El primer rancho
Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.
Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.
Vida
En la sociedad campesina, allí donde los derechos y los deberes están rígidamente codificados por las leyes consuetudinarias, para aquellas conciencias que viven, en íntimo y eterno contacto con la naturaleza; para aquellas almas que encuentran perfectamente lógicos, vulgares y comunes los fenómenos constantes de la vida, y que no tienen la insensatez de rebelarse contra ellos, consideran como un placer, pero sin entusiasmos, la llegada de un nuevo vastago.
Que el árbol eche una nueva rama mientras conserva la potencialidad de su savia, es un deber idéntico al de cada vientre femenino, que salvo causas extraordinarias debe procrear siempre.
Tener un hijo, dar la vida a un nuevo ser no constituye un orgullo sino la satisfacción del deber cumplido; del primer deber de todas las especies animales y vegetales de rendir tributo a la ley mesiánica: creced y multiplicaos.
Por eso en el ambiente campero, el advenimiento de un nuevo vástago no tiene las extraordinarias agitaciones, la exteriorización bulliciosa de la mayor parte de los hogares urbanos, que cifran el hecho como un orgullo, más que como un deber y un sentimiento.
¡Insensibilidad!
¡Atrofia sentimental!
No. Los padres, las madres sobre todo, saben que aquello significa una carga más, unida a las innumerables de sus laboriosas existencias que deben continuar como antes, sin descuidar el afectuoso cuidado y las angustias que les proporciona el recién venido.
No están seguramente desprovistos de cariño y de espíritu de sacrificio, mas en el sentido egoísta y mezquino del poseedor de una joya que guarda para su deleite personal.
Es la obligada cooperación del individuo en el dolor común, que todos debemos pagar a la humanidad para tener el derecho a vivir.
Ese concepto tan amplio, tan digno, tan noble, y, sobre todo, tan lógico que de la vida y sus obligaciones tiene el casal gaucho, explican en mucho la nobleza y la heroicidad de su progenie.
La familia
Era muy grande la Estancia Azul.
Eran suertes y suertes de campo, cuyos límites nadie conocía con precisión, y nadie, ni los dueños ni los linderos se preocuparon nunca de precisarlos.
Numerosos arroyos y cañadas de mayor o menor importancia, y de boscaje más o menos espeso, lo estriaban, como red vascular, en todo sentido.
Entre suaves collados y ásperas serranías dormitaban los valles arropados con sus verdes mantos de trébol y gramilla; y para dar mayor realce a la belleza de las tierras altas, sanas y fecundas, por aquí, por allá, divisábanse, en manchas obscuras, las pústulas de los esteros, albergue de la plebe vegetal y animal.
La Estancia Azul, conocida desde tiempo inmemorial, a la distancia de muchísimas leguas, jamás había salido, ni en la más mínima parcela, del dominio de sus dueños primitivos.
Cinco generaciones de Villarreales se habían sucedido sin interrupción y sin fraccionamientos del campo. Los procuradores, los agrimensores y los jueces nunca intervinieron en el arreglo de las hijuelas.
Cuando fallecía el jefe de la familia, los hermanos solteros convivían en la azotea Azul. El mayor ejercía, de pleno derecho, la administración del establecimiento. En los casos de suma importancia había cónclave familiar presidido por la viuda del jefe fallecido; y ella era el árbitro, cuyos laudos se acataban siempre sin protestas.
El hermano o hermana que contraían matrimonio, abandonaban, por lo general, el nido paterno. Elegía el sitio donde deseaba poblar, y en acuerdo común se designaban los límites de la fracción de campo que le correspondía, más o menos, sin intervención judicial, sin papel sellado, sin documentos escritos, porque la palabra del gaucho era firma indeleble y su conciencia un testigo irrecusable.
Tales fraccionamientos resultaban puramente virtuales. Si el campo de uno se recargaba por exceso en el procreo o se angustiaba por azotes climatéricos, las haciendas trashumaban buscando refugio en cualquier otro paraje de la heredad común.
Las onzas de oro guardadas en los botijos, eran brigadas de un mismo ejército, prontas a concurrir al lugar donde fuese necesaria su presencia.
Había un solo apellido para los pobladores; y una sola marca para las haciendas. Y no había confusiones posibles; en rodeos de miles y miles de vacunos, todos y cada uno reconocían por “la estampa” a quién pertenecía tal novillo.
Y fueren cuantas fueren las subdivisiones, existían cuatro cosas eternamente comunes: el apellido, la marca, la casa solariega y el camposanto.
Respeto
Es verano.
Los corderos de la parición de primavera están gordos y fuertes.
No hay pestes en las haciendas, y faltas de presas fáciles y del gratuito festín de las carroñas, las rapaces, hambrientas, experimentan la exacerbación de sus instintos criminales, de su desprecio por la vida ajena.
Las fieras del aire, como las que rampan en la tierra, sólo son compasivas cuando están ahitas.
Se entropillan los lobos y se mancomunan los hombres para devorar una pieza que no se atreven a atacar individualmente, y se reparten el botín con fingida fraternidad.
Porque cuando el hambre atenacea las visceras, lobos y hombres olvidan los vínculos familiares, y el más fuerte masacra al más débil sin ningún género de misericordia...
Es verano.
Estío benigno. No se han recalado las aguas. Los arroyos y los canalizos conservan aún suficiente caudal para saciar las sedes de los ganados y permitir la supervivencia de los peces, los carpinchos y las nutrias.
En los esteros, los aperiases y los sapos guapean todavía.
Pero las rapaces sufren. Ellos son los agiotistas humanos, cuando las calamidades castigan la tierra...
En la cumbre de un cerrillo está posada un águila.
El hambre, madre del odio, le hace rojear los ojos.
A cincuenta, metros de distancia, una banda de caranchos, acecha, observa, espera el momento oportuno para llevarle la carga.
Están silenciosos los caranchos.
No insultan ni denigran al enemigo que se han propuesto ultimar.
Después de la batalla, si salen triunfadores en aquella suprema lucha por la vida, en que no hay más remedio que matar para no morir, podrán jactarse de la victoria.
Los hombres, en general, primero insultan, después matan y dan los insultos como justificativos del crimen.
Los caranchos no obran así.
Los gauchos tampoco.
Nupcial
La prolongada sequía estival convirtió en polvo las pasturas de los serranos campos del norte.
Los cañadones mostraban áridas y ardientes, como la piel del desierto, las doradas arenas de sus lechos.
Los arroyos quedaron reducidos a exiguas lagunetas, aisladas unas de otras por los médanos de los altos fondos.
Los grandes ríos, exhaustos, acostumbrados a decir imperativamente al viajador: ¡por aquí nadie pasa!... semejábanse en su magrura a gigantes éticos, y debían sufrir viendo cribada de portillos su imponente muralla líquida.
El aire caldeado, cargado con las emanaciones de los millares de osamentas de vacunos, era casi irrespirable.
Ni un clavel, ni un malvón, ni un toronjil resistieron a la aridez feroz. Cayeron achicharradas las hojas de los cedrones, y se consumieron sin madurar las rojas frutas de los ñangapirés.
Los hacendados más pudientes resolvieron trashumar sus haciendas, —los animales que aún caminaban,— en busca de las tierras del sud, más fértiles, menos castigadas por la sequía.
* * *
Una tarde, después de angustiosa recorrida del campo, Maneco de
Souza penetró en el galpón y encarándose con Yuca Fleitas, el hijo de su
viejo mayordomo y su peón de más confianza, le dijo:
—Esto es el acabóse. Ya la gente no alcanza ni pa cueriar la animalada que muere... ¿Te animás a marchar pal sur con una tropa de tres mil novillos?. ..
—Yo me animo a tuito lo que me mande, patrón.
—Hay que dir más de cincuenta leguas p'abajo.
—Iré.
—Con seguridá que vas a dir dejando el tendal de novillos pu’el camino.
—Anque me quede uno solo he llegar al destino, con la ayuda de Dios...
—Güeno; mañana, al clariar el día, paramos rodeo y apartamo lo mejorcito, y lo que llegue que llegue, y que lo que ha de llevar el diablo, que cargue cuantiantes con él!...
* * *
No alcanzaban a quinientos los novillos salvados, no obstante la obstinada defensa de Yuca.
Pero los quinientos novillos estaban gordos, muy gordos y al amparo de la escasez casi equivalían a lo perdido.
Yuca recibió orden de conducir la tropa a la Tablada.
Debía partir al iniciarse el día.
Esa tarde fué a despedirse de don Braulio, quien le había dado pastoreo.
Terminada la cena, —que fué festín,— y hecha ya la noche, noche opaca, huérfana de luna y de estrellas, Yuca y Carmela se encontraron, sin duda por casualidad, junto a las raíces morrudas del ombú.
—¡Te vas! —exclamó la moza apesadumbrada.
—Me voy pero volveré.
—¡Es tan lejos tu pago!... De aquí basta allá has d’encontrar tantas mujeres que te brinden su cariño, que no espero la güelta!...
—Si le tenés miedo a las tentaciones del camino, venite conmigo.
—Yo iría, pero...
Y él, oprimiéndola entre sus brazos, ordenó:
—¡Dame un beso!
Ella intentó resistir.
—¡No, no!... Si me besas me embozalás y tendré que seguirte a la juerza.
—Por juerza no, por güeña gana.
Y se besaron.
Y en eso, en la sombra de la noche, toda hecha de sombras, surgió una más grande.
Era don Braulio, un viejo alto y robusto como un viraré, con la cabeza y el rostro emblanquecido por copiosas barbas de toro.
—¿Qué hay, gurises? —preguntó con voz plácida.
Tras breves instantes de indecisión, musitó Carmela humildemente:
—Yuca me quiere sacar...
Solemne, el viejo interrogó al joven:
—¿La querés?
—Dejuramente,
—Tenés cara de güeno. Dame la mano.
Y besó a la hija en la frente...
Y a la madrugada, cuando todavía no se había encendido ninguna luz en el cielo, Yuca partía, llevando en la anca chata de su tordillo, al mejor clavel del pago.
A falta de sacerdotes, el radioso sol levante, besándolos en la frente, santificó sus desposorios.
Amiguitos
Cuando el forastero pronunció el sacramental “Ave María Purísima”, Candelaria, a los tirones con un ternero yaguané que se resistía a dejarse atar, contestó sin volver la cabeza:
—“¡Sin pecado concebida... Abajesé”.
Puestos frente a frente se dieron la mano y quedaron mirándose, haciendo mutuos esfuerzos para reconocerse.
—¿Vos sos Candelaria?
—¿Y vos Saturno?
Y guardando silencio bajaron la cabeza como avergonzados. Muchos años atrás él la conoció linda y ágil como un chivito, y ahora era una cuarentona flaca, seca, encorvada, miserable.
Y el galán apuesto que supo ganar su corazón virginal, ofrecía mayor aspecto de ruina humana. Largos cabellos, más blancos que negros, e incultas barbas, más tordillas aún, cubrían cabeza y rostro, dejando ver tan sólo los grandes ojos hundidos en las órbitas, ardientes de fiebre, y la nariz corva y aguzada como una hoz.
—Vamos p'adentro, —dijo Candelaria.
Saturno la siguió, tratando de ahogar con la vieja boa que le rodeaba el cuello, un rudo golpe de tos.
Penetraron en el rancho, en una pieza casi a obscuras, pues bien que fuese poco más de las cinco, el cielo plomizo de aquella tarde invernal tendía sobre el campo una noche prematura.
En medio de la habitación, junto a una pequeña mesa de pino, estaba hundida en rústico sillón de asiento y respaldo de cuero peludo, una viejecita que temblaba de frío.
—Mama, aquí está Saturno, —anunció Candelaria.
—¿Saturno Rodríguez? —inquirió ella,— ¡María Santísima! Acércate muchacho. ¡Jesús! ¡Si hace tiempo te créibamos muerto!...
Y mientras Candelaria salía para ir a preparar un mate, la viejecita indagaba:
—¿Qué ha sido de tu vida? ¡Tantos años!... La pobre m’hija t'esperaba siempre...
El forastero interrogó tímidamente:
—¿No... se casó?...
—¡Qué ocurrencia!... Proporciones no le faltaron; pero ella te quería y te había dado su palabra...
Candelaria entraba con el mate en el instante que la viejecita preguntaba:
—¿Y vos?
