Para Andrés y Pablo.
El que construyó la Azotea del palo-a-pique debió ser un
atormentado neurasténico: en las diez mil hectáreas, que entonces
componían la heredad, no era posible hallar sitio menos apropiado para
una población.
Alzábase la casa sobre un cerrillo pedregoso, casi rodeado, en curva estrecha, por un arroyo arbolado, que corría en el fondo; los vientos del sur, pasando sobre el bosque, azotaban furiosamente el cerro y la azotea que le servía de casquete; y los vientos del este, galopando en libertad por la cuchilla, iban a desparramar allí sus furias ladradoras.
El frente principal del edificio miraba al sur; el otro al oeste, como hecho expreso para que las humedades completasen la acción dañina de los vientos. Y por demás está decir que no había un sólo árbol. ¡Qué árbol iba a arraigar en aquel macizo granítico, donde fueron menester el barreno y la dinamita para abrir los cimientos!… De allí al paso real —único que existía en más de una legua de río— la distancia no era mayor de tres cuadras; pero de tal proclive y de tal modo erizado de guijarros y agrietado de zanjas, que para ir por leña al monte o por agua a la laguna, la carreta o la rastra debían ejecutar un rodeo de unos tres cuartos de legua por lo menos.
Sembrar, no se podía sembrar nada entre aquellas peñas donde la tierra, traída en las alas de un viento, se iba en alas de otro viento. Ni pasto nacía; apenas aquí y allá algunas maciegas de hierba larga, dura y rígida que hasta las chivas despreciaban.
El dueño de la estancia—que debió ser loco—desapareció misteriosamente, dejando la propiedad, muy mermada, a sus cuatro hijos, tres varones y una mujer. Sandalio, el mayor, la administró un poco de tiempo, el necesario para fundir tres cuartas partes de la hacienda, y una tarde apareció ahogado entre los camalotes de la laguna del paso. Sucedióle Martín, quien en dos años se bebió dos suertes de campo y murió en un bajío, donde, al regresar de la pulpería, ahito de caña, en una noche de Agosto, cayó del caballo y lo agarrotó una helada. Sixto se hizo cargo del establecimiento, y como era mujeriego, bebedor, jugador y peleador, fundió rápidamente el patrimonio y se hizo matar en una reyerta de tugurio.
Entonces Serapia, que iba en los cuarenta, y era flaca, fea, picada de viruelas y medio idiota, heredó lo que quedaba, un potrerito de trescientas cuadras y el caserón. Como era idiota, fué sabia. Se hizo construir un ranchito en la costa y arrendó campo y edificio a un español almacenero: a Julio Ludueña, que había reunido un capitalito con un boliche, situado en un pago de menesterosos, ranchería de chinas y de cuatreros, ambicionaba parroquia más distinguida.
Serapia hizo excelente negocio, pero el de don Julio fué de ruina. En tres años de trabajo hallábase en vísperas de liquidación forzosa. Pero como era navarro; era terco y porfiaba, desquitándose de sus fracasos comerciales jugando noche a noche encarnizadamente al mus, por las conservas y el vino, con el tabernero Benito, con el indio Saulo, su peón de carro, con su dependiente Emilio y con don Plácido, que tenía su estancia en el otro lado del río y que se pasaba semana enteras en casa de Ludueña.
Don Plácido era muy viejo, muy rico, muy vivo y absolutamente solo, porque en su decir:
—Acollarao, ningún animal engorda.
Siempre estaba alegre, siempre reía.
—Hay que tener mucho cuidado con la hiel—aconsejaba—al carniar una res; si uno la desparrama, arruina la carne, y en uno mesmo, si la sacude, amarga hasta la saliva.
Era un optimista, y don Julio siempre ceñudo, decíale:
—Usted tuvo suerte; la cuestión es tener suerte.
—No, replicóle el viejo; lo de la suerte es cuento e viejas, como el pato jediendo, los lobinzones y las casas asombradas... La cosa es saber rumbiar y no distráirse en el camino cuando hay que llegar a tiempo.
—Vea—agregó.—Yo, al prencipio, tamién era medio zunzote. Fuí capataz de don Bruno Sosa—que Dios perdone—y me hacía trabajar como negro y nunca prosperaba, porqu'el hombre era más cerrao que campo de ingleses. A la larga me cansé y le exigí al patrón que me pagase los meses que me debía, porque estaba resuelto a marcharme.
—¿Y pagó?
—No pagó. Pero me dijo que me quería mucho, que yo era su crédito y que me daría trescientas ovejas pa criarlas en el campo, tuito pa mi, lana y procreo.
—¡Gran viruta!...
Yo aceté. Aparté las ovejitas y me saqué un boleto'e señal: horqueta en las dos orejas.
—¡Linda señal!
—Linda. Sobre todo teniendo en cuenta que la del patrón era rajada en las dos orejas... En la tarde señalábamos los borregos asina... (y el viejo, con la punta del cuchillo dibujaba en el ladrillo del piso) y a la mañanita yo iba al campo y a la mita de los corderos le hacía asina en las orejas: le rebanaba las puntas, y de rajada, quedaba orqueta... De esa laya me hice rico... Pa triunfar en la vida, hay que saber tomar el rumbo y hay que saber... elegir la señal... e la suerte... ¡ríase, don Julio!...