Después de una marcha ininterrumpida de catorce horas, la división había hecho alto, al caer la noche, en la margen izquierda del Espinillo, un arroyuelo que defendía sus aguas fangosas estancadas con un espeso velo de caraguatas y sandíes.
La división se componía de unos ochocientos caballos y de cerca de doscientos hombres. Estos últimos se descomponían así: un coronel, cien comandantes, treinta capitanes, cincuenta tenientes. Lo demás era tropa, porque no habían mayores, ni subtenientes, ni sargentos, ni cabos.
Los jefes y la oficialidad eran buenos; pero la tropa dejaba mucho que desear. Estaba constituida, en su mayoría, por los peones del coronel y los jefes del estado mayor, por el contingente recogido a la cruzada del pueblo: un telegrafista, cinco maestros de escuela, dos periodistas, un literato, un médico, tres abogados y varios otros bultos igualmente inútiles.
En un día de pelea no serviría para nada porque por su ignorancia, siempre iba mal montado, no sabía cortar un alambrado ni rumbear con tino. Defectos graves, porque según lo había manifestado el coronel:
—«La consina era juir».
Y para huir, la división Japú tenía adquirido justísimo renombre.
El jefe, el coronel Valenciano, solía decir:
—A mí podrán redomarme, pero pa que me voltee un hombre, carece que las tercerolas del enemigo escupan muy lejos.
Y luego agregaba:
—El primer deber de un jefe es cuidar la vida a su gente y no hacerla matar al ñudo. Hay que peliar, yo no digo, pero buscando ventaja. El corajudo a quien lo dejan seco de un tiro ¿qué es?... Una osamenta lo mesmo que el maula al que lo balean porque no supo disparar a tiempo.
Por eso el coronel Valenciano y su división, siempre marchaban a punta, a la vanguardia, prestando inapreciables servicios al ejército, facilitando la disparada en su conocimiento del territorio, de las cortadas de campo, de las «picadas» desconocidas para la mayoría. ¡Como que entre los comandantes que acompañaban al coronel no había uno que no hubiese sido tropero, carrero, mayoral de diligencia, empleado de policía, contrabandista o cuatrero!... ¡Si sabían ellos por donde se «juye»!...
Y dado que la consigna era huir, hacer durar la guerra mientras hubiesen vacas que comer y caballos que montar, la división Japú llenaba cumplidamente su misión. Ella iba siempre delante, manifestando un profundo desprecio por el enemigo que venía detrás y que no encontraba una res que carnear, ni un caballo que ensillar, ni un poste de alambrado que echar al fuego.
Además de esos méritos, el coronel Valenciano tenía el de ser bueno y justo casi habitualmente; porque cuando le venía el ataque al hígado y se le «caía la paletilla»,—empujada por excesos de caña y mate amargo,—tornábase irascible al extremo.
Aquejado por una de esas cosas estaba cuando la división acampó en la margen izquierda del Espinillo.
Y apenas había tenido tiempo de echarse sobre la cama improvisada con las prendas del apero y aún no había concluido de quitarse las botas, cuando uno de los comandantes se presentó trayendo preso un individuo acusado de un montón de delitos.
—¿Qué ha hecho ese cachafaz?—preguntó malhumorado.
—Primeramente, mi coronel, le faltó a una muchacha en los ranchos de un puestero del Tala. Dispués la mató y mató a la madre y al padre qu'era un viejo lisiao y una hermana e la muchacha quera tuavía mamona... mas dispués juyó y jue a pedir posada a l'estancia del brasilero Guimaraens y lo mató de una puñalada y le sacó el cinto y un parejero doradillo que tenía escondido en la cocina...
—¿Y dispués?
—Nada más, mi coronel.
El coronel se refregó fuertemente el abultado abdomen.
—Parece como si me se reditiese el sebo!...
A poco, encarándose con el preso:
—¿Cómo te llamas vos?
—Juan Portillo.
—¿De los Portillos del Zucurú?
—Sí señor, hijo'e Ladislao Portillo.
—Lo conocí. Güeno bien che. Lo conocí; era muy amigo.
—¿Amigo suyo, coronel?
—Muy amigo'e lo ajeno.
—Sí; tenía esa debilidá, el pobre finao tata.
—Y a lo que parece, vos no negás la cría... Vamo a ver, ¿qué tenés que decir en tu disculpa?
Con estudiada humildad, el mozo respondió, bajando la vista.
—Digo... Lo e'la muchacha, Facunda, jué asina: yo la quería, ella me abrió juego, pero torciendo a dos riendas, en ocasiones diba de mi lao y en ocasiones del lao del sordo Serapio... L'otra noche caí al rancho... yo encelao, ella retrechera... estamo en tiempo e'guerra... ¡usté compriende, coronel
—¿Y?...
—Güeno, y asina no más jué.
—¿Y por qué la matastes dispués?
—¿Y qu'iba hacer?... ¿no estamo en guerra?... Aura pasamo pu'aquí y quien sabe cuándo pegaremos la güelta, si la pegamo, y yo no la iba a dejar a ella, la pobrecita a la disposición de Serapio qu'anda ronciando, escondido en el monte, pa no servir ni a Dios ni al Diablo...
El coronel volvió a refregarse la panza y continuó el interrogatorio.
—¿Y por qué degollastes a los viejos?...
—¡Por prudencia, coronel... Usté sabe que dispués de la guerra se hace la paz y con la paz encomienzan a fastidiarnos a nosotros, los chicos...
—Eso es razón. Pero la guacha mamona no iba dar declaración. ¿Por qué l'achurastes tamién?
—¡Por lástima, mi coronel!... ¿Qu'iba a ser de la pobre criaturita sola en el mundo, sin una perra que le diera la teta?...
—Eso es verdá. Pero aura viene lotro, el asesinato del brasilero Guimaraens.
—¡Pero eso es claro como agua e'cachimba, coronel!... Yo iba juyendo. Serapio había avisao a la gente del capitán Umpiénez y me largaron una partida que me venía pisando los garrones. Yo llevaba el mancarrón aplastao. Llegué a l'estancia el brasilero. Me recibió de mala manera. Descubrí el parejero doradillo, se lo pedí, me lo negó, discutimos; el sacó una pistola, yo saqué la daga... Me atropelló... y el bruto s'ensartó hasta la «ese»... El mesmo se dijuntió... Le saqué el caballo y...
—¡Le sacastes el cinto tamién!...
—¡Velay!... ¿Pa qué quiere un dijunto un cinto lleno de onzas de oro?...
—Eso es razón igualmente.
El coronel sentíase inclinado a la clemencia.
Encontraba muchos atenuantes en los crímenes de Juan Portillo y quizá hubiera llegado hasta la sentencia absolutiva si en ese momento el hígado no hubiese volcado un jarro de bilis.
Durante un rato se revolcó en la cama como caballo atacado de mal de orina, y cuando la crisis hubo cedido un poco, exclamó, dirigiéndose al comandante:
—Al fin y al cabo, son cosas que pasan a cualesquiera... Hay que tener compasión... Llevesló usté mesmo al muchacho, y afile bien el cuchillo pa degollarlo sin hacerlo sufrir al pobrecito...