—Yo tampoco. Trabajé mucho, siempre con mala suerte... Y aura solo, muy enfermo, sintiendo que la muerte me viene pisando los talones, me decidí a venirlas a ver por última vez.
—¿Por qué por última vez? Aura te quedarás con nosotros; nosotros te cuidaremos... ¿No es cierto, mama?
—¡Dejuro que sí!...
Saturno meneó la cabeza y dijo con honda tristeza:
—¡Imposible, Candelaria, imposible!... Los años y la desventura nos han devorado como los caranchos a los corderos débiles... ¡Ya no podemos seguir siendo novios!
Ella, emocionada, con voz temblorosa, respondió:
—Es cierto; ya no podemos seguir siendo novios... pero podemos seguir siendo amiguitos.
El santo de “La vieja”
Prímula impera. El cielo divinamente azul y estriado de oro, acaricia con su luminosa tibiedad el verdegal del campo, constelado de florecillas multicolores.
Los pájaros, en tren de parranda, han abandonado la selva húmeda y crepuscular para lanzarse en rondas frenéticas por la atmósfera inmóvil, donde se embriagan de luz y de perfumes.
Y otra vez el amor, el germen de la vida, la semilla de eterno poder germinativo emerge del vientre fecundo de la madre tierra, de inagotable juventud.
En los ranchos de don Servando, grandes nidos de hornero. El bruno de las paredes desaparece encubierto por el opulento follaje de las parietarias silvestres, entre cuyas redes zumban los mangangás, revolotean las mariposas y ejecutan sus acrobacias los incansables colibríes. Los chingolos familiares se persiguen, gritan, saltan, vuelan, permitiéndose hasta audaces incursiones al interior de los ranchos, y a veces rozan sus alas el cordaje de las guitarras, probando fugaces armonías que semejan burlescas risas de alegres jovenzuelos.
Diseminados por el patio se ven numerosos grupos. Sentados a la sombra del ombú, el dueño de casa y otros viejos, vacían pavas y tabaqueras, evocando recuerdos de los tiempos remotos.
Los guitarreros se turnan para que todos puedan compartir los placeres del baile y del galanteo; y también se turnan las muchachas, reemplazándose en el acarreo del mate y en los preparativos de la cena, teniendo por base la vaquillona con cuero, cuyos asados preparan desde hace horas, emulando en maestría y en paciencia, viejos de enmarañadas barbas tordillas y mocetones lampiños.
El horno, cargado al alba, conserva aún ardientes sus entrañas: después del “amasijo”, las tortas y las roscas, y últimamente, a fuego lento, los lechoncitos mamones...
Cerca del horno, en cuclillas frente a la olla de hierro de tres patas, tía María, la negra centenaria, no cesaba de amasar y freír pasteles, que iban desapareciendo con mayor rapidez que la por ella empleada en confeccionarlos...
Al lado de la puerta del rancho, repantigada en rústico sillón, —obra del viejo Servando,— con asiento y espaldar tapizado con fina y vistosa piel de ternera yaguané, la cabeza cubierta con un pañuelo de seda azul y blanco, —reciente obsequio de su hijo primogénito,— “la patrona” distribuía entre todos la plácida mirada de sus ojos de santa y su sonrisa de infinita bondad.
Y cuando se recibió el aviso de que “faltaba poquito pa estar a punto los asaos”, tres guitarreros desgranaron las notas briosas y alegres de un pericón.
Formáronse rápidamente las parejas, pero antes de iniciarse el baile:
—¡Alto! —gritó Pedro, el primogénito, quien fué hasta el ombú, y tomando de la mano a su padre, lo obligó a levantarse y a seguirlo, diciéndole:
—Venga, tata.
Lo llevó basta el sitio desde donde continuaba sonriendo beatíficamente la madre, a la cual cogió la diestra, y echándola en brazos del esposo, dijo:
—Hoy es el santo de la vieja; los viejos tienen que hacer los honores del baile...
—¡Sosegate, muchacho! —replicó ella sin oponer mayores resistencias.
Don Servando, súbitamente rejuvenecido, aceptó.
—¡Vení, vieja!... Vamos a echar un vistazo a las taperas y a enseñarles a estos charabones cómo se bailaba el pericón cuando nosotros éramos potrancos y nuestros padres tenían maniaos los redomones junto al guardapatio, y clavadas las lanzas al laito, esperando que llegasen las barras del día pa dir al encuentro de los camaradas, pa cumplir la palabra de morir defendiendo la patria... ¡Encomiencen, musiqueros!...
...Y así como la tierra guarda en su seno la simiente de las eternas primaveras, los dos viejos arrancaron del fondo oscuro de más de media centuria de vida y de lucha, las luces y los colores, la gracilidad y la energía y el perfume amoroso de los blancos racimos de aquellos sarandises que fueron testigos de sus esponsales!...
Altivez
Manuel Rodríguez era uno de aquellos “godos” que, adustos por temperamento, se habían inflado de orgullo, un orgullo creciente, que se iba hacia la soberbia y la insolencia, a medida que amontonábanse las onzas de oro en sus botijos.
Su boliche, —un ranchejo de cebato y paja, perdido en un valle excavado en la sierra fronteriza, fué transformándose en tan rápido progreso, que al término de un decenio era una imponente fábrica de cal y canto; inexpugnable fortaleza, contra la cual las más famosas pandillas de bandoleros sentíanse impotentes y pasaban de largo...
O llegaban para traficar con el altanero comerciante, quien los recibía detrás de la formidable reja de la glorieta, rodeado por una guardia de negros esclavos armados hasta los dientes.
Altanero y despreciativo, obsequiaba con vasos de caña y ginebra a su canallesca parroquia; contrabandistas, cuatreros, ladrones y asesinos. Con su valioso concurso y el agotamiento de vecinos necesitados había realizado don Manuel Rodríguez su considerable fortuna.
Egoísta por temperamento, corazón árido, conciencia maleable, no le conmovía ningún dolor ajeno, no era capaz de un servicio que no le fuese usurariamente recompensado.
Y aconteció, entre muchísimas incidencias semejantes, la de Constancio Olivera, capataz de tropa, avecindado en la comarca, quien, encontrándose enfermo, le solicitó el préstamo de veinte patacones.
Respondió el indigno:
—Dígale a Constancio que la plata se cuida con la plata; que me mande los ocho tordillos de su tropilla y le mandaré los veinte patacones.
—Es un caso de necesidá...
—¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sacrificio. Dígale que con la tropilla me ha de enviar también la petiza madrina...
Olivera rechazó la oferta indignado...
Transcurrieron varios años.
En un atardecer de agosto, frío y lluvioso, Constancio regresaba de la ciudad, con sus peones. En esa época tropeaba por su cuenta. Aquel acarreo fué para él un desastre. Lluvias diluviales, ríos y arroyos desbordados... cuando llegó a la Tablada le quedaba la tercera parte de los novillos, y en pésimo estado. Apenas si obtuvo lo suficiente para pagar los peones, y regresaba con el cinto vacío.
Llegaban a las proximidades del Arroyo Negro, cuando sintieron gritos angustiosos que partían del paso.
Aun, sin consultarse, Olivera y sus peones pusieron a galope sus caballos.
En el vado, crecido, un carretón arrastrado por la corriente, estaba en vísperas de hundirse; sus cuatro caballos, enredados en los tiros, medio ahogados, ya no hacían fuerza para ganar la orilla. La catástrofe era inminente...
Rápido, sin titubear un momento, Constancio desprendió el lazo y se lanzó al torrente. Con gran peligro de su vida, logró enlazar uno de los caballos carretoneros, y con esa “cuarta” singular consiguió llevar a la orilla el carromato...
Grande fué la sorpresa del tropero cuando advirtió que los pasajeros eran don Manuel, su esposa y tres hijas.
Don Manuel, gravemente enfermo, dirigíase a la capital.
Él también quedó sorprendido al reconocer a su salvador; y el susto pasado, quizá el miedo de que Constancio vengara la ofensa lejana, le movieron a un acto de generosidad insólita: se desprendió el cinto, inflado de onzas de oro y se lo tendió al gaucho.
Y éste, afirmándose en los estribos, irguiendo el busto, respondió con sublime altanería:
—¡Guarde su plata!... ¡Ningún criollo admite paga por un servicio!... ¡Servicio que se cobra, es negocio, no servicio!...
Sobre el recado
Imposible es concebir al rudo domador del desierto sin el complemento de su apero.
El civilizador primitivo, el obrero heroico que desafiando todos los peligros y soportando todas las fatigas pobló las hoscas soledades, echó los cimientos de la industria madre, conquistó la independencia e impuso la libertad, vivió siempre sobre el recado, pasó toda su vida sobre el recado.
Desde el amanecer hasta el toldar de la noche, el épico pastor de músculos de acero y voluntad de sílice, bregaba infatigable enhorquetado en su pingo, y el apero era a un tiempo silla y herramienta y arma defensiva.
En el transcurso del medio, siglo de la gesta, los lazos y las boleadoras del abuelo gaucho contribuyeron con mucha mayor eficacia, al fundamento de la riqueza pública y de la integración nacional, que los latines y las ampulosidades retóricas de los “lomos negros” ciudadanos.
El apero es la expresión perfecta de la multiplicidad de necesidades a que estuvo sometido el individualismo victorioso de nuestro gaucho.
Cada prenda merece un himno, porque cada una de ellas desempeña un cometido.
Desde la humilde “bajera” hasta el orgulloso “cojinillo”, desde el “fiador” a la “encimera”, bozal, cabresto, maneador y manea, todo constituye algo semejante a un taller, donde ninguna pieza es inútil, donde a cada una le corresponde un cometido, y en ocasiones, múltiples.
Durante casi todo el día y todos los días, el gaucho permanece sobre el recado. Sobre él trabaja, sobre él pelea y sobre él va en busca de los reducidos placeres que le ofrece su vida de luchador sin treguas.
Y cuando llega la noche, la silla, la herramienta, el arma, se convierten en lecho.
Blando, incomparable lecho sobre el cual el héroe descansa, duerme o medita o sueña en proezas guerreras, en derroches de coraje, en lucha contra usurpadores o tiranos, o tiernos idilios con la pastora que tiene el nido junto al arroyo, donde se besan las brasas de las flores del ceibo con los pálidos labios perfumados de la flor del sarandí.
Hospitalidad
La estancia quedaba muy a trasmano, casi en el fondo de la horqueta formada por el caudaloso Ibiracoy y su feudatario el Pintado. El único camino que cruzaba el dominio hacíalo a cerca de dos leguas de “las casas”, y por tales circunstancias eran contados los forasteros que llegasen a ellas.
El arribo de alguno, —anunciado con larga anticipación por las “toreadas” de la guardia perruna,— producía, si no alarma, recelo en la población de aquel descampado...
En lluvioso atardecer de julio comenzó a ladrar desaforadamente la jauría; y el patrón —quien, en rueda con el capataz y los peones, aprestábase a pegar el primer tajo en el dorado costillar,— prestó oído y dijo:
—Viene gente.
—Parecen varios —observó el capataz.
—No; es uno sólo. El chapaliar del campo empapado engaña.
Empero, no obstante la respetable opinión del patrón, todos se cercioraron de que llevaban las armas al cinto...
—¡Ave María Purísima!...
—Sin pecado concebida... Abajesé.
Desmonta el forastero. Tiende la mano a todos e interroga:
—Si me permite hacer noche... vengo de lejos y con el caballo pesadón...
—Desensille no más, y ate a soga pa la zurda’e las casas, que hay güen pasto...
Retorna el viajero; echa el apero en un ángulo del galpón, se quita el poncho, que chorrea agua, lo extiende sobre una pila de cueros vacunos y se acerca a la rueda, al calor del hogar.
Es un hombre como de cuarenta años. Su rostro, que expresa en alto grado la energía criolla, está intensamente pálido. Ancha venda cubre la frente y el ojo derecho. La venda está manchada de sangre, denunciando una cuchillada reciente...
Se cena. Luego circula el amargo. Se habla.
—Ha llovido mucho... Los arroyos deben venir creciendo juerte...
—Vienen repuntando ligero, —responde el huésped;— el Caraguatá lo bandié a bolapié, y en el Ibiracoy boyé un trecho. Maliseo que a estas horas ya no ha’e dar paso.
—¿Usté es baquiano pu’estos pagos?
—Soy oriental: un oriental es baquiano en tuitas partes...
