A Coelho Netto.
Al montar a caballo, en la enramada, don Mateo díjole al capataz Lucero:
—Anda marcando esos cueros lanares, que tal vez el pulpero García los mande levantar esta tarde... Fíjate bien en la pesada qu'el galleguito es como luz p'hacer mentir a la romana... Yo vi'a dir hasta el fondo el campo pa bombiar cómo anda la invernada chica.
Sin esperar respuesta, don Mateo arrancó al trote y a poco desapareció en el vallecito inmediato.
Iba caviloso. El objeto de su salida al campo no era visitar la invernada, sino aislarse, buscando la solución del asunto que le traía preocupado desde meses atrás: tratábase del noviazgo de su hija Mariana con el capataz Lucero.
Ambos se querían. Lucero, era un excelente muchacho, muy trabajador, muy honrado, que había crecido en su casa y a quien profesaba un afecto paternal. Él no veía inconveniente ninguno en esa unión, a la cual su esposa oponía una resistencia inquebrantable.
¿Por qué?... Podía invocar como única razón, la pobreza del mozo; pero ante ella, don Mateo le había recordado que, treinta años atrás, la hija del rico hacendado Luciano Pérez, había concedido su mano al gauchito Mateo Sosa, peón de su padre, y sin más caudal que un par de caballos, un regular apero y un bien ganado renombre de laborioso y honesto. Se casaron y fueron enteramente felices. Luego, el argumento era inaplicable, y doña Eduviges no lo aplicaba, como no aplicaba ninguno. No quería ese casamiento; simple y llanamente, no lo quería, empacándose ahí su obstinada negativa.
—¡Eso no es justo, canejo!—vociferaba el buen paisano, que tenía el sentimiento innato de la equidad. Toda su moral reposaba en ella. Cualquiera acción, hasta el asesinato, hasta la venganza atroz, se disculpan si "son justas". El ofendido tiene siempre derecho a castigar, a matar. Es justo, aunque lo prohiba la ley, que pena, pero no desagravia.
Por eso se hallaba empeñado en vencer las resistencias de su mujer, o, como él decía, "el capricho de la patrona". Por eso y por un cierto temor de las consecuencias. La juventud más respetuosa se desboca en casos semejantes.
—Lo que manda el amor —decía—lo manda Dios; lo mismo sea pa premio que pa castigo.
Había que concluir, de cualquier manera.
—Ñudo que no se puede desatar, se corta,—murmuraba, —dispuesto esta vez a menear cuchillo.
En el bajío dominaba un arroyito de arenosas playas y de riberas sombreadas por un bozo de sauces llorones. La tarde era calurosa. Don Mateo desmontó, le quitó el freno al caballo y mientras éste bebía deleitosamente, él se desnudó y se echó al agua.
Un cuarto de hora después, cuando se revoleaba en la arena, para secarse, estaba decidido a cortar, sin hurgarse más el caletre, buscando innecesarias formas de convencimiento. ¡Era justo y bastaba!...
Con tal propósito, montó a caballo y regresó a las casas.
Llegóse a la enramada y desmontó, extrañándole el silencio que pesaba, Fué hacia las habitaciones y al penetrar en la de Lucero, se detuvo atónito.
Su esposa, abrazada al capataz, besándolo ardientemente, exclamando con acento desfallecido:
—¡Amar siempre!... ¡siempre!...
Sintió don Mateo aligerársele el corazón y arrebatársele el rostro. Más, todo ello no pasó de repentina llamarada.
Cuando la culpable pareja se separó y cada uno de ellos quedóse inmovilizado por el hielo de la angustia y del bochorno, el viejo paisano dijo dirigiéndose a su esposa:
—Ya sabía yo que al fin habías de ser ajusta y conceder que los muchachos se acollaren, dende que se quieren. ¿Está arreglao?...
Ella, toda trémula todavía, dijo que sí: un extraño sí que sonaba a miedo, a vergüenza y a desganamiento.
Don Mateo se le acercó, le puso sobre el hombro la mano negra y velluda, y exclamó con sublime bondad:
—Perdóname, vieja, pero al principio pensé una locura; ¡dudar de vos!... Pero, ¡caracho!... ¡jué un rejucilo y di la güelta en seco!... Hay que ser justo, viojita...
Y le dió un beso.