I
Desde chiquitín, don Macario Bengochea había hecho maletas con sus actividades, distribuyendo por peso igual, de un lado el trabajo y del otro las diversiones.
A un hombre que es hombre, y más aún si ese hombre es un gaucho, no le debe asquear ninguna labor, así fuese más pesada que un toro padre, y más peligrosa que galopar por el campo en una de esas noches en que el cielo se entretiene en plantar rayos sobre la tierra.
Si el deber ordena pasar cuarenta y ocho horas sin apearse del caballo, sin comer y sin dormir, calado por la lluvia, amoratado por el frío, se aguanta; y a cada vez que el hambre, el sueño, el cansancio, se presentan con ánimo de interrumpir la tarea, se les pega un chirlazo, como a perro importuno, diciéndole:
—Ladiate che, que pa pintar una rodada, sobra con los tucuruces del campo y los aujeros del camino!...
Mas, cuando los clarines tocan rancho, hay que llenar la panza, con lo mucho y lo mejor, empujando hasta donde quepa, como quien hace chorizos, apretando hasta que no quede gota, de suero, como quien amasa queso.
Y cuando tocan a divertirse, en el armonioso bullicio del baile o de las carreras, o en el silencio de las carpetas y los velorios, sin preocuparse de aflojarles la cincha a los pingos de la imaginación y el sentimiento... ¡A galope tendido por el amplio y liso camino real de los placeres, con absoluta despreocupación de cuanto va quedando detrás de las ancas del caballo!...
Él lo exponía en su parla gráfica:
—La vida pa ser linda y ser como debe ser, ha de tener comparancia con las yapas de las riendas: entre argolla y argolla un corredor.
Así fué en el transcurso de muchos años, manteniendo siempre en equilibrio prudente las dos alas de la alforja. Más, al trasponer la portera de los cincuenta, empezó a romperse la armonía.
Del nacimiento hasta los veinte, los años marchan al tranco; de ahí hasta los cuarenta, trotean; y más padelante le meten galope tendido...
Hacía ya tiempo que don Macario vivía a galope a toda rienda. La sección trabajo quedó reducida al mínimum, y a medida que iba decreciendo, iba inflando la otra. En su casa, las fiestas se sucedían sin interrupción, no faltando nunca un pretexto para justificar el jolgorio. Todas las fiestas del calendario era puestas a contribución, lo mismo que todos los aniversarios familiares y una multitud de acontecimientos, como la terminación de la esquila o de las hierras, la doma del potro «formado en una penca», el triunfo del potro, cuando triunfaba y el desagravio alpotro por haber «perdido injustamente»...
El caso es, que, como mínimum, una vez por semana, el gran horno se tragaba una carrada de espinillo, para dorar en sus entrañas el copioso amasijo, las tortas, los bizcochos y los lechones; en tanto al frente, otra carrada de coronilla fabricaba montañas de brasas para la larga y difícil operación de asar los «con cuero», y mientras en los fogones de la cocina bramaban las ollas con los vientres llenos de gallinas destinadas al indispensable guisado con arroz.
Con semejante banqueteo continuo, todo el mundo estaba gordo en la Estancia del Pedernal, y de ahí que todos, siguiendo el ejemplo del patrón, consagraran al trabajo el menor tiempo posible. Después de un copioso almuerzo, sería una iniquidad privarle a un hombre de la larga siesta reparadora; y tras una noche de baile, juego y chupandina, inicuo sería obligar la peonada a montar a caballo e ir a recorrer el campo.
Doña Tolentina, quien, contagiada con la glotonería de su esposo se había convertido en pesado ballenáceo, abandonaba la cama para desparramarse sobre su amplia y sólida mecedora, en la cual permanecía tomando mate hasta que llegase la hora de sentarse a la mesa.
Jovita, hija única del ventripotente matrimonio, sin poseer el caudal adiposo de sus genitores era, sin embargo, tan perezosa como ellos. Para bailar y charlar con los mozos, era incansable; pero por natural consecuencia de ese derroche de energías, encontrábase durante todo el resto de la semana sin ánimo para hacer nada, ni siquiera del aseo y compostura de su persona.
¿Para qué lavarse, ni peinarse, ni engalanarse cuando las pocas horas que permanecía fuera del lecho, sólo la veían los «viejos» y el personal de la casa?
