La Venganza de Paula Antonia

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Felipe Luchinetti.


El altillo era una enorme pieza de diez varas de frente por cinco de ancho; y parecía más grande aún con la desnudez de sus muros blanqueados a la cal y con el mísero moblaje, consistente en una vieja otomana pintada de granate, una mesa de luz, un arcón y cuatro sillas. Las dos ventanas que daban al campo permanecían cerradas noche y día; pero, en cambio, estaba siempre abierta la que se abría sobre el patio, a través de cuyos pequeños vidrios Paula Antonia contemplaba, desde el alba hasta el obscurecer, los anquilosados paraísos, el ombú secular, los negros parrales, que hacían curvarse las vigas apolilladas del viejo zarzo, las higueras despeluzadas como cabeza de mulata, y el desconchado brocal del pozo, cuya roldana, herrumbrienta y gastada por el uso, quejábase agriamente durante toda la vigilia.

De la mañana a la noche, mientras hubiese luz, Paula Antonia tenía fijos sus grandes ojos tristes en aquel rincón familiar. En primavera seguía la hinchazón de las yemas, el crecimiento de las ramas, la expansión de las flores; en otoño calculaba el momento en que se desprendería cada hoja muerta; para seguirla en los giros lentos que la conducían hasta el suelo, poniéndola a merced de la escoba; todos los pájaros, lo mismo los espineros, que tenían su morada constante en la cúspide de un paraíso, que los mixtos cantores y los chingolos acróbatas, todos los pájaros eran conocidos suyos; había una urraca, colicorta y con pergeño de chica bohemia, que solía ir en las auroras rojas y frías del invierno a posarse en la reja, golpear el vidrio con las alas y lanzar un canto buenamente burlón, al mismo tiempo que meneaba su penacho gríseo, desflecado, semejante al chambergo de un gaucho vagabundo.

Para los carnavales—que ese año caían en 3 de Marzo—iba a hacer veinticuatro meses que Paula Antonia llevaba de postración; veinticuatro meses tendida sobre su vieja otomana pintada de granate, boca arriba, mirando, unas veces al patio y otras veces su vientre que se inflaba, se inflaba, llenándose de agua como un rancho mal quinchado.

No protestaba, sin embargo, contra su destino, que siempre le fué adverso. De chica tuvo que soportar las agriedades de su madre tísica, y las intemperancias de su padre, borracho: muy buenos los dos, muy cariñosos; pero ella estaba comida por los bacilos y él ardía todas las noches en quemazón alcohólica. De casada, su marido la amó y la disfrutó un tiempo. No era linda, toda su belleza se la daban sus diez y ocho años. Con el tiempo fuese acentuando la tosquedad de sus rasgos. La mirada buena de sus ojos se hizo tonta, indiferente, agua turbia; sus labios, sin color, olvidaron el beso; los senos se extremaron en feas exuberancias; avacóse el cuerpo, en suma, y el espíritu no supo hacer nada para retener el alma consorte, que se iba muerta de frío.

Don Isidoro, en efecto, fué siempre un apasionado mujeriego, y desganándose cada vez más de Paula Antonia, concluyó por engañarla sin ningún reparo y hasta en su propia casa.

Ella sufría y callaba con una resignación hostil que le hizo perder las escasas simpatías que su marido le profesaba todavía. Éste, a los 50 años, conservaba una robustez de toro y su alma se mantenía tan alegre y voluble como en los tiempos juveniles. En cambio Paula Antonia había entrado en la cuarentena hecha una ruina, física y moral, doblemente trabajada por la pena incurable y por la enfermedad cruel y del mismo modo incurable.

Desde hacía dos años vivía postrada en el lecho, sola casi todo el día; al principio se turnaban, para hacerle compañía, la mulatita Amelia y Encarnación, la última muchacha que había criado Paula Antonia, sin que nadie supiese de dónde la sacó; además, don Isidoro subía al altillo un par de veces, de mañana y de noche, para informarse de ella; pero poco a poco, todos la fueron abandonando; le arreglaban la pieza y se iban; le llevaban la comida y se marchaban.

Y ella no profería una queja, dejando transcurrir los días en muda contemplación de los árboles del patio. Por eso don Isidoro se sorprendió grandemente cuando le avisó la mulatita que la patrona deseaba hablar con él. Hacía una semana que no la veía, y hacía más de un año que vivía maritalmente con Encarnación, de quien tenía ya un hijo. Paula Antonia para él, como todos en la casa, ya no era nada más que un viejo animal enfermo, al cual se atiende por compasión. Fué.

—Te mandé llamar—dijóle ella—porque sé que me quedan pocos días de vida.

—¡Bah! ¡No maulee!...—interrumpió Isidoro.

—Déjame hablar—prosiguió Paula Antonia;—me voy a morir, y antes de morirme, quiero pedirte perdón por lo que te he hecho.

Isidoro abrió desmesuradamente los ojos. ¿Qué podía haberle hecho aquella infeliz?... Ella, impasible, con una voz blanca, continuó:

—¿Te acordás de Pascuala, a quien tuviste de querida en el Puesto Alto, y que abandonada por vos desapareció después con un vendedor ambulante?

—¡Sí, es pa eso que más llamao!—dijo el gaucho con rudeza.

—Tené un poquito'e pasencia... Una vez me vino una mala idea, quise vengarme de lo mucho que me hacías sufrir y se me ocurrió una barbaridá.

—¿Qué querés decir?...

—Que Encarnación, a quien yo hice trair a casa y con quien vos vivís hace tiempo y con quien tenes un hijo... Encarnación es la hija de Pascuala, ¡Encarnación es tu hija!...

Isidoro palideció, y ella, cerrando los ojos y permaneciendo inmóvil como si ya hubiese muerto, balbuceó con voz muy tenue:

—Perdóname.


Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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