Cuando empezaban a ensombrecerse los rubíes del fogón, uno de los peones encendió la “luminaria”, —una esponja de campo embebida en grasa de potro y puesta en el interior de una guampa de toro;— cada cual tendió la cama con su apero. El huésped lo mismo.
—¿Apago?...
—Cuando guste.
—Güenas noches.
—Güenas.
Rojearon las barras del día.
El capataz, siempre el primero en “poner los güesos de punta”, sopló el trasfoguero, amontonó unas ramitas, avivó con un trozo de sebo, arrimó la “pava” y preparó el cimarrón.
Natalio, el más glotón de la comandita, ensartó el churrasco en el asador.
En tanto el forastero fué a recoger su caballo de la soga; ensilló y volvió al galpón. Cimarroneó, churrasqueó, y luego, tendiendo la mano al patrón, dijo con voz altiva:
—Gracias; y perdone el incómodo.
Montó a caballo y se fué...
Nadie le había preguntado su nombre, ni su procedencia, qué hacía y a dónde iba.
Hospitalidad gaucha. Hospitalidad bíblica.
El flete
Es el primero y el más persistente de los amores gauchos.
Es el complemento de todos los otros, el instrumento indispensable a las satisfacciones de todas sus vanidades y de todos sus orgullos.
El flete es el potrillo que él eligió entre los cien potrillos de la marcación del año.
Elección difícil, realizada después de innumerables vueltas y revueltas por el interior de la manguera, donde se agita inquieta y bravía la manada.
La primera preocupación ha de ser el pelo. El “colorado sangre de toro” es el preferido, pero abunda poco. El “zaino negro”, el “tostado”, el “picazo cabos blancos”, el “moro” y el “tordillo”, son los pelajes preferidos. Nadie elegirá un “lobuno”, un “pampa”, un “rabicano” y mucho menos un “tubiano”, por más linda que sea su estampa, como nadie preferirá un “lunanco”, un “cacunda” ni un “sillón”.
E! flete debe ser lindo, pero es indispensable que reuna a la vez las cualidades de guapeza más ponderables. Los ojos han de ser vivos, las orejas nerviosas, ancho el encuentro, finos los remos, recias las caderas.
Un gaucho puede tener una o más tropillas de buenos, hasta de excelentes caballos, pero el flete es único.
Él dejará difícilmente pasar un día sin echarle un vistazo a “su potrillo”, siguiendo su crecimiento, extasiándose como una madre, al ver afirmarse, de semana en semana, la belleza de sus formas.
Él mismo lo amansa, él mismo lo doma, con prolijidad, con paciencia, con cariño. No tiene prisa.
Cuando se aproxima el día de su “debut” en la pista, el joven gaucho vive casi exclusivamente consagrado a su flete. No es raro que el patrón, —quien, como todos, ha pasado por ese trance,— lo exima siempre de toda ocupación durante ese período, y los compañeros se prestan gustosos a reforzar sus tareas propias para suplir su falta y hasta para ayudarlo en el entrenamiento del parejero.
Además de estar a la recíproca, todos están interesados en el triunfo que representará “la casa”, el honor de la marca y la cría...
Nadie ensilla el favorito; nadie se atrevería a pedírselo prestado, porque todos saben que el flete, como la mujer y las armas, no se prestan nunca.
El flete es un mimoso. Su dueño lo ensilla sólo para hacer lucir su gallardía en las visitas a la novia o pretendida, para enardecerlo, en las corridas de sortijas o en las lides de la pista.
Vive feliz en su holganza, compartiendo con el amo el júbilo de las victorias.
Y cuando estalla una revuelta, él también abandona la querencia y acompaña a su dueño en los azares de las bélicas aventuras.
Nunca se le ensilla en las marchas; para eso cualquier sotreta sirve.
Es la reserva.
Cuando su dueño lo monta él presiente la proximidad de la lucha, y al oir el retumbo del primer tiro, enarca el cuello, alza la cabeza, orejea nerviosamente y se impacienta por partir.
Su sangre hierve, el olor de la pólvora lo embriaga, y en el infierno de los entreveros, se agita, resopla, fuerza el freno en ansias de botes briosos e identificado con su jinete, buscando triunfos para él, allí como frente al rancho de la prenda, como bajo el arco de la sortija, como sobre la pista de las carreras, evoluciona por sí solo, propiciando la eficacia de la terrible lengua de hierro del iracundo lanceador...
Casi nunca vuelve al pago.
No pocas veces la inmovilidad de la muerte los junta, tendido uno junto al otro en el lomo de una cuchilla, al jinete y al parejero.
El bote gaucho
Ha llovido mucho; el campo está encharcado, las canalizas bufantes, el arroyo convertido en ancho y torrentoso río. El gaucho llega al vado y observa el sauce indicador; en la ocasión, ésta ha subido hasta el arranque de las ramas, más de un metro desde el suelo...
La velocidad con que pasa la resaca permite advertir la extrema violencia de la correntada, y el gaucho se da inmediata, y cabal cuenta del inmenso peligro que ofrece la travesía; mas no se inmuta por ello: es necesario pasar, se pasará... Echa pie a tierra, se quita el poncho y “compone” el recado, apretando bien la cincha en los sobacos; acorta los estribos; da cuatro dobleces al poncho y lo pone sobre los cojinillos, apretándolo con la sobrecincha; luego se quita las botas, que acollara y amarra a los tientos. En seguida monta, se persigna y penetra lenta y serenamente en la inmensa sábana de agua... El tordillo, valiente y dócil, avanza, hundiéndose cada vez que el agua le baña el lomo; hay más... De pronto, pierde pie, levanta la cabeza, dilata las narices y resopla con fuerza... El jinete afloja las riendas, se coge de las crines del bruto con la mano izquierda, desmonta y acostándose sobre el agua, se dispone a la lucha titánica. Por unas brazas, el tordillo nada en línea recta, mas, de pronto, lo embiste la corriente, obligándolo a virar río abajo. El gaucho lo guía palmeándole las quijadas con la mano libre... Hay momentos en que parece que el bote viviente va a zozobrar; pero álzase de nuevo, resuella fuerte y sigue avanzando en la larga terrible diagonal que ha de conducirlo a la otra orilla... o a la muerte... Se ha llegado a lo más recio de la correntada; las ancas del animal se han sumergido; luego, el agua le baña el lomo, y ya sólo emergen la cabeza y el cuello... Momento de suprema angustia. Un esfuerzo más y el noble bruto afirma los remos delanteros en el fondo del río, hipa, se encoge y reuniendo sus últimas fuerzas, da un brinco y queda plantado y temblando en tierra firme...
El lazo
Ocho tientos, nada más que ocho tientos...
¡Cuánta ciencia se requiere para elegir y preparar el cuero, cortar, emparejar y sobar a mordaza esos largos y delgados filamentos de piel, que el arte del trenzador convertirá luego en cable de acero.
El cuchillito “mangorrero” hace prodigios en la labor preliminar de afinar y emparejar. El trenzador es generalmente un gaucho de barbas tordillas, —tordillas blancas, como el pelo de los tordillos viejos,— pero el pulso es sereno y firme; para el gaucho de ley hay dos cosas que no tiemblan nunca por más llenas de años que lleven las maletas de la vida: el pulso y el corazón.
Preparados los tientos, entra a operar el artista, que, aparte de su habilidad, parece tener mucha fuerza en las muñecas y mucha saliva en la boca...
Una buena friega con hígados de novillo recién carneado, y ya está pronto el admirable instrumento campero, con el cual harán prodigios la destreza y el temerario arrojo de los centauros.
Esa obra prolija y sabia del viejo paisano va a ser factor importantísimo en la fundación de la industria nacional.
Substituyendo con frecuencia la brutalidad de las boleadoras, él capturará el potro que defiende su libertad en frenéticas carreras por las llanuras y por las serranías.
Y él cautivará al toro indómito que ha de convertirse, bajo el peso del yugo, con el arado o la carreta, en eficaz colaborador del hombre en aquella lucha titánica de la civilización del desierto.
Y con su ayuda las vacas montaraces serán domesticadas, convertidas en bondadosas lecheras.
Y, en casos dados, también servirá para pelear con las fieras, los yaguaretés y los pumas y los perros cimarrones, que sembraban el terror en el despoblado.
Y en el vado de un arroyo crecido, será maroma para jardineras y diligencias.
Y en la lucha épica de la emancipación, más de una vez los usurpadores temblaron al sentir el silbido de la argolla del lazo de catorce brazas con que el gaucho hercúleo iba a buscarlos detrás de las cureñas de sus cañones...
Porque no es un chiste la famosa exclamación de un oficial legionario, previniendo a sus soldados:
—¡Agache que viene la piule!
El mancarrón
Un caballo que plantado sobre sus cuatro patas avejigadas, con las ranillas peludas, abrojientas las crines y la cola, lanudo el pelambre, estira el pescuezo, agacha la cabeza y ni se queja mientras la cincha cruel, de la que apenas quedan cinco o seis hilos, le oprime la panza abultada, dilatada por su habitual alimentación de pastos ruines, es solamente “un caballo”; es algo menos que un caballo, es un “mancarrón”.
Es feo, es desgarbado. No es, generalmente, viejo, sino envejecido.
Es fuerte todavía.
Aguanta todo un día cinchando leña en el monte y no se queja por que después de haberlo galopado a lo largo de veinte leguas, lo desensillen al anochecer y lo larguen al campo, bañado en sudor, para que sus pulmones desafíen el horror de las heladas invernales.
Es humilde, es dócil y ha dejado de presumir.
Cuando algún peoncito zaparrastroso, —de mucha melena y pata descalza,— lo hacía formar en la orilla del camino entre los espectadores de una “carrera grande”, él, con el pescuezo estirado y la cabeza gacha, ni tentaciones experimentaba de comparar la miseria del “apero” que le vestía, con los “herrajes” de plata y oro de sus vecinos, fletes de lujo cuando no “parejeros” a la expectativa de un lance.
Y cuando “soltaban” la carrera y los contendientes pasaban en frenético galope entre el estruendo de aplausos, de gritos, de incitaciones, —que les hacían redoblar energías, espoloneados por el orgullo del triunfo,— él, que en un tiempo fué parejero que en más de una ocasión experimentó esas sensaciones de arrogante desafío, de ansias de victoria, permanecía indiferente, agachadas las orejas, fijos los grandes ojos tristes en el suelo árido, pelado, que no ofrecía ni la amarillenta raíz de una sosa pastura a su estómago veterano en hambrunas.
Mancarrón...
Cosa que fué y que vive aún, y presta servicios y, por lo tanto, continúa “siendo” para los demás, habiendo cesado de ser para él mismo.
Mancarrón.
No era sólo. Sabía él de muchos hombres igualados a su miseria, y que la avidez y el egoísmo de los amos habían convertido en “mancarrones”.
Los yuyos
En el momento de encerrar los terneros en el chiquero, uno de ellos, juguetón más que rebelde, obligaba al peón a perseguirlo por entre el yuyal del antiguo basurero. Flagelados sus desnudos pies por las espinas de cepacaballo y la cáustica pelusa de las ortigas, al volver al galpón lamentábase así: —“¡Malditos yuyos!... ¿Pa qué habrá criado Dios semejante sabandija?”— Y el anciano filósofo campesino, enseñó: —“Dios no ha criado cosa inútil. Culpa es de la desidia, de la incapacidad o del orgullo del hombre, que algunas lo dañen en vez de servirle. Yuyos fueron las más bellas plantas que el cultivo ha transformado en encanto de los jardines, en materia industrial y en defensor de nuestra salud. También es un yuyo cada niño, y continuará siendo un yuyo inútil y perjudicial, si el hombre no lo transforma por medio del cultivo intelectual y moral”...
El muerto del esquinero
¿Sabe el lector lo que es un “esquinero”?
¿No?... Llámase así el poste grueso, fuerte, plantado en el vértice que forma el ángulo de dos líneas de alambrado. Por más recio que fuese y por más hondo que esté enterrado, este “principal” esquinero no podría nunca resistir a las dos fuerzas divergentes que necesariamente lo harían caer en el sentido de la resultante diagonal.
A objeto de contrarrestar esas dos acciones combinadas, se cava —a un par de metros del alambrado, en su parte externa— una fosa de un metro de profundidad, donde se sepulta otro poste, grueso, duro, imputrescible, al cual se amarra una brida, resistente torzal de alambre que parte de la punta del “esquinero”.
Este poste acostado bajo tierra, se llama —en el gráfico decir campesino— “un muerto”.