Hasta los peones y los gatos estaban gordos y siempre ahitos. Por eso los perros, despreocupándose de sus deberes policiacos, cuando no comían, dormían, y a cualquier hora del día o de la noche podían acercarse al guarda patio, no ya un forastero silencioso y prudente, sino una banda numerosa y barullenta sin que ellos llevasen el esfuerzo más allá de abrir un ojo y lanzar un gruñido.
Los gatos, por su parte no interrumpían el plácido ronroneo ni aún cuando los ratones pasaban por sus narices o brincaban sobre sus lomos. Como los ratones también estaban gordos, mostrábanse igualmente alegres.
Los bueyes, que rara vez se uncían, que cuando los uncían era para exigirles corta y liviana labor, competían en gordura y gallardía, con los caballos de la tropilla del servicio, tan deshabituados al trabajo, que cada vez que los ensillaban, todos, hasta los matungos de carretilla, mora y dientes en orqueta, sentíanse potros y nunca fallaban en hinchar el lomo y dar unos corcobos inofensivos al iniciar la marcha.
II
En la amplia sala, donde cuatro lámparas, a kerosene compiten con veinte velas de sebo, no a quien dé más luz, pero sí a quien produce más y más apestoso tufo, la alegría crepita como un paquete de cohetes chinescos. Ríen las primas , lloran las bordonas, acompañadas por el ruido acompasado da los giros de los danzantes y hay murmullo que semejan al pintado aletear del picaflor, y hay risas trinadas que recuerdan la salutación de las calandrias, en la umbría de la selva al sol que nace.
El baile está en su apogeo y don Macario no cabe en sí de satisfacción.
—¡Ansina me gusta ver retozar la mozada; y si no juese porque me pesa mucho el mondongo, ya me le había prendido a este chotías que mestá haciendo cosquillas en las tabas!...
—Ricuerdo qu'en un tiempo usté era más bailarín que un trompo,—notició un viejo gaucho adulador.
—¡Como un trompo silbador que desparramaba las parejas abriendo cancha pa sí solo!... ¡A ver, mulata!... alcanzale la limeta a mi compadre Ramón!... ¿Quiere pitar, compadre?...
En el más solitario y obscuro rincón de la sala, Gorgonio permanecía de pie, con el hombro apoyado al muro, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, inclinada sobre el pecho la cabeza con visible expresión de amargura y de tristeza en el semblante.
Entre aquella apiñada muchedumbre, sólo había una persona que le interesara, su prima Jovita; y Jovita, ora en brazos de su galán, ora en los de otros, pasaba y repasaba junto a él, empujándolo a veces en los giros de la danza, sin mirarlo, sin advertirlo... ¡y era su novia!...
Cinco o seis veces había ido a «sacarla» y en todas recibió idéntica respuesta:
—Pa esta estoy comprometida.
—¿Y pa la que viene?
—Creo que también... dejame cumplir con los forasteros, que a vos te sobra tiempo!... Además ya sabes que no conviene que tata malisée nuestras rilaciones... Pa mi gusto que, la vieja ha olido algo... Hasta luego...
Fué entonces cuando Gorgonio optó por irse a refugiar en el más obscuro rincón de la sala, para poder, sin mostrar a los demás la miseria de su sufrimiento, seguir contemplando a la ingrata adorada...
Extraño novio era él. Novio de entre semana, clandestino, considerado por Jovita como un vicio inconfesable, algo así como la camaradería de la niña de la casa con la sirvienta, camaradería que debe desaparecer en absoluto ante la presencia de las visitas; amistad igualitaria en la chismografía del fogón de la cocina, pero que no podía trasponer las puertas de la sala, dentro de la cual era forzoso poner ambiente entre las distanciadas categorías: la «niña» y la «piona».
Cruelmente herido en su cariño y en su orgullo, luchaba el mozo entre el deseo de marcharse indicado por el amor propio ofendido, y la orden de permanecer allí, dada por el torcedor de los celos.
Estaba a punto de triunfar el primer impulso en el instante que Jovita fué a pasar junto a él, dirigiéndose a las habitaciones interiores.
Tanta tristeza notó expresada en el rostro de Gorgonio que se sintió conmovida y se detuvo para decirle afectuosamente:
—Te reservo la primera polca que venga.
