Dalmiro, mocetón de veintiocho años, era hijo único de Paulino Soriano, rico hacendado en las costas del Yi.
Muerta doña Inés, la patrona, la familia, compuesta de Paulino, Dalmiro y Josefa, —sobrina huérfana recogida y criada en la casa,— holgaba en el caserón.
Cierto que la servidumbre era numerosa: negras abuelas de motas blancas, negras jóvenes y presumidas con su tez de hollín y sus dientes de mazamorra, y un cardumen de negritos y negritas que al arrastrarse por el patio parecían pichones de patos picazos.
Pero todos eran silenciosos.
La adustez del patrón no necesitaba voces para imponerse.
No era malo el viejo gaucho; pero su exagerado espíritu de orden, respeto y justicia, le imponían una rígida severidad.
Amando entrañablemente a su hijo, éste creíalo hostil.
Dalmiro era indolente en el trabajo, brusco en sus maneras, provocativo en su decir; en tanto Bibiano, un peoncito de su misma edad y criados juntos, distinguíase por su incansable laboriosidad, su modestia, su comedimiento y sensatez.
Eran compañeros inseparables y con harta frecuencia don Paulino amonestaba a su flojedad y sus arrebatos, elogiando de paso a Bibiano.
—¡Usté nunca me da razón! —exclamó amoscado, cierta ocasión.
—Porque nunca la tenes, —replicó, severo, el anciano.
Desde entonces el “patroncito” comenzó a tomarle rabia al compañero. Y esa malquerencia fué subiendo de punto al enterarse de que Bibiano requería de amores a Josefa, que ella le correspondía y que don Paulino miraba con agrado la presunta unión.
Y Dalmiro, que nunca se había preocupado de su prima, quiso interponerse, y comenzó a perseguirla, más que con ruegos amorosos, con imposiciones y amenazas. Rechazólo la moza, y ante las lúbricas agresividades de Dalmiro, se vió obligada a poner en conocimiento del patrón lo que ocurría.
Éste, indignado, increpó con violencia al hijo, quien herido en su orgullo, se encendió en odios hasta formar una gran fogata. Varias veces provocó a Bibiano, pero sofrenado por la alegría de éste, teniéndole miedo, lo asesinó alevosamente durante la siesta.
Consumado el crimen, apresuróse a echar la tropilla al corral y enfrenando su flete, ensilló de prisa, dispuesto a “ganar las bagualas”.
Y había puesto el pie en el estribo, cuando don Paulino, cogiéndole del brazo, lo zamarreó con violencia, exclamando:
—¡Esperesé, amigo, a que m'ensillen el caballo, porque yo lo vi'acompañar!...
—¡Pero tata! —dijo el mozo.— Yo solo...
—Usté solo no es capaz de dir a entregarse a la polecía pa que lo manden a pudrirse en una cárcel!...