Se le echa tierra encima; se apisona; más tarde la gramilla crece encima y el foso queda como una tumba olvidada...
Cierta vez, viajando por el despoblado, el que esto escribe, llegó al caer de la noche, a un rancho pobre, donde tres gauchos viejos velaban el cadáver de un viejo gaucho. Indagó quién era el muerto y respondieron:
“Un hombre que vivió haciendo el bien y a quien, al morir, nadie lo recuerda. Hay hombres que son como los “muertos” de “esquineros” de alambrao, que soportan todo el peso, hacen la gloria de los otros y nadie los considera, porque están bajo tierra y nadie los ve y nadie los oye... ”
La seca
Las atroces torturas de la sed convulsionaban al campo que, desaparecido el verde pelaje, mostraba la ignominia de su epidermis parda y por todas partes agrietada. Las vacas esqueléticas, cuyos ilíacos amenazaban agujerear el cuero, tenían pintada en sus grandes ojos buenos, la angustia del aniquilamiento. Los terneros, escuálidos, bamboleantes, imploraban con balidos lamentables, el sustento que no podían darle las ubres exhaustas. De trecho en trecho veíanse manchas negras formadas por grandes bandas de cuervos que se cebaban glotonamente en las osamentas de las reses muertas. El persistente viento Norte, abrumador y deletéreo, acrecentaba el tormento de la sequía... A intervalos nublábase el sol, encendiendo la esperanza de una lluvia reparadora; pero minutos después desaparecían los nubarrones, restaurando la inclemencia solar... Ya la desolación iba llegando al máximo, cuando en un atardecer de fuego, fue lentamente toldándose el cielo hasta producir una obscuridad de eclipse. También, con desesperante lentitud, fué cambiando el viento, y tanto los humanos como las bestias, enmudecieron para no “ahuyentar la tormenta”... Transcurrió más de una hora de indescriptible ansiedad... De súbito, una enorme daga de fuego rasgó de arriba abajo la negra capucha... Restalló furibundo un trueno; gruesas y espaciadas gotas cayeron sobre la tierra, cuya avidez dejó escapar un vaho capitoso. y segundos más tarde, una lluvia torrencial bañó la tierra, devolviendo la alegría y la esperanza a los campos, a las plantas, a las bestias y a los hombres.
El rey del arroyo
Triunfa primavera. Los árboles, cual las muchachas hacendosas, se han confeccionado ellos mismos primorosos vestidos de seda verde recamada de flores policromas. Cada arrayán es un pebetero, cada sarandí un incensario. Los pajaritos, ebrios de luz y de perfume y de amor, trinan sin cesar, brincando de rama en rama. Al borde del arroyo, sobre pequeña barranca que semeja el estrado de un trono, triunfa, envuelto en el regio manto escarlata, un majestuoso ceibo. Bello como el “prince charmant” de las leyendas, es el orgullo del bosque y el rey del arroyo... No existe en los más fastuosos parques de la ciudad, árbol que le iguale en hermosura. Pero no se le admite en los parques y jardines de la ciudad, porque es un rey bárbaro, de estirpe gaucha, como el ombú, el ñangapiré y la pasiflora. La exuberancia de sus flores, purpúreas como la sangre pura que nutrió los organismos sanos y fuertes de la raza nativa, ofende la clorótica languidez de las realezas importadas.
Los “pelos”
“Entre las múltiples supersticiones gauchas —dice uno de nuestros eminentes sociólogos— se encuentra la que prejuzga las aptitudes de una cabalgadura por el color de su pelambre. Así, un “tordillo” es excelente nadador; los “overos” no tienen igual para carreras; los “tubianos” no sirven para nada; y sigue sin término la sandez de la clasificación empírica que hace depender las condiciones del equino del color de su pelo”.
Completemos, primero, —para enseñanza de quienes tienen o tengan necesidad de utilizar ca2ballos— la lista que dejó trunca el sabio:
Los “lobunos” son maulas para el “camino”, vale decir, para “parejeros”; los “moros”, los “pangarés” y los “tostados” son infatigables en las galopadas de los largos viajes; los “overos” —perdone el maestro— son ligeros, pero sin resistencia; los “tubianos” —otra vez, perdón,— resultan insuperables como “carretoneros”; los “zainos” son dóciles, vigorosos e inteligentes; los “oscuros”, excelentes para las tierras bajas, resultan inservibles en las serranías; los “blancos” son todos asustadizos, y no existe un “picazo” que no sea receloso e irreductiblemente arisco (de ahí, tal vez, el proverbio: “Montar el picazo”); los “rabicanos”, los “lunarejos”, los “entrepelaos”, resultan muy buenos o inservibles.
Todo eso es verdad; verdad relativa, como todas, pero verdad comprobada por larguísima experiencia, verdad que la ciencia explica y que nuestros sociólogos califican de “superstición”, porque en su ignorancia trastruecan los términos del fenómeno: no es el “pelo” el que da las aptitudes; son las aptitudes heredadas las que determinan el pelo, como que en la naturaleza nada es arbitrario ni caprichoso.
Los perros gauchos
La idiosincrasia animal, como la humana, se plasma bajo la influencia combinada de factores internos y externos. Es ley fatal para las razas y los individuos, adaptarse a las mutaciones del medio ambiente o sucumbir. El perro gaucho no escapó al imperio de esa ley universal. A fin de perdurar, hubo de conformarse e identificarse con la naturaleza del suelo y las exigencias de la vida a que le sometía el trasplante. Y es así cómo el perro gaucho resultó adusto y parco, valiente sin fanfarronerías, y afectuoso sin vilezas, copia moral de la moralidad de su amo.
Los bueyes
En la aldea con presunciones de capital, había dignatarios solemnes, clérigos engreídos, dómines pedantes, licenciados de Hipócrates y leguleyos siembrapleitos, más temibles que la lepra.
Y había tertulias familiares donde las damas discutían sobre trapos y donde los mozalbetes pelaban discretamente la pava bajo la vigilancia severa de las rígidas mamás.
Y había el cafe, donde el Corregidor y el Alcalde, el cura y el farmacéutico, el procurador y el tendero, amenizaban las partidas de tresillo con graves comentarios sobre la política.
Y hasta había la Casa de las Comedias.
En cambio, en la campaña, noche y día, todas las noches y todos los días soplaban iracundos vientos de tragedia.
Y todo era esfuerzo continuo de la imaginación y del brazo, perpetuo alerta, heroísmo permanente.
Los “bárbaros”, para labrar la tierra y mover los pesados vehículos en que debían conducir el producto de su trabajo, lo único que daba vida y hasta enriquecía a los sibaritas de la orgullosa aldea, sólo disponían de los bueyes.
Y como ellos sabían domarlo todo, domaron los toros bravíos, los toros de imponente cornamenta, de ojos de fuego, de coraje de león.
Y los hicieron bueyes. Apagaron sus rebeldías, los civilizaron, los convirtieron en trabajadores, haciendo entrar en sus cerebros espesos, la orden evangélica:
“Con tu sudor ganarás el sustento.”
Mansos al extremo de que un gurí los domina y conduce, cuando los
desuñen van a pacer cerca de las casas, y al caer la noche, allí
cerquita se echan y rumian sin ocurrírseles huir en busca de la selva
agreste, amparo de sus viriles mocedades.
Y no ignoran, sin embargo, que al clarear del día siguiente, deberán entregar de nuevo a la tiranía del yugo y la coyunda, su fatigado testuz, para seguir forcejeando por las cuestas abruptas de las serranías y por los terribles barrizales de las llanuras.
Tienen conciencia de su deber y lo cumplen.
El espíritu del gaucho les ha impuesto la necesidad de resistencia, sobriedad, abnegación y sacrificio.
La guitarra
La noche cayó de súbito, como si hubiese sido un gran cuervo abatido de un escopetazo.
La atmósfera, inmóvil, tenía una humedad gomosa, mortificante, repulsiva como la baba del caracol.
Reinaba un silencio opresivo. Las cosas no tenían rumores; las bocas no tenían lenguas.
Ni un solo farolito estelar taraceaba la cúpula de lumaquela funeraria del cielo.
Tan sólo de cuando en cuando, alguna luciérnaga hacía pestañear su diminuto fanal fosforescente.
En el galpón, el hogar está apagado. El trashoguero, cubierto de ceniza, no deja sospechar ni un resto de lumbre...
En el rancho está solito Venicio.
Solito vive, sin más compañeros que sus dos perros picazos y los horneros que tienen sus abovedados palacios en la cumbrera del rancho, ornando el mojinete.
No hay otra cosa en diez leguas a la redonda.
Ningún camino conduce a la suya...
Para ahuyentar la tristeza ambiente, Venicio coge la guitarra y sentándose en un banquito de ceibo, bajo el alero del rancho, improvisa estilos y coplas, coplas y estilos que son como la expresión de una gran sensibilidad cautiva dentro de la jaula inmensa del cielo.
Los sentimientos que borbotean en el alma del gaucho solitario, se cuajan en melodías que se expanden y van decreciendo hasta morir en lo lejano, como el son de una campana de iglesia lugareña.
Canta la guitarra y cauta gemidos, penas de soledad, nostalgia de afectos.
Y en la noche caliginosa que pesa sobre el desierto, sus voces suaves, arrulladoras como canto de palomas monteses, y a veces severas en el vibrar de las bordonas, parecen salmos religiosos, ansias de un anacoreta que sueña amores, procreación, vida, patria... el futuro que su visión profética dibuja en las sombras...
El chajá
Es el perro de los bañados.
Y es, entre todas las aves nativas, la más airosa.
Con su hermoso plumaje gríseo, con su gallardo penacho, con su porte majestuoso, siempre alta la testa, siempre en llamas la mirada, arrogante, altivo, desdeñoso, sin miedo a nada, ni a la escopeta, cuyos chumbos difícilmente traspasan su espesa coraza de plumas, es todo un alado cadete de Gascuña.
Severo en sus costumbres, sobrio, monógamo, es vigilante custodia de su compañera, mientras aova o empolla, y en sus viajes por los aires, en lo muy alto del cielo, rival en caudas con las águilas reales, siempre va acompañado de su consorte.
Desprecia las carroñas.
La podredumbre de las osamentas, buena está para cuervos, caranchos y chimangos, inmundos rapaces, escoria de la sociedad alada.
A él le ofrece el estero variado y limpio alimento.
La podredumbre de la mentira tampoco lo infecta Su grito de alarma no es nunca expresión de infundado sobresalto.
En estado doméstico, su vigilancia es muy superior a la canina.
El perro está sujeto a pesadillas y con frecuencia arranca ladridos que inquietan sin motivo al amo. Como todos los poetas cursis, es un enamorado de la luna, a la cual prodiga sus ásperas e inarmónicas baladas.
Y otras veces ladra de miedo, confundiendo el manso petizo del piquete con una feroz gavilla de bandoleros.
Y otras veces ladra de puro sabandija, para hacer méritos, para hacerse pasar por guardián insuperable.
En cambio, el chajá ni se equivoca ni miente; cuando el ave grande y altiva lanza en la obscuridad silenciosa de la noche campesina su sonora clarinada, él gaucho salta del lecho y prepara sus armas, apercibiéndose a la defensa...
Hay gente que se acerca a las casas: el alerta del chajá no falla nunca.
Don Juan
En las crudas noches de invierno, la peonada que ha trabajado desde el alba hasta el crepúsculo, soportando estoicamente el frío, el viento y la lluvia, semidesnudo a veces, sin probar bocado a veces, sin tomar un amargo, olvida todas las fatigas al sentarse alrededor del fogón.
Las llamaradas del hogar secan sus ropas, calientan sus cuerpos y reavivan el buen humor, que nunca se apaga en el alma de aquellos hombros sanos, fuertes y buenos.
Mientras beben con fruición el mate, insuperable bálsamo, y observan con avidez cómo se va dorando lentamente el costillar ensartado en el asador, comienzan las guerrillas de epigramas, de retruécanos, de dicharachos.
Y terminada la cena viene la segunda tanda del cimarrón, y con ella los cuentos, siempre ingeniosos y pintorescos,
Y difícilmente escapa al relato de algún episodio de la historia de “Don Juan’’, historia interminable, porque la fecunda imaginación del gaucho le va agregando de continuo nuevos episodios en que interviene toda la fauna conocida por él.
Las aventuras, variadas al infinito, tienen siempre por protagonista a Don Juan, quien, como el negro Misericordia de los fantoches, sale siempre triunfador.