—¿Pa qué?—replicó él con amargura; pa qué, si ya veo que la plantita'e mi cariño se ha secao en tu corazón!
Irritóse ella:
—Siempre has de hablar de cosas bobas, siempre has de andar con ese aire triste de lechuzón y siempre has de andar llorando achaques y miserias como una vieja pedigüeña!...
—¡Porque te quiero!...
—También te quiero yo, y estoy contenta y me río y me divierto.
—Porque no sentís el verdadero querer.
—Si el verdadero querer obliga a estar siempre con cara de sepulturero y a pegarse las vistas con cáscara'e cebolla pa que s'enllenen de agua cuando una no tiene denguna ganas de llorar, renunceo al querer. Yo soy así.
—Yo desearía que jueses de otra laya.
—Vos me querés porque m'encontrás bonita, sempática, alegre, pero pretendés que sea bonita, sempática y alegre, sólo pa vos; pretendés que sea pa vos un jilguero cantor, de linda pluma y saltarín, y pa los demás una lechuza cebruna, empacada, muda... Pensar ansina y querer ordeñar una mosca son locuras tocayas...
Gorgonio no encontró la réplica. Todo lo dicho por su prima parecióle falso, sofístico, malo, pero en la cartuchera de su ingenio faltaba la munición para contestar con eficacia al ataque.
—Hasta luego,—dijo ella; vení a sacarme en la primera polca.
Y se fué.
Él esperó.
Los guitarreros tocaron una mazurka, después un vals, a continuación una habanera; más adelante otro vals, otra mazurka y otra habanera, y, por último, un pericón, cuyas variadas figuras prolongaron la fiesta hasta que la luz del nuevo día entró por puertas y ventanas, avergonzando a lámparas y velas... Fatigados los «musiqueros» y los bailarines, terminó la jarana, sin haber dejado sitio para la polka que Gorgonió esperaba bailar con su novia.
Durante toda la noche, nadie, y su novia menos que nadie, se habían preocupado lo más mínimo de Gorgonio.
Y sin embargo, don Macario había tomado como pretexto de la «comilona», el onomástico de su sobrino Gorgonio!...
III
Cuando el mozo regresó a su casa, ya el sol iba trepando la cuchilla del cielo. Aunque no había pegado los ojos en toda la noche, no hizo más que cambiarse las prendas domingueras por las habituales del trabajo, y echándose al hombro la azada se encaminó a la huerta y se puso a continuar la carpida del extenso sembrado de papas.
Sabía perfectamente que su padre no le reprocharía unas cuantas horas robadas al trabajo para satisfacer la necesidad juvenil de divertirse; pero ni su concepto del deber, ni el estado de su espíritu le permitían ir en busca de reposo.
Siempre había tenido por su austero padre el más respeetuoso cariño y se esforzaba siempre en todo en emularlo.
Eran dos camaradas. Don Filemón, cuantas veces tenía que referirse a su hijo lo designaba afectuosamente:
—Mi amigo Gorgonio...
Esa vez don Filemón prolongó más que de costumbre la «recorrida» del campido, entreteniéndose en curar las ovejas «abichadas», numerosas en aquella época. Llegó a la casa pasado el medio día. Se sentó a la mesa y ordenó a la vieja negra que acabara de llevar la fuente del puchero:
—Andá a ver si Gorgonio se va a levantar, o si quiere que le lleven la comida al cuarto...
—El niño Gorgonio está trabajando en la chacra.
—¿Ya se levantó?
—No se acostó. Ansina que llegó del baile no hizo más que cambiarse 'e ropas y dir a carpir las papas... Ni mate quiso tomar. Yo le oferté: «¿Querés que te sebe unos amargos?»... Y él me respondió de esta laya: «Gracias, tía Juana; dimasiaos he tomado anoche»... Y se jué a trabajar. Ansina es, pué...
—Güeno!... Andá llamarlo, que la comida s'enfría; y no te metas en lo que no te importa!...
Asustada por aquella insólita violencia del patrón, la viejecita corrió hasta la puerta, pero antes de salir exclamó:
—Yo no me meto, patrón, porque yo soy una pobre negra vieja más redonda que argolla el lazo... Pero pa mí que al niño Gorgonio le pasa algo, y que usté debería meterse...
