La Caza del Tigre

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Martin Réibel, cariñosa y agradecidamente.


Siempre fué pago temido el «Rincón de la Bajada»; siempre fué escasa y difícil la vigilancia policial y en todo tiempo abundaron los robos y los crímenes; pero desde que el país ardía en guerra civil, aquello habíase convertido en lugar de perennes angustias.

La escasa fuerza de policía, militarizada, se marchó, formando parte de la división departamental. De los hombres del pago, unos habían sido tomados por el gobierno para el servicio de las armas, otros se habían incorporado á las filas revolucionarias y muchos ganaron los montes ó huyeron al extranjero. En la comarca desolada, sólo quedaron las mujeres, los niños y los viejos, muy viejos, inservibles hasta para arrear caballadas.

El «Rincón de la Bajada», ubicado en un paraje excéntrico, por donde no era nada probable que se aventurasen fuerzas armadas, quedó á entera disposición del malevaje. Y aún cuando hubiera ido gente de afuera, escaso riesgo correrían los bandidos, perfectos conocedores de aquel feo paraje.

Una sierra, de poca altura, pero abrupta y totalmente cubierta de espinosa selva de molles y talas, cerraba el valle por el norte y por el este, formando muralla inaccesible á quien no conociera las raras y complicadas sendas que caracoleaban entre riscos y zarzas. Al oeste y al sur, corría un arroyo, nacido de las vertientes de la sierra; un arroyo insignificante, en apariencia, y en realidad temible. No ofrecía ningún vado franco; apenas tres ó cuatro «picadas» que, para pasarlas, era menester que fuesen baqueanos el jinete y el caballo.

Antes de llegar á la vera del monte, había que cruzar el estero que bordeaba el arroyo en toda su extensión; y era uno de esos peligrosos esteros donde la paja brava, la espadaña, los camalotes y los sarandís, en extraordinaria vegetación, cerraban el paso al viajero, cuando no disimulaban la traidora ciénaga, devoradora de incáutos. Tras esa primera línea de defensa, encontrábase el bosque, ancho y «sucio» como pocos, y luego el cauce, el arroyo, que cuando no espumaba con ímpetus de torrente, ensanchábase sobre el lecho fangoso, más temible aún que la corriente embravecida.

Así eran los contornos del valle, cuyo interior estaba poblado de grupos rocosos y selváticos, que parecían retoños de la sierra y contribuían á hacer más huraño el paraje.

Los moradores era toda gente pobre, poseedores de pequeños predios dedicados al cultivo del maíz y al pastoreo de reducidos rebaños.

Normalmente no eran muy perjudicados por los bandoleros, aves rapaces para quienes el «Rincón de la Bajada», constituía el nido inaccesible donde iban á refugiarse y á esconder el botín conquistado en pagos más ricos.

Empero, la guerra aumentó la habitual población de la sierra y el estero, con un buen número de forajidos extraños, quienes no tenían por qué usar consideraciones para con la indefensa gente del valle. Entre los recién llegados, encontrábase el rubio Santos Leiva, jefe de una cuadrilla célebre por sus hazañas criminales y por su ferocidad insuperable.

A Santos Leiva apodábanle el «Tigre»; y era, física y moralmente, un tigre. La cabeza pequeña, la frente oblicua, la cara corta y ancha, saliente de pómulos, recia de maxilares; los ojos pardos, encapotados, un tanto oblicuos, y la boca grande, de labios finos, y el bigote ralo y rígido, dábanle una marcada semejanza con el sanguinario felino.

Y su alma estaba en perfecta armonía con el rostro. Contábanse de él horripilantes escenas de tal crueldad que su refinamiento acusaba una perversión neurótica.

Era ante todo, un sátiro, pero un sátiro perverso, que gozaba imponiendo á sus víctimas los mayores tormentos, las más inauditas torturas morales.

Las pobres mujeres del «Rincón de la Bajada» tenían sobrados motivos para vivir temblando de espanto, á la espera del inevitable turno del sacrificio. Eran ya muchas las humilladas y martirizadas por el lujurioso bandido. Al rayar de cada día, las infelices despertaban azoradas, y en tanto ordeñaban la lechera, ó en tanto avivaban la brasa del trashoguero, sus ojos escudriñaban el horizonte, temerosas de ver diseñarse la arrogante silueta de el «Tigre».

