La Hija del Chacarero

Javier de Viana


Cuento


Rojeaban apenas las barras del día cuando don Cipriano terminó de uncir los bueyes de la última yunta.

Después sorbió con calma el amargo que le «acarreaba» Palmira y al devolverle la calabaza, díjole con voz saturada de cariño:

—Gracias m'hijita.

—¿Ya va marchar, tata?—interrogó la joven.

—Sí; el tirón es largo, el camino está pesao y los güeyes flaquerones. Hasta la güelta m'hijita... y no olvide mis recomendaciones.

La besó, montó a caballo, tocó con la picada los pertigueros, y la pesada carreta echó a rodar lentamente por la tierra plana, reblandecida con las recientes lluvias.

Palmira, recostada a un poste del palenque, la estuvo observando hasta que se perdió de vista, Ocultándose detrás de un copioso monte de álamos.

El rostro de la paisanita, expresaba honda pena, bajo la garra de una situación anímica que se reproducía, siempre igual, cada vez que el padre emprendía un viaje.

Ella adoraba al buen viejo, que era, puede decirse, toda su familia, pues su tía Martina, paralítica, casi ciega, semi idiota, podía considerarse como un muerto insepulto.

Ella adoraba al buen viejo y remordíale horriblemente la conciencia, valerse de su ilimitada confianza para engañarlo.

Empero, si grande era su cariño al autor de sus días, no le iba en zaga el que profesaba a Marcos Obregón, el gauchito ladino y zalamero, que supo cautivarla con las redes de sus galanos mentires. La primera vez que habló a su padre de aquel amor, el viejo respondióle categóricamente:

—¡Cualesquiera menos ese! Lo conozco como a mis güeyes. Es un vago, jugador, vicioso y pendenciero que te habría de hacer muy desgraciada!

—¡Yo lo quiero, tata!—gimió Palmira; pero don Cipriano respondió inflexible:

—Más te quiero yo, y por eso te ordeno que no pensés más en ese cachafaz... Y me vas a jurar por la memoria de la dijunta tu madre, que Dios conserve en la gloria, que no lo volverás a ver.

Anegada en llanto, convulsionada por los sollozos, la joven cayó de rodillas, exclamando:

—¡Usté lo manda, tata!... Yo nunca supe desobedecerlo... ¡Lo juro!...

—Ansina me gusta verla, hijita, aura podré, marchar tranquilo,—respondió el viejo, alzándola y besándola efusivamente.

Y luego con bondadosa sonrisa:

Su viejo sabrá encontrarle un mozo lindo y güeno que l'haga feliz!...

Ella luchó, luchó mucho tiempo por mantenerse a lo jurado; pero el amor es invencible y Palmira tuvo que resignarse a la existencia atormentada, de un amor constantemente enturbiado por el remordimiento.

En tanto el viejo vivía confiado, seguro de la inquebrantable lealtad de su hija.

Aquel día partió más contento que de costumbre. Los fletes habían subido mucho en virtud de la escasez de boyadas, y el mal estado de los caminos. La ganancia sería grande y al llegar al pueblo su primera ocupación consistiría en recorrer las tiendas adquiriendo telas y cintas y chucherías en profusión, para obsequiar con ellas a su idolatrada Palmira.

Cuando terminó de cargar la carreta con los bolsones de lana, era poco más de media tarde, y se dispuso a unir de nuevo la boyada.

—¿Por qué no hace noche acá y uñe de madrugada?—ofertó el dueño de casa.

—No,—respondió don Cipriano;—el tiempo está amenazando echar agua, y quiero vandiar hoy el Talita, no vaya a ser que se enllene y me ataje mañana.

Detrás de la carreta, tres peones, tirados en el suelo, descansaban de la pesada labor. Uno de ellos, sin sospechar la proximidad del carrero, dijo:

—¡Pobre viejo! me dá lástima verlo tan guapo sin asco a ninguna penuria, no más que pa empaquetar a su hija!

—Que a estas horas,—observó otro,—estará pelando la pava con Marcos Obregón.

—Yo lo vide varias ocasiones vichando y en cuanto el viejo se perdía de vista, el caíba al rancho y se instalaba como dueño e casa.

Al escuchar el diálogo, don Cipriano púsose más blanco que cuajada, tembló como un junco cacheteado por el viento y cayéroñsele de las manos las coyuntas que estaba arreglando. Contúvose sin embargo; montó a caballo y partió al tranco con el aparente propósito de ir a recoger los bueyes. Pero al llegar a un llano,—desde donde no podían ya verle las gentes de la estancia,—picó espuelas y se largó a galope tendido, rumbo a sus ranchos.

Una angustia mortal le atenaceaba el alma. ¿Sería posible que Palmira, su adorada Palmira, lo engañase y lo befase en esa forma inicua?

Y atormentado por la duda, castigaba sin piedad a su pobre matungo, que, acostumbrado a no salir nunca del tardo tranco carretero y a las caricias y los mimos del amo, debía soportar con asombro aquella inusitada brutalidad.

Al desembocar de la alameda, a ocho o diez cuadras de las casas, su vista de águila gaucha, no debilitada por los años, divisó claramente a Palmira en brazos de Marco, junto al palenque.

—¡Ah, indinos!—rugió. Y a espuela y rebenque exigió a su caballo el máximo del esfuerzo. La noble bestia respondió al pedido y en frenética carrera devoró cinco o seis cuadras más; pero, agotada la resistencia, se le aflojaron y trabaron los remos y se desplomó aplastando al jinete.

Palmira lanzó un grito desgarrador y corrió al lugar del siniestro.

Bajo el caballo muerto yacía don Cipriano, inmóvil, el rostro amoratado, cubierto con la sangre que brotaba copiosamente de boca y narices.

—¡Tatita, tatita querido!—exclamaba la joven que, hincada de rodillas, acariciaba y besaba el rostro del carrero.

—¡Vení, vení!—gritó desesperadamente a su amante que, impasible observaba recostado a los postes del palenque.

Movióse de mala gana y andando con lentitud llegó hasta el trágico grupo. Con grandes esfuerzos lograron sacar al viejo de debajo de la cabalgadura, lo cargaron y lo condujeron a las casas. Después de extendido en el lecho, Marcos lo observó detalladamente y exclamó sin asomo de emoción:

—Nu hay que hacer; ya es dijunto.

Y tras esto, hizo ademán de salir.

Ahogada por el llanto, Paímira preguntóle con voz de suprema angustia:

—¿A dónde vas?

—Y... me voy...

Sin querer creer lo que veía ella imploró:

—¿M e vas a abandonar en este momento:

Y él cínicamente, brutalmente, respondió:

—¡Qué querés m'hijita!... Cada uno cuida su santo... Yo ando medio sucio con la polecía y no quiero enriedos con la justicia!...

Palmira echóse de rodillas, se abrazó de sus piernas rogó, imploró desesperadamente:

—¡No seas ingrato vos sos el causante de esta desgracia! ¡tené compasión de mí!...

Él la rechazó con un gesto brusco, diciendo con acritud:

—¡Déjate 'e pavadas!... ¡Pájaros como yo no anidan en las sepolturas!... Ya te digo que ando medio sucio con la polecía...

La joven, reuniendo todas sus energías le escupió esta frase:

—¡Lo que tenés sucio vos, es el alma!... ¡Andate!... ¡Andate pronto!...

Y cayó sin sentido.


Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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