que tenía entre sus dedos flacos y negros y con voz calmosa y grave:
—Prieste juego—dijo.
Clara le alcanzó una caja de fósforos y tornó á preguntar impaciente y ansiosa:
—¿Pero usté sabe, verdá?
Ella encendió el pucho, lo chupó cerrando un ojo, lanzó una bocanada de humo, tiró el fósforo y, como quedara encendido, dijo con una sonrisa cínica:
—¡Tengo dormida!...
No se apresuraba á contestar á su patrona, contenta de poder imponerse por la necesidad, orgullosa de tenerla en espinas. Al fin, con lentitud y siempre sonriendo:
—¡Ya lo creo que sé!—respondió con entonación de importancia.
Fué á sentarse en una silla, cerca de la cama, cogió de encima del velador la botella de caña, la empinó, arrojó una bocanada de humo, tosió y comenzó así:
—¡Si sé!... ¿Te acordás del canario Pérez, un tuerto muy prosa que supo vivir con la rubia Josefa?... ¿Te acordás que anduvo un año baldao, arrastrando las patas y que tuítos decían que s'iba pal carnero?... ¿Te acordás?...
Clara, que se había aproximado, sentándose frente á la parda y escuchando atentamente cuanto ésta iba diciendo, afirmó:
—Me acuerdo; ya lo creo que me acuerdo: ¿fué usté que lo ligó?
—¡Pues! Yo mesma. Jué en un fleco 'el poncho, y era machaza. ¡Pobrecito! tuititos creiban que estiraba la pata; pero vino á verme y á mí me dio lástima y se la deshací. Me acuerdo que me dio dos condores dispués.
Al hablar así, recordando sus hazañas, el mal que había hecho, la cosecha de venganzas que había realizado, su rostro de pergamino se animaba y fosforescían sus pequeños ojos negros, por donde se asomaba un alma aún ávida de placeres.
Clara se había levantado para cerrar las puertas con llave; después arrimó más la silla, se sentó tomando su posición favorita—los codos en las rodillas, la barba en la palma de las manos—y, toda oídos, insistió:
—Siga, comadre; siga contando.
La vieja volvió á empinar la botella, se limpió los labios con el revés de la mano, y luego de haber chupado varias veces el pucho apagado lo arrojó con desprecio y siguió diciendo:
—Si yo te juese á contar tuítos los que han pasao por mis manos, sería más largo que de aquí a las Uropas. El pardo Atanasio, no más, aquel pardo grandote y atrevido que quedó lisiao pa tuíta la arrastrada vida... juí yo que le eché el daño. Telesforo, aquel otro pardo del Avestruz, muy quebrayón y muy amigo de trillarles la parva á las mujeres y que era lo mesmo que caballo sin querencia, porque aura estaba con una y mañana con otra, y ésta largo y aquélla ensillo... güeno, yo juí, y á la fecha se lo habían comido los gusanos si á mí no me hubiese entrao lástima y no le hubiese cortao la ligadura... Me dio una onza de oro pol servicio... Serapio Martínez... ¿vos te acordás de Serapio Martínez?... un pardo pansón, sargento'e la segunda, muy güen acordionista... ¡Pucha que tocaba lindo unos chotis y unas milongas de pedir agua pa regar la sala!... Güeno: él tenía relaciones con Martiniana—que llamaban Punto fijo por mal nombre—y dispués le empensó á repunar—porque no era fiera, pero entonces era susiasa mesmo, como bajera 'e gaucho dejao—y le comenzó á abrir el caballo, y como ella no era de maniar con la rienda, se le encrespó, y el pansón bárbaro le menió una de lata que la dejó chatita como bistén brasilero. La pobrecita me vino á ver hecha una lástima y me pidió por Dios y por la Virgen que le echara alguna cosa pa que volviese; porque, asigún se vía, los palos l'habían aquerenciao más. Yo le enterré la cola, bien enterrada, pero el hombre había sido más duro 'e quebrar que raíz de yerba'e pajarito y no quería saber de golver á la tropilla. Yo me reiba y decía pa mí: "Anda, no más, que no hay lazo que no reviente ni argolla que no se gaste." Y á poquito tiempo emprencipió á andar balando como ternero escondido y que le han acollarao la madre, y á dar güeltas al derredor de Martiniana, hasta que ella se puso blandita y le abrió la portera.
Gumersinda bebió otro trago y continuó, bajando la voz y con aire misterioso:
—¿Y el indio Soria, entonce?...
—¿También jué usté?—exclamó, en el colmo de la admiración, Clara, que había estado escuchando el largo relato con los ojos fijos y la boca abierta, como chiquillo que oye de boca de su aya la narración de escenas fabulosas.
—¡Yo mesma!—contestó la parda con orgullo—y en seguida de armar y encender un cigarrillo, continuó diciendo:
—Yo juí, pero cállate. Te viá contar. Yo le tenía una rabia negra al indio Soria, porque era muy atrevido y muy propasao y siempre andaba arrastrando un chiripá con una franja colorada machaza, y un pañuelo colorao tendido á media espalda, que parecía que andaba vendiendo juego. Y además, porque'él jué el que ayudó á priender al finaíto m'hijo —que Dios lo tenga en la gloria—y que decían qu'era un bandido porque mató á un polecía; como si ellos mesmos no tuviesen fichorías piores, como el comisario Laguna, pongo por ejemplo, que...
—Güeno, güeno — interrumpió violentamente Clara—, no se enriede en las cuartas y siga contando cómo jué lo del indio Soria.
La mulata se rascó la cabeza y echó humo por las narices. En seguida dijo:
—Es que, cuando me acuerdo, me parece que estoy tragando yel y creo estar viendo al finaíto acostao entre cuatro velas. Por eso se la guardé al indio Soria, y cuando la Piava me vino á ver pa que lo embrujara porque la había dejao, me lambí de contenta y me preparé p'hacer una porquería como naides había hecho entuavía, como pa que se guardase memoria de la parda Gumersinda... ¡Hermanita, aquéllo jué una barbaridá!... Dispués la cosa se me puso fiera cuando el indio reventó como un chinche; y cuasi que me manean y m'enderesan pa Montivideo; pero yo, que no soy lerda y tengo esperencia, me saqué el lazo con la pata y los dejé á los manates con el freno en la mano...
Clara estaba impaciente, deseosa de llegar al final, y se mortificaba con las digresiones de la vieja. A su vez tomó la botella, sorbió con ansia y exclamó:
—¿Pero cómo jué la cosa? ¡Cuente, pues, cómo jué la cosa, de una vez!
La parda no tenía prisa. Le gustaba narrar despacio sus criminales hazañas, altamente satisfecha con la emoción y la ansiedad que producía en el ánimo de su auditorio. Era una de las raras ocasiones en que tenían para ella un poco de respeto, en que dejaban de considerarla como piltrafa humana, inservible y despreciable, ¡y quería aprovecharlas!... Con la uña larga, negra y encanutada del dedo meñique quitó la ceniza del cigarrillo, vomitó una nube de humo nauseabundo, y, muy tranquila, muy calmosa, prosiguió el relato:
—Cómo jué, no te lo puedo contar, m'hijita, porque vos sabes que cuando una enseña la manera de hacer una brujería, ya no le queda más poder. Pero la cosa pasó ansina... Viá tomar otro trago... ¡Pucha, caña fiera ésta! Raspa el tragadero... Pues güeño: Soria hacía tiempo qu'estaba ayuntao con Agapita, que llamaban la Piava porque era chiquita, y yo no sé por qué andaban medio ladíate, no m'ensusees, hasta qu'en un baile en ío'e mi comadre Encarnación—tu hermana—, el indio se le pegó á Geroma y di'ai vino la farra. Vos sabes que no precisa mucho pa que Agapita s'hinche como un escuerzo; y allí dejuro, al ver qu'el otro le hacía poco caso, se dispuso á jerjeniar á dos laos; hinchó el lomo y jué el desparramo. Coletió como bagre ricién sacao del agua, y pelando un cuchillito'e mango'e plata, enderezó á Geroma, la cazó'e la trenza y la cerdió á lo yegua. En seguidita mesmo—¡pucha mujer liviana como rial fayuto!—se l'enderezó al indio y le tiró dos ó tres viajes. En uno lo alcanzó á chusiar en un brazo y en otro lo colorió en una mano. Pero el indio, medio reculando, consiguió pelar el corvo y la acostó de un planchazo. Vino l'autoridá y los arrastraron á los dos pal cuartel; pero como el indio era gobierno, lo largaron cuasi en seguida, y á la pobre Agapita le armaron un injundio que la tuvieron secándose tres meses en un calabozo. Cuando salió, te asiguro que no era la mesma: parecía charque flaco qu'ha estao mucho tiempo al sol. Pero tenía conduta y un genio más bravo qu'espina'e cruz. Me mandó á buscar y me dijo mascando juego:
“—Mira, mi tía—ella me llamaba siempre mi tía—, no tengo más qu'esta cama'e fierro, y esas dos sillas, y el baúl, y mi ropa: güeno, te lo doy tuitito, pero tuitito, sin quedarme ni con un pañuelo pa limpiarme las narices, si me lo ligas, bien ligao, á ese arrastrao de Soria. ¿Te animas?...