Por todo el valle habia rastros,—sangre y lágrimas, dolor y vergüenza,—dejados por la artera alimaña, contra la cual nada valían los ruegos, ni las súplicas, ni los llantos.


* * *


Jesús María fué uno de los primeros en ponerse la divisa y marchar á la guerra. El rancho de Jesús María se recostaba sobre unos peñascos, coronados de molles negros, duros, torcidos y espinosos como la envidia; un monte que daba asco y que Jesús María intentó varias veces destruir, prendiéndole fuego; sin éxito, por cuanto el molle verde, lo mismo que la envidia, no arde; nunca arde lo ruín.

El rancho de Jesús María era uno de los más miserables del pago; pero Albina, su mujercita, era linda y fresca cual la más linda y fresca margarita crecida en las junturas de las rocas, en fragante consorcio con los tréboles y la yerba de lagarto. Era tan pura como agua de manantial y buena lo mismo que cordero guacho.

Dos cariños le llenaban el alma: el de su esposo y el de su padre. Su padre, el viejo Dionisio, era muy viejo. Las crónicas comarcanas decían que fué diablo en su tiempo, que llenó de peligrosas aventuras su existencia, que las muchas cicatrices estampadas en su cuerpo, atestiguaban ser de aquellos «que no tenían el cuero para negocio», que hubo época en que se le respetaba por un hombría de bien y se le temía por su coraje; pero ya estaba muy viejo, don Dionisio. Hasta para picar el naco le temblaban las manos y, en ocasiones, se tajeaba los dedos. Al irse á la guerra, Jesús María le dijo:

—Yo tengo que dirme. Soy de la tropilla y hay que seguir el cencerro de la madrina.

El viejo respondió:

—Andate.

—De todas layas, si me quedo, me han de embozalar lo mesmo, y asina, más mejor es que me vaya p’ande me tira la querencia...

—Andate.

—L’único que siento es dejar solita á Albina; pero de tuitas maneras, me quede ó me vaya no la viá poder cuidar.

—Andate.

Y Jesús María, después de abrazar á Albina y al viejo Dionisio, se fué.

Los primeros tiempos la existencia continuó invariable en la silenciosa morada escondida entre las breñas; más, quiso la malaventura, que un día el «Tigre»,—sea guiado por el olfato, sea por el instinto de descubrir los secretos de la maraña,—descubriese el refugio de aquellos dos seres indefensos.

Había maneado el caballo, oculto en un bosquecillo de tala, y á pie, cautelosamente, llegó hasta la covacha, frente á la cual, en cuclillas, Albina hallábase ocupada en desgranar maíz para el locro de la cena. El bandido pudo contemplarla sin ser visto. La encontró fresca y apetitosa, y sin gastar palabras, con su brutalidad animal, se avalanzó, la abrazó y le dió un beso estrepitoso. Ella lanzó un grito de angustia y se puso á temblar entre sus brazos, paralizada, media muerta de espanto

—¡Linda y miedosa como una gama!—díjole zalameramente el «Tigre».

Y como la paisana nada respondiera, él agregó con voz autoritariamente cariñosa:

—Espéreme esta noche, prendita; á las nueve sale la luna, y como la luna está grande, podré contemplar á gusto esa carita de reina...

Volvió á besarla, la soltó y retirándose un par de pasos, exclamó con acento feroz:

—¡Hasta luego, eh!...—y con la agilidad de un gato montés, se perdió entre los peñascos y la maleza.


* * *


Caía la tarde cuando volvió al rancho don Dionisio, con la vieja escopeta al hombro y unas perdices en la diestra. Apenas fijó sus ojos en el rostro de Albina, dió al suyo una expresión dura y exclamó sordamente:

—Ya ha caído el «Tigre» por aquí!...

—¡Tata!—balbuceó ella lagrimeando.

Y en seguida contó la escena abominable.

El viejo escuchó en silencio: meditó un rato y preguntó después:

—¿A las nueve, te dijo?

