Era un 25 de Mayo, la cosecha había sido buena, las autoridades no habían cometido muchas barbaridades y el resplandor de la gloria patria coincidía con el de un sol glorioso.
La calle principal estaba radiosa, festonada con arcos de madera y alambre, pintados de blanco y azul y adornados con gallardetes y guirnaldas tejidas con ramas de sauce y hojas de palma.
La municipalidad, deseosa de desmentir con hechos la afirmación calumniosa del periódico oposicionista de que no hacía nada en pro de la comuna, organizó, mediante una suscripción popular, los festejos, que consistirían en corrida de sortijas, fuegos artificiales y baile en el salón de la intendencia con entrada libre para todos los mozos que contribuyeran con diez pesos para el ambigú, fueran o no situacionistas.
Sobre la acera frente a la municipalidad se había construido una gradería, desde donde las más distinguidas familias del pueblo, contemplarían las carreras de sortijas en la tarde y la quema de los fuegos en la noche.
Entre esas familias privilegiadas, hallábase, en primera fila, la de don Cayetano Gambibella, excolono y en la actualidad dueño de treinta mil hectáreas de campo, dos almacenes y otros ítems.
Don Cayetano estaba, ese día, con su esposa, con sus seis hijas y con la sirvienta Balbina, quien tuvo la ligada porque el niño Genaro, el Benjamín, no quería ir a ninguna parte sin Balbina.
Balbina era una china vejancona, que debía estar ensillando los cuarenta.
El cuerpo era recio todavía; ñandubayescas las piernas y los muslos y los brazos; pero ya floja de senos, ajado el rostro, descoloridos los labios, que debieron ser brasas, y amortiguado el brillo cálido de sus enormes ojos negros, guardados por la espesa cerca de las cejas y por la doble hilera de largas y renegridas pestañas.
Sin embargo, con su pollera y su bata de merino negro, muy ajustadas, con su delantal blanco y con su casco de cabellos retintos, que hacía resaltar la frente estrecha y recta, Balbina aparecía aún como una moza garrida, capaz aún de despertar codicias. Bajo el ardor del sol comenzó el sport gaucho. Los mozos del pueblo, vistiendo chiripás bordados, calzoncillos cribados, grandes y llamativas golillas, botas de potro y espuelas de plata,—caricaturas gauchescas,—se aprestaban,—caballeros en lustrosos pingos cuidados a galpón, y lujosamente aperados,—a hacer proezas para deslumbrar a las muchachas que los observaban desde la gradería oficial—«fragante y polícramado búcaro»—según la frase del cronista social de la localidad.
Formando contraste en el grupo lucido de los disputadores del anillo glorioso, veíase un gauchito—sancho de verdad—modestamente vestido con bombacha negra, botas de becerro y espuelas de acero.
Montaba un rosillo, bien cuidado, pero «animal de campo».
El apero era sencillo: «pura guasca».
A pesar de eso, Apolinario Fagundez, el gauchito modesto, atraía todas las miradas femeninas. Era un lindo tipo de criollo, alto, esbelto, de rostro hermoso y varonil. Pertenecía a una de las mejores familias de la comarca, arruinada en las luchas políticas de la provincia. Siendo muy joven quedó huérfano y en la indigencia. Muy muchacho entró de peón de los Gambibella, y después de un tiempo se permitió cortejar a Jerónima, la mayor de las hijas del patrón. Ante su proposición, ella lanzó una carcajada y llamó:
—¡Mamá!, ¡mamá!... Venga de aquí para ver al «pión» Apolinario que me hace l'amor!...
Y riendo, con risa despreciativa, y mala; se alejó dejando al gauchito enrojecido por la ofensa. A la hora de la cena se le llamó en vano; había desaparecido. Don Cayetano cortó todo comentario, diciendo:
—No se aflican. Lo gaucho son come lo perro; siempre encuentran que cumer!...
—Y ademá,—agregó la señora,—sa pasan tre día sin cumer, propiamente que lo peros...
—¡Eh! Lus aracanes no precisan mucha cumida.
En tanto Apolinario estaba sentado sobre las raíces de un ombú, detrás del gallinero, fumando cigarrillo tras cigarrillo y entregado a amargas meditaciones. No sufría por el rechazo de «la gringa», para quien no sentía mayor cariño, pero sí por la insolencia del rechazo, que hirió cruelmente su orgullo de nativo.
Luchaba entre el propósito de irse de aquella casa y el deseo de vengar la ofensa; y abstraído en sus cavilosidades, sólo advirtió la presencia de Balbina, la piona, cuando ésta le dijo con voz emocionada:
—Tome.
—¿Qu'es eso
—Un pedazo de asao.
—Gracias, no apetesco—dijo.
—Yo mesma le elegí la mejor presa...
Apolinario aceptó. Cortó un bocado que mascó con dificultad, y luego preguntó:
—¿Y por qué se ha molestao?
—Porque... porque...
Y como él insistiera, ella rompió a llorar y dijo con rabia:
—¡Por que lo quiero yo!...
Al otro día, Apolinario abandonó la estancia.
Desapareció del pago. En muchos años, nadie tuvo noticias suyas. Cuando volvió fué para comprar uno de los mejores campos del departamento y poblarlo de hacienda flor. Era rico y nadie se preocupó de averiguar cómo había conquistado la fortuna.
* * *
La murga municipal rompió en una marcha tan briosa como desafinada, y con ella dió comienzo la carrera.
Escaramucearon los gauchos puebleros, fueron desfilando en rápida carrera sin anilla. Llególe el turno a Apolinario. «Armó éste su rosillito peludo, que al sentir el roce de la espuela, partió como jinete en nube de polvo. A pocos pasos más allá del arco, el gauchito lo sentó de garrones; y cuando la muchedumbre lo vio regresar al tranco, y advirtió que Apolinario llevaba el brazo derecho levantado, sosteniendo el palillo con la sortija conquistada, la ovación fué estruendosa.
Apolinario avanzó lentamente hasta el palco oficial. Al llegar allí, desmontó y puso la sortija en manos del presidente, quien le entregó el estuche con el anillo de oro y brillantes que constituía el primer premio.
Hubo unos minutos de silencio absoluto. ¿A quién destinaría la prenda, vale decir, a quién ofrecería su corazón...
Con paso firme, el gaucho se dirigió al sitio ocupado por la familia Gambibella. A pesar de su aplomo, Jerónima empalideció de emoción. Hacía tiempo que había dejado de ser una niña, y, a pesar de su fortuna, ya no estaba en edad de elegir: El «pión» cruelmente desdeñado, la amaba aún y ya no era «peón» y seguía siendo un gallardo mancebo.
Apolinario se detuvo junto a la familia de su antiguo patrón, y encarándose con Balbina le tendió el estuche, diciéndole —ante la indignada sorpresa de las Gambibella:
—Tomá.
—¿Pa mí—exclamó ella, empurpurada y sin atreverse a tomar el obsequio.
—Pa vos—repitió el gaucho;—y mirando fiamente a Jerónima, agregó:
—Pa voz; un pion no se debe casar sino con una piona. El pedazo de asao que me trajistes aquella noche que me llamaron perro, se convirtió en un rodeo de muchos miles de vacas. El cariño que me demostrastes esa noche, lo puse a interés y aura es una fortuna. Tuito es tuyo... o tuito es nuestro, porque yo digo como vos dijistes aquella noche:
—«¡Por qué te quiero, yo!»...