—„¡M'anino!—dije yo.
—„Pero ¿sabes?—dijo ella—quiero que sea cosa bien juerte.
—„¿Como pa que güelva?—dije yo.
—„¡No! ¡Como pa que reviente!—dijo ella." ¡Hermanita! T'ssiguro qu'al prencipio tuve miedo; pero dispués m'acordé 'e lo chancho y lo entipático que era el aindiao, y de la muerte 'el finaíto—¡que Dios tenga en su gloria!—y de que se l'había jurao, y le dije á la Piava que güeno. Yo mesma juí al campo, de mañanita, á buscar un yuyo qu'hay en el ejido y que yo conozco; junté unos cuantos ingridientes más que no sabe naides más que yo, me encerré en mi cuarto y estuve unos cuantos días arreglando el minjunje. Dispués lo puse tres noches al sereno y...—pero esto no te lo puedo contar—.Una tardecita me juí á lo'e Geroma, y á la noche, cuando vino el indio, le atraqué la mistura en un mate. El pobrecito tragó el anzuelo sin sentir... Dios l'haiga perdonao, porque, á la fin, aura ya es dijunto y á los dijuntos es malo tenerles rabia!...
Clara no volvía en sí de su admiración. Nunca hubiera creído á Gumersinda capaz de tales hazañas. ¡Y ella tan boba, que no sabía nada!
—¡Pucha que había sido artera!—exclamó entusiasmada—; tuito eso que usté cuenta parece cosa'el otro mundo.
Y se quedó un largo rato meditando, el alma envenenada con el relato de aquellas terroríficas narraciones.
Luego, aún no del todo satisfecha su curiosidad, siguió preguntando:
—¿Y cómo jué que murió Soria?
—Tardó como un año pa morirse. Primero se puso triste, triste, como animal que tiene la mancha, y dispués se jué secando despacito hasta que quedó lo mesmo q'un saco'e güesos. Dispués se acostó y ya no se levantó más, y las piernas se le yenaron de gusanos, y de noche auyaba mesmo como un perro, y en el cuarto naides podía estar: entraban pa darle las medecinas y juían, porque las gusaneras le jedían como osamenta al sol. Y ansina se jué muriendo, muriendo, de á piacitos, hasta qu'estiró la pata clamando por Agapita... Esa noche la Piava dio un baile en que se bailó y se chupó á lo loco, y aquello jué un ¡viva la patria!...
Cuando la parda hubo dado fin á su miserable relato, muy satisfecha con el efecto obtenido, Clara volvió á quedar un rato pensativa. De pronto levantó la cabeza, y con los ojos brillando de odio:
—¿Y sería capaz de hacer lo mesmo pal Gurí?—le dijo mirándola fijamente.
—¡Huml... De aquélla me escapé con el garrón lonjiao, y, hermanita, no son cosas pa juguete...
—Mira, se lo haces... ¿Vos sabes que tengo en el baúl un montón de monedas de oro?... güeno; ¡te las doy todas!
Gumersinda sabía que su comadre tenía plata; la codicia iluminó su rostro cetrino.
—En fin, por ser pa vos...—dijo.
Clara iba á darle un abrazo; pero la parda la detuvo, preguntándole con gravedad:
—¿Tenes alguna garra d'él?
La otra meditó un momento.
—¿Una garra?... ¡Sí!.. Tengo un pañuelo'e seda que dejó aquí la otra vez.
—Güeno, entonce está.
IX
Al otro día, á eso de las seis de la mañana, Juan Francisco estaba ensillando su caballo para regresar á la Estancia cuando se le apareció su pequeña amiga Paula, con un aire de reserva y de miedo que le puso en cuidado.
—¿Qué andas haciendo?—le preguntó con cariño; y en seguida, sospechando que viniera mandada por Clara, agregó con cierta dureza:
—Si venís con algún recao de aquélla, ya te podes volver por el mesmo camino, porque ya he dicho que no quiero oir nada, y...
Paula lo interrumpió:
—No es eso—dijo—; es pa contarle una cosa que le interesa.
Volvió á mirar recelosa á todas partes, y viendo que nadie podía oiría continuó, temblándole la voz y hablando muy bajo:
—¿Sabe?... ayer de tarde yo juí á lo'e Clara, y las puertas estaban cerradas, y yo sentí que ella y Gumersinda estaban hablando de usté; entonces me quedé escuchando, porque malicié que trataban de hacerle alguna diablura á usté, y como usté jué siempre tan güeno conmigo, yo dije: "Viá ver qué artería andan por hacer, y en seguida se lo soplo á don Gurí."
—¿Y qué oístes?
—Todo lo que prosiaron no lo pude agarrar, porque hablaban despacito; pero la parda contaba los embrujamientos que había hecho, y cuando acabó, Clara le dijo si no se animaba á hacerle á usté una bien juerte, "como pa que reventase", y la parda dijo que sí, y le preguntó si no tenía una garra suya, y mi hermana le contestó que tenía un pañuelo blanco de seda, y entonces la parda dijo que güeno, que l'iba hacer. Anoche mesmo yo vine á'visarle y no lo encontré, y ansina es que ya sabe, don Gurí...
—Güeno, gracias—dijo Juan Francisco á la chinita, que partió ligera y contenta después de haber cumplido con su amigo.
Juan Francisco concluyó de ensillar, montó y se fué derecho á los ranchos de Clara. Llegó, se apeó, maneó el caballo, y, como la puerta estaba entornada, la abrió de un empellón y entró resueltamente en la pieza. La china, que arreglaba la cama, volvióse, y, al verlo, se quedó asombrada, con la colcha en la mano. ¿Gurí volvía?... Pero la dura expresión del rostro, la mirada fría, el gesto agrio, le demostraron claramente que su ex amante no volvía á someterse, y por un momento tuvo miedo. Sin darle tiempo á volver de su asombro él le dijo con acento imperioso, á la vez que despreciativo:
—¡Dame mi pañuelo!
—¿Qué pañuelo?
—El pañuelo que vos tenes... ¡y pronto!
Clara, muy pálida, presintiendo que había sido vendida, protestó:
—Yo no tengo ningún pañuelo tuyo.
Entonces Gurí se fué al baúl, lo abrió de un tirón y empezó á revolver las ropas, arrojándolas, furioso; pero su pañuelo no estaba allí. Registró la percha y todos los cajones; después, á zarpazos, como un puma, deshizo el lecho, tiró los colchones, y cuando se hubo convencido de que tampoco allí estaba, volvió á encararse con Clara, que presenciaba la escena en silencio, sin moverse, pálida como un criminal, intimándole con voz ronca:
—¡Dame el pañuelo!
Ella no se movió ni pestañeó.
—No lo tengo—dijo.
Juan Francisco levantó el brazo y descargó una tremenda bofetada sobre la pálida mejilla de la joven:
—¡Dámelo!—rugió.
Clara dio un brinco de leona, cogió la daga, que tenía siempre sobre la mesa de luz, y se abalanzó sobre Gurí; pero éste logró cogerle el brazo, y con la mano libre le apretó rabiosamente el cuello. Y mientras los dedos oprimían, oprimían, entrando en la carne, el mozo continuó gritando:
—¡Dame el pañuelo!
Él estaba rojo, tenía los ojos inyectados, la mirada feroz, el impulso homicida marcado en el semblante: un instante más, y el crimen quedaba consumado. Un rayo de luz penetró en aquel cerebro espeso; para los hombres de su raza, abofetear ó rebenquear una mujer infame es derecho; matar una mujer, es cobardía. Al verla con el rostro negro, los ojos saltados, la boca abierta, el cuerpo en convulsiones, sintió vergüenza, y la soltó.
Clara se dejó caer sobre una silla y durante varios minutos estuvo con la cabeza inclinada sobre el pecho, volviendo lentamente á la vida. Y enfrente, de pie, quieto, callado, adusto, Juan Francisco esperaba.
Al fin, siempre con el mismo acento ronco, de ira reconcentrada:
—¿Dónde está el pañuelo?—siguió preguntando una, dos, diez veces.
La joven lo miró con un aire tan triste, tan sincero, al decirle con desesperación:«—¡No lo tengo, se me ha perdido!», que él no se atrevió á insistir. No quiso tampoco hacer mención de lo que Paula le había dicho, porque eso lo hubiera considerado como una cobardía; habría sido demostrar miedo. No pudo, sin embargo, reprimir una ligera alusión, que brotó envuelta en una amenaza:
—¡Tené cuidao!... que si aura me d'asco matarte, puede que en otra ocasión tu lomo te haga falta.
No dijo más, y lanzándole una última mirada amenazante salió con paso lento, desmaneó el caballo y montó.
Clara, ya repuesta del susto, lo siguió hasta la puerta de calle, y, apoyada en el muro, lo estuvo mirando. Tenía en los labios una sonrisa de odio, en la mirada un desafío. Lo que el mozo hubo andado unos pasos, ella le gritó con voz colérica, en la cual se adivinaba el implacable deseo de venganza:
¡Anda, ratón, que algún día,
cuando de hambre andes al trote,
no has de encontrar quién te dé
ni las venas del cogote!...
Juan Francisco sofrenó el caballo y se volvió iracundo al escuchar la insultante provocación; pero logró contenerse, sacudió la cabeza y siguió al trote en dirección á su pago.
