Juan Pedro

Javier de Viana


Cuento


Apenas el bravo y barullento decauville ha trotado una quincena de cuadras, saliendo de Resistencia, ya la selva empieza a venirse encima, angostando el embudo hasta no dejar libre nada más que la estrecha senda sobre la cual se tienden los rieles de minúsculo ferrocarril.

Sin embargo, de pronto se abre un enorme pórtico y la mirada se zambulle en un vallecito circular, alegremente verde guardado por formidable muralla viva.

Casi en el fondo de ese vallecito—la Vicentina—pegados al bosque, se ven blanquear unos edificios que, a la distancia, y por contraposición con la altura gigantesca de los quebrachos, urundays, lapachos y guayacanes, se les confundiría con un grupito de ovejas, o con un montón de piedras... si hubiera piedras en el Chaco.

En aquellos edificios estaba instalado un colegio, uno de los más importantes colegios del territorio, por cuanto asistían a él los niños del alto personal de las fábricas de tanino, de azúcar y de aceite de tártaro.

Entre esa falange selecta, desentonaba Juan Pedro, un toba—el único en la escuela—a quien la maestra prestaba la mayor simpatía por su carácter humilde y por su fina inteligencia.

Juan Pedro tenía quince años, aún cuando representara escasamente doce. Ultima rama de una raza consumida por la avaricia inhumana de sus explotadores, era flacucho, endeble, bien que la ancha caja torácica evidenciara un sólido armazón óseo.

La cara, redonda, achatada, la piel áspera, bastante bruna, tenía en su favor la boca que expresaba gracia bondadosa, y los ojos, grandes, de una negrura y de un brillo extraordinarios, pero de un brillo suave, melancólico, casi femenino, expresión de una tristeza muy honda y de una esperanza infinita.

Los rudimentarios conocimientos adquiridos por Juan Pedro en la escuela, sólo le habían servido para sufrir un género de tortura que no estaba comprendido en la miseria de sus hermanos de raza: la inferioridad social.

Entre los compañeros de colegio no había uno que simpatizase con él; todos sentían profundo desprecio por el «salvaje», y en sus casas, los padres avivaban la malquerencia:

—¡Es una vergüenza que la autoridad permita eso!... ¡Nuestros hijos codeándose con la chusma salvaje!...

Y fuera de la clase, lo aislaban siempre, rehusando admitrlo en sus juegos, negándole hasta el derecho de dirigirles la palabra.

—Che, sabés una cosa?—decía una vez un pequeño calumniador—Mi papá nos contó que el domingo lo había encontrado en el monte conversando con unos monos.

—¿Y hablan la misma idioma?

—¡Natural!... ¿No ves que los macacos sacando la cola y que son más chicos, son igualitos?..

Juan Pedro se estremeció de ira y de pena; y con su voz suave, lenta y triste, preguntó:

—¿Por qué me tratan así?... ¿Acaso no soy igual que ustedes?

Una carcajada general le respondió. Un muchacho bajo, grueso, de cabeza redonda como una bola, de pelo rojo, de ojos azules, se adelantó para decir un profundo desprecio:

—¿Vas a ser igual que nosotros, cuando ni nombre tenés?

—¡Ni nombre!... ¿No me llamo Juan Pedro?

—Juan Pedro, sí; pero sin apellido. Yo me Hamo Guillermo Schleswig, éste se llama Franz Bautzen, éste, Carlos Borsarelli, éste Pipo Gimarlini, éste Ivan Assatouroff, aquel Hermán Landesvater!... ¡Todos nosotros tenemos apellidos! todos, menos vos que te llamas Juan Pedro, no más; como los animales, que no tienen más que nombre...

—Bueno, y los indios son animales—certificó uno.

Juan Pedro se alejó con el alma sangrando. En tanto los chicos reanudaban sus juegos, él fué a sentarse al pie de un ceibo que crecía sobre la barranca misma del río Negro, entregándose a sombrías meditaciones. La brillante mirada de sus ojos de azabache se fijaba con insistencia en las cristalinas aguas del río; y si se levantaba era para hundirse en la espesa fronda de la margen opuesta, la selva que se prolongaba por centenares de leguas, sin interrupción, sin término; la selva buena que ofrecía a las gentes de su raza, abrigo contra las intemperies, alimento abundante y protección segura contra los civilizados blancos venidos de tierras lejanas,

Y acaso experimentara deseos de arrojar el último arreo de sus nociones de educación y huir, huir a lo espeso, a lo hondo, a lo impenetrable del bosque, allá dónde van a refugiarse aquellos de los suyos a quienes la crueldad de los «civilizadores» ha convertido en piltrafas, aniquilándolos con el exceso de trabajo, con el exceso de alcohol, con el garrote y la dieta!...


Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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