Desnudos el pie y la pierna, desabrochada la camisa de lienzo listado, dejando ver el matorral de pelos grises que le cubrían el pecho, un codo apoyado sobre el suelo y sobre la mano la vieja pesada cabeza, don Liborio parecía dormido; dormido como carpincho al borde de] agua, en el crepúsculo de un atardecer tormentoso.
La línea de uno de los aparejos pasaba por entre el dedo gordo y el índice del pie derecho, de modo que la más mínima picada le sería advertida inmediatamente. El otro aparejo estaba sujeto por la mano izquierda, perezosamente extendida sobre la hierba, a lo largo del cuerpo.
Don Liborio parecía de mal humor, aquella tarde. La botella de ginebra estaba intacta; el fogón sin encender, el mate sin empezar y en los labios del viejo pescador no se veía —¡cosa asombrosa!— el pucho de cigarro negro.
Sin duda: don Liborio debía estar enfermo...
Pedro Miguez, que se había acercado con la idea de pasar un buen rato escuchando los cuentos interminables del viejo, consideró haber hecho un viaje inútil.
—¿Pescando, don Liborio? —había preguntado con afabilidad; y el otro, con dureza:
—¡No, dando 'e comer a los pescaos!... Si aura hasta los doraos y los surubises parecen dotores!... Pa comer la carnada son como cangrejos pero cuidando'e mezquinarle la jeta al fierro!...
—Vea, ahora está picando —indicó el forastero.
—¡Picando! ¿picando qué?... la gurrumina, el sabalaje no más!... pescao serio ninguno...
Ya no va quedando más qu'eso en el país, gurrumina, sabalaje, resaca!...
El viejo gritó casi la última frase. Luego, fregándose la barriga con la palma de la ancha y velluda mano, se quejó:
—¡Desde ayer que las tripas no hacen más que corcobiar dentro el corral de la panza!...
Pa mí que son los gíievos de ñandú que comí antiyer y mi han patiao...
—¿Comería muchos?...
—No, m'hijo; a gatas una media docena...
—Si quiere un trago'e caña con guaco —ofertó, el mozo— yo traigo aquí.
—Hombre, eso mi ha'e sentar.
Miguez alcanzó el frasco; don Liborio bebió un sorbo pequeño; luego uno mediano; después se fué a fondo en una de trago y buche.
—¡Aj, aj!... Esto alibea.
La fisonomía del viejo cambió casi repentinamente. Sus ojos volvieron a adquirir la habitual mirada picaresca, burlona y buena al mismo tiempo; los labios tornaron a sonreír, como galvanizados al contacto del cigarrillo negro, cuya nostalgia experimentaba desde hacía varias horas.
Don Liborio no tardó en recuperar su locuacidad. Sin moverse de su sitio, empezó a encender el fuego y a apreparar el amargo.
—Tarde fiera —dijo; estas tardes asina, ahumadas, cuasi siempre son de mal presagio. Era una tarde mesmo asina d'esta laya, en invierno pasao, cuando se salvó el finao Niceto...
—¿Niceto Benavidez?
—El mesmo.
—¿Y no murió?
—Dejuro; por algo dije el «finao» Niceto... ¡Pobrecifo!... La polecía lo traiba al trote sin dejarlo ni resollar un ratito a gusto...
—¿A causa?...
—A causa‘e que Niceto era corto'e vista y ocasiones confundía las marcas cuando diba a carniar una res... Güeno; al fin del invierno pasao lo cargaron, apurándolo, y el hombre no tuvo más recurso que ganar los embalsaos del Mandisoví... Largó el caballo y se metió a pie entre la basura 'el bañao. Los melicos no se atrevieron a seguirlo y el hombre dispués de estar cuasi seguro comenzó a carcular que hubiera sido mejor hacerse matar a chumbo, porque de tuitas maneras, ¿cómo iba a salvar de allí?... ¡Pero, amigo, cuando está ‘e Dios que un cristiano se ha'e salvar, es al ñudo!...
Después de cebar un mate, beber un trago de caña y dar una gran chupada al cigarro, don Liborio continuó:
—¿Quién le dice amigo, que con el repunte juertisimo que traiba el arroyo, se arrancó un pedazo'el embalsao y ahí me lo tiene a Niceto Benavidez, navegando Uruguay abajo y dejando a los melicos con media cuarta'e narices, guardando la puerta, esperando qu'el hambre lo echara p‘ajuera!..
El hombre iba contentísimo, y como era noche y muy oscura, se tiró a dormir, pensando que al otro día tendría tiempo pa elejir puesto ande desembarcar.
Pero, amigo, cuando comenzó a rayar el día y Niceto se dispertó contentazo del güen cómodo del barco, se le pararon los pelos de punta al ver que iba otro pasajero junto con él...
—¿Algún melico?
—¡Un tigre!... Niceto era guapo y quiso hacer frente; pero la fiera a la cuenta muerta de hambre, no le dió tiempo pa nada. De un salto lo acható sobre la isla, y en cuatro zarpazos lo pasó pa dijunto... Vea amigo, las cosas qu'están escritas allá arriba pa sentencia'e cada cristiano!... Cada vez que me acuerdo cómo se salvó Niceto...
—¿Pero no dice que lo mató el tigre?
—Dije ¿y qué?
—¿Y cómo dice entonces que se salvó?
—Seguro. Dije que se salvó'e la polecía. Nada más...