Las últimas casas del pueblo habían quedado atrás; Juan Francisco trotaba por la ancha calle de las chacras. Iba pensativo y no lograba alejar de su mente el recuerdo de la terrible escena. Por momentos se reprochaba su acción y por momentos se indignaba, arrepintiéndose de no haber estrangulado á la miserable mujerzuela que á esas horas estaría riéndose de él, contando á gentes de su calaña que Gurí había tenido miedo. Y toda aquella sabandija, toda aquella escoria humana, mujeres y hombres, chinas y pardas, guardias civiles, compadrones y compadritos cuarteadores de diligencia, festejarían el relato que Clara—con su admirable facultad de inventiva—bordaría de una manera tan honrosa para ella como degradante para él. ¿Por qué no la había estrangulado? ¿Había tenido miedo realmente? En el campo, cada vez que un gaucho encuentra una víbora, se baja y la mata á rebencazos. ¿No debía él haber muerto también á aquella víbora ponzoñosa que le había mordido á él y que por su debilidad imperdonable habría de morder á muchos otros incautos? Porque él hubiese logrado escapar no debía dar cabida al sentimiento egoísta de dejar que los demás se arreglaran como pudieran... ¿Pero podía él mismo decir que había escapado á su saña? ¿No pesaba sobre él la amenaza terrible de la ligadura?... Quedóse pensativo y triste. Como buen gaucho, era supersticioso y creía ciegamente en ánimas, lobisones, aparecidos, venceduras y ligaduras. En cuanto á las últimas no había visto; pero estaba aburrido de comprobar el maravilloso efecto de las venceduras, y hasta por experiencia propia, pues á él mismo lo había salvado de una mordedura de víbora de cascabel una vieja que lo venció en Tacuarembó, en las puntas de Batoví, poco después de concluida la revolución del Quebracho, cuando andaban matrereando. Y casos como el suyo conocía á centenares: hombres y animales curados de ese modo, arrancados milagrosamente á una muerte segura, ocasionada por picaduras de víboras de cascabel y "cruceras" —de boy-chiny y de quirixió—, como decía el viejo, su padre. Era bien sabido que los doctores se declaraban impotentes para dominar el efecto de esas terribles ponzoñas que fulminan como el rayo. No se tenía memoria de un solo paciente salvado por la ciencia, y aunque la ciencia reía del charlatanismo, la ignorancia triunfaba con miles de hechos comprobados. El conoció en Cebollati, cerca de Pirarajá, una respetable señora — esposa de un caudillo célebre, madre de un valiente caudillo—que había adquirido inmensa notoriedad, y á la cual recurrían hasta moradores de pagos lejanos. Y lo que todavía hacía más asombroso su poder era que no necesitaba la presencia del enfermo: le bastaba el conocimiento de ciertos datos para operar el milagro, mediante unas manipulaciones extrañas y unas cuantas palabras cabalísticas. Además, él y todos los gauchos, ¿no estaban aburridos de curar "bicheras" dando vuelta la pisada, ó colgando una osamenta de zorrillo al cuello del animal atacado?...
En lo que atañe á las "ligaduras", ¿por qué ponerlo en duda? Aquel que tiene la fuerza sobrenatural para hacer desaparecer con una simple oración una enfermedad mortal, ¿por qué no ha de poder, por el mismo ó parecido procedimiento, ocasionar enfermedades, dominar la voluntad ajena?... Y además, que sobraban casos comprobados. ¡Cuántas historias de esta clase sabía él!... Sin ir más lejos, Juan Cruz, un paisanito muy vivaracho, que desertó del 3.º de Caballería y anduvo huyendo hasta que lo mataron en la costa del Tacuarí... Bueno, ése era uno: se enflaqueció, se entristeció, las piernas se le llenaron de bichos y estaba ya agonizando cuando le descubrieron la ligadura en un fleco del poncho, que estaba lleno de nuditos bien apretados y que fué necesario deshacer uno por uno con gran cuidado, porque si se rompía el fleco no había cura. Después venía el paraguayo Luna, viejo muy borracho, calavera y camorrista, que le pegó una bofetada á una china de Lascano, quien le echó mal en una torta, de la cual comió la mitad y á los tres días murió gritando como un condenado y diciendo que sentía en la barriga una cosa como si le caminara y le picara una inmensidad de hormigas, y cuando fueron á ver la otra mitad de la torta la encontraron hirviendo en gusanos.
Pero el más interesante de todos era el caso de un muchacho joven y divertido, de quien nunca se logró saber cómo lo habían "ligado"; su historia era conocidísima en el pago y fuera de él. La cosa pasó en la ciudad de Meló, durante un invierno. Como los otros, comenzó por adelgazar y ponerse triste, por buscar la soledad, rehuyendo los amigos y, sobre todo, las mujeres, que le producían un temblor nervioso en todo el cuerpo. Casi no comía, apenas hablaba y causaba pena verlo tan demacrado, tan pálido, con unos ojos sombreados de grandes ojeras y siempre desmesuradamente abiertos y con una expresión tal de horror, que muchos lo creyeran loco. De día lo pasaba bien; él, al menos, decía que no experimentaba ningún dolor; pero en cuanto obscurecía, ya sentía un malestar que iba creciendo á medida que se acercaba la media noche, hora en que, arrastrado por una fuerza misteriosa é invencible, se dirigía á casa de la china que lo había embrujado, se ponía en cuatro pies, y allí estaba, ladrando como un perro y rascando la puerta con las uñas hasta que empezaba á amanecer. Entonces se retiraba mucho más tranquilo y se iba á su casa, donde dormía unas horas, para volver á la noche siguiente y todas las noches á su horrible é irremediable suplicio. Era en vano que se acostase temprano: llegada la hora se despertaba, se vestía y á las doce en punto estaba en cuatro pies, aullando en la puerta del rancho de Gabriela. Era inútil que montase á caballo y saliese para campaña, poniendo muchas leguas por medio; nunca iba adonde se había propuesto ir; daba vueltas y vueltas, retrocedía lo que había adelantado, desandaba lo andado con el pretexto más fútil, y concluía por encontrarse á media noche sufriendo su espantoso tormento en el lugar maldito. La china le había dicho que su martirio duraría cien días, y así fué: á los cien días justos, á las doce en punto de la noche, se ahogó en una laguna del arroyo de los Conventos.
El recuerdo de todas esas fantásticas y terroríficas historias, y sobre todo el de la última, conmovió hondamente á Juan Francisco. Nunca había escuchado sin emocionarse la narración de esos terribles males, cuya patogénesis se pierde en la insondable obscuridad del milagro; pero en el momento actual, tocándole de cerca, amenazándole, cerniéndose sobre su cabeza, sentía frío en el corazón y negrura en el cerebro, donde el ave fatídica de la superstición batía las alas y aprestaba las garras, pronta á cebarse en la víctima probable. Los crueles padecimientos y las horrorosas agonías no eran ya cuentos lejanos en el tiempo y en el espacio, leyendas medio borradas en el recuerdo, y en las cuales palpitaba siempre un resto de duda que, si no impedía creer, alejaba el temor, un acontecimiento remoto y en el cual no se piensa: era como el miedo al infierno, que no impide delinquir al católico ferviente, pero que le anonada cuando se halla en peligro de muerte.
Aquellos cuentos, oídos junto al fogón en la hora misteriosa del crepúsculo, habían dejado en el espíritu de Gurí la misma impresión producida por el grito insólito y estridente de la lechuza, sentido á esa misma hora, junto á él, y propagado en la atmósfera quieta como el ¡ay! desesperado de una alma en pena que vaga sin descanso sobre el gran campo dormido. Grito siniestro, voz maldita que hace suspender las conversaciones y detener la respiración, pero que se extingue al poco rato sin dejar recuerdo. Al presente, él mismo se veía amenazado; la lechuza estaba cerca, revoloteaba en torno suyo con su rápido vuelo silencioso, lo miraba con sus grandes ojos inmóviles y golpeaba el pico en son de amenaza, precursora del tétrico graznido.
Juan Francisco había salido de las chacras y marchaba por el camino real, las bridas flojas, la cabeza baja, la imaginación perdida en el laberinto de sus recuerdos y aprensiones. El sol quemaba como el contacto de la carne codiciada; sobre la loma achicharrada se derramaba una lluvia de luz que cegaba, y en la carretera, blanca y reseca, que se extendía serpeando, resonaban los cascos del caballo; en el contorno la quietud, la soledad y el silencio. Gurí atravesó un arroyito y no dio agua á su flete; su preocupación crecía como los arroyos de sierra: á grandes bocanadas, á saltos, con ímpetus violentos. Morir no era gran cosa; para el gaucho bravo, audaz, que se ha criado retozando con el peligro, la muerte deja de ser el temible fantasma de los espíritus timoratos. Lo que entenebrecía su pensamiento era el temor á ésos padecimientos morales, debidos á una causa oculta, á un poder demoníaco, á un enemigo invisible y todopoderoso, contra quien toda lucha es inútil y toda resistencia imposible. La lucha, él la amaba. Combatir á fuerza de brazo con el revuelto caudal de los arroyos desbordados; combatir con el toro montaraz y con el potro cerril; combatir con las sombras de la noche que pretenden disputar é impedir el paso; combatir con un hombre, con dos, ó con diez, nada de eso arredra, nada de eso hace temblar. Nada de eso arredra, nada de eso hace temblar, en tanto no aparece lo misterioso, lo sobrenatural, lo intangible, lo que existe sin forma, habla sin voz, hiere sin brazos: el rayo que fulmina en nombre de Dios, los "aparecidos", las "ánimas", las "ligaduras" que atormentan y matan en nombre del Espíritu malo. Reducido á la impotencia, la altivez nativa protesta indignada, hierve la sangre y tiembla, vencido y avergonzado, el gaucho indomable ante lo que no comprende, ante lo que escapa á su razón y á su brazo, á su insulto y á su castigo.
