Los viejos vecinos de Marmarajá conservaban buena memoria de Teresa López, que durante muchos años fué una gran fogata a cuyo alrededor iban a revolotear y a quemarse las alas los más gallardos mozos del pago, ardiendo en rivalidades y que más de una vez salpicaron con su sangre las claras zarazas de los vestidos de la coqueta.
Era muy linda, Teresa. Alta, esbelta, blanca la piel, azules los ojos, rubios los cabellos, aguileña la nariz, era, sin duda, retoño atávico de su madre, mulata brasileña de labios jetudos, nariz aplastada—herencia materna—y el oro en las motas y el celeste en las pupilas, don del «fazendeiro» alemán que fué su padre.
Y a estos contrastes fisiológicos, correspondían otros tantos contrastes morales. A veces imponíase la ardencia del café: a veces triunfaba la cebada de la cerveza. Compuesto inestable hallábase a merced de las influencias del medio ambiente.
Pero su característica era la coquetería perversa que no atraía a los hombres para gozar del homenaje sino del dolor que causaba en sus adoradores su infalible falsía, siempre manifestada con refinamientos de crueldad.
Y si engañar a un hombre constituía para ella un placer el máximum de la satisfacción era robárselo al cariño de otra mujer. Joven o viejo, lindo o feo, rico o pobre, todo era igual para ella.
—Teresa no come nunca los pescaos que saca del agua—decía un paisano sentencioso—;por eso lo mismo hecha el anzuelo a un dorao que a un bagre sapo.
De entre sus innumerables amores—trágicos muchos de ellos—uno dió amplio campo al comentario comarcano.
Julio Lara, uno de los mozos más serios y juiciosos del pago, iba a casarse con una chica muy buena. Se querían entrañablemente, con un amor sereno, tranquilo, reposado, con uno de esos amores que tienen por base la estimación recíproca y por fin ayudarse mutuamente en las luchas de la vida.
En fecha cercana debía celebrarse el matrimonio.
Él tenía ya pronto el rancho y ella su ajuar modesto. Pero una semana antes hubo un baile en la estancia. Teresa, que se encontraba en él, despreció a sus galanes y yendo al rincón donde los novios permanecían aislados, vivendo sus vidas ajenos al mundo ambiente, exclamó sonriendo, al mismo tiempo que tendía la mano a Julio:
—¡Hay que romper esa collera! ¡Tiempo les va sobrar p'aburrirse juntos!...
Él no pudo resistirse. Bailaron una danza, luego un schottis, después una polca, mientras la pobre chica tímida agonizaba abandonada en el rincón más obscuro de la sala...
Al día siguiente, Julio rompió su compromiso matrimonial, y al otro los peones sacaron del aljibe el cadáver de su novia.
Poco tiempo después, Julio Lara, ardiendo en celos, mataba a puñaladas a un rival preferido por la terrible coqueta. Quince años de penitenciaría soportó.
Al volver era ya viejo. Fué a vivir en casa de un puestero amigo, trabajando de peón por la comida y los vicios.
—Yo no preciso plata pa nada—había dicho—; yo ya no soy nadie; un animal, una planta: con comer me basta...
Y Teresa existía aún. Vieja ella también, horriblemente desfigurada por las viruelas, ya no lograba seducir a nadie; pero la perversidad de su alma se ejercía en otra forma. Errando continuamente de estancia en estancia, de rancho en rancho, iba desparramando veneno por todas partes.
De pura maldad oficiaba de Celestina corrompiendo doncellas y desquiciando hogares. La llamaban la perra rabiosa y en todas partes infundía terror.
Cuando llegaba a oídos de Julio Lara la noticia de alguna catástrofe motivada por la intervención de Teresa, él decía:
—Dende que volví de la cárcel tengo la escopeta cargada con bala. Yo no la busco a ella. La he perdonado; pero si se acerca a mí, la mato como se mata un perro rabioso, un puma ladrón de ovejas, un zorro ladrón de gallinas.
Y ocurrió que Rufina, la hija del viejo puestero que había dado albergue al ex presidiario, se casó con un peoncito del pago. Vivían en la misma casa. Se querían; eran felices.
Sin embargo, al volver Julio de un viaje del pueblo donde fuera a vender una carrada de maíz, se encontró a su amiguita toda afligida.
—¿Qué le pasa, nena?—preguntó fraternalmente.
Ella pretendió excusarse; más al fin, empezó:
—Que Juan m'engaña, que tiene amores con Timota...
—¡Mentira!—¿Mentira?... ¡Vea aquí está este pañüeloe seda que yo le bordé con sus letras y qu'él se lo regaló a la china Timota!...
—¿Y quién se lo trujo el pañuelo?
—Me lo trujo... ña Teresa...
—¿Estuvo aquí Teresa?
—Sí; ayer.
—¡Milagro había'e ser, pero!...
—Y esta nochecita quedó en volver trayéndome una esquela'e mi marido pa Timota en la que le dice que ella sola es el cogollito'e su alma y una punta'e cosas más... ¿Compriende ahora?...
—¡Ya lo creo que compriendo!—respondió Julio.
Y luego:
—¿Adonde se van a ver con Teresa?
—En la islita'e los talas, al oscurecer... ¿Por qué?
—Por nada.
Antes del obscurecer, Julio estaba oculto en la islita de los talas, el oído atento, la vista fija en el camino, martillada la escopeta.
Poco después llegó la chica, que se sentó en el suelo, junto a un árbol y se puso a llorar desesperadamente.
Un cuarto de hora más tarde, apareció Teresa montada en un famoso caballo porcelana.
Al verla la chica se enderezó de un salto. Julio la dejó acercar. No obstante el crepúculo, pudo ver la satisfacción que brillaba en los ojos, todavía bellos, de la perversa. Se echó la escopeta al hombro. Luego apuntó despacio, muy despacio e hizo fuego..
Teresa cayó al suelo, partido el corazón de un balazo. El porcelana emprendió la carrera por el campo, y Julio, sereno, tranquilo, presontóse ante la pobre muchacha que lo miraba atónita, y dijo:
—Ya no muerde más a naides la perra rabiosa. Vayasé tranquila...