Extraordinariamente alto, extraordinariamente flaco, el rostro surcado en todo sentido por innumerables arrugas, los ojillos grises, ensombrecidos por el zarzal de las cejas; la cara larga y huesuda, color de cobre oxidado y salpicada de como masiegas la corta y rala barba cenicienta: tal era don Epifanio Magallanes.
Hombre malo no fué nunca; pero sí siempre adusto, avaro de las palabras hasta el punto de suplirlas por gestos las más veces.
En su casa jamás hubo una fiesta; domingo, días patrios, Navidad, carnavales, y hasta los aniversarios familiares, pasaban inadvertidos: el calendario era allí completamente innecesario
A la pulpería iba de tarde en tarde y muy de mañana, para hacer sus compras, vender sus frutos o arreglar sus cuentas, empleando en ello el menor tiempo posible, rehusando siempre cualquier invitación que se le hiciera. Si le ofertaban un cigarrillo, respondía invariablemente:
—Gracias, no sé fumar.
Si a servirse de una copa:
—Gracias, no sé beber.
Y tampoco sabía tomar mate, y, claro está, mucho menos jugar a ningún juego de naipes.
Con sus peones era un tirano manso; no los gritaba, no los retaba nunca, pero exigía el máximun del trabajo, y la falta más insignificante era motivo de inmediata destitución. Y hay que agregar el parsimonioso racionamiento, la absoluta prohibición de tertulias, de juegos y jaranas.
Y, sin embargo, no le querían mal; pues les constaba que esa severidad y aquella tacañería no provenían de él. Aquel tirano, seco de alma como de cuerpo, era un miserable esclavo de su odiosa mujer, misia Camila, a quien los peones, entre sí, y con recelosa reserva, llamaban la «Vampira».
Cuentan de ella que fué siempre una chica voluntariosa y de cascos livianos, criada sin gobierno, pues su padre—viudo al cabo de tres años de matrimonio—tenía en el alma—al decir las gentes—más vicios que pulgas caben en el cuerpo de un perro.
Epifanio se enamoró de la cervatilla, y el padre de ésta, arruinado y que tenía necesidad de recurrir a expedientes tenebrosos para dar satisfacción a sus sensualismos irrefrenables, acogió con entusiasmo el proyecto matrimonial, rehusado violentamente por Camila.
—¿Qué mejor partido vas a esperar?... Yo estoy fundido; cualesquier día me quitan el campo, hacienda cuasi no tengo, crédito menos. Epifanio es rico...
—¡Y feo!—replicó ella colérica.
—¡Cabeza de chorlito!... Un hombre rico nunca es feo, de la mesma laya que una mujer rica nunca es fea ni vieja, anqu'esté picada 'e viruelas, tuerta, sin dientes y con más años que un yaribá de treinta varas de alto!...
—¡Además, es zonzo!...
—La zonza sos vos. ¿De qué t'iba valer que juese rico si juese vivo?...
El casamiento se efectuó, contra la obstinada resistencia de Camila y malgrado los amorosos consejos de doña Emilia, la madre de Epifanio, que con su buen sentido presentía una unión desastrosa.
Desde su instalación en la estancia, Camila emprendió su obra de dominación, obra fácil en virtud de la debilidad de su marido. Su táctica fué aislarlo. El estanciero tenía por mayordomo al viejo Luis, que lo había sido de su padre y en quien depositaba absoluta confianza.
A fuerza de insidias, en una constante guerra de alfilerazos, obligó al buen viejo a marcharse.
—Patrón—le dijo un día;—m'hijo Pedro, que tiene una estanzuela en Las Palmas, m'escribe qu'está enfermo y que vaya a cuidarle sus animalitos... Usted compriende...
Magallanes comprendió muy bien, pero no tuvo valor para imponerse y asintió en el silencio.
Luego le tocó el turno a Jacinta, la hermana de Epifanio. Tímida como éste, soportó resignadamente los agravios y las humillaciones a que la sometía sin tregua su irascible cuñada. Nunca protestó, contentándose con ir a llorar junto a su madre, resignada como ella al sacrificio en obsequio al hermano cautivo.
Sin embargo, como todo, hasta la abnegación tiene su límite, la mártir partió un día para ir a pisar una semana en casa de su tía; y no regresó más.
Quedaba solamente la anciana y la «Vampira» se ensañó con ella, a quien las negras y mulatas de la servidumbre faltaban descaradamente al respeto. Servíanle frío, lavado, escaso de azúcar, el mate que constituía su único vicio; y si protestaba con timidez, las famulillas replicaban con insolencia:
—¿Y qué quiere?... Tenemos otras cosas que hacer...
Tenían, en efecto, otras cosas que hacer: estar de tertulia con «la señora», con las tres hermanas de ésta, convertidas en directoras de la estancia.
Retraída a sus habitaciones, consumida por la pena y la vergüenza, doña Emilia falleció pocos meses después de partir su hija.
—La «Vampira» nos va comiendo a todos, uno después de otro—dijo el tapecito Dionisio.
El nuevo mayordomo, hechura de Camila, un indio grandote con cara de asesino, lo oyó, y descargándole un terrible golpe en la cabeza con el mango del talero, le gritó furioso:
—¡Limpíate la boca, trompeta, p'hablar de la patrona!... Y aurita mesmo vas a ensillar y a mandarte mudar de aquí!...
Muerta misia Emilia, la estancia quedó enteramente a merced de la terrible intrusa. Su padre se instaló en la casa, dedicándose a cuidar parejeros, bien alimentados a maíz y alfalfa, pues tenía carta blanca en la pulpería
Los hermanos de Camila, en compañía de amigotas y amiguitas, vivían en fiesta perpetua. Todo el día, naipe y beberaje, y por las noches, comilonas que terminaban en orgías presididas por la «Vampira».
En cuanto a Epifanio, había llegado a ser una «cosa», una pulpa, sin voluntad, sin autoridad, de quien nadie hacía caso. Pasaba casi todo el día vagando por el campo, de donde regresaba al anochecer. Comía unos trozos de asado, en la cocina, de pie, e iba luego a acostarse en el cuartito alejado que otro tiempo ocupó el viejo capataz. Presa del insomnio, rebelábase, hervía en indignación, proponiéndose enérgicas resoluciones para el día siguiente. Pero al día siguiente encontrábase más débil e irresoluto, más impotente y resignado con su miseria...
En el amanecer de una noche crapulosa, el padre de Camila, tambaleante, con el rostro descompuesto por el efecto del alcohol, puso las manos sobre los hombros de su hija—que se encontraba casi en igual estado—y le dijo con supremo cinismo:
—¡Esto es divertirse!... ¿Has visto lo que vale casarse con un hombre rico... y zonzo? Aura te acordarás de mi consejo... Un padre nunca, aconseja mal a sus hijos...