La Hija del Patrón

Javier de Viana


Cuento


A Juan Carlos Moratorio.


Don Baldomero Mendieta, aunque educado en la ciudad, sentía por el campo un cariño y una atracción que le hacían permanecer casi todo el año en la estancia, llevando la vida ruda del paisanaje.

En su establecimiento, montado a la antigua, el confort brillaba por su ausencia: con refinamientos de ciudad, el campo no le parecía campo a don Baldomero. El amargo tomado en el fogón, en charla con los peones y el asado comido a dedo, desde el asador clavado en la tierra, hacían su delicia.

El viejo edificio de material abrigado por media docena de ombúes centenarios negreaba por los cuatro costados y no tenía ya ni una ventana con vidrios, ni una puerta que cerrara, ni una habitación que no se lloviese. En el patio, enorme como cuadra de cuartel, crecían a gusto los "yuyos" y no era difícil encontrar entre ellos culebras pardas y víboras rosadas que en los estíos combatían con las gallinas y los gatos.

Todo eso le importaba poco al patrón, harto familiarizado con las intemperies y tan poco amigo de lujos que solía decir:

—No me agrada andar con traje nuevo porque me impide recostar a gusto en cualquier parte.

Iba ya en los cuarenta y cada vez placíale más aquella existencia campechana, en medio de sus gauchos y sus chinas. Sus viajes a la capital tornábanse menos frecuentes y más breves.

—Cuando vuelvo a la estancia después de una semana de ciudad—contaba,—respiro con la satisfacción del caballo al que desensillan y largan al campo después de un galope de treinta leguas. Mis deseos serían no salir nunca de aquí, no volverme a poner más zapatos de charol, pantalón, cuello, corbata, guantes, toda esa fastidiosa indumentaria indispensable para cumplir las aún fastidiosas obligaciones sociales.

¡Propósitos humanos!...

Fué a la ciudad por asuntos. Permaneció un mes en ella y regresó para volver a partir cinco días después; y tres meses más tarde, cuando la prolongada ausencia empezaba a originar los más absurdos comentarios, el capataz del establecimiento recibió una carta de don Baldomero, comunicándole su casamiento y su decisión de residir en Buenos Aires.


* * *


Seis años permaneció en la capital, efectuando en todo ese tiempo, sólo rápidas visitas a la estancia; y cuando menos lo esperaban allí, recibióse orden suya de limpiar y arreglar el caserón, pues iba a radicarse en él.

Había perdido su esposa que adoraba e iba en busca de consuelo en la paz del campo, su viejo cariño.

Otro cariño le quedaba aún: su hijita Lea, una encantadora rubia de cinco años.

Lea se adaptó bien pronto a la nueva vida. Salvador, el hijo del viejo peón don Fausto, fué desde el principio su inseparable compañero de excursiones y travesuras.

Juntos se les veía durante todo el día, corriendo por el campo en busca de nidos de perdiz y tero; juntos se les encontraba en la huerta atracándose de fruta en la soledad de las siestas.

Autoritaria, caprichosa, la hija del patrón era un pequeño tirano a quien mimaban y obedecían todos en la casa, empezando por el patrón.

Todos... excepto don Fausto; pero al viejo don Fausto, especie de perro malhumorado, nadie podía suponerle capaz, no ya de un cariño, sino de una amabilidad siquiera.

El padre de Salvador no era propiamente un peón. Había sido puestero, luego, tras un incendio que destruyó su rancho y en el cual perecieron su mujer y un chico de meses, fuese a vivir en la estancia. Allí, encerrado casi todo el día en su cuartujo, pasábalo cosiendo y trenzando "guscas", apartado de todo el mundo, sin comedirse jamás para ningún trabajo, y sin que, ni el capataz ni el patrón se atrevieran a darle una orden o a hacerle un reproche.

Hasta con su propio hijo era el mismo ser huraño, seco, temible, de cuyos labios no salían más que gruñidos amenazantes. A pesar de eso, Lea lo quería, temiéndole, eso sí, como a las ortigas del gallinero.

Aquella encantadora camaradería duró hasta que al cumplir la niña sus nueve años, don Baldomero resolvió sacrificar su propia existencia sosegada del campo y someterse a la para él torturante asfixia de la ciudad, a fin de atender a la educación de Lea.

En una madrugada, al entrar el invierno, partieron. La niña lloró sinceramente al despedirse de su amiguito; pero bien pronto la novelería del viaje sopló su cabecita inconstante horrando el recuerdo.