Por mucho tiempo, por varias leguas, Juan Francisco fué andando así, meditabundo y ceñudo, anonadado por el mundo de ideas extrañas y extravagantes que galopaban en su mente como tropa de vacunos en disparada nocturna. Al fin, cansado, aburrido, furioso consigo mismo, espoleó el caballo y siguió al galope, levantando una nuve de polvo del camino reseco y blanco que se extendía culebreando por leguas y por leguas.
X
Transcurrieron seis semanas, y Juan Francisco, de nuevo en el calor del pago, muy ocupado en cuidar el "parejero" que un rico hacendado del Rincón de Ramírez había confiado á su pericia, no se preocupaba ya de Clara ni de las terribles brujerías. De nuevo en su medio, entregado á la vida activa, sus temores se fueron disipando hasta quedar en su espíritu como el rastro de una penosa pesadilla.
Toda su atención se consagraba al colorado, un mestizo de gran fama que debía correr con un bayo, mestizo también, propiedad de un ricacho de Yaguarón. La noticia de esta lucha se extendió rápidamente y apasionó los ánimos. No se hablaba de otra cosa en los fogones de las estancias y en las "glorietas" de las "pulperías". A lo crecido de la apuesta y á la fama de los dos caballos uníase la circunstancia de ser uno uruguayo y otro brasileño, lo que daba á la carrera cierto carácter internacional que picaba el amor propio de los concurrentes. Y todavía, para acrecentar más el interés de la lucha, se hallaban frente á frente los dos compositores más hábiles y de más renombre: Gurí, encargado del colorado de Núñez; el indio Luis Pedro, del bayo de Silveira Pintos. Como es natural, ni uno ni otro ahorraban sacrificios para presentar los caballos en el mejor estado posible, á lo cual les impelía su vieja rivalidad, el orgullo del triunfo y la buena recompensa que esperaba el ganador.
Todas esas circunstancias devolvieron la calma al espíritu de Juan Francisco; y esa misma calma primera vino á ser el más eficaz remedio, pues era claro que, á estar "ligado", ya se habrían hecho sentir sus efectos. Ahuyentandas las ideas negras, quedábale la satisfacción de haber roto definitivamente las relaciones con Clara; acción que lo enaltecía en su propio aprecio. A veces, paseando el parejero, al tranquito, muy de mañana, el aire oxigenado de las cuchillas le producía como una suave embriaguez, una exuberancia de fuerza vital, una inmensa alegría de vivir. Cuando recordaba su susto por aquel grito de lechuza que vibró un segundo y se perdió en el espacio sin dejar recuerdo, sonrería, considerando una puerilidad infantil tan gran temor por tan débil amenaza. Siguió creyendo en aparecidos, ánimas, venceduras y ligaduras—manifestaciones de los poderes sobrenaturales, lo divino y lo satánico—; mas todo ello sin sentir miedo, con la misma indiferencia por el peligro remoto que hace que sólo se tema al rayo en los días de borrasca, El sosiego le permitió ir clasificando las ideas, poniendo orden en su cerebro, donde una ventolina de primera había volteado y revuelto todos los tratos. Tuvo oportunidad de conocer á Clara, y la conocía perfectamente; corrompida, orgullosa, dominadora, embustera, inconsecuente, incapaz de querer á nadie; pero sin carácter y sin suficiente fondo de maldad para llegar al crimen. En uno de sus frecuentes accesos repentinos de rabia pudo amenazarlo con el embrujamiento; amenaza que ella no tenía energía para convertir en realidad. Después, la visita de Paula y su relato quizá no era otra cosa que un ardid, una mentira inventada con el propósito de hacerlo volver infundiéndole el temor. Es cierto que había de por medio el pañuelo y que no pudo rescatarlo; sin embargo, ¿era dudoso suponer que aquel pañuelo que ella usaba hacía más de un año, se hubiese realmente perdido, ó lo hibiese dado ó tirado, ya fuera de uso? El no recordaba habérselo visto desde mucho tiempo atrás, y ni creía que ella hubiese resistido cuando la tenía entre sus manos, pronto á estrangularla... Decididamente todo aquello no había pasado de una farsa y él había sido tan inocente para tragarla y atormentarse del modo más estúpido! No cabía duda de que había andado soñando visiones, y, aunque un poco avergonzado de su debilidad, sonrió, olvidó y dedicó toda su atención y su tiempo al cuidado del parejero colorado, que iba poniéndose "como reló".
Y los días fueron transcurriendo así, luminosos y apacibles, como la ancha bóveda azul, ese incomparable cielo de otoño bajo el cual la Naturaleza, pasado el doloroso trabajo de la germinación, aparece como altiva matrona, de una belleza tranquila y serena, casi augusta.
En tal estado de ánimo hallábase Gurí al llegar el domingo 5 de Junio, día en que habría de correrse la gran apuesta. Desde una semana antes había empezado á concurrir la gente: los que venían de lejos, los grandes errabundos que á leguas de distancia olfatean las "reuniones", como los cuervos la "carniza", los vendedores de baratijas, los dueños de "parejeros", empresarios de bolos, coimeros de taba, cancheros de bochas, y, sobre todo, el ejército de "quitanderos" y "quitanderas". La "pulpería" de Benito Cardoso parecía un pueblo improvisado: más de treinta carpas blanqueaban alrededor del vasto edificio de piedra; y aún había grandes enramadas de mataojo, sin contar el mimbral vecino y los varios ombúes, que también habían sido invadidos por la concurrencia.
Del pago sólo habían quedado en sus casas los enfermos y los perros: los primeros porque les era imposible asistir, y los segundos porque el reglamento policial les prohibía la entrada. Los forasteros formaban grupos numerosos. Los ricos hacendados brasileños de Yaguarón, de Cerro Largo y de Treinta y Tres habían acudido en masa, y ostentaban los caballos recamados de plata y los gruesos cintos repletos de oro, y andaban, según la frase que había lanzado la rivalidad criolla, "entropillaos". Con su carácter franco, alegre y bullicioso, los ríograndenses se paseaban hablando fuerte, jugando libras y dirigiendo pullas á los partidarios del colorado, "un estupor que não ganhaba á ninguem".
A ambos lados del camino—un lindo camino de seiscientos metros, con sendas prolijamente arregladas y separadas por el "andarivel"—se habían escalonado ocho ó diez breaks y jardineras—lo que en el campo constituye una enorme aglomeración de vehículos—y en cada uno de esos breaks y jardineras se oprimían ocho, diez, doce mujeres, gruesas señoras, reventando dentro del corsé y el vestido de seda de las solemnidades, y mozas emperejiladas con todas las cintas que encontraron en los baúles. Rodeando cada carruaje había siempre un numeroso grupo de mozos, parientes, amigos, "dragones" ó novios. Unos llevaban bota de charol, bombacha negra de paño fino, saco y chaleco de corte elegante; muchos tenían reloj y cadena de oro; no pocos ostentaban alfileres de corbata y anillos con brillantes; otros iban de pantalón y botín, y eran los más zurdos: ropa de mala tela y peor corte, gruesos botones de punta angosta, cabello aceitado, pañuelo de seda empapado en esencia ordinaria asomando por el bolsillo superior de un verdadero "saco"; puños de camisa grandes y adornados con gemelos de oro en forma de corazón; grueso y chato anillo en el dedo meñique; pequeña golilla marcada con abultada inicial bordada en colores churriguerescos, y en la boca el cigarrillo encajado en boquillas de vidrio imitando el ámbar; imbéciles incapaces de comprender la correlación entre la indumentaria y el medio. Entre saludos, charlas y bromas de noviazgos se desarrollaba un tiroteo de papelitos y serpentinas, juego de carnaval que había entrado en moda y que se empleaba en todas las reuniones y en todo tiempo.
En tanto, en la pulpería, en las carpas, por todos lados, la multitud bulliciosa y alegre se estrujaba. En las canchas de "taba" rodaba el güeso y sonaba el oro, mientras en las mesas de bolos la plebe harapienta formaba corro y jugaba con actitudes trágicas sus gruesas piezas de cobre.
A las dos de la tarde los caballos estaban en el camino y dieron comienzo las interminables partidas, bajándose la bandera hora y media más tarde. El bayo salió delante y la "brasilerada" prorrumpió en estruendosa gritería. Pero como los dos rivales se trabaran pronto en una lucha encarnizada, hubo unos segundos de silenciosa expectativa. En seguida un inmenso tropel: toda la mole humana corriendo hacia la meta y discutiendo el triunfo. Los jueces deliberaron largo rato, y cuando se hubo restablecido el orden el comisario pronunció la frase sacramental:
—¡Caballerosl... Para todos: ¡el colorao ganó!... sin luz.
