La Abuela

Javier de Viana


Cuento


Al maestro Juan Zorrilla de San Martín.


Después de almorzar, se acostó á dormir la siesta inveterada; pero quizás por el cansancio de los dos «lavados» de la mañana, y quizás también por el enervante calor de la tarde, se le pasaron inadvertidas las horas, y cuando se dispuso á «poner los güesos de punta», ya el sol «íbale bajando el recado al mancarrón del día».

Eso le dió rabia.

Con malos modos, juntó la leña para hacer el fuego, y de gusto, no más, echó sobre el trashoguero, una rama verde de higuera, para que humease, dándole motivo al rezongo.

Entretanto, puso la pava junto á los troncos encendidos; limpió el asador con la falda de la pollera; ensartó un trozo de costillar de oveja, flaco, negro y reseco; clavó el fierro junto al fogón, le acercó brasas, y luego, abandonando la cocina humosa, fuese hacia el guardapatio, para recostarse en un horcón del palenque, y mirar hacia afuera, hacia lo lejos, en intensa y muda interrogación á lo infinito de las colinas y de los llanos que amarillaban por delante.

Así permaneció mucho tiempo doña Carmelina.

Excelente persona doña Carmelina, y con una de esas historias que ofrecen la interesante complicación de lo que el vulgo—incapaz de comprender tragedias anímicas—llama vida vulgar.

Era vieja doña Carmelina, muy vieja. Era alta, flaca y rígida. La edad y las penas la habían extendido, suprimiendo las curvas en que nuestra concepción estática cifra la belleza de un cuerpo femenino; ella era larga y lisa como el tronco de un álamo.

¿Cuántos años tenía?... ¡Quién sabe! Muchos, sin duda. Y casi todos ellos, años pesados, feos, fríos, sucios, con mucha lluvia, con poco sol; las primaveras echadas á perder por las ventiscas; los veranos convertidos en tormento por la canícula; los otoños encharcados... y luego, los inviernos, con sus tintas grises, con sus heladas, con sus lluvias, con sus crueldades sin término.

Tenía una cabeza pequeña, que parecía más pequeña aún con el peinado apretadísimo y con la largura de la cara magra, oscura, surcada en todas direcciones por millares de arrugas. Tenía unos ojos de pupila negra, de córnea turbia, profundamente hundidos en los huecos orbitarios, donde, de largo tiempo atrás, habían desaparecido, quemados en el horno de la vida, los cojinetes adiposos, Tenía una nariz fuerte, alta, larga, acuchillada y curva como un alfanje, y tenía por boca un ancho tajo, una larga línea negra, fina, recta, rígida, formada por las dos tiras de pergamino—que un tiempo fueron labios—sólidamente aplicadas sobre las encías desguarnecidas.

Todo en ella hacía pensar en un árbol seco; pero en un árbol como el coronilla, que tronchado, separado del suelo nutridor, continúa viviendo, convertida en fierro la médula imputrescible.

Los poquísimos contemporáneos suyos que supervivían en el pago, atestiguaban que había sido una real moza; que muchas guitarras habían gemido á la puerta de su rancho, y que muchas trovas habían desparramado ruegos amorosos en el silencio de las noches blancas, por entre las tupidas y perfumadas ramazones de la vieja madreselva, guardián de su ventana.

Pero ella manteníase esquiva, viviendo muy contenta en el puesto florido, en unión de sus padres y sus dos hermanos, hasta que una guerra arrastró en su ola de barro, al padre y al primogénito, iniciándola en la amargura de las primeras lágrimas brotadas del dolor moral.

La paz volvió á reinar sobre la tierra; pero el padre y hermano no regresaron al rancho, porque sus cuerpos habían quedado sirviendo de abono á unas tierras tan lejanas y tan ignoradas, que á las pobres mujeres no les quedó ni el piadoso consuelo de llevarles la ofrenda de un cirio, de unas flores y de un rezo.

La vida continuó, sin embargo, renaciendo el humano afán de plantar plantas de alegría y esperanza en los hoyos que ocuparan las prematuramente desaparecidas.

Otra guerra le llevó al hermano menor; y éste volvió, un año más tarde, para arrastrar durante meses una miserable existencia, con las visceras destrozadas por la lengua brutal de las lanzas. Les proporcionó, sin embargo, el consuelo de tenerlo cerca, y poder ir de cuando en cuando, á orar en su tumba.

Tenía Carmelina cerca de treinta años cuando sé decidió á aceptar la mano de Claudio Vergara, honrado chacarero, ya bastante maduro.

Dos años apenas habían pasado y recién el nuevo jardín había producido su primera flor, cuando la terrible segadora volvió á pasar por el país y se llevó á Claudio, rumbo al campo grande y remoto de donde casi nunca se vuelve, Y él no volvió.

Con el alma casi seca y semi muerta, la paisana comenzó una existencia de simples deberes, sin otro placer que el cuidado de su hijo, placer que se iba amargando á medida que el chico crecía, acercando la hora en que iría á buscarle la guerra miserable.

Empero, por un fenómeno—un fenómeno tan raro como un invierno sin fríos y sin lluvias,—los años transcurrieron en paz. El pequeño Claudio creció, se hizo hombre, se casó y la madre convertida en abuela, se dió á esperar una ancianidad tranquila, ya que no venturosa.

¡Vana esperanza! La malvada tornó al pago junto con los primeros perfumes de una radiosa primavera

Una tarde vinieron en busca de Claudio, le dieron un caballo, una divisa y una lanza y se lo llevaron.

Desde entonces Carmelina se convirtió en una especie de autómata, Todo el tiempo que le dejaban libre los quehaceres lo pasaba en el guardapatio recostada al palenque, observando el campo inmenso, esperando ver dibujarse en lontananza la silueta del hijo ausente.

Un día llegó un jinete; pero ese jinete no era Claudio, sino su amigo Pascual, compañero de patriada. No tuvo necesidad de contar nada, de hablar nada, para que la infeliz mujer comprendiese el horrible mensaje de que era portador.

¡Cómo el padre, cómo los hermanos, cómo el esposo, el hijo había sido sacrificado á la saña infecunda de la guerra!... Como ellos había sido devorado por la sangrienta divinidad, cuyo culto misterioso había renunciado comprender Carmelina tras las desesperadas reflexiones de sus largas angustias de hija, de hermana, de esposa y de madre.

Renunciando á comprenderla la odió con el odio feroz de la esposa honesta y buena hacia la mujer de placer que le arrebataba el cariño del esposo.

Durante el cuarto de hora que permaneció delante suyo el fatal mensajero, ella no pronunció una palabra ni hizo un solo gesto, secos los ojos, sellados los labios.

Y hacía rato que el otro había partido balbuceando vanas condolencias cuando se levantó de un brinco y corrió al interior del rancho para regresar trayendo en brazos al nietito, quien bruscamente despertado, lloraba á lágrima viva, agitando las piernas desnudas.

Ella lo separó de su cuerpo, lo miró con expresión indefinida y con arranque de furor insano empezó á gritar:

—¡Todavía quedás vos!... ¡Todavía quedás vos, para satisfacer á la perdida!... Pero no!... No tendrá á nadie más de mi sangre, á nadie más!...

Y completamente enloquecida corrió hacia el pozo, el pozo de balde de veinte metros de hondo, se apoyó en el brocal y arrojó de cabeza al pequeño...


Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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