El gaucho tiene singular simpatía por Don Juan, —el zorro,— y no le guarda rencor por las muchas fechorías de que le hace víctima el astuto animalito.
¿Que en ocasiones, —en las largas travesías,— mientras duerme tranquilo sobre una loma, le corta el maneador y lo deja a pie en medio de la soledad del campo?
Una travesura que lo encoleriza por un rato y que bien pronto olvida.
Él mata corderos, asalta gallineros, roba guascas, pero su viveza, su astucia, su gracia, su audacia le hacen perdonar sus arterías.
Uno de sus mayores méritos en el concepto del gaucho es el afán que demuestra en que se conozca su hazaña, exponiendo constantemente la vida con tal de burlarse de sus víctimas, de hacer alarde de su destreza y su valor.
Los perros lo odian y él se desvive por torearlos, por enfurecerlos con sus burlas, con su audacia, con su habilidad para escapar al peligro voluntariamente provocado.
El gaucho lo quiere porque Don Juan tiene muchas de las cualidades que él más aprecia: la viveza, la agilidad, la travesura, la hidalga franqueza, el afán de aventuras y el menosprecio por la vida.
La Semejanza que el gaucho encuentra entre su propio espíritu y el espíritu de Don Juan, motiva la inconsciente simpatía que profesa al simpático merodeador.
Los chingolos
Otro símbolo.
En la hoguera estival se encuentra en su elemento. La opulencia de luz lo embriaga. Su pardo plumaje se esponja, dando mayor apariencia a su cuerpccito insignificante, su vivacidad aumenta. multiplica sus acrobacias, sin que el calor lo sofoque.
Empero, los rigores del invierno tampoco lo amilanan.
Su alegría resiste a todas las inclemencias.
Vuela y revuela, salta y salta y cuando, empapado, pegadas las plumas al cuerpo, una ráfaga lo obliga a aterrizar súbitamente, lanza un gritito burlón, que semeja la eterna risa del niño sano, corre, brinca, coge de paso algún gusanillo y torna a remontarse en el aire y a piruetear, contento, seguro del valer de sus alas minúsculas.
Y si el embate es demasiado rudo, se refugia entre la ramazón de algún árbol, o bajo el alero de un rancho o entre el yuyal vecino, o se mete, confiada y familiarmente, en el galpón o en la sala.
No tiene temor. Como es bueno y no hace mal a nadie, se siente seguro entre aquellas gentes buenas...
El único miedo está en recibir la pedrada de algún chicuelo travieso, —chingólo humano;— pero era peligro pequeño, porque su habilidad sabía esquivarlo casi siempre.
Y pasado el peligro, gorjeaba, saltaba, daba volteretas en el aire, sin objeto, por puro gusto, por dar escape al exceso de fuerza vital, de la alegría de vivir, de idéntica manera que el gurí da vueltas de carnero, le tira de la oreja al perro bravo o se mete entre las patas de los redomones atados al palenque, con la confianza que tienen los buenos en la bondad de los demás.
No conciben las cimbras traidoras ocultas entre la gramilla inocente; no sospechan que existan quienes hagan mal al que solo sabe hacer bien; hechos con luz de amor, ignoran el lodo del odio...
Son los chingolos.
Los que viven felices en su insignificancia, los que se contentan con procurarse el sustento y beneficiar sin cálculo de recompensas.
Los que hacen bien por instinto, los que son ingénitamente buenos, y, por lo mismo, alegres.
Los que están acostumbrados a beber en las puras aguas del arroyuelo, insospechando la existencia de ciénagas que ofrecen lenitivos, satisfacción a las sedes y dan veneno.
Son los chingolos.
Son los gauchos.
La agonía del ombú
Se va. No se muere, porque, como su contemporáneo, el gaucho, no conoce la cobardía del suicidio. En los parques de las estancias modernas lo matan, porque su desaliñada corpulencia y su aspecto campechano ofrecen una nota discordante entre las finas siluetas y el peinado follaje de los árboles exóticos...
En las quintas y chacras de los suburbios metropolitanos se les persigue encarnizadamente, porque “ocupan mucho sitio, dando demasiada sombra y son inútiles”.
El hacha brutal del horticultor tiene en apoyo de su herejía utilitaria, la sentencia doctoral de los eruditos: “El ombú, como el gaucho, no sirve para nada.”
Es verdad que a ellos nunca ofreció el ombú, como al primitivo poblador, en la alborada de la civilización nacional, el refugio de su sombra en los incendiados mediodías del desierto. Ni dió a sus frágiles moradas seguro amparo contra las furias del pampero. Ni sirvió a sus gallináceos de eficaz reparo contra los soles, las lluvias, los vientos, las comadrejas, los zorros y las iguanas... Y así, como desconocen la soberbia belleza del árbol gaucho, ignoran también sus virtudes medicinales y su posible aprovechamiento industrial...
Sucumbe, pues, gran árbol gaucho; y, como el gaucho, soporta resignado en tu agonía, el frío de la ingratitud y el sarcasmo de la ignorancia!...
Rescate
Era hace mucho tiempo, mucho tiempo, en los primeros años de la colonia.
Las guerras guaraníticas y el intrincado pleito con los lusitanos, dejaban a los gobernadores españoles poco tiempo para ocuparse del fomento industrial de los territorios.
Las campañas estaban casi desiertas.
En el lejano orientd, en la enormidad de las tierras bañadas por el Hum, Olimar, Cebollatí, Tacuarí y Yaguarón, era menester trotar días enteros, desde el rancho de partida, para encontrar otro rancho.
Empero, en las boscosas riberas de los ríos, en los recovecos de las serranías y en las ubérrimas praderas, el puñado de vacunos y yeguarizos con que Hernandarias obsequió a nuestro suelo, había procreado portentosamente.
Eran miles y miles, que aumentaban sin tregua, malgrado las depredaciones de los mamelucos.
Eran malos.
Si por malo se entiende al altivo, a quien ama la libertad sobre todo, a quien prefiere la muerte al cautiverio.
La fosca naturaleza del suelo que forjó el carácter irreductible del charrúa y sus hermanos aborígenes, formó el mismo temperamento indómito y combativo en los toros y en los potros...
* * *
Una mañana, muy de mañana, Patricio La Cruz iniciaba la quinta jornada en su viaje al Brasil.
Ensilló su malacara, enrabó el tordillo redomón y emprendió marcha guiado por la brújula del instinto.
Había traspuesto los Olimares y bordeando los esteros del Cebollatí acercábase al Tacuarí.
Y apenas clareaba el día, cuando al caer en un valle se encontró con una enorme yeguada que le cerraba el paso.
Enarcados los cuellos, flotantes las crines, levantadas como pendones de guerra las caudas abrojientas, los potros, tendidos en guerrilla, lanzaron furibundos relinchos que las hembras coreaban.
Patricio dióse cuenta del peligro, pero su orgullo, —¡él también era potro!— lo impulsó a desafiarlo.
Y siguió avanzando.
La falange equina se abalanzó sobre él. El disparo de su trabuco se ahogó en el estruendo de los relinchos y el atronador repiqueteo de los cascos sobre la tierra dura!...
* * *
Cuando el viajero volvió en sí, dolorido y ensangrentado, encontróse solo en la inmensidad del campo.
La potrada salvaje, después de rescatar a sus hermanos cautivos, había desaparecido.
En busca del médico
Jacobo y Servando se habían criado juntos y fueron siempre buenos amigos, no obstante la disparidad de caracteres: Jacobo era muy serio, muy reflexivo, muy ordenado, muy severo en el cumplimiento del deber. Servando, en el fondo bueno, carecía de voluntad para refrenar su egoísmo.
Jacobo amaba a Petra, y Servando le atravesó el caballo; conquistó a la moza con su charla dicharachera, con su habilidad de bailarín y con sus méritos de guitarrista. Y se casó con ella, sin pensar un solo instante en el dolor que le causaba a su amigo.
Una mañana, Jacobo hallábase en la pulpería, cuando cayó Servando. Llevaba un aire afligido y su caballo estaba bañado en sudor.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jacobo.
—¡Dejame!... Mi mujer está gravemente enferma y tía Paula dijo que ella no respondía, y que fuese al pueblo a buscar al médico...
—Y apúrate, pues... De aquí al pueblo hay tres leguas y pico...
—¡Ya lo sé!... ¡Sólo a mí me pasan estas cosas!... ¡Mozo!... ¡Deme un vaso de ginebra!... ¿Tomás vos?
—No.
—¡Claro!... Vos sos feliz, no tenés en qué pensar... ¡Eche otra ginebra, mozo!...
Servando convida a los vagos tertulianos de la glorieta y les cuenta su aflictivo tranco.
—¡Comprendo!... —dice uno.
—¡Me doy cuenta!... —añado otro.
—Pero hay que conformarse, ser fuerte, —concluye un tercero.
—Es lo que yo digo —atesta Servando.
—¡Mozo!, ¡sirva otra vuelta!...
Jacobo observa ensombrecido y entristecido. Sale: medita; le aprieta la cincha a su pangaré, le palmea la frente y dice:
—¡Pobre amigo!... Ayer trabajaste todo el día en el rodeo... ¡Ahora un galopo de seis leguas, entre ir y venir!... ¡Vamos al pueblo!... ¡Sí los buenos no sirviéramos para remediar las canalladas de los malos, no mereceríamos el apelativo de buenos!...
Por ver la novia
Rojeaba el naciente y se presentaba, una de esas serenas, encantadoras mañanas de otoño. El mozo recogió de la soga al overo, que estaba “alivianándose” desde tres días atrás, lo rasqueteó y cepilló prolijamente, le emparejó el tuzo, le arregló los vasos, limpiando con maestría el “candado”, y empezó a ensillar con las prendas de lujo. Entre los dos “cojinillos” de piel de alpaca, colocó el chiripá y la camiseta de merino negro, primorosamente bordados. Y apuntaba el sol, cuando montó a caballo y emprendió trote, internándose en la desolada soledad de la llanura pampeana. No existían caminos, no se columbraba un árbol ni una vivienda humana. Al acercarse el mediodía desmontó al reparo de un ombú caritativo. Desensilló, fué a darle agua al flete, en un manantial vecino, le bañó el lomo y lo ató a soga, utilizando la daga como estaca. “Churrasqueó” la lengua fiambre que llevaba, tendió el poncho bajo las frondas del ombú, y se dispuso a dormir una hora de siesta... Y a la hora justa tornó a ensillar, montó y prosiguió el viaje. Ni reloj ni brújula necesitaba: la altura del sol dábale la medida del tiempo, y bastaba su tino para orientarlo en el verde mar de la llanura... Al obscurecer, llegaba a la estancia, donde había casorio y baile y donde habría de encontrarse con su prometida. Desensilló, largó el overo, que se revolcó, dando sin dificultad “la vuelta entera”; merendó y toda una noche de “gatos”, “cuecas” y “pericones”, no lograron fatigar sus piernas de centauro...
“Parece que ha troteado fuerte” —observa uno; y él responde:
“No; treinta leguas no más; a gatitas ha sudao el overo...”
Duelo
Pedro y Juan, eran dos guachos criados en la Estancia del Venteveo, conjuntamente con otros varios.
Pero ellos, casi siempre vivían en pareja aislada.
Recíproca simpatía los ligaba. Simpatía extraña, porque Pedro era morrudo, fuerte, sanguíneo, emprendedor, audaz y de excesiva locuacidad; en tanto Juan, de la misma edad que aquél, era pequeño, débil, linfático, callado y taciturno...
Desde pequeños tratábanse de “hermano”; y acaso lo fueran.
Hechos hombres, la camaradería y el afecto fraternal persistieron.
Y las cualidades de ambos, en cuerpo y espíritu, fueron acentuándose.
Sin maldad, sin intención de herir, por irresistible impulso de su temperamento, Pedro perseguía siempre a Juan con burlas hirientes.
Y Juan callaba.
Una vez dijo:
—Mañana voy a galopiar el bagual overo que me regaló el patrón.
Pedro rió sonoramente y exclamó:
—¡Qué vas a galopiar vos! ¡Dejalo, yo te lo viá domar!...
—¿Y por qué no podré domarlo yo? —dijo
Juan.
Y Pedro tornó a reir y a replicar:
—Porque sos muy maula y no te atreverás a montarlo.
