La Vuelta á la Aldea

Javier de Viana


Cuento


Para Atilio Chiapori.


Muy vaga, muy indecisa idea conservaba yo de mi pueblo. Diez años contaba cuando salí de allí, y más de treinta medí entre la partida y el retorno.

Varias veces, en distintas épocas había sentido tentaciones de visitar el sitio de mi nacimiento; pero desistí siempre. El viaje era muy largo y sólo tristezas podía ofrecerme aquel lugar; mis padres no reposaban en su camposanto; no poseía allí deudo alguno, ni amigos, ni era ya de mi propiedad la casita donde murió mi abuelo y donde nacimos mi padre y yo.

El azar de la guerra me llevó allí cuando menos lo soñaba. El ejército había acampado en las inmediaciones y como era sólo media tarde, en vez de desensillar, fuíme, solito, á visitar la aldea, esperando gozar intensas sensaciones al contemplar las canchas de mis proezas infantiles, el evocar los recuerdos remotos.

Desde que penetré en el pueblo, una tristeza infinita se apoderó de mi espíritu: todo aquello era una ruina. Los edificios cubiertos con verdinegra techumbre de teja española, presentan los muros denegridos, mostrando las injurias del tiempo en las desconchaduras del revoco. Las maderas de las puertas, que apenas presentan vestigios de la antigua pintura, se separan formando hendijas que semejan cuchilladas; tras los barrotes de las rejas, rojos de orín, las ventanas sin vidrios, con los vidrios rotos ó sustituidos con chapas de latón, pregonan la extensión de su indigencia.

Por allá se ve un eucalipto gigantesco; cercano, un álamo soberbio que se estira con ambiciones de alcanzar el cielo: tras de una tapia decorada con lujuriosas madreselvas, los durazneros, los perales, los manzanos y los guindos forman bosques de lozanías tropicales. En un terreno baldío entre un ombú que se ha caído de viejo y una casa que se está cayendo mordida por la incuria, el hinojo y la cicuta mezclan sus hojas finas y sus flores blancas, y forman monte tupido, alto de dos metros, ofreciendo albergue en su soledad húmeda y obscura á millares de reptiles que en el bochorno de las tardes salen para tomar el sol sobre las arenas de las calles desiertas.

En tanto los edificios se desmoronan y mueren ante la indiferencia de los que moran en ellos las plantas crecen con rabioso empuje en aquellas tierras gordas, cuyas ubres generosas debieran alimentar la planta de pan y sustentan malezas: al igual de la vaca, que por desidia del pastor, entrega su leche á la culebra astuta, mientras su propia cría se esqueletiza y se muere de consunción...

Siguiendo á lo largo de una calle parecida á un médano, triste y desierta como todas, salpicada de casas que parecen sepulcros donde reposan muertos sin deudos, que semejan jóvenes envejecidos en prematuro hastío de ia vida, llegué hasta el otro extremo del villorrio.

Vi allí, señorearse una quinta donde los árboles frutales se extendían en legión compacta, donde el maíz ocupa varías cuadras en su verdor alegre, donde los álamos se yerguen á incalculable altura, donde las naranjas negrean, juntando fuerza para engendrar, al beso de la helada, sus esferas de oro.

Es todo un himno á la vida.

Y más allá, un poco más allá, después de un médano de arenas blancas y estériles, vese un muro bajo, cárdeno, derruido en partes, cercando la mansión de los muertos.

Allí está la muerte en la inmensa melancolía del abandono absoluto: la muerte en su verdadera significación: el fin.

Impresionado, empujé el portón de maderas casi podridas, y entré.

Hay una callejuela casi por completo invadida borrada por las hierbas. A uno y otro lado, entre matorral espeso, entre gramillas y ortigas, se ven cruces negras, inclinadas, torcidas y que parecen bostezar de fastidio y sentir deseos de acostarse también sobre la grama para dormir el sueño sosegado de las osamentas que custodian.

No hay árboles que den sombra; no hay tampoco flores que sonrían con sus colores y canten con sus perfumes. Los pájaros no revolotean por allí; las mariposas no tienen nada que hacer en aquel sitio, y si alguna llega, será el pavón nocturno, el gran coleóptero de vestimenta macabra.

Durante la noche, deben arrastrarse por el suelo los ofidios recelosos, el tatú taciturno y la astuta comadreja; por encima de los pastos pasarán volando sin ruido las lechuzas y los murciélagos.

Hay algunos sepulcros que casi desaparecen en medio de la vegetación herbácea, y hay algunas crucecitas de hierro que tienen un corazón entre los brazos. Se ve algo escrito en esos corazones: un nombre, una fecha, una frase afectuosa; pero todo ello ininteligible, borradas letras y palabras por la impiedad de la intemperie.

¿Quién reposa aquí?... No se sabe.

¿Qué le han dicho en llorosa despedida, el padre, la madre, el esposo, la esposa, el hijo, la hermana?... No se sabe tampoco.

El tiempo, hermano de la muerte, riendo de la necia ambición humana de perdurar siquiera en recuerdo, lo ha borrado todo.

Los muertos de aquel cementerio están definitivamente muertos...

Comenzaba á ser noche. Tuve miedo y salí. Monté á caballo y á galope, sin volver una vez la cabeza, me alejé de mi pueblo llevando el firme propósito de no volverlo á ver.


Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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