Gurí—rehuyendo las felicitaciones de los que habían jugado á su caballo—se perdió entre la muchedumbre y ganó una carpa donde había menos gente. Eran sus dueños una paisana vieja y una morocha joven. Poca era la concurrencia, porque la chinita había hecho consentir á muchos y se había burlado de todos; de manera que éstos por el agravio y aquéllos por el temor habían hecho el vacío en torno de la caprichosa paisana. Y ella, muy pagada de sí misma, rebosando vida, sentíase hondamente ofendida. Brillaban con quemante resplandor sus rasgados ojos negros, y sus mejillas tostadas tenían el color rojo obscuro del "cerno" de coronilla. El orgullo de criolla ardía en su sangre, y en su carne joven, torturada por indomables apetitos, y en su cerebro atormentado por alucinaciones lujuriosas, sus diez y ocho años exigían con imperio homenajes y caricias. Juan Francisco la había cortejado en más de una ocasión; pero ella se había reído de sus timideces y le había ofendido con sus desdenes. Esa tarde, sin embargo, lo acogió con marcadas muestras de simpatía; el aislamiento en que los otros la dejaban y la aureola de triunfo que rodeaba á Gurí la hicieron descender de su orgullo y mostrarse afable é insinuante. Al mismo tiempo que le servía el café que había pedido, le interrogaba sobre las peripecias de la lucha, sonriéndole con una dulzura á la cual el mozo no estaba acostumbrado.
—¿Ha visto que los "macacos" andan como avispero revuelto? Llegaron sembrando viento, y aura que les quitaron las compadradas y los pesos, andan bravos como víbora que perdió el veneno...
Y rió, contenta ella también con el triunfo del pago y la derrota del extranjero.
En tanto, en un rincón de la carpa, en cuclillas junto á una olla ennegrecida, la china Dominga—paraguaya cruda—freía tortas en silencio, atizando el fuego y chupando el asqueroso cigarro de hoja.
La entrada de algunos clientes alejó á Rosa, que fué á servirlos muy solícita, bromeando, respondiendo con pullas á las pullas de los consumidores y mirando y guiñando el ojo, de cuando en cuando, á Juan Francisco, quien, muy quieto en su asiento, apuraba el café á pequeños sorbos.
Afuera el bullicio era incesante. Se habían corrido nuevas carreras y se discutía á gritos el por qué de la pérdida de ésta y el mal juego de aquélla; ó se cruzaban desafíos y apuestas, y bromas que semejaban insultos. Oíanse cantos, rasgueos de guitarra y chirridos de acordeón; voces de chicuelos pregonando pasteles y tortas fritas, interjecciones de beodos, risotadas de mujer y relinchos de caballo. Y todo esto bajo un cielo tormentoso, en una atmósfera densa y maloliente con la transpiración de tantos hombres y bestias, con las emanaciones de grasas impuras, de asados chamuscados, de guisados horribles de carne y zapallo. La carpa había vuelto á quedar sola. Rosa eligió en la fuente de latón el mejor pastel de natilla y se lo ofreció á Gurí:
—Regalo de pobre—dijo—; pero cada uno ofrece lo que tiene.
El lo aceptó complacido, enrojeció y contestó tartamudeando:
—Si usté quisiera dar todo lo que tiene, sería regalo de rico...
—¡Zafao!—replicó ella, haciendo una graciosa mueca y volviéndole la espalda.
Estaba anocheciendo. Juan Francisco se puso en pie y se despidió. Al tender la mano á Rosa la atrajo hacia sí con intención de darle un beso; pero ella se esquivó:
—¡Aura no, animal, que nos están mirando!
—¿Y luego?
—Pueda...
—¿De á deberás?
—¡Anda, bobeta!—concluyó la moza dándole un cariñoso empujón. Y al volverse Juan Francisco se encontró con una mirada y una sonrisa que equivalían á una formal promesa. Con el rostro encendido y las piernas mal seguras salió de la carpa y echó á andar entre el gentío.
XI
Había cerrado la noche, una noche obscura que amenazaba lluvia. Apenas se divisaban los bultos de personas y caballos; pero en las carpas brillaban los fogones y los candiles, y seguía la algazara. Adentro, en la pulpería, funcionaba la jugada grande, la mesa de tapete verde, rodeada de hacendados ricos y dirigida por el comisario, un gigante aindiado, autor de varios crímenes, muy orondo dentro de su flamante uniforme de teniente de caballería, jugador y coimero al mismo tiempo.
A eso de las nueve Gurí se encaminó á la carpa de Rosa, a la puerta de la cual le esperaba el indio Martiniano, paraguayo viejo, marido de la «quitandera», y con quien estaba en buena inteligencia:
—¿Dónde está?—preguntó en voz baja.
—Acoí hecomí —respondióle el viejo en idioma guaraní; á lo que Juan Francisco replicó impaciente:
—Habla en cristiano.
—Qu'está'ay atrá la carpa.
Juan Francisco se escurrió sin hablar más, echó un terno á una estaca con que tropezó, y se encontró con Rosa, que le esperaba envuelta en un grueso poncho de verano.
El gauchito pasó el brazo por debajo de la manta, tratando de abrazar á la moza, al mismo tiempo que le daba un beso furioso en la mejilla. Ella le dijo sin moverse:
—Callate; no hagas ruido, que la vieja no duerme entoavía y es más celosa que cuzco guacho.
Gurí guardó silencio; pero sus brazos musculosos oprimieron con fuerza el grueso talle de la chinita, y su boca caldeada, ebria de caricias, la besaba febrilmente en la boca y en los ojos, con un enardecimiento propio de su sangre y su temperamento. Y ella no oponía resistencia, se entregaba gozosa, estremeciéndose de vez en cuando, soñando deleites.
Así estuvieron más de un cuarto de hora en delicioso arrobamiento. Luego ella se desasió:
—Espérate—murmuró.
Y costeando sigilosamente la carpa fuese hasta la entrada, de donde regresó á poco:
—Ya está roncando la guaybí —dijo sonriendo y con acento cálido.
—¿Vos también hablas paraguay?—preguntóle Juan Francisco.
—Se mi'a pegao—replicó Rosa; y después de un corto silencio:
—¿Onde vamos a dir?—continuó.
Gurí se quedó perplejo. ¿Dónde iban á ir?... No se le había ocurrido pensarlo. Pero, después de todo, eso no sería obstáculo; lo resolvió pronto, á su manera, á lo bruto:
—¿Onde?... Allá no más, bajo el ombú grande de atrás'e la pulpería.
Ella rió:
—¡Anda, chancho!... ¿Como los perros?...
—¡Por esta noche! Mañana te le sentás al anca'e mi pangaré y te llevo á un rancho calientito como nido de hornero.
—¡Viva, mozo! ¡No venda el cuero antes de carniar!...Y dispués que...
El no la dejó concluir; la atrajo hacia sí, la estrechó en sus brazos y la besó en la boca. Ella cayó y, muy apretada contra su cuerpo, le siguió sin resistencia hasta el inmenso ombú que erguía su copa majestuosa junto al blanco edificio de la pulpería.
La obscuridad aumentaba, disminuían los rumores. Del interior de las carpas brotaban débiles claridades y sordos murmullos.
Juan Francisco tendió su poncho sobre las gruesas raíces superficiales del ombú; luego se sentó con ella en el tosco asiento, encendiéndose mutuamente con ardientes y recíprocas caricias.
De pronto, Gurí se estremeció. Recordó la amenaza, aquella terrible amenaza de que perdería su poder de hombre, de que sólo para Clara sería hombre, y su espíritu se obscureció como se obscurece de súbito el valle estrecho cuando pasa sobre él una bandada de cuervos... ¿Si fuese cierto?... Y con el espíritu atenaceado por la duda, comenzó á sentir miedo. Su razón flaqueaba, su voluntad cedía ante la influencia misteriosa que obraba á la distancia, irresistible y cruel como una maldición.
El primer efecto de las ligaduras, el primer mal de donde surgen todos los otros, es el aniquilamiento de la virilidad, el naufragio de la suprema energía vital, la muerte de los amores. Así lo aseguran las brujas campesinas, y así ha de ser. Juan Francisco sintió el pánico, y el efecto subjetivo le anonadó. Hubo un tiempo en que se creyó salvado. ¿Por qué? ¿Había tenido acaso la oportunidad de la prueba? ¿Por qué el infame enemigo no había de estar á su lado, durante largo tiempo, invisible, acechándole para herirle de muerte en el momento preciso?... Cuando comienza á tronar se empieza á temer el rayo...