Juan empalideció:
—Mirá, hermano, —dijo;— siempre me estás tratando de maula...
—Porque lo sos.
—No lo repitás.
—Lo repito... ¿Qué le vas hacer si nacistes maula?...
—No lo repitás porque me tenes cansao y mi vas obligar a probarte lo contrario!
Pedro largó una carcajada.
—¡Y va ser aura mesmo! —exclamó Juan, poniéndose de pie y desnudando la daga.
—¡Abran cancha!... —gritó Pedro aprestándose a la lucha.— ¡Abran cancha que le viá pegar un tajito a mi hermano, pa que aprienda!...
Chocaron las dagas.
Juan estaba ceñudo y nervioso.
Pedro, sereno y sonriente.
El primero embistió con furia. El segundo concretóse a parar los golpes, esperando el momento propicio para dar el “tajito” prometido.
En la confianza, descuidóse, y fué Juan quien le tajeó la muñeca.
Más herido en su amor propio que en la carne, Pedro perdió la serenidad, embistió furioso... y Juan cayó a tierra con el pecho atravesado por la daga del amigo. Éste, al verlo desplomarse, arrojó el arma y se arrodilló, exclamando con tremenda angustia:
—¡Perdoname hermano!... ¡Aquí tenés mi pecho, clavame tu facón!...
El otro, agonizante ya, le oprimió la mano y dijo con infinita dulzura:
—¡Hermano!...
De guapo a guapo
Los mellizos Melgarejo eran tan parecidos físicamente, que, a no estar juntos, resultaba difícil, aun a quienes a diario los trataban, saber cuál era Juan y cuál Pedro. Sus temperamentos, en cambio, contrastaban diametralmente. Expansivo, audaz y valentón, Pedro; reconcentrado, tranquilo y prudente, Juan. Pedro hería constantemente a Juan con ironías sangrientas. Cuando alguien expresaba la dificultad de distinguirlos, él acostumbraba decir:
—Es fácil: insultennós... Si es mi hermano, afloja; si soy yo, peleo. He oído decir que en el cristiano, la mitad de la sangre es sangre, y la otra mitad es agua... Cuando nosotros nacimos parece que yo me llevé toda la sangre y Juan el agua... ¡Pobre mi hermano!... ¡Es flojo como tabaco aventao!...
Cierta tarde de domingo, en la pulpería Juan estaba por comprar unas bombachas... Pedro entró en ese instante y dijo con hiriente sarcasmo:
—¿Por qué no te compras mejor unas polleras?...
Rió de la ocurrencia. Empurpúresele el rostro a Juan, quien exclamó airado:
—¿Querés probar quien de los dos es más guapo?... ¡Comprométete a acetar lo que yo proponga!. ..
—¡Acetao!
Juan extendió entonces la mano izquierda sobre el mostrador, y dijo a su hermano:
—Poné la tuya encima.
Pedro la puso... Y entonces el otro, desenvainando la daga y con un golpe rápido, dejó las dos manos clavadas al madero del mostrador...
Ninguno de los dos lanzó un quejido; ninguno de los dos hizo un ademán ni manifestó un gesto de dolor.
-Y aura... ¿qué decís? —preguntó Juan.
—Que sos mi hermano —respondió Pedro.
—¿Saco la daga?...
—Sacala o dejala... ¡a tu gusto!...
Entre el bosque
Es un potril pequeño, de forma casi circular.
Espesa y altísima muralla de guayabos y virarós forma la primera línea externa de defensa.
Entre los gruesos y elevados troncos de los gigantes selváticos, crecen apeñuscados, talas, espinillos y coronillas, que ligados entre sí por enjambres de lianas y plantas epifitas, forman algo así como el friso del muro.
Y como esta masa arbórea impenetrable, se prolonga por dos y tres leguas más allá del cauce del Yi y las sendas de acceso forman intrincado laberinto, ha de ser excepcionalmente baqueano, más que baqueano instintivo, quien se aventure en ese mar.
Del lado del río sólo hay una débil defensa de sauces y sarandíes; pero por ahí no hay temor de sorpresa, y, en cambio, facilita la huida, tirándose a nado en caso de apuro.
Soberbio gramillal tapiza el suelo potril y un profundo desaguadero proporciona agua permanente y pura; la caballada de los matreros engorda y aterciopela sus pelambres.
Los matreros tampoco lo pasan mal.
Ni el sol, ni el viento, ni la lluvia los molestan.
Para carnear, rara vez se ven expuestos a las molestias y peligros de salir campo afuera; dentro del bosque abunda la hacienda alzada, rebeldes como ellos, como ellos matreros.
Miedo no había, porque jamás supieron de él aquellos bandoleros, muy semejantes a los famosos bandoleros de Gante.
Hombres rudos que habían delinquido por no soportar injurias del opresor.
Los yaguaretés y los pumas, en cuya sociedad convivían, eran menos temibles y menos odiosos que aquéllos...
¿Criminales?...
¿Por qué?...
¿Por haber dado muerte, cara a cara, en buena lid, a algún comisario despótico o algún juez intrigante y venal?...
No. Hombres libres, hombres dignos, hombres muy dignos.
Sarandí, Rincón e Ituzaingó se hizo con ellos.
Del mismo modo que la independencia de los Países Bajos se hizo con el esfuerzo de los sublimes bandoleros de Gante.
Recogida y ronda
Ruda fué la jornada.
El Lucero ardía aún como brasa de espinillo en la orillita del horizonte, y apenas con ocho o diez cimarrones en el buche, la peonada, obedeciendo militarmente a la orden del patrón, montó a caballo.
Había que hacer una gran recogida de hacienda baguala, arrancar el toraje bravío de su refugio en la selva semivirgen, exponerse al embiste de las astas formidables y a las temibles costaladas en los rápidos virajes impuestos para esquivarlas; pasarse todo el día sin comer, acalambrarse las piernas en el continuo galopar, transir los brazos en el manejo de la rienda, de las boleadoras y del lazo...
Cerradas estaban ya las puertas del día al terminar la “parada de rodeo”.
Mas la tarea de los centauros no había terminado aún. Ni los peligros tampoco; la ronda, en campo abierto y con torada y vacaje montaraz, resultaba más arriesgada todavía que el aparear las reses y conducirlas al ceñuelo.
El patrón distribuyó los “cuartos de ronda”.
El último enlazó, desolló, carneó una vaquillona, hizo fuego, fué al arroyo por agua para preparar las “pavas” del amargo.
Churrasquear por turno, de prisa, sin tiempo casi para desentumir las piernas, dormir dos o tres horas sobre la grama, teniendo a mano la estaca que asegura el “mancador” del caballo al cual, por precaución, sólo se le ha quitado el freno y aflojado la cincha...
Y al clarear el día siguiente enhorquetarse y marchar arreando fieras...
¿Fatiga?
¡Nunca!
¿Protestas?
¡Jamás!
¿Miedos?
¡Oh!... Una madre gaucha que hubiese parido un hijo maula sería capaz de mascar cicuta y de tragar víboras vivas para que destruyeran su vientre infamado!...
Calvario
Largo y fino rasgo trazado con tinta roja abarca el naciente.
En la penumbra se advierten, sobre la loma desierta, veinte bultos grandes como ranchos chicos, rodeados por varios centenares de bultos más pequeños esparcidos a corta distancia unos de otros...
Clarea.
De debajo de los veinte bultos grandes, que resultan ser otras tantas carretas, empiezan a salir hombres.
Mientras unos hacen fuego para preparar el amargo, otros, desperezándose, entumidos, se dirigen hacia los bultos chicos, los bueyes, que al verlos aproximar, comprenden que ha llegado el momento de volver al yugo y empiezan a levantarse, con lentitud, con desgano, pero con su resignación inagotable.
Toda la campiña blanquea cubierta por la helada.
Las coyundas, que parecen de vidrio, queman las manos callosas de los gauchos; pero ellos, tan resignados como sus bueyes, soportan estoicamente la inclemencia...
Hace dos días que no se carnea; los fiambres de previsión se terminaron la víspera y hubo que conformarse con media docena de “cimarrones” para “calentar las tripas”.
En seguida, a caballo, picana en ristre.
—¡Vamos Pintao!... ¡Siga Yaguané!...
La posada caravana ha emprendido de nuevo la marcha lenta y penosa por el camino abominable, convertido en lodazal con las copiosas lluvias invernales.
La tropa llevaba ya más de un mes de viaje. Las jornadas se hacían cada vez más cortas, por la progresiva disminución de las fuerzas de la boyada... y todavía faltaban como cincuenta leguas para, llegar a la Capital!...
Con desesperante lentitud va serpenteando, como monstruosa culebra parda, el largo convoy. Las bestias, que aún no han calentado los testuces doloridos, apenas obedecen al clavo de la picana.
Se ha andado media hora y hay que hacer alto: Ja segunda carreta, conducida por Cayetano, un indio viejo y flaco, que tose y tose, mordido por la tisis, encontró el primer “peludo”.
Una de las ruedas se había hundido hasta las mazas.
Seis hombres se apearon do sus matungos, se quitaron los ponchos y, pala en mano, fueron en auxilio del compañero.
El viejo Cayetano, que cava con energía insospechada en su magrura, reniega sin cesar.
—¡Me había ’e tocar a mí el primer cangrejo!... Dejuro: cuando uno llega a viejo comienza a jeder a dijunto y taitas las moscas se le vienen encima!...
En mangas de camisa, descalzos, arremangadas las bombachas hasta por encima de las rodillas, los bravos campesinos lucharon durante tres horas consecutivas, insensibles al frío intenso de la cruda mañana invernal. So prendieron hasta veinte yuntas de bueyes con resultado negativo, y no hubo más remedio que descargar.
En estos trajines se perdió otra jornada y se pasó otro día a mate amargo y galleta dura.
Días después llueve torrencialmente y el arroyo, en furiosa crecida, obliga a acampar durante dos o tres días.
Y cuando la atormentada caravana llega a las puertas de la Capital, nadie es capaz de aquilatar las energías y los sufrimientos y las heroicidades de aquellos humildes cuanto eficaces e insustituibles cooperadores en la hora prima de la creación de la riqueza nacional.
Sin papel sellado
Don Carlos Barrete y don Lucas García fueron amigos desde la infancia.
Sus padres eran hacendados linderos.
Andando el tiempo, los viejos murieron y Carlos y Lucas los reemplazaron al frente de sus respectivos establecimientos.
La amistad continuó, acrecentada, por los vínculos espirituales contraídos por múltiples compadrazgos. Don Carlos era padrino de casi todos los hijos de don Lucas y éste de los de aquél.
Bastante ricos ambos, ocurrió que a Barrete empezó a perseguirlo la mala suerte: destrozos de temporales, epidemias, negocios ruinosos...
Cierto día llegó a casa de su amigo con aire preocupado. Conversaron; conversaron sobre cosas sin importancia, sin valor, sin trascendencia. Pero García notó, sin dificultad, que aquél había ido con un objeto determinado y que no se atrevía a abordarlo.
Y díjole:
—Vea, compadre: colijo que usté tiene que hablarme de algo de importancia. Vaya desembuchando, no más, qu'entre amigos y personas honradas se debe largar sin partidas.
Y García, desnudando su conciencia como quien desnuda el cuerpo para tirarse a nado en arroyo crecido, dijo:
—Adivinó, compadre. M'encuentro en un apuro machazo. Usté sabe que donde hace unos años el viento m’está soplando ’e la puerta... Tengo que levantar una apoteca y vengo a ver si usté...
—¿Cuanto?
—La suma es rigularcita.
—¡Diga no más!
—Cuatrocientas onzas.
—¡Como si me hubiese vichao el baúl! Casualmente hace cinco días vendí una tropa ’e novillos, y mas o menos esa es la mesma cantidá que tengo. Espere un ratito.
Salió don Lucas y volvió a poco trayendo en nn pañuelo de yerbas las onzas solicitadas.
El visitante vació en el cinto las monedas, sin contarlas.
Ni él ni su amigo hablaron de documentos. Entre esos hombres ningún documento valía más que la palabra de hombre honrado.
Barreto se puso de pie, tendió la mano al amigo y dijo simplemente:
—Gracias, compadre.
—Nu hay porqué...
Pasaron dos o tres años.
Y don Lucas murió sin que su compadre hubiese podido saldar la deuda, que aquél jamás le reclamó.
Y transcurrieron otros varios años.
Una tarde Barreto llegó a la estancia de su vecino.