Pocos minutos después entró Gorgonio.
—Güenos días, tata.
—Güenos, amigo Gorgonio.
El «amigo Gorgonio» mostróse singularmente triste y silencioso durante el almuerzo, a cuyo término don Filemón hablóle en esta forma:
—Amigo Gorgonio, hace tiempo que usté anda con un entripao muy grande al cual es preciso aplicarle una güena medecina; y usté no debió olvidar que los amigos son pa las ocasiones, y que mejor amigo que su padre, no ha'e tener en el mundo...
—Nada me pasa, tata,—tartamudeó el mozo.
—Tan grande es el pedazo'e pulpa que lo tiene atorao, que hasta l'obliga a mentir, a usté que siempre supo decir verdá!
—Hay cosas, tata, que no se deben decir.
—Hay cosas, que no se deben hacer, pero hijo, una vez hechas carece aguantarlas como varón; esconder una lacra no es curarla... Pero no perdamos tiempo al ñudo. ¿Vos estás enamorao de tu prima Jovita?
—¡Hasta los caracuces, tata!...
—¿Y ella te cabrestea?
—Parece que sí, pero siempre me dice que hay que desimular, porque los viejos no serían conformes.
—¿Y se hace el amor a escondidas? Lo desconozco amigo Gorgonio. Yo le enseñé que un hombre honrao debe viajar siempre por el camino real y a la luz del día. Sólo quien tiene delito marcha escondido en el poncho negro'e la noche, cortando campos y maniando alambraos. Y hay que tener vergüenza pa no hacer una mala acción, no pa empezarla.
Luego, suavizando el tono, el viejo prosiguió:
—Yo creo que mi sobrina no es la mujer que te conviene; pero como sé que lo qu'el corazón elige la riflesión no lo cambea, hoy mesmo viá ver a mi hermano y le hablaré derecho, viejo, como deben hablar los hombres.
Don Filemón era la antítesis, física y moral, de su hermano don Macario.
Era alto y flaco, serio, parco en todo. No fumaba, no bebía alcoholes, no frecuentaba las pulperías, no tuvo jamás un «parejero» y no conoció otras caricias femeninas que las de su esposa, muerta al dar a luz su único hijo, Gorgonio.
Su padre les dejó al morir muy reducida herencia quinientas hectáreas de campo y unos pocos animalitos correspondieron a cada uno de los dos hermanos.
Don Macario, con más inclinaciones al placer, a la vida alegre, que el trabajo rudo y metódico, despilfarró en poco tiempo las tres cuartas partes de su modesto patrimonio.
Empero, su casamiento con Tolentina, una jamona poco agraciada pero poseedora de una hijuela respetable, lo convirtió, del sábado al domingo en acaudalado estanciero, mientras su hermano mayor proseguía su vida laboriosa, cultivando por sí sólo su escasa heredad sin ningún progreso visible.
Tal era la situación respectiva de los dos hermanos, cuyas relaciones, dicho sea de paso, si siempre fueron cordiales, nunca fueron íntimas, en virtud de la desigualdad de fortuna—cuando don Filemón fué a la Estancia del Pedernal en misión casamentera.
Llegó en mal momento. Don Macario era un hombre generalmente alegre y bondadoso, pero no convenía abordarle al siguiente día de una fiesta, pues el exceso de comidas y de alcoholes, poníalo de un humor de perros. En la juerga de la víspera había ingerido, entre otras frioleras, medio lechón que «entuavía l'estaba patiando en la barriga», y una tal cantidad de vino y caña, que ya había concluido un barril de agua sin lograr extinguir el incendio que le devoraba las entrañas.
A las primeras palabras de don Filemón trató de evadirse, proponiendo postergar la discusión del asunto; pero el otro, con su terquedad de hombre metódico, habituado a hacer las cosas en su debido tiempo, insistió.
—Yo propongo. Vos decidís. Pa responder si o no, no carece consulta de abogao.
—Güeno, ¡pues no!—fué la categórica contestación de don Macario, expresada con una violencia poco común en él. Luego, intentando dulcificar la brutalidad de la negativa, explicó:
—No puede ser, Filemón. Escúchame y verás que me asiste razón. Pa cuasi todos yo soy un hombre rico; pero la verdá es que tengo más deudas que capital, y no abrigo más esperanza'e salvarme como me salvé antes, haciéndole un güen casamiento a Jovita antes de que el pago se entere de qu'estoy partido pu'el eje... ¿Es razón?
