A Emilio Frugoni.
Pitando fuerte el colorado rionovo envuelto en chala, el viejo
Sandalio borbotó una humada gris con la cual confundió en un solo tono,
su faz gris, sus ojos grises, su cabello, su barba y sus grandes bigotes
grises, y dijo con una voz grísea también:
—¿Hará tiempo d’eso, no?...
Desconcertado por la irónica interrupción, don Pedro Lucas truncó el relato y púsose á considerar á su compadre, medio con rabia, medio con lástima.
Es axioma zoológico, que los animales más pequeños sean los más ponzoñosos;—justa compensación, en la lucha por la existencia, concedida por la madre Natura á quienes carecen de otro medio para asegurar la supervivencia. Ella da cerebro á unos; músculo y garras á otros; agilidad á éste, hipertrofia visual ó auditiva á algunos; humildes, pero protectores mimetismos á los más indefensos, y veneno á los ínfimos, á los que condenados á vivir arrastrándose, en penosos serpeos, están siempre expuestos á ser aplastados por el tacón de un sabio ó por el casco de un bruto.
Don Juan Lucas era un hombre grande, morrudo, sin una achura de desperdicio; grande, fuerte y bueno como un buey.
Al igual de los bueyes, tenía unos bofes potentes, capaces de oxigenar muchos litros de sangre por día; y un corazón amplio, de sólidas paredes y con maravillosas válvulas,—aspirantes y expelentes, incansables é infalibles en su ruda labor de riego; y un estómago que era un concienzudo químico; y un hígado y un riñón que resultaban celosos policianos... Sólo tenía, como los bueyes, un órgano pequeño y flojo, don Juan Lucas: era el cerebro.
Nunca se le había ocurrido pensar. Pero, si los bueyes pensasen, ¿seguirían pacientemente el surco, soportando el tirón de la oreja y el escozor del clavo de la picana?... Si los bueyes pensasen hoy por hoy no se dorarían con flor de trigo los collados, ni desparramarían luces diamantinas los dedos de muchas mujerzuelas, ni burbujearía el champagne, en copas de cristal, frente á la alba pechera de muchos capitalistas.
Hay tres especies animales que no desaparecerán jamás de la tierra: los tigres, los bueyes y las víboras.
Sin embargo, buey y todo como era, Juan Lucas se encrespó ante la insidiosa interrupción de su compadre, que desde rato hacía,—y, por otra parte, como siempre, le venía fastidiando así, clavando estacas en todo lo largo de su relato.
Y tanta rabia le dió que después de considerarlo un momento, levantó la manaza y dijo:
—Si no te callás...
—¡Y'estoy callao!—se apresuró á responder don Sandalio.—Seguí no más, ya que te agrada correr solo...
Don Pedro Lucas detuvo el ademán y prosiguió mirando á don Sandalio. Y, cosa rara, le fué apareciendo como un hombre completamente distinto de aquel Sandalio que conocía desde que ambos eran niños y en cuya comunidad había vivido por cerca de medio siglo.
Recién entonces se dió cuenta de la fealdad repugnante de aquel hombre que había constituido la mayor afección de su vida.
Vio recién que la frente era ancha y fugante como la de un felino; que los ojos, pequeños y turbios y sin el suprarayado de las cejas desaparecidas, estaban dispuestos en distintos planos, haciendo que unas coincidieran sobre el mismo punto sus visuales; que la nariz, alta y fina, cortaba el sesgo de su faz ondulosa, cubierta de piel áspera, rojiza, taraceada de barros negros en el poco espacio dejado libre por la frondosidad capilar; que la boca, hundida por la carencia de dientes, era también irregular y sinuosa. Viejo, completamente viejo sin haber llegado á la vejez, tenía todo el aspecto repulsivo de una oveja flaca y sarnosa que va perdiendo la lana.
—¡Pucha que sos fiero!—exclamó el coloso.
—¿Te parece?—contestó el otro riendo con una sonrisa negra.
—Y ruin—agregó Pedro Lucas.
Y siguió observándolo insistentemente. No; no era posible que floreciese un solo sentimiento bueno dentro de aquel hombre, que todo el mundo odiaba, que todo el mundo despreciaba por haragán, vicioso, cobarde y malo y de quien él se había constituido en perpetuo defensor.
—¡Sos fiero mesmo!—volvió á decir con amargura, porque pronto, en inusitada iluminación de su espíritu opaco, vislumbraba toda la verdad de la crítica y la justicia de las befas de que durante años y años él había sido objeto, á propósito de su encariñamiento por aquel reptil, que le había robado todo, hasta el honor, y que hacía públicamente gala de su vileza.
—¡Sos fiero mesmo!—tornó á decir.
Y Sandalio, incomodado, respondió provocativo:
—¡Avisa si es polka...—Y luego, con la más perversa de las entonaciones de su voz perversa, preguntó:—¿Tu mujer piensa lo mesmo?...
El buey sintió que le temblaban las carnes, desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y echó mano á la cintura, sacando el cuchillo de ancha, aguda y afilada hoja... Pero se contuvo al ver la expresión miserable y despreciable, de espanto, que su gesto había dado al rostro del canalla.
Con ademán pausado y sereno, con el ademán del buey que agacha la cabeza y sigue el surco volvió á envainar.
Se cruzó de brazos y dijo sin encono:
—No vale la pena ensuciar la daga matando una víbora vieja que ya ni colmillos tiene, aunque le sobre veneno!... Pero siempre es repunante una víbora... ¡Andáte!... ¡Andáte!...
Y cogiendo el rebenque, comenzó á darle mangazos por la cabeza. Atinó el otro á parar los golpes, anteponiendo el brazo; pero como el buey continuase embistiendo enfurecido, se levantó y echó á correr.
Y el buey detrás, castigando á rebenque.
Así anduvieron varias cuadras en pleno campo. Al fin, Sandalio, rendido, imploró gracia.
—¡No me pegués más!...
—¡Sí!—replicó furibundo el buey.—Levantáte y seguí!... Aquí cerquita está la portera... La cuestión es echarte juera’e mi campo!... Más p'ayá, es ajeno.
Y á fuerza de chicote, le hizo transponer la cancela, y lo dejó entonces.
Por un momento, permaneció quieto. Se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor, y dijo:
—¡Caracho! ¡Cómo cansa ser malo!... Y la pobre mi mujer ha’estar con cuidao por mi tardanza...