Lo recibió, con grandes demostraciones de afecto, Ricardo, el hijo mayor de García, diciéndole:
—La bendición, padrino... ¡Hacía una ponchada ’e tiempo que no cáiba pu’estos ranchos!
—Dios te haga un santo... Vengo a pagar una deuda. Hace como diez años tu padre me sacó de un gran apuro, emprestándome cuatrocientas onzas. Hasta aura no pude pagar, vengo a devolvértelas.
—¡Pero, padrino!... Ni yo ni mi madre tenemos conocimiento de esa deuda!... Eso debe haberlo arreglao mi padre.
—Ni vos, ni tu madre, y estoy siguro que naide tienen conocimiento de ese ato generoso del finao. Pero yo si, y mi consensia me manda pagar áura que puedo... ¿Pa qué está la consensia?...
Urubú
El águila, el carancho, el chimango y el gavilán, son los filibusteros del aire.
No producen nada y sus carnes son duras y nauseabundas.
Pero son valientes, y en la lucha por la existencia se exponen, como todos los bandoleros, a múltiples riesgos.
Y, además, trabajan; porque combatir y matar implican un considerable desgaste de fuerzas.
Su laboriosidad poco apreciable sin duda, es dañina y egoísta, por igual en las rapaces citadas y en las hormigas y otras muchas sabandijas, entre las cuales cabe incluir a los profesionales de la política.
En unos prima la fuerza.
En otros la astucia.
El ingenio en los demás.
Fuerza, astucia, ingenio, constituyen valores positivos, condenables sí, pero despreciables no.
En cambio, el cuervo, el urubú indígena, ese gran pajarraco desgarbado y sombrío, rehuye el peligro de la lucha y la fatiga del trabajo.
Indolente, despreciativo, con su birrete y su negra toga, tiene la actitud desdeñosa de un dómine pedante o de un distribuidor de la injusticia codificada por los pillos, para dar caza a los incautos e inocentes.
El cuervo posee un olfato privilegiado y unas rémiges potentes.
Los temporales y las epizootias carnean para él. Desde enormes distancias siente la hediondez de las osamentas y surcando veloz el espacio, es el primero en llegar al sitio del festín.
Concurren otros holgazanes tragaldabas, pero él los mira con indiferencia despectiva. Ninguno ha de aventajarle en tragar mucho y a prisa.
Al sentirse ahito, da unas zancadas y antes de remontar el vuelo se despide de los menesterosos que quedan picoteando el resto de la carroña, diciéndoles sarcásticamente con su voz gangosa:
—Hasta la vuelta.
¡La vuelta del cuervo!...
El gato
Ningún animal ha sido más discutido que el gato; ningún otro ha tenido a la vez tantos entusiastas panegiristas y tantos enconados detractores; prueba evidente de su superioridad. Es el primer ácrata, el fundador del individualismo, altanero, consciente de sus derechos y sus deberes. Tiene una misión que cumplir en el hogar que lo alberga, y la cumple sin agradecimientos serviles por la hospitalidad y con profundo desdén por el aplauso y la alabanza. Es altivo y valiente. Ocupa poco espacio en la casa, pero ese espacio es suyo, como lo es su personalidad. Si lo fastidian, araña y muerde; si lo provocan, hace frente y se defiende sin considerar el tamaño ni las armas del adversario. No se mete con nadie ni admite que nadie se meta con él. No carece de afectos y sabe corresponderlos a quien, se los profesa, pero sin humildades, sin bajezas, sin adulonerías; trata a todos de igual a igual. Su soberbio individualismo no se prostituye jamás, ni ante la necesidad ni ante la amenaza.
Por la Patria
Cuando el viejo octogenario terminó su breve exposición, don Torcuato, que había bandeado los setenta, se puso de pie, se atuzó la luenga barba blanca, carraspeó y dijo:
—Tengo cinco suertes de campo y como diez mil guampudos... Disponga de tuito, compadre, porque tuito esto no es más qu’emprestao. Me lo dió la Patria, a la Patria se lo degüelvo.
Y sin decir más, volvió a sentarse sobre el banquito de ceibo, casi quemándose las patas con las brasas del fogón.
Tomó la palabra don Cipriano.
Y se expresó así:
—Yo tengo campos, tengo haciendas y tengo algunos botijos llenos de onzas... Si es por la Patria, lo juego todo a la carta ’e la Patria.
Y se sentó. Y tomando con los dedos una brasa, reencendió el pucho.
Don Pelegrino se manifestó de esta manera:
—Nosotros, con mis hijos y mis yernos, semo veintiuno. Formamo un escuadrónenlo. Plata no tenemo, pero cuero pa darlo a la Patria sí....
Y hablaron otros varones, todos de cabellos encenizados, residuo glorioso de las falanges del viejo Artigas, corazones hechos de luz, músculos hechos de ñandubay.
Y más o menos, todos dijeron en poco variada forma:
—La Patria es la Madre; a la Patria como a la
Madre, nada puede negársele.
Y como habían ido consumiéndose los palos en el fogón, tornóse obscuro el recinto e hízose el silencio, casi siempre hermano de la sombra.
Transcurrieron minutos.
Y entonces don Torcuato, dirigiéndose a Telmo su viejo capataz, lo interpeló así:
—Tuitos se han prenunciao, menos vos. ¿Qué decís vos?
El anciano aludido encorvó el torso, juntó los tizones del hogar, sopló recio, lengüetó una llama, hubo luz.
Y respondió pausadamente:
—¿Pa qué hablar?... Usted sabe que yo soy como los perros: cuando monta a caballo y me chifla, lo sigo, sin preguntarlo p’ande vamos ni qué vamos hacer... ¿Entuavía hay que sacudirse por la Patria?... ¡Ni que convidar carece!...
Y tras breve pausa, concluyó sin énfasis, llanamente:
—Nosotros, semos tres: yo, mi zaino pangaré y mi lanza...
Maula
Contaba ño Luz:
Una güelta, la perrada estaba banqueteando con las achuras del novillo vicien carniao, cuando se presientó un perro blanco, lanudo, feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al andar como los cascabeles de la víbora de ese nombre.
Los perros suspendieron la merienda y se abalanzaron sobre el intruso, revolcándolo y mordiéndolo, hasta que “Calfucurá”, jefe de aquella tribu perruna, se interpuso, imponiendo respeto.
—¿Qué andás haciendo'? —interrogó airadamente “Calfucurá”.
—Tengo hambre, —respondió con humildad el forastero.
—¿Y no tenés amos?
—Tuve; pero m’echaron porque una noche dentraron ladrones en casa y se alzaron con varias cosas.
—¿Y no ladrastes?
—No.
—¿Por qué?
—Tuve miedo; soy maula.
—¿Sos joven?
—Si.
—¿Tenés buenos dientes?
—Sí... ¡Hace cinco días que ando cruzando campo y sin comer!... De tuitos laos m'espantan y tuitos los perros me corren!...
—¡Hacen bien! —sentenció “Calfucurá”.— El trabajo del perro, como el del polecía, es ser guapo; siendo flojo no vale la carne que come, porque sin trabajar naides tiene derecho a comer!... Ahí tenes esas tripas amargas; enllená las tuyas y seguí viaje...
La muerte del abuelo
La habitación era grande; las paredes bajas y negras; el piso de tierra de “cupys”, de un color pardo obscuro; la paja del techo parecía una lámina de bronce oxidado, lo mismo que el maderamen, la cumbrera de blanquillo, las tijeras de palma, las alfajías de tacuara.
Y como la pieza tenía por únicas aberturas un ventanillo lateral y una puerta exigua en uno de los mojinetes, reinaba en ella denso crepúsculo.
En el fondo del aposento había un amplio y tosco lecho sobre el que reposaba un anciano en trance de agonía.
Debajo del poncho de paño que le servía de cobertor, advertíase lo que fuera la grande y fuerte armazón de un cuerpo tallado en tronco de un quebracho varias veces centenario.
La respetable cabeza de patriarca, de abundosa melena y su larga barba níveas, con amplia frente, de imperiosa nariz aguileña, posaba plácidamente sobre la almohada.
Una viejecita venerable, sentada a la cabecera de la cama, con el rostro compungido y los ojos agrios y las manos sarmentosas apoyadas en las rodillas, hacía pasar, oculta y lentamente, las cuentas del rosario, mientras sus labios flácidos, plegados sobre las encías desdentadas, se movían con disimulada lentitud formulando sin voz una piadosa plegaria.
Rodeando el lecho y llenando el aposento había una treintena de personas, hombres y mujeres que pintaban canas, hombres y mujeres de rostros juveniles y chicuelos que, sentados en el suelo, con los ojos muy abiertos, parecían amedrentados por la penumbra, el silencio y el aspecto solemne y compungido de los mayores...
Agonizaba el abuelo rodeado de su numerosa prole.
Agonizaba con serena energía.
Sus ochenta y nueve años lo conducían a trasponer las puertas de la vida con merecida placidez al término de tan prolongado y brioso batallar.
Intensificada la sombra, encendieron escuálida vela de sebo.
Su luz menguada hizo entreabrir los pesados párpados del moribundo.
Con ayuda de su vieja compañera y de su primogénito, logró incorporarse un poco.
Quedó al descubierto su pecho ancho, descarnado y cubierto de un vellón gris.
—No tendré tiempo de despedirme de todos con un beso a cada uno, —dijo.— Los besaré a todos en un solo beso... Alcansenmé la lanza.
En un rincón del rancho reposaba la reliquia de sus homéricas hazañas. El hijo mayor se la alcanzó con respeto.
El agonizante besó con fervor la descolorida banderola tricolor de la enseña artiguista y musitó con su último soplo de vida:
—Patria...
Justicia
Dalmiro, mocetón de veintiocho años, era hijo único de Paulino Soriano, rico hacendado en las costas del Yi.
Muerta doña Inés, la patrona, la familia, compuesta de Paulino, Dalmiro y Josefa, —sobrina huérfana recogida y criada en la casa,— holgaba en el caserón.
Cierto que la servidumbre era numerosa: negras abuelas de motas blancas, negras jóvenes y presumidas con su tez de hollín y sus dientes de mazamorra, y un cardumen de negritos y negritas que al arrastrarse por el patio parecían pichones de patos picazos.
Pero todos eran silenciosos.
La adustez del patrón no necesitaba voces para imponerse.
No era malo el viejo gaucho; pero su exagerado espíritu de orden, respeto y justicia, le imponían una rígida severidad.
Amando entrañablemente a su hijo, éste creíalo hostil.
Dalmiro era indolente en el trabajo, brusco en sus maneras, provocativo en su decir; en tanto Bibiano, un peoncito de su misma edad y criados juntos, distinguíase por su incansable laboriosidad, su modestia, su comedimiento y sensatez.
Eran compañeros inseparables y con harta frecuencia don Paulino amonestaba a su flojedad y sus arrebatos, elogiando de paso a Bibiano.
—¡Usté nunca me da razón! —exclamó amoscado, cierta ocasión.
—Porque nunca la tenes, —replicó, severo, el anciano.
Desde entonces el “patroncito” comenzó a tomarle rabia al compañero. Y esa malquerencia fué subiendo de punto al enterarse de que Bibiano requería de amores a Josefa, que ella le correspondía y que don Paulino miraba con agrado la presunta unión.
Y Dalmiro, que nunca se había preocupado de su prima, quiso interponerse, y comenzó a perseguirla, más que con ruegos amorosos, con imposiciones y amenazas. Rechazólo la moza, y ante las lúbricas agresividades de Dalmiro, se vió obligada a poner en conocimiento del patrón lo que ocurría.
Éste, indignado, increpó con violencia al hijo, quien herido en su orgullo, se encendió en odios hasta formar una gran fogata. Varias veces provocó a Bibiano, pero sofrenado por la alegría de éste, teniéndole miedo, lo asesinó alevosamente durante la siesta.
Consumado el crimen, apresuróse a echar la tropilla al corral y enfrenando su flete, ensilló de prisa, dispuesto a “ganar las bagualas”.
Y había puesto el pie en el estribo, cuando don Paulino, cogiéndole del brazo, lo zamarreó con violencia, exclamando:
—¡Esperesé, amigo, a que m'ensillen el caballo, porque yo lo vi'acompañar!...
—¡Pero tata! —dijo el mozo.— Yo solo...
—Usté solo no es capaz de dir a entregarse a la polecía pa que lo manden a pudrirse en una cárcel!...