—Mirá que yo tengo algo que dejarle al muchacho... Algo que no es tan poco...
—Pa vos, hermano... Pero no pa mí. Todo lo que vos podas dejarle,—agregó—me lo fundo en dos comilonas!...
—¿Ultima palabra?
—Yo no tengo más que una.
—¿Y no te parece que sería justo consultar a Jovita?
—No me parece; ella hará lo que yo mande.
—Respeto tu parecer,—respondió don Filemón y sin demostrarse agraviado se despidió de su hermano para ir á transmitir a Gorgonio el fracaso de su misión, que, por otra parte, él preveía.
El mozo escuchó con serena entereza el relato de la entrevista; y cuando el padre interrogóle:
—¿Qué piensas hacer?—él contestó:
—Necesitó hablar con ella. Si ella me quiere como yo la quiero, consentirá en ser mi compañera, pobres o ricos, pese a quien pese. Si alega las mismas razones de tío Macario, tendré la asiguranza de que he colocao mal mi cariño y trataré de salvar anque más no sean las ganas.
—¡Así hablan los hombres!—dijo el viejo poniendo su callosa mano sobre la cabeza del hijo; y en segida, con augusta solemnidad, sentenció:
—Pero no olvidés que los hombres, los verdaderos hombres, están obligaos más que a decir lo que sienten, a cumplir lo que han dicho!...
V
La entrevista de Gorgonio con su novia fué breve y decisiva.
—¿Sabes lo que conversaron tata y tío Macario?
—Sí; mamá me contó todo, ordenándome que rompa mis relaciones con vos inmediatamente, porque nosotros, con juntar nuestras pobrezas lo vamos a pasar pescando sapos en arroyo'e la vida.
—¿Vos decís eso?
—Jué mamá que dijo que había dicho tata.
—Entonces vos pensás lo mesmo... Sin embargo tata dijo que él tenía su capitalito, y que a su muerte...
Sonriendo con cierta expresión despectiva, Jovita interrumpió:
—¡La herencia del tío Filemón!... Una chacra unos matungos viejos, una majadita que no habría, de alcanzarnos para el consumo de tres meses... y algunos pocos pesos que tenga ahorraos!... Convéncete, Gorgonio; yo te quiero bien, pero la vida es la vida y los cuatro vintenes que pueda dejar tío Filemón, serán mucho pa ustedes, pero nada pa nosotros, acostumbraos a ser ricos.
Gorgonio que se había puesto densamente pálido, inquirió con voz breve y seca:
—De modo que... ¿hemos rompido?...
—Tiene que ser... Seguiremos siendo amiguitos;—y le tendió la mano que el mozo no se dignó a tomar.
—Güeno, adiós,—dijo—que la suerte te dé el marido que mereces.
—Quien sabe, más adelante....—insinuó ella; y él respondió con tranquila firmeza:
—Un vale que se rompe ya no se paga jamás.
VI
Tres años transcurrieron y don Macario había ido a media rienda por el camino de la ruina. Apremiado por los acreedores, conocida su verdadera situación,—que él había intentado ocultar multiplicando la frecuencia y la explendidez de sus fiestas,—se encontraba ya al borde del abismo, cuando ocurrió el fallecimiento del tío Filemón. Jovita, agriada, herida en su amor propio, por el sucesivo abandono de parte de sus múltiples galanes de la época en que la creían un buen partido, empezó a juzgar menos despreciable la herencia del tío Filemón.
Sus padres compartían ese modo de pensar y los tres rivalizaron en esfuerzos para exteriorizar ante Gorgonio la pena que les causaba el infausto acontecimiento y las simpatías, el sincero cariño que le profesaban.
—Mi hermano Filemón no puede haber dejao gran cosa... pero quien anda con el freno en la mano no desprecea el caballo que le regalan porque no le gusta el pelo...
Misia Tolentina asintió. Para ella cualquiera solución era aceptable, con tal que le permitiese proseguir su vida holgazana de perro gordo, sin otro ideal que comer y dormir.