Rosa hizo un movimiento de impaciencia, y él la abrazó furiosamente y la mordió besándola, tratando de olvidar y de olvidarse, de arrojar á puntapiés la idea negra que rascaba con sus patas de araña el techo de su cerebro. Pero todo esfuerzo era inútil. En la profunda y fría obscuridad de la noche veía el rancho de Clara, veía á Gumersinda preparando diabólicos maleficios, veía á Paula corriendo azorada, con los ojos dilatados por el espanto, y veía, en fin, á su ex amante sonriendo con satánica sonrisa y mostrando en el rostro duro la expresión de sus feroces apetitos de venganza. Una lucha terrible se entabló entonces entre su furiosa voluntad y la implacable sugestión; combate desesperado de cargas heroicas y de rabiosas retiradas, de fieras embestidas y de impotentes asaltos: un hombre vivo enterrado en un sepulcro de hierro, desgastando las uñas, quebrando los músculos, en la infinita desesperación de vivir, no sería más imponente. ¡En los tormentos enormes de la epopeya dantesca no hubo tormentos así!...
A cada esfuerzo respondía una flaqueza. Vanas eran todas las desesperaciones por arrojar de la mente el recuerdo de la fatal historia. El grito fatídico de la lechuza retumbaba dentro de su cráneo cual en las cóncavas paredes de una gruta. Y á cada instante más febril, á cada momento más furioso, apagada la razón,, ya convertido en bestia impulsiva, sentía aumentar el hervor del deseo á medida que se acentuaba su impotencia. Un jaguareté estirado entre dos lazos no se estremecería más iracundo, ni rugiría más desesperado que aquel infeliz amante. Se extendía, se encogía,, mordía, clavaba las uñas en las raíces del ombú, hacía saltar el poncho á zarpazos...
Rosa, humillada y colérica, lo rechazó con ambas manos y se puso en pie. En seguida,, con voz trémula y con acento de odio y de desprecio profirió estas sangrientas palabras:
—¡Hubieras avisao qu'eras novillo!...
Juan Francisco quedó solo, tendido boca abajo sobre su poncho hecho trizas. Permanecía inmóvil como res abatida por un golpe de maza. En su derredor todo era negro, denso crespón donde pasaban fugitivas luces semejantes al brillar de las luciérnagas en las toldadas noches. El pasado, el presente, el porvenir, todo yacía sin aleteos en su cerebro anonadado. Largo rato duró ei reposo, el profundo reposo que sucede á las grandes conmociones morales. Después, las ideas empegaron á moverse, remolineando, como tropa de vacunos arrollada por las aguas en vado correntoso. Sin punto de apoyo, su razón se hundía. Intentando reconstruir los hechos, se ahogaba en una ciénaga de incoherencias, y sus juicios resultábanle ridículos trajes de arlequín. Lo único visible, lo único real, era su anonadamiento, su muerte moral. Su alma inerte flotaba sobre el raudal de la desdicha, muda y sombría, como el tigre sorprendido por la creciente en la isla de camalotes que el río arrastra sobre sus aguas mugidoras.
XII
Transcurrió mucho tiempo. Un relámpago intenso hizo cerrar los ojos á Gurí, Un trueno ronco y prolongado estremeció su cuerpo aterido. Haciendo un grande esfuerzo logró sentarse sobre las raíces del ombú.
Abrió mucho los ojos y miró á todos lados, como un hombre que despierta de una penosa pesadilla. Había refrescado y llovía recio. Ya no se veía ninguna luz en las carpas, y no se oía ningún rumor de voces. Adentro, en la pulpería, la jugada grande debía de continuar alrededor de la mesa cubierta con el tapete verde, sobre el cual cantaba el oro; pero el ruido continuo de la lluvia y la voz sorda de los truenos no dejaban llegar hasta él ninguna señal de vigilia. En aquella obscura soledad, él solo velaba, guarecido bajo el árbol patrio de gigantesca copa, impenetrable al agua y al sol. Y entre aquella multitud que él sentía dormida indiferente, soñando bienandanzas, él solo era el maldito, el despreciable ser indigno de vivir entre hombres, la miserable criatura agobiada por el peso insostenible de una maldición...
El gaucho hizo otro esfuerzo y se puso de pie, bamboleándose como persona ebria. Dio dos ó tres pasos sin objeto y se detuvo para restregarse fuertemente los ojos. Y así permaneció unos instantes indeciso. Luego trató de orientarse y—siempre dando traspiés—llegó hasta el sitio donde había atado á soga su caballo, sin preocuparse de la lluvia ni del barro. Cogió el maneador, lo fué arrollando con lentitud, y, en seguida, con su flete de tiro, se fué de nuevo hacía el ombú, donde había dejado su montura. Se puso á ensillar. Una á una, con calma y con la acostumbrada prolijidad, fué colocando las diversas prendas. Apretó bien la cincha, emparejó bien los cojinillos, teniendo cuidado de poner el más viejo arriba—para no mojar los buenos—, desató el rebenque de los "tientos", enfrenó y montó.
¿Adonde iba?
No lo sabía él mismo. Convertido en autómata no hizo sino obedecer al instinto. Amenazado por un peligro, el tigre se recuesta á un árbol, el carpincho se tira al agua, el gaucho monta á caballo. El montó, castigó, espoleó y partió al galope, sin dirección, huyendo despavorido de un enemigo que estaba en su propia alma y que no había de dejarle, por más lejos que huyera y por más que intentara, ocultarse.
Como se había olvidado de recoger el poncho y la lluvia arreciaba no tardó en encontrarse completamente mojado. Las bombachas se pegaban á sus muslos, las botas se llenaban de agua; pero nada de esto le importaba, de nada de esto se daba cuenta.
Había aflojado las bridas al caballo, que trotaba inquieto, asustándose de los relámpagos y de los truenos. Un pampero furioso los embestía de frente, sacudiendo las crines del bruto y castigando el rostro del jinete. El campo era todo agua, las cañadas rebosaban, los vados estaban hondos y barriosos; pero nada detenía la fantástica marcha sin rumbo del gauchito.
Ni el retumbar continuo de los truenos lograba despertar su razón, ni el incesante relampaguear iluminaba su abatido espíritu. En su imaginación todo estaba presente: el pueblo, el rancho de sus amores, Clara, la brutal escena del rompimiento; después los meses tranquilos pasados en la Estancia, en el cariñoso y concienzudo cuidado del parejero; la carrera, el orgullo del triunfo, la carpa de la paraguaya, la taza de café y el pastel de natilla; finalmente, Rosa, con su cuerpo gallardo, su fresco rostro, su mirada ardiente, su sonrisa acariciadora... la noche, el ombú, la desesperación de su impotencia. Todo estaba presente, claro, pródigo en detalles, luminoso como cuadro recién visto; pero esa aglomeración de imágenes no alcanzaba á producir sensaciones: sólo sus ojos veían. Como no le era posible ningún esfuerzo, nada intentaba por alejar esas imágenes, que, por otra, parte, no le eran dolorosas. La aniquilación de su personalidad había sido completa, orgánica y afectiva; había perdido al mismo tiempo la facultad de sentir y de querer, y sólo conservaba la memoria—"el almacén de recuerdos ligados al presente"—, el yo estático de la psicología científica contemporánea. Podía ir impunemente desde el instante actual hasta su primera infancia sin que ningún accidente de su vida formase relieve, se destacase, dominase por la burda impresión dejada. Lo trivial y lo fundamental, el hecho insignificante y la escena trágica ocupaban el mismo plano. Su espíritu mostrábase tan insensible como su cuerpo; ningún agente, interno ó externo, conseguía impresionarlos; ni sensaciones, ni emociones: su vida había abierto un paréntesis, durante el cual su personalidad se veía vivir, sin sentirse vivir. La conciencia había desaparecido, y, persistiendo los elementos del juicio, el juicio era imposible. Si en su camino hubiese encontrado una laguna, se hubiera arrojado á la laguna, del mismo modo que habría avanzado sobre un puñal dirigido contra su pecho.
Fué largo aquel trayecto. Durante varias horas anduvo el paisanito errando sin rumbo y sin propósito por los campos encharcados, indiferente á los relámpagos y los truenos, insensible al frío y á la lluvia.
Al día siguiente un gaucho que había pasado la noche "en la carpeta", en la pulpería de Benito Cardoso, fué a desatar su caballo de la soga y se asombró al ver muy cerca un pangaré ensillado que parecía suelto. Miró á todos lados buscando al jinete, y no viéndolo, se acercó y reconoció el caballo y el apero.
—Es el de Gurí—dijo—; ¿dónde estará el indio?
Observó cuidadosamente y notó q u e la montura se hallaba empapada, á pesar de que no llovía ya, y esto, unido al aspecto del animal, que denunciaba haber hecho una larga jornada, le hizo pensar que el jinete había pasado la noche en viaje.
—Andar cruzando campos con semejante noche—pensó—sólo puede ocurrírsele á un enamorao ó á un borracho... Y Gurí... Pero de todas layas el indio no es hombre pa largar el caballo con recao, y ¡quién sabe no se le'atravesao un'ujero!...
Cogió el pangaré de la rienda y siguió buscando entre las pajas, donde no tardó en ver un bulto, en el cual reconoció pronto á Juan Francisco. Al principio el paisano anduvo receloso, sin atreverse á tocarlo, temiendo que estuviese herido ó muerto, pues el mozo estaba tendido largo á largo entre el lodo, boca abajo é inmóvil.
—Si juese un rayo...—dijo entre dientes, é iba á persignarse; pero mirando al cielo y notando que estaba claro y sereno, le pareció inútil la precaución; se acercó más, inclinándose sobre el mozo, y tocándole en el hombro:
—Amigo Gurí—gritó—, la cama no es tan güena como pa dormir con sol alto.
