Huevo Guacho

Javier de Viana


Cuento


Don Plácido y doña Mariquita son dos muchachos de cabellos blancos. El anda orillando los sesenta y ella pisa ya el umbral del medio siglo.

Al verlos, bajo el verde parral del patio de la Estancia, en las mansas tardes del estío, se les tomaría por un casal de chicuelos con pelucas enharinadas.

Ambos son, en efecto, de pequeña estatura, regordetes, de rostro fresco y sonrosado, de vivos ojos y de unas dentaduras tan blancas, sanas y parejas que causarían envidia a un mocetón congolés.

Misia Mariquita tejía, con ágiles dedos, una colcha de crochet, empezada en el invierno anterior y a la fecha a medio hacer.

Don Plácido leía «Mundo Argentino», que le llegaba los viernes y que al final del viernes subsiguiente aun no lo había concluido de leer.

Durante horas y horas, hasta que empezaba a apagarse el día, la chinita Pampa «acarreaba» el mate dulce, con cáscara de naranja y azúcar quemada, para la patrona; en tanto, el negrito Tordo iba y venía incesante con el amargo para el patrón.

Y uno leía y la otra tejía, pero interrumpiendo con frecuencia sus respectivas ocupaciones para bromearse mutuamente.

—Me parece que antes que vos concluyas esa colcha va’parir la yaguané machorra...

—Y en antes que vos acabes de ler el «Mundo» van a pasar dos veranos... Cuatro, cinco, seis...

—¡Sos inorante!... ¿Te pensás qu’el «Mundo» es un campito como el nuestro, que en dos horas, se recorre al tranco?...

—¡Callate vejestorio!... Siete, ocho, nueve...

—¡Mirá, mirá! —exclamó alegremente don Plácido, cogiendo un mechón de cabellos de su esposa;— mirá, mirá!... ti ha salido un pelo negro! t’estás golviendo moza!...

—¡Sosegate, impertinente! —manifestó ella con fingido enojo;— ya m’hiciste equivocar los puntos, y tengo que deshacer la hilera... Uno, dos, tres...

Y mientras proseguían disputándose cariñosamente, apareció Ubaldino, quien arrancó el periódico de manos del viejo y echó a correr, llevando de arrastro el ovillo de la tejedora.

—¡Trái eso p’acá, bandido! —gritó misia Mariquita con voz que pretendía ser severa y resultaba toda ternura.

—¡Este muchacho es la piel de Judas! —sentenció don Plácido sonriendo.— ¡Suerte que ya no me faltaba ler más qu’el último aviso!...

Entre tanto, Ubaldino, después de haber hecho con la revista una pelota, liada profusamente con el hilo de misia Mariquita, desapareció detrás de la cocina, corriendo, riendo, gritando, en desborde de alegrías infantiles.

—Es el mesmo mandinga este gurí, —dijo el viejo; y su esposa disculpó:

—Dejalo. Los chiquitines que no son traviesos es porque están enfermos.

—O porque son hipócritas... tenés razón.

Ubaldino era ei tirano de la casa, un tirano de cinco años de edad, de una carocha redonda, trigueña y rosada como una manzana y de una orgullosa melena que semejaba en sus ensortijados, virutas de ébano.

En una tarde lluviosa y muy fría de un invierno rudo, Proto, viejo peón de la estancia, llegó de la recorrida y al apearse disponiéndose a desensillar, puso en el suelo, con gran precaución, su poncho que envolvía un bulto redondo.

—¿Qué trái, Proto? —preguntó misia Mariquita.— ¿Un güebo de ñandú?..

Y el gaucho viejo, con gesto amargo, contestó:

Un güevo’e vivora.

Y luego entregó a la patrona un pequeñuelo que dormía plácidamente en la tibiedad de los dobleces del poncho.

—¿Y esto? —interrogó misia Mariquita, estrechando amorosamente al pequeñuelo contra su pecho.

—Esto, patrona, es la cría de la Curtida, quien dispués de parirlo, lo tiró en l’orilla’el bañao, como se tiran las ventregadas de las gatas ... Me dió pena, lo recogí, acá lo traigo al cachorro pa que lo criemos guacho, que al fin él no tiene la culpa de haber sido engendrado en el vientre de una loba por un perro vagabundo!...

El chico fué adoptado de inmediato, aportando la única alegría que faltaba en aquel matrimonio ya en la declinación de la vida: un hijo.

Creció Ubaldino; creció entre los mimos que le prodigaban aquellas dos almas adorablemente sanas y buenas...

Pasó el tiempo. El muchacho había cumplido quince años; y una tarde, mientras bajo el parral del patio, misia Mariquita tejía y don Plácido hojeaba su revista, el segundo dijo:

—Mira, vieja, lo que dice aquí: «Ser bueno con los hijos es deber sagrado; ser bueno con los que no tienen padres es ser cien veces buenos»...

—¿Lo decís por Ubaldino?

—Dejuro.

—¿Y no lo queremos los dos?

—Si; pero estoy pensando que ya nos vamos haciendo viejos, que cualquier día habemos entregar el alma a Dios, y el pobrecito, que nos cree sus padres, no tendrá derecho a nada de nuestros bienes... ¿Qué te parece si llamamos el escribano y lo reconocemos como hijo nuestro?

—¡Si yo te l'estaba pa pedir hace tiempo!...

Cuando le anunciaron a Ubaldino la determinación tomada, éste mostróse extremadamente afligido. Siempre albergó dudas respecto a su filiación, pero se esforzaba en ahuyentarlas para vivir en la grata ficción de considerarse hijo de aquellos buenos viejos a quienes quería con intenso cariño filial.

—¿De manera que yo soy un guacho? —preguntó apenado.

—Sí, m’hijo, —contestóle el viejo;— t’encontramos abandonado entre un pajonal donde tu madre desamorada te dejó...

—¡Un güebo guacho de una ñanduza andariega!...

—Ansina es, m’hijito...

Tras un largo, angustioso silencio, el joven indagó:

—¿Y vive mi... la mujer que me echó al mundo?...

Con extraña solemnidad, el anciano contestó:

—No lo sé: nunca quise saberlo... Creo que vos harías bien haciendo lo mismo.

—No, tata, no! —replicó con energía Ubaldino.— ¿Quien sabe si esa desgraciada mujer no se encuentra enferma, sin recursos, sin nadie que la ayude!... Yo tengo el deber de buscarla y ampararla...

—¡Es una mala mujer! ... ¡sólo las malas mujeres tiran sus hijos! —sentenció misia Mariquita.

—Es mi madre, —respondió con respetuosa firmeza Ubaldino.

Medió un silencio. Don Plácido púsose de pie, estrechó entre sus brazos efusivamente al mozo, y díjole, con voz de lágrimas:

—«¡Sos bien dino de nuestro afeto!... ¡La madre de uno, anque sea una tigra, es la madre, la cosa más grande y más sagrada que hay en el mundo!... Una mujer puede ser pa todos una perdida, viciosa y mala; p’al hijo es la madre, y la madre no tiene defetos!...


Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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