La Baja

Javier de Viana


Cuento


Después de un suculento almuerzo constituido por medio costillar de ovejas «la policía» de Pago Solo dormía concienzudamente la siesta.

«La policía» de Pago Solo estaba representada por don Abelino Montenegro.

El comisario, Carlos Leiva, era un rosarino cachafaz, que se había visto obligado a abandonar la ciudad y con ella su puesto de periodista oficial, a causa de unas trapisondas demasiado sonadas. Sus amigotes le obsequiaron con el cargo de comisario de Pago Solo, donde debería pasar unos meses a fin de que las gentes olvidaran el escándalo.

—¿Dónde está Pago Solo?— preguntó cuando le hicieron el ofrecimiento.

—Allá por la frontera de Córdoba.

—¡Aja!... ¿Por donde el diablo perdió el poncho?

—Por ahí cerca.

—¡Bueno!... Iremos a Pago Solo. Siempre conviene conocer mundo, aunque dudo mucho que Pago Solo forme parte del mundo.

Y provisto de sus credenciales se marchó alegremente, diciendo que «para buen gaucho no hay caballo lerdo, ni hueso pelado para perro hambriento».

El edificio de la policía era un rancho ruinoso rodeado de ortigas y perdido en la soledad de la llanura. De lejos en lejos negreaban algunos ranchos semejantes que eran otras tantas poblaciones de «chacareros».

Carlos fué recibido por un viejo tuerto y patizambo que al saber quién era y el cargo que traía, se cuadró militarmente e hizo la venia con comicidad tal, que el joven comisario lanzó una carcajada.

El viejo permaneció inmóvil. Con el deformado kepis sobre la nuca, con el cigarro paraguayo entre los dientes, con la enorme blusa militar, las viejas bombachas de merino negro, las alpargatas enlodadas y el sable inmenso, el personaje era grotesco.

—¿Dónde está la policía? —preguntó el novel comisario.

—¡Presiente!—respondió el viejo haciendo gala de la más pura tonada cordobesa.

—Te pregunto donde está el personal.

—¡Pues!... presiente, don Comisario.

—¿Vos solo?

—¡Pues!... Asi ha de ser... io solo... el sargento Montenegro... pa servirlo...

—¡No puede ser!... Me han dicho que el persona! constaba de un sargento y cuatro agentes.

—¡Pues!... El sargento soi io...

—¡Ya! ¿Y los soldados?

—¡Velay!... Los soldados son numerales.

—¿Qué es eso de numerales?

—¡Veiga!... así icía el comisario di antes.... ¡Veiga!... Como la paga es poca, el comisario comía tres milicos...

—¿Y el otro?

—El otro lo comía io... Es el costumbre.

—¿Ajá?... Perfectamente, mantendremos la costumbre; y para probar que yo tengo mejor diente que mi antecesor, me comeré los cuartro soldados.

No puede ser, mi comisario, uno lo he i comer ió...

—¡Chitón!... Si me fastidias, te como a ti también, y de fijo que los vecinos no estarán peor servidos. Conque, ya sabes.

Y con esto, Carlos Leiva tomó posesión de su cargo.

Durmiendo, tocando la guitarra, escribiendo «décimas», jugando al naipe y enamorando a las «chacareritas», el experiodista se encontraba muy a gusto, en compañía de su «personal» el sargento Montenegro, que desempeñaba las funciones de ayuda de cámara, ranchero, mandadero y confidente. ¡El «servicio» era muy liviano!...

Pero no hay felicidad que dure, ni aún en Pago Solo. Cierta mañana, mientras «la policia» sesteaba y el comisario, en ropas menores ensayaba un tango en la viola, cayó un vecino apuradísimo, dando cuenta de una gruesa trifulca ocurrida en la pulpería del «Pito», distante tres cuartos de legua: una pelea, dos heridos, un muerto, ¡Había que proceder!

Leiva despertó a Montenegro y le mandó ensillar los caballos, enterándole previamente de lo que pasaba. El sargento cumplió la orden de mala gana, rezongando, y a poco, ambos trotaban hacia el lugar del siniestro. Montenegro iba pensativo. A poco andar dijo:

—Veiga, don Comisario... Si los dilincuentes son gringos, los prendemos; pero si son criollos, vale más dejarlos.

—¿Por qué?

—Porque los criollos son muy brutos y van a piliar.

—Los peleamos.

—¡Hum!...

Montenegro volvió a meditar. Diez minutos después apareó su caballo con el del comisario y dijo:

—Veiga... ¿Sabe lo qui estoy pinsando?

—¿Que pensás?

—Qui mi den la baja.

—¿Cómo te voy a dar la baja en medio del camino... Te la daré cuando volvamos.

—Veiga, don Comisado... ha i ser aurita... y si no...

—Si no ¿qué?...

—Si no... me vi a risiertar... ¡Y ai mi risierté tamien! —gritó dando media vuelta y partiendo a escape para la comisaria.

Leiva se quedó mirándolo, desconcertado, y cuando el sargento desapareció entre una nube de polvo lanzó una carcajada y a su vez emprendió el regreso.

En la comisaria encontró a Montenegro tomando mate, muy tranquilo.

Aver, apróntate que te voy a dar la baja —dijole fingiendo cólera.

—¿Pa qui la quiero?

—No me la pediste recién?

—La pedí allá... pero pura no hay motivo... ¡pues!

Leiva volvió a reír y dijo:

—Alcanzá un amargo.


Publicado el 17 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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