Era una de esas tardes de otoño en que, tras lluvias copiosas, diáfano el cielo, los rayos solares caían sobre la tierra indefensa como agujas enrojecidas.
Momento propicio para que la sabandija troglodita, rabiosa con el obligado encierro, se echase al campo para saciar sus hambres en despiadadas depredaciones.
En el corredor de la finca,—un corredor cubierto y toldado por orgullosas frondescencias de glicinas y madreselvas,—Félix Alberto de San Fernando dormitaba en su mecedora de mimbre. El diario, que más que leer miraba, había caído de sus manos.
Absorbido en la lectura del periódico, su cuñado Pantaleón, un demócrata fanático que no creía en Dios, pero sí en la infalibilidad de la prensa,—se interrumpió de pronto para exclamar:
—¡Qué admirable!
—¿Admirable qué?—preguntó Félix Alberto, volviendo a la superficie de la vida real.
—¡El esfuerzo ruso!
—¡Ah!... ¿Reconquistaron Varsovia?
—¡Han hecho algo mucho más grande!... Han derrumbado en tres días, convertido en escombros, el tres veces centenario edificio de la autocracia. Una nueva y grande democracia nace a la faz del mundo. ¡Rusia es libre!
—¡Bravo!... ¿Ya tiene la libertad de elegir sus tiranos?... Algo es algo.
Pantaleón observó por debajo de los lentes a su cuñado, tuvo para él una mirada de suprema piedad, y diciéndose in mente: «Pobrecito, está chiflado, completamente chiflado», tornó a sumergirse en la lectura de su diario, su biblia y su oráculo.
Pantaleón era un excelente burgués, ventrudo, comilón, sin otras aspiraciones que gozar tranquilamente de los goces materiales de la vida, dentro de un perfecto egoísmo, sin que ello le impidiera ser, ideológica y platónicamente, humanitarista, igualitario, enemigo irreductible de los privilegios, en toda sus formas, desde la armada y brutal hasta la corruptora de aterciopelamientos bizantinos.
Era un filósofo. Joven sin fortuna y sin profesión, simple empleado de un ministerio, se casó con la hermana de San Fernando y se consideró feliz.
Cuando las descabelladas aventuras de Félix Alberto insumieron las cuatro quintas partes de la fortuna común, obligándolos a reducirse a la extrema modestia de la chata vida rural en una finca provinciana,—islote salvado del derrubio,—no tuvo una protesta ni una queja.
Cierto que habían diminuido las satisfacciones de su sensualismo animal, pero como podía seguir comiendo, bebiendo, fumando y durmiendo bien, sin trabajar, sin «la terrible preocupación del mañana», vivía feliz.
No así Félix Alberto. Su completo fracaso en la política y las finanzas, lo envejeció prematuramente y le llenó el alma de escepticismos.
Refugiado en su finca salteña, despreocupado hasta del aliño de su persona, consagróse a los rudos trabajos del huerto y del jardín, fatigando los músculos para enervar el cerebro. Mostraba primordialmente, odio profundo a los libros, a los que calificaba de «deformadores de la inteligencia y del corazón».
«El comercio intelectual con los ingenios extraños, produce una mestización idealista,—decía,—tan perniciosa como la mestización zootécnica: brillo, apariencia, triunfo efímero, y, en el fondo, a corto término, el caos fisiológico, la degeneración, el derrumbe. Seleccionar, seleccionar siempre,—trabajo lento y penoso,—pero seguro.»
Ya tarde en su vida, había llegado a comprender la sabiduría del Evangelio y apreciar a Jean Jacques.
Esa opinión primitiva fué modificándose con el tiempo. La culpa de tantos males, individuales y colectivos causados por la escuela y el libro, debíanse a la petulante ignorancia de los ministros, autores de planes absurdos, por los cuales se ponen en galeras a las jóvenes inteligencias, llenándoles el cerebro de ciencia como se llena de granos a un ganso, enseñándoles de todo, menos a pensar...
Habló nuevamente Pantaleón, entusiasmado:
—¡Cuando el gran pueblo ruso, despojado de la tiranía, conozca los beneficios de la escuela...
—Sí, interrumpió Félix Alberto;—cuando los hijos de los moujicks hayan aprendido que la flor tiene cáliz y corola, pétalos y sépalos, andrógeo y gineceo, estambres y pistilos, ya serán sabios; pero no sabrán distinguir un cardo a un alcaucil, ni el trigo de la avena, ni de aporcar una planta, ni de guiar un arado asido a la mancera...
Declinaba la tarde. Perico, el primogénito de Pantaleón, regresó de la escuela.
—¿Qué te han enseñado hoy?—interrogó el tío.
—La fábula de la Hormiga y la Cigarra. ¡Es más linda!... ¿Quiere que se la recite, tío?...
—No gracias, ya la conozco. Es la apología de la hormiga, de la canalla fórmica, que trabaja formidablemente, pero que trabaja como los ladrones y los usureros, arruinando el trabajo de los sembradores, destruyendo en su exclusivo servicio lo que nosotros construímos en servicio de la humanidad!... ¡La canalla fórmica, el latrocinio organizado, la honorabilidad de los opulentos, ante quienes se inclinan los miserables despojados de sus pocos haberes por la inclemencia de esos forcejudos trabajadores cuyo trabajo consiste en trasladar a sus graneros la cosecha ajena!...
«¡Y en la escuela te enseñan a honrar e imitar la hormiga!... Lo mismo hacen nuestras democracias. Tu maestro, sin discusión, un historiador de textos que pasan por su cerebro como sobre un espejo, de fijo no ha cultivado la tierra, no ha penado sobre ella y no sabe por lo tanto—en su moral de confección,—que vale más la cigarra imprevisora que la hormiga infame.
«La hormiga es el latifundista, el acopiador y el usurero que devoran todo el producto del trabajo...
«¡Y en la escuela te enseñan a admirar e imitar a la hormiga, a ser caballa; se placen en modelar tu alma con esa arcilla!... ¡Oh, la canalla fórmica!»...
Y, poniéndose de pie, dijo:
—Voy a ponerle la máquina a un hormiguero que descubrí detrás del horno.