El reloj de pared sonó las diez con una lenta y cascada voz de viejo.
A esa voz, don Manuel levantóse sobresaltado de la silla en que se había quedado dormido. Su vista vaga, indecisa, paseóse por el salón, desconociéndolo.
La vieja lámpara que pendía del techo, derrababa una luz amarillenta y triste sobre las anaquelerías atascadas de artículos diversos, sobre el hule descascarado que tapizaba el mostrador y sobre las botellas y los vasos alineados sobre el zinc del despacho de bebidas.
En lo alto de los muros blanqueados, proyectaban sombras raras los objetos suspendidos de las vigas del techo: frenos, tazas, cinchas, cazuelas, riendas y maneas, jarros y guitarras, una disparatada población de bric-a-brac.
Don Manuel observaba el lugar con creciente sorpresa. Miró la armazón de enfrente, la mayor, en cuyos estantes se apilaban las piezas de tela, las blancas cajas de cartón conteniendo festones y puntillas, las verdes cajas guardando medias y calcetines, todo parecióle extraño, desconocido.
Y sin embargo, todo allí, todo, en conjunto, y en detalles, le era familiar. Probablemente no existía en la casa un solo objeto que no hubiese pasado por sus manos; un solo artículo cuya colocación, calidad, precio de costo y de venta, ignorase, y eso que los había en cantidad respetable y en mescolanza original, dado que la casa era: «almacén, tienda y ferretería», con el aditamento de librería y farmacia, más el obligado apéndice de acopio de frutos del país: trigo, maíz, lana, cueros, cerda, aspas, etc., y la yapa de «agencia de correos y venta de papel sellado y timbres»; un «Louvre» o un «Bon Marché» en plena Pampa.
Miraba ejecutando prodigiosos esfuerzos para despertar la memoria. Cerca del ventanillo de la «glorieta» estaba el anaquel de las conservas donde dormían las latas de sardinas, de atún, de congrio, de merluza, de calamares y de ostras, entre bocales de ciruelas, frascos de aceitunas y cajas de pasas de higo. El estrecho lienzo de pared que mediaba entre la estantería y la reja, estaba a la altura del hombro totalmente ennegrecido con inscripciones, cifras y diseños de marcas trazadas a lápiz. Don Manuel reconoció su propia escritura entre otras escrituras.
Continuó observando. En la puerta del mostrador, una gran balanza mostraba el abultado vientre de su platillo de bronce y el cuerpo plano y negro, dormitando bajo la custodia de media docena de pesas, pentagonales, trozos de hierro ennegrecido. En el puesto extremo de la larga mesa, junto a la pila de zarazas, ronroñaba un gato barcino; por el centro, al lado de una palmatoria de metal amarillo, veíase un mazo de naipes viejos, sucios, encrespados como plumaje de gallina clueca; inmediato a los naipes un puñadito de garbanzos, dos groseros vasos de vidrio, una botella vacía, ceniza y colillas de cigarrillos.
—¡Curioso, curioso!—decía mentalmente don Manuel, desconcertado ante aquella complicación psíquica, tan ajena a la simplicidad ordinaria de su existencia, por medio de la cual los objetos le eran al mismo tiempo familiares y desconocidos...
Desorientado, tornó a sentarse en la misma silla, junto al mostrador, cerca de la candela. Inconscientemente comenzó a dibujar el trazado de su vida. Tenía doce años al llegar de España. Era entonces un «galleguito» ignorante y vivaracho, dotado de una extraordinaria energía, seguro de llegar a la fortuna más tarde o más temprano. Casi sin transición pasó del barco que le trajo a la casa de comercio de su paisano don José Rodríguez, donde fué ascendiendo, de sirviente a peón, de peón a dependiente, de dependiente a socio y a dueño por fin.
Todo eso allí, en esa misma casa, en aquella «pulpería» de campaña identificada en su persona. Allí penó, allí luchó, allí conquistó la fortuna, que fué la única novia de sus sueños.
Novia inconstante. Los años malos trajeron una situación difícil, viendose obligado a buscar un socio para salvarla. No salvó nada, la suerte le había dado la espalda y fué necesario vender, vender todo, abandonar aquella casa. La víspera había firmado la escritura, al día siguiente debía hacer entrega del negocio y partir...
¡Partir!... El derrumbe de su fortuna no impresionaba mayormente a don Manuel: tenía cerca de cincuenta años, era solo, era sobrio y con lo salvado le alcanzaría para pasar la vida; ¡pero salir de allí, abandonar aquella casa, en cáscara!... Eso era insoportable...
Pensando, pensando, una idea nació en su cerebro. Al principio la encontró absurda; luego le agradó. Le agradó tanto, que disipando instantáneamente sus tristezas, volvió a reconocer el salón y los objetos familiares. Bajo esa impresión fué a su cuarto, se acostó y durmió tranquilo.
Al día siguiente, después de haber hecho formal entrega del establecimiento al nuevo dueño—su socio don Pedro,—éste quedó pasmado al oir lo siguiente:
—¿Quiere tomarme de dependiente?
—¡Pero don Manuel!... ¿Es chacota?...
—Es serio.
—Francamente... no comprendo...
—¿No comprende que yo no podré vivir separado de estos cachivaches, privado de mis hábitos de casi cuarenta años, libertado de la cadena que de niño me soldaron al taquillo?...
* * *
Confesaba don Manuel que nunca había sido tan feliz como entonces, diestro y activo dependiente de cabellos grises, en la casa en que había sido patrón a los 30 años y dependiente a los 15.