Filosofía
—Nunca carece apurarse pa pensar las cosas, pero siempre hay que apurarse p'hacerlas, —explicaba el viejo Pancho.— Antes d'emprender un viaje se debe carcular bien el rumbo y dispués seguirlo sin dir pidiendo opiniones que con seguridá lo ostravean.
Y si hay que vandiar un arroyo crecido y que uno no conoce, por lo consiguiente, cavilar pu'ande ha de cáir y pu’ande v'abrir y cerrar los ojos: Dios y el güen tino lo han de sacar en ancas.
Dicen que “vale más rodiar que rodar”, pero yo creo que quien despunta un bañao por considerarlo fiero, o camina río abajo esperando encontrar paso mejor, o quien ladea una sierra temiendo espinar el caballo, no llega nunca o llega tarde a su destino.
—¿Y pa casarse? —preguntó irónicamente al narrador, celibatario irreductible, don Mateo.
—Pa casarse hay que pensar muchísimo. De día cuando se ve la novia y está cerca; de noche cuando está lejos y no ve... Pa casarse hay que pensar muchísimo, y...
—¿Y?...
—Y cuando se ha pensao muchísimo, sólo un bobeta se casa.
Come-cola
Malambio Ojeda tenía la mala costumbre de preparar con demasiada lentitud las cosas. En cierta oportunidad debía correr un caballo de su patrón y todo el mundo esperaba una derrota.
La más incrédula era Leonilda, la hija del capataz, quien díjole con mofa cruel:
—¡Lástima de potrillo!... ¡Tan lindo y tener que comer cola!...
—¡Le juego un pañuelo de seda y le doy el campo! —respondió el mozo.
—¡Jugado! —respondió ella en el acto.
Llegó el día de la prueba, y el moro de Malambio ganó por más de dos cuerpos el primer “terno”, no obstante haberle tocado competir con el favorito.
Por eso al volver al camino para la decisión —la lucha entre los tres ganadores de los respectivos “ternos”, nadie aceptaba, sino con gran usura, apuestas contra el moro.
Comenzaron las “partidas”, que Malambio, prudente, decidido a largar con ventaja, prolongó por largo tiempo. Su caballo, hasta entonces tranquilo, se enardeció extremadamente. Leonilda, que a orilla del camino presenciaba la lucha desde el pescante del breack, batió palmas, y gritó:
—¡Come-cola, come-cola!
Malambio púsose tan nervioso como su moro, y cuando bajaron la bandera, largó atravesado, dando lugar a que los contrarios le sacasen una ventaja que de ningún modo pudo recuperar después, y una vez más “comió cola”...
Por la noche hubo gran baile en la pulpería, y el desgraciado mozo decidió corregirse de su exceso de preparación y declararle a Leonilda el amor que de largo tiempo atrás le profesaba. Más de dos horas estuvo preparando las frases con que habría de abordarla. Entró al fin a la sala y díjole:
—Aquí le traigo el pañuelo perdido.
—Tuvo güen gusto —agradeció ella observando la prenda.
—Y espero me conceda esta polca...
Sonrió la moza y respondióle con hiriente ironía:
—¡Comió cola, Malambio!... Estoy comprometida.
Malambio estuvo todavía vacilando. Él tenía preparada su frase y quería ahora buscar la ocasión de decirla nuevamente. Pero la ocasión no se presentaba al parecer. Quiso atropellar entonces. Al fin y al cabo ya había dispuesto que era necesario hacer las cosas sin vacilaciones.
Y dijo:
—Vea, es que yo quería proponerle que nos casemos, porque yo la quiero mucho y dende hace mucho tiempo.
Leonilda lanzó una carcajada y dijo:
—Un mes antes lo hubiera acetado... Aura tengo novio... ¡Otra güelta comió cola!...
El poncho más pesado
Don Cantalicio iba con su hijo atravesando el campo. Lo notaba extraño, nervioso, violento; en esto aprovechó para hablarlo.
—¡Ruperto!
—¿Qué quiere, tata? —interrogó el mozo.
Recostados ambos en la culata de la carreta, ambos en ese instante indiferentes a la lluvia que arreciaba, el viejo fijó en su hijo la mirada severa y empezó:
—Vamo arreglar cuentas.
—Yo nunca se las he pedido.
—Porque no tenes derecho... Nunca se las pedí yo a mi padre, pero él a mí, sí, y siempre supe dárselas!
—Vaya diciendo, —rindió el mozo, sometido.
Con expresión más suave, el viejo comenzó:
—P’algo sirven los años y la esperencia. Yo sé que vos estás sufriendo de mal de amores. Palabra de mujer...
—¡Es como renguera ’e perro'... ¡Nu hay que crerla nunca!...
—Y cuando no se cre, se monta a caballo y se marcha; p’algo tiene caballo el gaucho.
—¡Y p’algo tiene facón tamién! —rugió con violencia Ruperto.
Medió un silencio. Con voz más angustiosa que el chirriar de las ruedas de la carreta girando sobre los ejes desengrasados, habló don Cantalicio:
—¡Ya me lo malisiaba!... ¡Tenes las manos manchadas de sangre!... ¡Lo compriendo!... Ella t’engañó... Fuiste en busca ’el rival, se toparon, lo peliastes y te tocó matarlo!... ¡Compriendo!... Es triste... ¡Pero el corazón es una achura que manda más que un ray!... ¡Pobre hijo mío!... ¡Compriendo!...
—¡No compriende!... ¡A quién mate no jué a él!
—¿No jué a él?...
—No. A ella. Le sumí cinco veces el facón!...
Hizo el viejo un brusco ademán, púsose muy pálido, agitó los brazos, tembláronle los dedos y se le nubló la vista. Durante varios minutos permaneció en estado de inconsciencia. Luego, con voz majestuosa, dijo:
—Yo he peliao varias ocasiones y he tenido la disgracia de dijuntear tres hombres, en güeña lay y defendiendo mi derecho... Matar, exponiéndose a ser muerto, es mérito y no avergüenza... Pero matar una mujer, es cobardía, es ser más chato que un vintén brasilero, es ser más maula que una mulita!... Yo bien vía que llevabas las manos manchadas de sangre, pero nunca colegí que te las ensuciases apuñaleando una oveja...
—¡Tata! ¡No me haga más pesao el poncho que llevo sobre el lomo!...
—¡Más pesao es el poncho ’e la consensia, poncho lleno ’e mugre qu’ensusea no sólo el cuenpo sino tamién el alma!...
Sentencias
¿Quién lo dijo?
Lo dijo la experiencia por boca de cien gauchos viejos curtidos a guascazos en las perrerías de la vida.
Y cada uno construyó un versículo y de su conjunto nació la Biblia nuestra, de autor anónimo, como todos los libros sagrados, producto de la sabiduría popular, que es la suprema sabiduría.
Y conjuntemos las canciones de gesta y la voz de todos los rapsodas, en un libro único que lee, sin comentarlo y sin admitir comentarios, un Homero gaucho.
Imaginémoslo un viejo de abundosa cabellera, de luengas barbas, —cañaveral de argento,— un busto erguido, no obstante las carradas de años, —madera dura y espinosa,— descargada sobre sus lomos; de unos ojos que aún alumbran con la luz intensa y cálida del lucero del alba; con unos labios grandes que se abren ampliamente para dar paso a la palabra honrada, sin formar ningún pliegue por el cual pudiera deslizarse solapadamente el inmundo reptil de la mentira.
Imaginémoslo con su aspecto de patriarca, sentado sobre un trozo de ceibo, rodeado de catecúmenos, para quienes evangelizaba así:...
“Quien no tiene cariño pa su Patria, en tampoco lo ha tenido pa
su madre; y solo los hijos de tordo no tienen cariño pa su madre.”
* * *
“Tené presente, y esto meteteló en lo más hondo de los sesos, que
si has hecho mil sacrificios por la Patria, el día que reclames
poniendo precio a uno solo de ellos, habrás perdido todo tu capital.”
* * *
“Ser bueno con la esperanza de la recompensa, es baja acción de
agiotista. Bueno, realmente bueno, es quien siembra el bien, sin
preocuparse de quienes utilizarán la cosecha, ni de si algo le
corresponderá en lo rendido por la cosecha.”
* * *
“Pa ser güeno no basta con no ser malo. Si yo veo una víbora ’e
la cruz, que no me puede hacer daño, poro que puede hacérselo a otros, y
no me expongo pa matarla, merezco las babas del desprecio de tuitos los
hombres honraos.”
* * *
“Priesten atención, mis hijitos. Se habla de la juerza.
“La juerza no está en los brazos ni las piernas. La juerza está en esa achura que tuitos llevamos entre el corazón y el espinazo, pero que pa unos es blandita como bofes y pa otros dura como tongorí.
Convénzanse muchachos; sin corazón no hay juerza.”
* * *
“Hay muchos que llevan lazo a los tientos y boleadoras a la
cintura y no son capaces de enlazar un poste de alambrado, ni de bolear
al perro que a su lado los acompaña en el campo.”
* * *
“Caballo muy escarceador y mujer muy linda, por lo rigular hacen pagar muy caro al dueño el orgullo de tenerlos.”
* * *
“De tuita l'hacienda que tuve solo me queda la marca.
“Voy a marear con ella este piacito ’e tierra que ha de ser mi sepoltura.”
* * *
“Nunca envidées a quienes echan muchas llamas: las llamas hacen las brasas, y es con las brasas que se hacen los asaos.”
* * *
“Los gauchos qu’en las tertulias del fogón enumeran los hombres
que han muerto, las mujeres que han seducido y los potros bravos que han
domao, cuasi con seguridá que no han muerto a ningún hombre, ni
seducido ninguna mujer, ni ensillao más que sotretas.”
* * *
“Reformar no es mejorar.
A cualquier palo se le puede sacar punta, pero la custión está en que la punta sirva p’algo.”
* * *
“La espina que ha ’e pinchar, dende chica tiene punta.”
* * *
“Hay hombres que son como los caminos, hechos pa que tuitos los pisen.”
* * *
“Mujer mala y caballo con “haba”, no engordan nunca.”
* * *
“El coraje, lo mesmo qu’el trabajo, son cosas muy lindas y
respetables, cuando son útiles. Pero el que se hace matar al cuete, no
más pa probar qu’es corajudo, igualito al que voltea una vaca
agarrándola de las guampas pa demostrar su juerza, y no es capaz d'e
aguantar dos días seguidos prendido a la mancera del arao, no merecen la
estima de los hombres dinos de ser hombres.”
* * *
“Un borracho y un loco son cuasi la mesma cosa; sólo que al loco se le tiene lástima y al borracho se le despresea.”
* * *
“Hay muchos que se ángan por querer vandiar el río sin saber nadar.
“La culpa no es de la correntera sino de la petulancia de quien la desafía sin tener juerzas pa vencerla.”
* * *
“No hay naides que no haya trompezao alguna vez en la vida.
“Pero quien trompieza dos veces en la mesma piedra, es zonzo de nacimiento.”
* * *
“Hace tuito el bien que puedas, pero si no sabes hacer mal a los malos no sirve el bien que hagas.”
* * *
“Sos guapo, conoces el camino y te tenés fe. Cerrás los ojos y
galopiás lo mesmo en el claror del día qu’en la noche neblinosa. En
cuasi siempre llegarás temprano a golpiar la puerta ’el rancho ’e la
china. Pero no te olvides que de un día pa otro el diablo cava un aujero
y el mejor caballo rueda y el más jinete se desnuca.”
* * *
“Hay hombres que tienen los ojos en el cogote y que sólo les
sirven pa ver las piedras donde han trompezao, dispués de haberse
desecho los pieses con el trompezón”.
* * *
“Desconfíale a los hombres que hablan mucho y a las mujeres que
hablan poco. Armada muy grande y armada muy chica, son traicioneras: en
las dos s’escuende del mesmo modo la mentira.”
* * *
“Las mujeres son como las víboras. Cuanti más finas y más chicas más veneno tienen.”
* * *
“Debes amar y respetar y venerar a tu padre y a tu madre, que te dieron el ser.
Debes querer a la mujer que elegiste por compañera y que ha compartido contigo los días de sol de primavera y los días fríos y nublosos del invierno.
Debes cariño enorme a tus hijos, carne de tu carne y sangre de tu sangre.
Empero, si la patria te llama en su defensa, olvídate que tenes padre, que tenés madre, que tenes mujer y que tenes hijos.”