La familia continuaba aún de sobremesa cuando Julia regresó de la cocina cargada con la vajilla que, como de costumbre, había levantado en un santiamén.
—Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en seguida la boca 'el poncho grueso,—ordenó don Pablo.
—Está bien, tata,—respondió ella con su humildad habitual.
—Y hacé ligero, porque dispués tenes que dir al arroyo, porque ya sabés que no me gusta amontonar ropa sucia.
—Está bien, mama.
—Pero antes,—intervino Jaime,—tenés que plancharme la bombacha blanca.
—Ya tengo la plancha en el fuego.
Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego echándose al hombro un gran lío de ropa, se dispuso a partir para el lavadero, mientras los otros ganaban sus camas respectivas para dormir tranquilamente la siesta.
Abrumada, más que por el peso de la carga por el dardear feroz del sol de enero, Julia recorrió las diez cuadras que mediaban entre las casas y el lavadero.
No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aquella desconsideración era tan antigua, que habíase acostumbrado a considerarla como algo natural, lógico y hasta de perfecta justicia.
¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto como los bueyes aradores o el matungo carretonero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aquéllos, un animal doméstico, obligado a pagar con el trabajo el sustento y el albergue que le daban.
Había nacido en la chacra, hija de una «peona» que murió al darla a luz. No hubo nadie que reclamara su paternidad, ni nadie que la solicitara invocando derechos de parentesco. Doña Paula se dio la pena de criar la guacha. La calabaza que servía de biberón iba del hocico del cachorro o del cordero a los labios de la chica, sin cambiarle siquiera el trapo que hacía de tetina. Eran guachos todos. Y como todos los guachos, creció ruin, pequeña, delgaducha, fea y afeada más aún por esa humildad que obliga a hacerse lo más insignificante posible, a ocultar cuanto pudiese darle algún realce,—mimetismo moral, basado en la conveniencias de pasar inadvertido, como compensación de la carencia de armas de defensa.
Poseía una cara pequeña, fina, aborregada, y de ahí que todos la apodaran: la «Borrega guacha», mote ofensivo que nunca hizo mella en su alma de escasa sensibilidad.
¿Experimentó alguna vez ansias amorosas? Quizá; pero en todo caso fugitivas y desde mucho atrás anuladas, expulsadas de aquel cuerpecito, donde las fatigas cotidianas agotaron tempranamente los escasos encantos juveniles.
Sin embargo, el capricho del destino le tuvo reservado papel de protagonista en un drama emocionante.
Aquella tarde, al disponerse a regresar, ya en el gris del crepúsculo, terminada su tarea, fué bruscamente sorprendida por la aparición de un desconocido en el claro del lavadero.
—No se asuste, moza—díjole con voz suave y triste, el forastero;—no vengo p'hacerle mal, sino más bien pa pedirle ayuda.
Algo tranquilizada por la sincera afabilidad de aquella voz, Julia se atrevió a mirarlo. Era un mozo apuesto, de rostro casi lampiño y densamente pálido. Por debajo del ala del chambergo se advertía un pañuelo blanco, manchado de rojo, que le vendaba la frente, y otro pañuelo de seda blanco, que le cruzaba el pecho en bandolera, ofrecía también grandes máculas de sangre.
—Vengo mal herido—continuó diciendo;—y la polecía me persigue de cerca... Ya no tengo juerzas ni pa peliar ni pa juir... Usté ha'e conocer en este monte algún lugar seguro donde refugiarme durante tres o cuatro días... y si quisiese ser güena...
Súbitamente se le llenaron los ojos de lágrimas a la mansa «Borrega guacha».
—Sígame—respondió; y a través de estrecha y tortuosa vereda lo condujo hasta el sitio del bosque que parecía un cenador natural construído con murallas de árboles colosos y disimulado por lujuriante vegetación de zarzas y enredaderas: una verdadera cripta sobre el ras de la tierra.
Al pie de un guayabo centenario amarilleaba la paja de un ranchejo de dos metros de largo por uno de alto y otro de ancho.
—Aquí vivió seis meses el matrero Lucas Peña, sin que pudiesen descubrirlo tres policías que lo perseguían a pleito y que l'olfatiaban pu'acá—dijo Julia, con la expresión más natural del mundo...