—A las nueve.

—Güeno, hay tiempo.

Tiró al suelo las perdices y volvió á salir en silencio.

Cuando regresó ya era noche.

—La cena está pronta,—díjole Albina mirándolo con ansiosa interrogación.

Y Dionisio, tranquilo:

—Vamos á comer,—respondió;—hay tiempo

—¿Tiempo para qué, tata?

—¡Pues!... ¡pa pulpiar!...

Finalizada la merienda; el viejo tomó de un brazo á su hija y le ordenó:

—Vos conocés el güeco ’e los espinillos... Andate allí, escóndete bien, y esperá...

—¡Pero, tata!—imploró ella,—me v’á buscar el «Tigre», y...

—¡Andá no más!... Cuando yo era mozo he cazao muchos tigres y puede que aura mesmo, siendo una tapera, tuavía sepa destripar un yaguareté. ¡Andá no más!...

Obediente, Albina partió.

Don Dionisio quedó en la cocina, sentado en un cráneo de vacuno, sorbiendo verde y aventando humo. Iba pasando el tiempo. De pronto una sombra se proyectó en la reducida pieza. El paisano no se movió.

—¡Güenas noches!—gritó una voz seca como alcachofa.

—Muy güeñas—respondió Dionisio volviendo la cabeza.—Si gusta pasar...

—¿Ande está la moza?—preguntó el bandido, con voz de mando.

—¿Albina?... Salió.

—¡Ah!... ¿Con qué... salió?...

Al decir esto, el «Tigre» había arrollado en la mano la azotera del grueso rebenque plateado y había dado un paso, amenazante, terrible.

El viejo, sin inmutarse respondió:

—Sí, señor... Ella no sale cuasi nunca, y más menos de noche... pero hoy me dijo: «Tata», viá dir á la Cueva Grande pa rejuntar unos yuyos pa un mozo que me pidió pa remedio; si guelve, digalé que lo espero allá...

—¡Ah!—exclamó el bandolero con aire satisfecho.—¿Y ande es la Cueva Grande?...

—Y... cerquita no más... Le viá mostrar.

Ambos salieron y don Dionisio indicó:

—Siga pu’aquí, esa senda finita, tuérza á la zurda ande encuentre un molle seco y dispués, detrás de unas piedras grandotas, está la cueva.

El bandido tuvo un segundo de duda; mas bien pronto se convenció de que nadie podía hacerle nada, que nadie podía, en aquel valle de mujeres, de niños y de viejos, atreverse con él, se marchó muy ufano.


* * *


Siguiendo las instrucciones del viejo, el «Tigre» llegó hasta la abertura de una pequeña caverna. Vaciló; retrocedió, y pusóse á observar el contorno; no halló nada sospechoso; desnudó el puñal y se largó á la obscuridad de la gruta.

Pocos pasos había dado en el interior, cuando le sorprendieron los ladridos de muchos perros. En seguida corrió á la puerta de la caverna y allí tuvo que habérselas con una jauría que el viejo Dionisio azuzaba:

—¡Chúmbale, Barzino!... ¡Chúmbale, Zorro!... ¡Chúmbale, León!

El bandido defendíase distribuyendo hachazos, pero en seguida, cuando iba haciendo retroceder á la perrada, una lluvia de piedras cayó sobre él y treinta voces de mujer lo increparon, lo insultaron, lo amenazaron...

Santos Leiva mantúvose oculto en la sombra, entre las zarzas; pero luego humillado, furioso con la burla, dió un brinco y se posó sobre una roca, amenazante, el facón en una mano, la pistola en la otra. La luna, casi llena, lo iluminaba de pies á cabeza.

El viejo Dionisio esperaba ese instante y mientras los perros seguían ladrando furiosos y las mujeres ahullaban más que los perros, él apuntó serenamente con su escopeta cargada hasta la boca, hizo fuego... y el bandido cayó con el pecho abierto por los balines...


Don Dionisio, rehuyendo elogios, decía, días después:

—No es mérito... Con güeños perros, una escopeta segura y el corazón sereno, cualquiera caza tigres!...


Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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