Como el interpelado ni respondió ni se movió, él volvió á incorporarse con recelo.
—¿Si será dijunto de en deberás?... Pero pa mi gusto...
La prudencia pudo más que la curiosidad, y exclamando filosóficamente:
—Dijunto ó mamao, que la autoridad se entienda—y se encaminó á la pulpería para dar cuenta del suceso.
Al primero que encontró fué al viejo Sosa, quien, enterado de lo que ocurría, salió precipitadamente en dirección al pajonal. El paisano le seguía de cerca.
—Yo colijo que está mamao.
El hacendado sacudió negativamente la cabeza y contestó, sin detenerse:
—¡Imposible! Yo conozco á Gurí como á mi marca, y sé que no se emborracha nunca. Otra cosa debe ser. ¡Quién sabe si los!...
Su guía entendió la idea de Sosa y dijo, completando la frase:
—¿Que lo hubieran pulpiao de rabia?
Siguieron andando y encontraron á Juan Francisco en el mismo sitio y en la misma posición. El hacendado se bajó, le habló sin obtener respuesta, lo palpó, y notando que estaba vivo se hincó y le levantó la cabeza. El mozo respiraba lentamente, sin abrir los ojos ni mover los labios. Su rostro, cubierto de barro, expresaba intenso dolor. Todas las cariñosas preguntas de Sosa fueron en vano. Al fin se decidió á llevarlo á la pulpería, ayudado por el buen paisano, quien, aunque con acento afligido, seguía dando vueltas á su idea:
—Pa mí... ¡qué quiere, don Sosa!... pueda que sea cosa mala — que Dios no quiera—; pero pa mí qu'al mozo lo ha patiao el zorro. Yo he desollao muchos, y sé cómo jiede el cuero...
Llevado á las casas, acostado en un catre que había en una pequeña pieza del almacén, Juan Francisco permaneció todo el día en completa inmovilidad. No hubo forma de arrancarle una palabra ni de hacerle tomar las medicinas que los médicos aficionados le habían preparado. Así llegó la tarde, y Sosa, muy emocionado, habló de enviar por un facultativo.
—¿Un médico?—le respondieron—. De aquí al pueblo está lejos, y antes que venga, el enfermo tiene tiempo de curarse ó de morir... Aura, un curandero bueno...
Benito Cardoso creyó de su deber intervenir:
—Por curandero—dijo—, aquí cerca está uno que sabe tanta medicina como cualquier médico, y que ha hecho curas... vaya, que los doctores no serían capaces...
—¿ Y es?...
—¿Quien es?... ¡Vaya!... el pardo Luna pues; ¡el pardo Luna, que en eso de curar tiene más ciencia que todos los licenciados!...
—¿El pardo Luna?—dijo Sosa pensativo—. He oído hablar de él; dicen que es entendido. ¿Vive cerca de aquí?
—¡Ya lo creo! Ahí no más... unas seis leguas de acá.
El pardo Luna llegó esa misma noche y declaró que el estado del enfermo era muy grave. Una fiebre intensa se había declarado, y el curandero no acertaba á descubrir su naturaleza. El día fué penoso, y al llegar la noche hubo todavía notable exacerbación. Sobrevino un delirio incesante, en el cual el enfermo pronunciaba palabras ininteligibles, estremeciéndose á menudo; el rostro se contraía con frecuencia, adquiriendo la fisonomía una expresión de espanto, como si tuviese delante una ronda de fantasmas terroríficos. De tiempo en tiempo sobrevenían convulsiones que aumentaban todavía más la temperatura febril. Con grandes dificultades se le hizo beber un brebaje que el entendido consideraba infalible; pero el mal persistió hasta las dos de la mañana, hora en que el paciente comenzó á calmarse y pudo dormir un poco. La fiebre fué cediendo lentamente, desapareció el delirio y se creyó en una franca mejoría. Pero poco después de medio día la calentura reapareció, siguiendo su ciclo.
Y de esa manera transcurrieron cuatro días de angustiosa expectativa, de mejorías transitorias y de recrudescencias inmediatas que desesperaban al curandero y torturaban el alma del bondadoso protector de Gurí. Durante todo ese tiempo no había sido posible arrancar una palabra esclarecedora al enfermo; en los accesos febriles continuaba pronunciando vocablos extraños y frases incomprensibles; mas así que aquéllos desaparecían encerrábase en un mutismo desesperante, contra el cual se estrellaban los esfuerzos del pardo Luna y las cariñosas insinuaciones del ganadero. Sólo una vez habló, y fué para protestar enérgicamente cuando aquél le dijo que enviaría al pueblo por un facultativo. No; era inútil, no tomaría remedio alguno; si aceptaba los brebajes del curandero era solamente porque le proporcionaban un alivio momentáneo; pero en cuanto á curarlo, ni él ni nadie lo conseguiría. Sabía que iba á morir, y la muerte no le asustaba; su único deseo era concluir cuanto antes. Aprovechando aquella confesión, Sosa había insistido en que diera explicaciones sobre la causa de su mal.
—Hijo mío—había dicho con acento paternal—, ¿por qué no me decís lo que te ha pasao? ¿por qué no me lo decís á mí, que soy casi como tu padre, que te he visto nacer, que te he criao, que te he distinguido siempre como un hijo?...
Y el buen viejo, de noble y viril fisonomía, de respetable barba gris, sentía humedecerse sus grandes ojos negros al pronunciar estas palabras.
Gurí, conmovido también por el dolor de aquel hombre para quien tenía el mayor cariño y el más gran respeto, murmuró cerrando los ojos, como para no ver el pertinaz fantasma:
—No puedo; no me pregunte más... ¡Déjeme morir!
El ganadero se rebeló:
—¡Eso no es ser hombre!—dijo con energía.
Juan Francisco se sentó en el lecho bruscamente, y con los ojos muy abiertos, la boca contraída, los dedos crispados, exclamó con voz ronca y entonación feroz:
—¡Yo ya no soy hombre!...
Y como si el esfuerzo le hubiese aniquilado, cayó de espaldas y quedó inmóvil y pálido como un muerto.
—¡Gurí! ¡Gurí! ¡hijo mío!—exclamó el ganadero, precipitándose sobre el enfermo y sacudiéndole para hacerle volver en sí. No consiguiéndolo, salió corriendo en busca del curandero, que tomaba mate en la cocina. Como las jugadas seguían aún y había mucha gente en la casa, en un segundo la pieza fué inundada por los curiosos.
Tras un largo rato de ansiedad el mozo recobró el conocimiento; pero ya no volvió á articular palabra, y su mal pareció haberse agravado notablemente.
Sosa y el curandero estaban cada día más preocupados. Rosa había cometido algunas indiscreciones, pronunciando frases alusivas á la escena del ombú; frases que, comentadas de diversas maneras, corrían por el pago, tejiéndose con ellas múltiples y fantásticas historias que despertaban la curiosidad campesina y hallaban fácil cabida en las imaginaciones tropicales, siempre afectas á lo sobrenatural.
Al undécimo día la fiebre había desaparecido, pero la enfermedad se agravaba. De aquel mocetón vigoroso, exuberante de vida, que tenía "dos troncos de coronilla por brazos y dos ñandubays por piernas," sólo quedaba una sombra, un miserable ser consumido, acabado, devorado por la terrible afección moral. Una idea es como un cáncer: lo que ella corroe sirve á su vez de corrosivo y le ayuda en su acción destructora, activando la obra de disociación y aniquilamiento. El rostro, de una palidez amarillenta, presentaba las mejillas escuálidas, los pómulos salientes, la nariz afilada, y los ojos—cercados por anchas ojeras cárdenas — estaban hundidos en las cuencas, desde donde brotaba un fulgor extraño, una mirada profunda y triste que causaba pena. El cuerpo permanecía durante todo el día en absoluta inmovilidad de estatua yacente; pero al llegar la noche se agitaba en contorsiones de poseído. Las alucinaciones daban comienzo con el crepúsculo y se sucedían hasta el alba. Cada veinticuatro horas marcábase un notable progreso en el mal: la muerte se acercaba á pasos precipitados.
Mientras en la pieza vecina, el comisario y diez ó doce jugadores recalcitrantes continuaban encarnizadamente, noche á noche,, sus partidas de truco y sus jugadas de monte, en la pequeña pieza donde se agotaba Gurí velaban con piadosa solicitud el ganadero Sosa y el pardo Luna, tan desesperados y tan impotentes el uno como el otro.
—¿Qué piensa usté?—había preguntado una vez el hacendado.
Y el pardo viejo, sacudiendo la cabeza, donde toda su ciencia se embrollaba:
—Yo no sé, don Sosa—contestó—; lo que sé es que el pobre Gurí se muere.
—Pero, en fin, ¿de qué se muere?... Usté dijo que la fiebre se había ido, y entonces, si ya no es la fiebre, ¿qué es lo que lo mata?...
El curandero tornó á sacudir la cabeza:
—Yo no sé—agregó—; yo no sé nada. Yo hago lo que puedo y ayudo en lo que puedo, y, cuando no sé, no sé, y lo digo clarito, porque yo no soy dotor pa curar todas las enfermedades... ni Dios pa deshacer brujerías...
