Inmolación

Javier de Viana


Cuento


La vieja ciudad provinciana se había remozado en un reducido perímetro social. Allí, la casa de gobierno, de la legislatura, de la municipalidad, del colegio normal y de algunos edificios particulares, atestiguaban con sus varios pisos, sus boardillas y sus torrecillas pretenciosas, la modernización que tiende a hacer las ciudades todas iguales, como trajes de confección.

Empero, alejándose cuatro o cinco cuadras de la plaza central, reaparecía la ciudad antigua, campechana y alegre, las casitas bajas con ventanillas enrejadas y techumbres de teja, sobrepasadas por las cabezas de los grandes árboles que protegían la opulenta vegetación floreal, encanto de los amplios patios.

Poco antes de llegar a la orilla del pueblo, había una de esas casitas blancas, semi escondidas entre frondosas acacias y tupidas trepadoras.

Moraba allí la familia Ramírez, la familia más feliz del mundo, según la aseveración unánime de los habitantes del pueblo.

Don Silvestre era un sesentón robusto, obeso y de rostro fresco aún, plácido y alegre.

Su esposa, misia Anita, era gruesa también; los años habían deformado su cuerpo, que no conservaba ni vestigio de cintura; empero, dentro del marco de una copiosa cabellera casi blanca, veíase una cara fina, un cutis terso, sin una arruga y unos lindos ojos castaños, vivaces y de bondadosa expresión.

Llevaban más de veinticinco años de casados, y el mutuo cariño que se profesaban iba en aumento a medida que declinaban sus existencias transcurridas en la felicidad nada común.

Habían tenido tres hijos, a cual más bueno, cariñoso, honesto y laborioso. Los dos varones, hombres ya, regenteaban la estancia que poseía don Silvestre a tres leguas de la ciudad; y la mujer, Maruja, era una encantadora muchacha, que a pesar de contar sólo quince años y malgrado la resistencia de su madre, se había echado, encima todos los quehaceres domésticos, y aún le sobraba tiempo para cultivar amorosamente sus rosas y claveles, geranios y alelíes. Todo el día cantaba y cuando no cantaba reía, burlándose de sus padres, que vivían arrullándose como un viejo casal de palomas.

—¡Pero estos vejestorios —exclamaba con frecuencia,— apenas pueden con los mondongos, y todavía quieren jugar a los novios.

Y así era, en efecto; don Silvestre no se cansaba de acariciar a su vieja compañera, besándola en el cuello y diciéndole amables tonterías. Ella fingía defenderse, exclamando:

—¡Sosegate, viejo loco!. —Mas, en el fondo, experimentaba el dulce placer de aquel amor indestructible e invariable.

En ocasiones, misia Anita se le perdía, y entonces comenzaba a gritar con apariencia de gran enojo:

—¿Ande está mi vieja?... ¿Quién se ha alzao con mi Vieja?

Él sabía donde encontrarla: en la cocina, preparándole algún dulce, porque don Silvestre, como todos los viejos, se había tornado excesivamente goloso. Allá iba él, sorprendiéndola con pellizcos y cosquillas.

—¿De qu’es el dulce, viejita?

—¡Estate quieto, o te unto la jeta con la cuchara!

—¡Untame pa probar!...

Eran felices, lo más felices que se puede ser, porque eran sanos y buenos, y por lo tanto fuertes, insensibles a las pequeñas miserias y nimias contrariedades que amargan la existencia de los débiles..

Mas, para ellos, como para todos los mortales, debía llegar el día de la liquidación. Repentinamente, misia Aniía empezó a debilitarse y adelgazarse, presa de incurable enfermedad del vientre. A medida que el mal avanzaba, la enferma fué sumergiéndose en honda tristeza. Don Silvestre, desolado, prodigándole todo género de solicitudes y ternuras. Pero ella trataba obstinadamente de alejarlo, como si aquel desborde de cariño la dañara.

El fin se aproximaba apresuradamente, y una tarde, sintiéndose morir, misia Anita solicitó quedar sola con su esposo.

—Perdóname, Silvestre, la pena que te voy a causar —empezó con voz ronca y angustiada.

Se detuvo un momento y luego, con supremo esfuerzo, continuó:

—No puedo irme sin confesarte que soy una miserable, indigna de ti...

El viejo creyendo que deliraba, replicó cariñosamente:

—¡Bah, bah! ¡Dejesé de bobadas, Viejita!

—No, no son bobadas... Pedro, ese muchacho que te presentamos como huérfano recogido por mi madre...

—Y que yo he criado y quiero como un hijo...

—¡Es el fruto de una falta mía! ¡Perdonamé,

Silvestre! —gimió la moribunda.

El buen viejo sintió como si se le derrumbase sobre la cabeza toda la vida vivida. Se le nublaron los ojos, enmudeció. Mas, pronto reaccionó, y tomando entre las suyas las descarnadas manos de la moribunda, díjole con expresión de suprema bondad:

—No te aflijas, viejita; estás perdonada... El que más y el que menos, todos llevamos dentro del alma alguna pulpa podrida... Yo también he guardado una gran falta en mi juventud...

—¿Vos? —interrogó ella incrédula.

—Sí, yo...

—¿Qué falta puede haber cometido un santo como tú?...

—Pues... en mis mocedades... ¡fui ladrón!

—¿Ladrón?

—¡Si, ladrón!... Perdóname vos también, viejita, ¡y estamos a mano! ...

¿Lo creyó ella?... ¿No lo creyó?... El caso es que su rostro adquirió súbita placidez, se cerraron sus ojos y con un leve suspiro abandonó la vida terrena...

Horas después, Evaristo, el hijo mayor de don Silvestre, que desde la habitación contigua había oído todo, preguntó con acento severo y dolorido:

—¿Es vedad, tata, lo que acaba de decir?

El viejo fijó en su hijo la mirada serena y noble y respondió con amargura:

—¿Lo podés creer vos?... ¡Dios me perdone la mentira que dije pa aliviar la pena de mi pobre vieja!...


Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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