Yo la quería, la quería mucho a mi princesita gaucha, de rostro color de trigo, de ojos color de pena, de labios color de pitanga marchita.
Tenía una cara pequeña, pequeña y afilada como la de un cuzco: era toda pequeña y humilde. Bajo el batón de percal, su cuerpo de virgen apenas acusaba curvas ligerisimas: un pobre cuerpo de chicuela anémica. Sus pies aparecían diminutos, aún dentro de las burdas alpargatas, sus manos desaparecían en el exceso de manga de la tosca camiseta de algodón.
A veces, cuando se levantaba a ordeñar, en las madrugadas crudas, tosía. Sobre todo, tosía cuando se enojaba haciendo inútiles esfuerzos para separar de la ubre el ternero grande, en el «apoyo». Era la tisis que andaba rondando sobre sus pulmoncitos indefensos. Todavía no era tísica. Médico, yo, lo había constatado.
Hablaba raras veces y con una voz extremadamente dulce. Los peones no le dirigían la palabra sino para ofenderla y empurpurarla con alguna obcenidad repulsiva. Los patrones mismos —buenas gentes, sin embargo,— la estimaban poco, considerándola máquina animal de escaso rendimiento.
Para todos era «La Tísica».
Era linda, pero su belleza enfermiza, sin los atributos incitantes de la mujer, no despertaba codicias. Y las gentes de la estancia, brutales, casi la odiaban por eso: el yaribá, el caraguatá, todas esas plantas que dan frutos incomestibles, estaban en su caso.
Ella conocía tal inquina y lejos de ofenderse, pagaba con un jarro de apoyo a quien más cruelmente la había herido. Ante los insultos y las ofensas, no tenía más venganza que la mirada tristísima de sus ojos, muy grandes, de pupilas muy negras, nadando en unas corneas de un blanco azulado que le servían de marco admirable. Jamás había una lágrima en esos ojos que parecían llorar siempre.
Exponiéndose a un rezongo de la patraña, ella apartaba la olla del fuego para que calentase una caldera para el amargo el peón recién venido del campo; o distraía brasas al asado a fin de que otro tostase un choclo...; ¡y no la querían los peones!
—«La Tísica tiene más veneno que un alacrán»— oí decir a uno.
Y a otro que salía envolviendo en el poncho el primer pan del amasijo, que ella le había alcanzado a hurtadillas:
—«La Tísica se parece al camaleón: es el animal más chiquito y más peligroso».
A estas injusticias de los hombres, se unían otras injusticias del destino para amargar la existencia de la pobre chicuela. Llevada de su buen corazón, recogía pichones de «venteveo» y de «pirincho» y hasta «horneros» a quienes los chicos habían destruido sus palacios de barro. Con santa paciencia los atendía en sus escasos momentos de ocio; y todos los pájaros morían, más tarde o más temprano, no se sabe porque extraño maleficio.
Cuidaba los corderos guachos que crecían, engordaban y se presentaban rozagantes para aparecer una mañana muertos, la panza hinchada, las patas rígidas.
Una vez pude presenciar esta escena:
Anochecía. Se había carneado tarde. Media res de capón asábase apresuradamente al calor de una leña verde que se «emperraba» sin hacer brasas. Llega un peón.
—«¡Hágame un lugarcito pa la caldera!...»
—«¡Pero no ve que no hay juego!...»
—«¡Un piacito!...»
—«¡Güeno, traiga, aunque dispués me llueva un aguacero 'e retos de la patrona!...»
Se sacrifican algunos tizones. El agua comienza a hervir en la pava. La Tísica, tosiendo, ahogada por el humo de la leña verde, se inclina para cogerla. El peón la detiene.
—«Deje —dice;— no se acerque».
—«¿No me acerque?... ¿por qué, Sebastián?» —balbucea la infeliz lagrimiando.
—«Porque... sabe... pa ofensa no es... pero... ¡le tengo miedo cuando se arrima!...»
—«¿Me tiene miedo a mí?...»
—«¡Más miedo que al cielo cuando rejucila!...»
El peón tomó la caldera y se fué sin volver la vista. Yo entré en ese momento y vi a la chicuela muy afanada en el cuidado del costillar, el rostro inmutable, siempre la misma palidez en sus mejillas, siempre idéntica tristeza en sus enormes ojos negros, pero sin una lágrima, sin otra manifestación de pena que la que diariamente reflejaba su semblante.
—«¿La hacen sufrir mucho, mi princesita?» —dije, por decir algo y tratando de ocultar mi indignación.
Ella rió, con una risa incolora, fría, mala, a fuerza de ser buena, y dijo con incomparable dulzura:
—«No, señor. Ellos son así, pero son buenos... y después... para mí to...»
Una acceso de tos le cortó la palabra.
Yo no pude contenerme; corrí, la sostuve en mis brazos entre los cuales se estremecía su cuerpecilo, mientras sus ojos, sus ojos de crepúsculo de invierno, sus ojos áridos inmensamente negros, se fijaban en los míos con extraña expresión, con una expresión que no era de agradecimiento, ni de simpatía, ni de cariño. Aquella mirada me desconcertó por completo: era la misma mirada, la misma, de una víbora de la Cruz, con la cual, en circunstancia inolvidable, me encontré frente a frente cierta vez.
Helado de espanto, abrí los brazos. Y antes que me arrepintiese de mi acción cobarde, cuando creía ver a la Tísica tumbada, falta de mi apoyo, la contemplé muy firme, muy segura, arrimando tranquilamente brazas al asado, siempre pálida, siempre serena, la misma tristeza resignada en el fondo de sus pupilas sombrías.
Turbado en extremo, sin saber qué hacer, sin saber qué decir, abandoné la cocina, salí al patio y en el patio encontré al peón de la caldera que me dijo respetuosamente:
—« Vaya con cuidao, dotor: yo le tengo mucho miedo a las víboras; pero, caso obligao, prefería acostarme a dormir con una crucera y no con La Tísica.»
Intrigado e indignado a un tiempo, le tomé por un brazo, le zamarree gritando:
—«¿Qué sabe usted?»
Él, muy tranquilo me respondió:
—«No sé nada; nadie sabe nada: colijo.»
—«¡Pero es una infamia presumir de ese modo!» —respondí con violencia— «¿ Qué ha hecho esta pobre muchacha para que la traten así, para que la supongan capaz de malas acciones, cuando toda ella es bondad, cuando no hace otra cosa que pagar con bondades las ofensas que ustedes le infieren a diarlo?...»
—«Oiga, don... Decir una cosa de La Tísica, yo no puedo decir. Tampoco puedo decir que el camaleón mata picando, porque no lo he visto picar a naides... Pueda ser, pueda no ser, pero le tengo miedo... Y a la Tísica es lo mesmo... yo le tengo miedo, tuitos le tenemos miedo... Mire, dotor; á esos bichos chiquitos como el alacrán, como la mosca mala, hay que temerles miedo...»
Calló el paisano. Yo nada repliqué. Pocos días después partí de la estancia y al cabo de cuatro o cinco meses leí de un diario este breve despacho telegráfico:
«En la estancia X... han perecido envenenados con pasteles que
contenían arsénico, el dueño señor Z., su esposa, su hija, el capataz y
toda la servidumbre, excepto una peona conocida por el sobrenombre de La
Tísica.»