* * *
Quince días habían transcurrido, y durante ninguno de ellos le
faltó a la «Borrega guacha» algún pretexto para visitar al asilado,
llevarle alimentos y curarle las heridas.
Rápidamente se estableció entre ambos una franca camaradería. Él le contó sin recelos toda su historia. Se llamaba Faustino Sierra, era «guacho» como ella, había crecido sin afectos, sin dirección, sin amparo y después de mucho rodar, con poco amor al trabajo y menos aún a la subordinación, terminó por dedicarse al contrabando de haciendas. Varias veces su cuadrilla anduvo a los tiros con la policías, y en el último encuentro, mal herido y bajo una persecución tenaz, llegó a aquel paraje, donde la bondad y la discreción de Julia le permitieron abrigo seguro y medios de restablecerse rápidamente.
—¡Usté ha sido mi madrecita!—exclamó emocionado.—Y si quisiese ser más güena entuavía, sería mi novia, y al calor de nuestros cariños secaríamos las ropas que durante tuita la vida hemos llevao sobre el alma!...
—¡No diga esas cosas!—exclamó la Borrega con voz ahogada y con el rostro convertido en un ascua.
Y a poco:
—Aura que ya está juerte, vayasé y... olvidesé de mí.
—Olvidarla, nunca. ¡Vámonos juntos, matreriemos juntos, casemos nuestras tristezas, y dese casal nacerá la alegría!...
Él hablaba con voz cálida, insinuante, sincera. Ella temblaba y sollozaba, repitiendo invariablemente:
—¡No! ¡no!... ¡vayasé!...
Faustino la vió vencida. Bruscamente la estrechó entre sus brazos y le besó frenéticamente los labios.
Julia desfallecía ante aquella caricia, la primera recibida en la aridez de sus treinta años.
El violento latir del corazón la ahogaba. Una cortina roja le nubló los ojos y la voz se apagó en su garganta...
Serenado, Faustino explicó:
—Yo he conseguido un buen caballo y un apero... Cuando cierre la noche y los viejos se haigan acostao, venite... Yo soy baquiano y te garanto que al amanecer estaremos del otro lao de la frontera... ¿Vas a venir?...
—¡Sí!—contestó ella, sin saber lo que decía, y escapó hacia las casas.
Como autómata, en completa inconsciencia de sus actos, hizo la cena, la sirvió, lavó el servicio, levantó la mesa y se retiró a su cuarto, todo con la misma regularidad de siempre, sin que ninguno hubiese advertido en ella algo anormal o insólito.
Encendió la vela, sentóse al borde de la cama y permaneció abismada, intentando vanamente un raciocinio que le permitiera orientarse en aquel tan obscuro y complicado trance de su hasta entonces simple y monótona existencia.
Largo tiempo permaneció así. Luego se puso de pie y sacó del baúl sus prendas domingueras, que fué extendiendo prolijamente sobre el lecho. Luego se quitó la bata y la pollera, y tomando el peine fué a arreglarse frente al pedazo de espejo enclavado en el muro.
Se observó con pena. Encontróse fea y vieja. Ni su rostro ni su cuerpo podían ofrecer el menor aliciente al más benévolo de los amantes, y experimentando por primera vez el sentimiento de rebelión contra las injusticias del destino, rompió a llorar, y estrujando con rabia las prendas domingueras, las volvió de nuevo a la oscuridad del baúl.
Luego lloró, lloró por largo tiempo, regando con su llanto los pétalos de su única ilusión deshojada al nacer...
Cuando logró un poco de calma, tomó un pedazo de papel y un lápiz, y escribió en toscos caracteres:
«Vayasé. Vayasé solo, porque yo... ¡yo no lo quiero!...
Tornó a llorar copiosamente y al final salió, corrió, llegóse al escondido potril. A la entrada encontró el caballo de Faustino, ensillado, pronto para la partida. Con una espina de tala clavó la esquela en el cojinillo y se marchó con la misma premura, sin que Faustino hubiese tenido tiempo de advertir su presencia.
Y al día siguiente, la «Borrega guacha», con el corazón sereno, con los ojos áridos, conformada, curada de aquella repentina cuan insensata crisis emotiva, retornaba tranquilamente a sus rutinarias tareas de animal doméstico.