Salvador, en cambio, fué a esconderse entre los yuyos de la huerta, y allí, como un perro castigado, pasó el día, lagrimeando, mortalmente triste. Y en el correr del tiempo no deapareció de su memoria la imagen de Lea, siempre recordaba con dulce y acariciadora melancolía.

Cuando ella volvió, señorita ya, y acompañada de su novio, el mozo sintió renacer en su alma, agrandado e imperioso, el cariño infantil. Lea, por su parte, dando libertad a su temperamento, no tardó; en acapararse al antiguo compañero, comenzando las correrías por el campo y el monte con la misma, confiada inocencia de antes, y con idénticos entusiasmos.

Su novio, un abogadito melindroso que no amaba tostarse en las lomas, y embarrarse en los bosques, soportando chicotazos de ramas y picaduras de mosquitos, comenzó a fastidiarse con las inconveniencias de su futura. A sus reconvenciones, ella respondió con frases agresivas, echándole en cara su sibaritismo, su indolencia y sus desprecios de aristócrata.

—Yo so del campo, yo soy campera; amo el campo, lo siento, lo llevo en la sangre... Por lo demás, ya sabe Vd que los convencionalismos sociales me repugnan,—había dicho una vez finalizando una disputa. Y lo había dicho con tal violencia, que su novio exclamó entristecido:

—Empiezo a desconocerla, ¡Lea!...

—¡Y yo empiezo a conocerlo! —replicó ella; y llamando a Salvador montó a caballo y partió con él al campo, galopando frenéticamente.

—¿Sabes dónde quiero ir?—dijo de pronto.

—¿Dónde?

—A la Isla de los Cajones... ¿Recuerdas?...

—Sí, pero es muy lejos.

—No importa, vamos.

El mozo, vagamente inquieto, intentó resistir. La Isla de los Cajones era un grupo de talas encaramados en lo más alto de un cerrito que comenzaba por una amplia ladera pedragosa para concluir en desordenado montón de grandes rocas. Bajo los talas veíanse restos de ataúdes, porque aquello había sido, en un tiempo, el cementerio del pago. Un lugar solitario y fúnebre.

—Es muy lejos, —tornó a decir Salvador.

—¡Quiero ir!—replicó imperiosamemte Lea y picó espuelas a su dócil tordillo.

Apuraron el galope por una cuchilla que el sol de Enero requemaba. Era una tarde cálida, seca y luminosa. Sobre las lomas, color de oro, flotaba algo como un polvo finísimo, enceguecedor. Había un silencio imponente y una inmovilidad general en las cosas y en los seres. Las vacas, las ovejas, los caballos, todo yacía en reposo; hasta las águilas y los caranchos parecían quietos, incrustados en el cielo, tendidas sin movimiento las grandes alas pardas.

Los dos jóvenes, con los rostros encendidos, los ojos brillantes, los labios secos, avanzaban sin cambiar una palabra.

Llegaron a la falda del cerro y empezaron a trepar lentamente. Los caballos desherrados sufrían, aflojaban las patas, heridos al pisar sobre los guijarros ardientes. Lea tuvo lástima.

—Bajemos, dijo; y sigamos a pie.

Así lo hicieron. Pero la cuesta era agria y el pavimento demasiado duro para los piececitos delicados de la niña. A poco la fatiga le obligó a detenerse.

—¿Quiere que volvamos?—propuso Salvador.

—No, no!... sigamos!... Dame el brazo.

Él se lo tendió con torpeza y ella se apoyó en él, primero con débil presión, después abandonándose, dejándose conducir casi a remolque. Ola! Las fuerzas no le faltaban al gauchito, que tnía educado el músculo en la vigorizadora gimnasia del lazo y del hacha; sin embargo le silbaban los oídos, las arterias martillábanle en las sienes y el corazón daba saltos desordenados y violentos. Una extraña, incomprensible angustia le oprimía el pecho, la vista se le nublaba, y cuando llegaron a la isla, tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol para no caer.

Lea trepó la última roca y púsose a observar con deleite el paisaje abierto ante su vista. Los talas proyectaban ancha sombra sobre su cuerpo, en tanto la cabeza, en plena luz, refulgía como una gran flor de oro. Había algo fantástico, algo como un símbolo en el grupo aquél, en aquellas dos juventudes pletóricas de vida, recibiendo en sus frentes una lluvia de sol, mientras a sus pies, en lo enteramente sombrío, negreaban las tablas podridas de los cajones de difuntos, de los difuntos desaparecidos ya, incorporados a la tierra.

¡Vida!... Salvador, absorto en la contemplación de su amiguita, advirtió con espanto que la amaba y abarcó con ello la inmensidad de su desgracia.