Jovita, que en su alma poco sensible al amor, sentía, si no cariño, tampoco repulsión por su primo, se resignó también al remate modesto de su brillante ensueño matrimonial.
En suma: la herencia del tío Filemón era misérrima, pero las circunstancias imponían la obligación de aceptarla; y en esto estuvieron perfectamente concordes los tres miembros de la familia.
No consultaron a Gorgonio, dando por sentado que había de aceptar jubilosamente el honor y la satisfacción de casarse con su adorada prima.
Y se esperó el desarrollo de los acontecimientos, guardando discreta compostura.
Poco antes de fallecer, don Filemón había dicho a su hijo:
—En la caja de latón qu'está en el fondo el baúl, encontrarás tuito lo que te dejo: la propiedá del pedazo'e tierra que me dejó mi padre, y lo que hemos ido ahorrando con mi trabajo y el tuyo, amigo Gorgonio.
La familia de don Macario, que había escuchado esas palabras, no se movió de la casa.
Durante él velorio no abandonaron un momento la sala, y en la casa quedaron instalados hasta el segundo día de la inhumación de los restos.
Hay que atender al pobre muchacho, canejo!... ¡P'algo sernos los parientes!...
Al tercer día, tras un almuerzo silencioso, casi lúgubre, don Macario llamó a parte a Gorgonio y le dijo paternalmente:
—Mira muchacho... Yo compriendo qu'estés abatatao... Pero es mi deber aconsejarte, que pa eso soy tu tío y tengo esperencia... El pobre Filemón ya se jué; aura hay que pensar en los vivos, porque por perra que sea la vida estamos condenados a vivirla... Es tiempo que abrás la caja e'latón pa ver lo que te manda hacer tu finao padre, con respeto a sus bienes.
—Tiene razón, tío,—respondió Gorgonio y extrajo del baúl la caja de latón.
Poco pesaba. La abrieron. Sólo contenía papeles: los títulos de propiedad del campito; los certificados de los diversos animales adquiridos; dos boletos de señal y de marca, y, finalmente, un sobre grande, dentro del cual había un documento prolijamente doblado y un papel garabateado por el viejo.
El papel decía así:
«Amigo Gorgonio: Con nuestro trabajo hemos vivido, pobremente, pero sin pasar necesidades. Vos nunca me pedistes y yo nunca te rendí cuentas. Aura te las presiento. El papel questá abajoésta esqu'ela es la libreta 'el Banco ande juí amontonando los aurritos de veinte años y que con las pariciones de los intereses han de andar rayando en los veinte mil. Cuando yo muera t'entregarán la platita con sólo mostrar ese certificao.. Te dejo una fortuna, amigo Gorgonio y sólo te pido que sepas emplearla bien, siendo siempre honrado y trabajador...»
—¡Veinte mil pesos!—exclamó entusiasmado don Macano.—Con esa suma podemos levantar las hipotecas del Pedernal, vos te ponés al frente del establecimiento, y...
—Y una vez casado...—dijo misia Tolentina—¡Eso será lo primero!... ¿No te parece Jovita?
—Me parece... es decir... según le parezca a Gorgonio,—respondió la chica con fingida emoción.
El mozo secóse las lágrimas que habían inundado sus ojos, y luego, con voz firme, enérgica, respondió:
—Sí. Lo primero ha'e ser casarme, formar un nido, pa no estar sólo, sin un poste en que rascarse, sin una cría pa lamber, y pa probarle al viejo querido que no me olvido de lo que me dijo, cuando me dijo: «Los verdaderos hombres están obligaos, más que a decir lo que piensan, a cumplir lo que han dicho».
—Está bien eso... Y como vos había prometido casarte...
—Con la hija del Chacarero Gervasio, dispués que usté me negó la mano'e Jovita y Jovita se me ladió también, me caso, con Juana, la hija del chacarero Gervasio, que me quiso sin saber que yo iba a recibir cincuenta mil pesos de herencia del finao mi padre... Espero, tío Macario y tía Tolentina que ustedes sean mis padrinos de casamiento...
Doña Tolentina y su hija quedaron mudas. Don Macario, venciendo la amargura causada por aquella decepción tan imprevista, dijo:
—¡Cómo no, sobrino! ¡Cómo no!... ¡Y habrá que hacer una comida y una fiesta machazas!... Yo m'encargo d'eso!...