Sosa lo miró con fijeza:
—¿Usté cree?...—dijo.
—¿En qué?
—En las brujerías?...
—¡No viá creer!... ¡He visto más en mi vida que besos me dio mi madre!...
—¿Y piensa que Gurí?...
—No pienso nada. Pero si no és daño que le han echao... Este está tuito lo mesmo como otros que he visto... y se va'dir como se jueron los otros.
—Y usté no sabe nada contra el daño?
—¡Sí sé!... A veces sí; á veces no; en cosas de mandinga tuito es escuro, y cuasi siempre tuito es al mesmo botón... Y dispués, p'hacer algo, se necesita saber de onde viene, quién se lo echó y cómo jué... ¡Y el mozo tiene el pico cerrao con candao, como portera 'e potrero!...
—¿De manera que no puede ensayar nada?
¿De modo que hay que dejarlo morir no más, como si fuese un perro, como si fuese un animal apestao?...
—Así es, don Sosa. La vida es emprestada no más, y hay que largarla cuando el dueño la pide.
Tras esta filosófica reflexión el pardo viejo cogió la botella de caña, que no abandonaba jamás, y la empinó, tragándose una buena porción del líquido.
XIII
Juan Francisco seguía empeorando; veía llegar su fin, y lo esperaba sereno, con la altiva insolencia innata en su raza.
A los veintiún días de enfermedad, en una tarde calurosa y nublada que presagiaba tormenta, empezaron á enfriársele las extremidades, y un sudor viscoso mojó su frente. A la noche deliraba. La mirada, brillante, erraba inquieta de un punto á otro, y tenía fosforescencias extrañas, como si todas las últimas energías de aquel atormentado organismo se hubieran concentrado en los ojos y escaparan en forma de intensas radiaciones. No tenia fuerzas para moverse: aquellas piernas de músculos de acero, acostumbradas á oprimir como tenazas los flancos de los baguales, no conservaban ya sino hueso y cuero; aquellos brazos que abatían el ímpetu de un toro montaraz estaban tendidos á lo largo del cuerpo, inertes, incapaces del menor movimiento. Sosa lo dijo en una bella figura de retórica campesina, dirigiéndose á su compañero y haciendo esfuerzos por retener las lágrimas:
—¡Parece un árbol grande que se ha secao!
Las primeras horas de la noche transcurrieron en calma. Sosa, en extremo abatido, estaba sentado á la cabecera del catre fumando rabiosamente su cigarrillo de tabaco negro, y apurando los mates que le alcanzaba el pardo Luna. Una vela de sebo encajada en una botella que servía de candelero estaba colocada: en el suelo, al pie del lecho. El pabilo carbonizado se enredaba en forma de espiral, y la luz, mortecina, apenas alumbraba el rostro cetrino del curandero, dejando en la pieza una penumbra triste.
En la habitación contigua seguía la jugada.. El comisario, encolerizado porque iba perdiendo, había citado á Juan Francisco para decir con repugnante barbarie:
—¿Entuavía no clavó él aspa el abichao?
Después volvió á reinar el silencio, uno de esos silencios en que parece que algo flota en el aire y que se habla algo augusto y solemne que se oye con la mente, sin la intervención física del órgano auditivo. Pero á poco hubo algazara en el garito.
—¡Flor!—cantó uno.
—¡Contraflor el resto!—replicó el comisario; y como perdiera, alegó, protestó, insultó, amenazó y pidió el desquite. Mientras barajaba el naipe, preparando el "pastel", exclamó con rabia y bastante fuerte para que lo oyeran los vecinos:
—Este apestao de al lao m'está trayendo la desgracia. Pero seguro que no va'comer más carne.
El viejo hacendado se estremeció indignado, y murmuró entre dientes:
—¡Ni tú tampoco, sabandija, vas á comer más carne de mi casa!... ¡Bagual sin marca, saltador de alambraos!...
Juan Francisco seguía en su sopor: la respiración hacíase lenta y suspirosa; el cuerpo y el rostro estaban mojados por un sudor frío y glutinoso. Cerca de la media noche despertó, y con los ojos muy abiertos y las pupilas muy brillantes paseó una mirada lánguida por la pobre habitación.
Sosa se aproximó y preguntó solícitavmente:
—¿Qué tal, Gurí, cómo vamos?
El mozo sonrió tristemente, con una sonrisa que en sus labios descarnados era como una mueca lúgubre, y susurró:
—Bien; ¡ya se va!...
Después, siempre inmóvil, clavó la vista en el techo, donde creía ver reflejarse todas las escenas de su vida, todas las imágenes, todos los recuerdos. Su espíritu había adquirido la lucidez de los agonizantes y se complacía en pasar una última revista á los años vividos, de los cuales iba á despedirse para siempre. La seguridad del fin había alejado el sufrimiento y experimentaba el dulce bienestar de los instantes postreros. Recordó su niñez; se vio rollizo muchacho creciendo alegre en las orillas del Tacuarí; se vio mozo gozando en el ejercicio del músculo, en la fatigosa y arriesgada faena; se vio libre, señor de sus acciones, en la tierra querida, y vio luego sus fatales relaciones con Clara y el origen de su aniquilamiento. Una especie de curiosidad inconsciente le hizo pensar en cómo había sido ligado. Recordaba cómo se había hecho en un caso que le habían referido: primero, cuatro puñales clavados en cruz en la puerta del rancho; después, una vieja—la vieja Gumersinda—pasando una aguja virgen enhebrada con un hilo rojo, y virgen también, por los ojos de un sapo verde, y haciendo luego con ella siete cruces en un pañuelo—su pañuelo blanco—que después era quemado, á media noche, sobre una fogata hecha con yerbas verdes de propiedades maléficas. De ese modo, desaparecida la prenda, no había modo de deshacer el embrujamiento. Así debió ser el suyo, estaba seguro, y recordaba las palabras de Paula; la china había preguntado:"¿Pa que güelva?" y Clara había respondido: "¡No! ¡Pa que reviente!"... ¡Oh! y se cumplían sus deseos; ¡él reventaba, y de una manera bien miserable, bien miserable, después de infinitas torturas!... Como si antes de llegar á la disolución final se hubieran reunido y armonizado todos los elementos de su personalidad, recordaba y juzgaba. ¡Cuánta miseria en tan poco tiempo!... La noche fatal de las carreras no se borraba de su mente; el gran ombú de lujuriosa frondescencia se le aparecía como un monstruo dañino; sus gruesas raíces superficiales y tortuosas se le antojaban frías y colosales serpientes que habían hincado en su cuerpo el diente ponzoñoso. Al salir de allí ya no era un hombre. La sangrienta frase de Rosa todavía resonaba en sus oídos y le castigaba el alma como con golpes de látigo. Había escuchado aquella injuria atroz y no había muerto á quien osó proferirla; no la había muerto porque ya no tenía fuerza ni valor, porque lo que decía era cierto, ¡porque ya no era un hombre!... ¡El, último vastago de la raza indómita, último retoño del árbol frondoso que se señoreó en las lomas; él, gaucho amargo, yerba silvestre, hirsuto aguará, indomesticable jaguareté, señor de las soledades, príncipe de la umbría, había huido entre las sombras y había pasado una noche entre las pajas, buscando esconderse como cobarde alimaña perseguida por los perros. Y llevando en la cintura su pistola y su puñal no había pensado en matarse, no había podido matarse, ¡porque ya no era hombre!... El, el arquetipo del macho robusto; el domador de potros; el osado "apartador" de novillada "alzada"; el gaucho vaciado en el molde antiguo; el ser inteligente que desdeña la instrucción, considerándola como una ayuda que ofendería á su músculo y su audacia... ¡ya no era un hombre!...Y degradado, rebajado, envilecido, debía morir miserablemente en una cama, anonadado por la maldición de una mujerzuela; consumirse en un rincón como un perro viejo, agotarse como un gran árbol que se seca en la cuchilla!... ¡Y atrás quedaban tantos lomos de potros, tantas astas de novillo! Y, sobre todo, la campaña, la verde y adusta campaña, los claros sin fin y los montes sin salida, los ríos que rugen y los cielos que ríen; los días transparentes y las noches de soberbia negrura; la patria, en fin, la tierra, la Naturaleza, la madre!... ¡Oh, madre! ¡pronto reposaría en sus brazos!...
El rostro tenía ya la palidez mate de los agonizantes; la nariz se afilaba, las sienes tornábanse cóncavas, las orejas se separaban del temporal y los labios caían péndulos.
Junto al lecho, el ganadero, muy pálido ante aquella agonía dos veces misteriosa, fijaba la vista en la vela de sebo que se iba consumiendo y ya no alumbraba casi.
Fuera silbaba el viento y la lluvia copiosa golpeaba furiosamente el techo de cinc de la pequeña habitación. Oyóse un trueno, seco y rápido corno una mina que hace explosión. Juan Francisco se estremeció. Sus ojos tuvieron un último fulgor, sus labios se entreabieron, y con una voz horrible, que expresaba una desesperación extrahumana:
—¡Clara! ¡Clara! ¡Clara!—rugió...
Y no hubo más. El cerebro se obscureció súbitamente; el estertor traqueal comenzó á ahogarle, y los párpados cayeron, cerrando á medias los ojos ya sin luz.