La niña, que no cesaba de palmotear y lanzar exclamaciones de admiración y alegría, volvió la vista hacia el muchacho y tornóse repentinamente seria y muda. Empalideció un poco. Lentamente descendió de las rocas, y, con la vista baja, dijo:

—Vamos.

En silencio llegaron al llano, montaron a caballo y regresaron a la estancia.


* * *


Durante dos días Lea permaneció encerrada en su cuarto, pretextando una indisposición. Salvador, agobiado por la pena, considerándose reo de un delito horrible, vagaba por la casa como una sombra lastimosa.

Al obscurecer del segundo día hallábase sentado sobre las raíces del ombú más lejano, encorvado el cuerpo, abatida la cabeza, cuando una mano ruda le golpeó el hombro. Volvióse sorprendido y sorprendióse más al reconocer a su padre. Quiso ponerse de pie; don Fausto le detuvo y se sentó a su lado.

—Vamo hablar,—dijo con atemorizante solemnidad.

Salvador guardó silencio; el viejo comenzó

—Parece que ta dentrao la tristeza como a l'hacienda...

—No ando bien, tata.

—Compriendo... Andas encelao con la hija'el patrón y te da raiba saber que es comida preparada pa otro...

Salvador protestó.

—Encelao no diga, tata!... La palabra es fiera y la ensusea a ella al mismo tiempo que m'ensusea a mí!... ¡La quiero!

—Lo mesmo dá,—continuó el viejo impasible;—aura escúchame y aprontate p'hacer lo que te viá mandar... Hace veinte años yo era puestero. Vos tenías tres años... dos hermanitos tuyos habían muerto... Tu madre y vos eran mi vida... Era feliz... Pero los pobres no somos dueños e nada, tuito lo que tenemos es prestao... los patrones nos codisean hasta el apetito!... ¿Te acordás que una noche?... No, vos no te podes acordar, eras muy perjenio y estabas lejos, en casa e tu agüelita!... Güeno: una noche, mientras rondávamo una tropa, mi rancho se hizo ceniza... y con el rancho tu madre y un güei mamón...

—¿Quién prendió juego?—exclamó Salvador levantándose.

El viejo le obligó a sentarse de nuevo y contestó:

—Yo.

—¿Usté tata?

—Yo!...

—¡Oh!

—¡Ya sé!... ¡Juí un animal!...

El más culpable siguió viviendo, gozando, triunfando!...

Solemnemente, Salvador dijo:

—Nombremeló tata y le juro matarlo.

—Pa matar a un hombre que me ha ofendido, yo no preciso ayuda...

—¿Entonces?

—Entonce... Ese hombre tiene una hija que idolatra... ¡Tú puedes vengarme, haciéndolo sufrir como me ha hecho sufrir a mí! ¡echándole en las entrañas un veneno como el qu'el m'echó a mí! un veneno que no acaba de matar y que no deja vivir!...

—¿Quién es?

—El patrón.

Salvador dio un salto y exclamó con voz extrangulada por la emoción:

—¡Jamás, tata!... ¡Jamás!...

Y echó a correr por la quinta, loco, huyendo de su padre, que se le presentaba como el más abominable de los hombres.

Enloquecido, vagó un rato por entre los árboles, y luego, casi corriendo, volvió a su cuarto, buscó nerviosamente en el baúl tomó su pistola y salió dando traspiés como un ebrio. Al atravesar el patio vio a Lea, sentada en una silla de cuero. Estaba vestida de blanco, y, a la luz del farol colgado del zarzo, su rostro aparecía más blanco que su vestido.

Salvador se detuvo. Ella lanzó un grito y corrió hacia él exclamando:

—¿Qué tienes Salvador'?.... ¿Qué vas a hacer?...

—¡Voy a matarme!—rugió el mozo...

—¿A matarte?... ¿A matarte?...

Y después, acercándose y echándole el brazo al cuello:

—¿A matarte, ahora que yo te quiero y estoy resulta a que seas mi marido?

Salvador, anonadado, dejó caer los brazos... La pistola se escapó de su mano, sus ojos se llenaron de lágrimas...

En ese momento, jadeante, tambaleante, extenuado con la carrera, apareció don Fausto. Al ver el grupo se detuvo, los ojos demesuradamente abiertos, una expresión de demonio en su faz siniestra.

Lea, sonriendo con cariño díjole:

—Viejito, le presente mi futuro esposo... La bendición, tatita!...

Él dio un paso con los brazos levantados y crispados los puños; lanzó un sordo, horroroso gruñido... un espumarajo obscuro le llenó la boca ahogando la voz; tambaleó y cayó boca abajo, muerto, estrangulado por él odio, fulminado por su propio rencor.


Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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