A Luis Doello Jurado.
Lo llamaban el "Valle del Venteveo". Era chico: poco más de dos
mil cuadras cerradas al oeste por el arco de una serranía baja y azul;
al este por un río de frondoso boscaje; al norte un arroyuelo ribeteado
de sauces y sarandises; al sur un cañadón sobre cuyo lecho pedregoso
cantaban las aguas arpegios de vidalitas; encantando a las mojarras
blancas, alegres, lindas como mañanas de otoño.
Lo llamaban el "Valle del Venteveo", quién sabe por qué; venteveos había muchos, pero ¿qué clase de pájaros no volaba sobre las lomas graciosas, o no picoteaba en la verdura de los llanos o no alborotaba en la maraña de los montes, o no se bañaba en las lagunas o no se inmovilizaba, observando el horizonte desde las cobálticas asperezas de la sierra?... Como no existían bañados, faltaban chajaes, garzas y mirasoles; pero, en cambio, las perdices infectaban las cuchillas, en los charcos remaban plácidamente patos y biguás, en los caminos saltaban en cardúmen las cachilas, en el rastrojo hormigueaban las torcaces, en los eucaliptos disputaban las cotorras con estridencias mujeriles, en los postes del corral edificaban los horneros; sobre los paraísos trinaban cardenales, calandrias, pirinchos, jilgueros, mixtos, viuditas y chingolos; en la sierra, los cuervos cuajaban los molles como enormes flores negras, mientras desde los picachos, las águilas lanzaban a la llanura la mirada combativa de sus pupilas de fuego; y en el bosque, el enjambre, las alas de todos los tamaños, las plumas de todos los colores, los trinos de todos los tonos.
Había pájaros en cantidad fabulosa en aquel valle, al cual no me explico por qué llamaron del "Venteveo", honrando un bicho ordinario, atrevido, inservible hasta para ser comido. Quizá por eso.
De cualquier modo, aquel era el valle de los pájaros. A don Casiano, el dueño de la estancia, un cincuentón, fuerte y alegre, llamábanle el "Tordo", y tenía más de veinte ahijados en el contorno; a doña Micaela, su esposa, dábanle el apodo de "Urraca" por su avarienta tacañería; a Floro, el hijo mayor, conocíasele por "Picaflor" y en sus treinta años de existencia había pialado más corazones femeninos que terneros de marca; al mayordomo, Dionisio, le decían "Carancho", porque para medrar no le hacía asco a ninguna carniza, siendo capaz de tragarse, sin daño, una vaca con carbunclo; Luis, el peón favorito de don Casiano, era apodado el "Hornero", quizá por su aspecto modesto, quizá por su laboriosidad excepcional, y, por último, Margarita, la hija única de los patrones, la trigueña flacucha, en cuyo rostro menudo sobraban ojos y labios, la morocha que al caminar tenía compases de tango y al hablar compases de petenera, era conocida en el pago por la "Chingola".
Era buena, buena infinitamente buena, la "Chingola"; tan buena que a ningún mozo le negaba un beso ni se enfadaba jamás por un pellizcón; decía:
—¡Que bruto!...—y se reía.
Luis estaba zonzamente enamorado de Claudia, la "Chingola", pero nunca le decía nada y sufría al verla saltar, gritar, ágil y alegre como una chingola, en brazos de un galán cualquiera.
Un día—una tarde caliginosa—el "Hornero" estaba sentado sobre una cabeza de vaca, bajo la enramada, remendando un cojinillo, cuando la "Chingola" llegóse por detrás, le echó los brazos al cuello y, besándolo en la nuca, le dijo riendo:
—¡A la hora de la siesta no se trabaja!
Volvióse el mozo sobresaltado y con raro atrevimiento la tomó en los brazos, la estrujó fuertemente, le bebió los labios y exclamó luego, temblando:
—¡Yo te quiero!
—¿Sí?—preguntó ella sonriendo.
Él:
—¿Querés casarte conmigo?... ¡Vos no sabes cómo yo te quiero, cómo pienso en vos a cada momento, como me privo de todo placer, de toda diversión, para dir rejuntando unos pesos que me permitan hoy o mañana, levantar un casucho para ofrecértelo!...
—¿De veras?—exclamó la "Chingola", emocionada.—¡Pabrecito "Hornero"!—y abrazándolo de nuevo, lo besó con vehemencia en la frente, en los ojos y en la boca.
Ladraron los perros. Llegaban a las casas el sargento Serapio y un soldado. Claudia dio un brinco corrió al encuentro del recién llegado:
—Bájese, Serapio.
Serapio desmontó, le dio la mano, apretando la de ella; ella se arrimó a él y él la oprimió contra el pecho, largó la rienda, le tomó la cara con la mano izquierda y le dio un beso en la boca. La "Chingola" dejó hacer, y luego, dando un brinco, exclamó:
—¡Luis, está el sargento!
Luis, después de haber presenciado la escena, había tomado nuevamente la lezna y recomenzaba la compostura del cojinillo.