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Su esposa, misia Anita, era gruesa también; los años habían deformado su cuerpo, que no conservaba ni vestigio de cintura; empero, dentro del marco de una copiosa cabellera casi blanca, veíase una cara fina, un cutis terso, sin una arruga y unos lindos ojos castaños, vivaces y de bondadosa expresión.
Llevaban más de veinticinco años de casados, y el mutuo cariño que se profesaban iba en aumento a medida que declinaban sus existencias transcurridas en la felicidad nada común.
Habían tenido tres hijos, a cual más bueno, cariñoso, honesto y laborioso. Los dos varones, hombres ya, regenteaban la estancia que poseía don Silvestre a tres leguas de la ciudad; y la mujer, Maruja, era una encantadora muchacha, que a pesar de contar sólo quince años y malgrado la resistencia de su madre, se había echado, encima todos los quehaceres domésticos, y aún le sobraba tiempo para cultivar amorosamente sus rosas y claveles, geranios y alelíes. Todo el día cantaba y cuando no cantaba reía, burlándose de sus padres, que vivían arrullándose como un viejo casal de palomas.
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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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