Lo que más rabia le daba al comisario Gutiérrez era la perruna humildad de Goyo ante las afrentas con que de continuo lo castigaba en su implacable persecución.
La primera vez que exteriorizó su antipatía hacia el mozo, fué en las carreras grandes de Punto Fijo. Cuando el comisario vió que Goyo sacaba un cuchillo para comer la sandía que acababa de comprar a una quitardera, atropelló furioso y casi derribándolo con el encuentro del caballo, vociferó:
—¿Con qué permiso venís armao al camino, gaucho insolente?... ¡A ver, a ver! —gritó dirigiéndose a los milicos que le habían seguido:— ¡desarmen a ese canalla!...
Los policianos, que al echar pié a tierra ya llevaban desenvainados los «corvos-», le aplicaron varios planazos, para evidenciar el poder de la autoridad, nada más, porque el culpable se sometió sin asomo de resistencia.
—¡Protestá, si te parece! —rugió el comisario.
—¡Si no protesto, acato!...
—¡Y si no, no acatés!... —Luego, al sargento: —¡Arrenló pa la comisaría; y qu’ el escribiente le cobre la multa!...
Goyo no chistó.
Otra vez, el comisario llegó sigilosamente, a eso de media noche, a los ranchos de ña Menegilda, donde una media docena de mozos y mozas del pago, habían organizado un «bailongo». Eran jóvenes, eran alegres como el canto de las «primas» de las guitarras. Y, como de costumbre, en casos análogos, Goyo era el héroe y el niño mimado de la fiesta.
Lindo muchacho, guitarrero, cantor y bailarín sin rival, dicharachero, atrevido sin groserías, sabía divertir y por eso lo adoraban y lo buscaban.
Cuando Gutiérrez penetró en la sala, su faz adusta, su mirada torva, su sonrisa amarga, fué como una helada intempestiva caída sobre la alegre floración del jardín: todos se amustiaron de súbito.
Gutiérrez lo advirtió y se estremeció de rabia. Siempre ocurría lo mismo; la impresión de miedo que causaba su presencia no variaba nunca, por más empeño que él pusiese en aparecer amable.
Iba con ánimo de bailar, de divertirse, de ser bueno, y el general retraimiento le revolvía de inmediato la bilis, impulsándolo a la violencia.
Así, aquella noche, iracundo preguntó:
—¿A ver ande está el permiso pal baile, a ver?...
—Señor comisario, como no es más que una tertulia familiar, habemo pensao... —explicó humildemente Goyo.
Y el comisario satisfecho de la oportunidad que se le presentaba para humillar al mozo, gritó, amenazándolo con el rebenque:
—¡Yo te vi’a dar tertulias!... ¡Siempre has de ser vos el infrator!... ¡A ver, sargento!... ¡Arrenló pa la comisaría y encájele la multa!
—¡Pero, comisario!...
—¿Qué? ¿Qué?... ¿Vas a desacatar?... ¡Desacata no más!...
—¡Acato, comisario, acato!...
Se lo llevaron a empellones.
Pero la persecución no paró en eso. Goyo tenía de compañera una chinita que había «sacado», con el beneplácito de los padres, un año hacía; y Gutiérrez se la sacó a la fuerza y la llevó a la comisaría «pa piona».
Goyo soportó la afrenta, colmando la animadversión del comisario. ¿Era miedo o desprecio? A él le constaba que el muchacho tenía «güen coraje», probado en varias ocasiones... ¿Entonces?...
Entre tanto, su odio crecía. Goyo tenía fama, —y muy bien adquirida,— de ser el mejor compositor y corredor de caballos del pago. Muy raramente perdía una carrera; y en cambio el comisario, que por capricho jugaba siempre, y hasta dando usura, contra el parejero que guiara Goyo, perdía siempre.
Pero resultó que una vez el comisario, en un momento de «calentura» había «atado» una carrera por una apuesta seria, reconociendo más tarde, cuando ya era imposible volverse atrás, que iba «derechito al muere»; primero, porque el caballo no le daba, y segundo porque el adversario le llevaba la ventaja de tener por compositor y corredor a Goyo.
Venciendo su orgullo, hizo llamar al mozo y le dijo con los malos modos de siempre.
—¡Vas a cuidar y correr mi parejero!...
Contra lo que se esperaba, el mozo respondió de inmediato:
—Con mucho gusto, mi comisario...
—Pero te albierto —agregó Gutiérrez desconfiado— que si la perdés, te vi’a dejar mormoso a palos!...
—¡Qué la vi'a perder! —respondió alegremente Goyo.— Una qu’ el caballo, sabiéndolo enderezar, atropella y aguanta; y otra, ¡usté lo sabe! qu’ el caballo ’el comisario no puede perder!... ¡Le garanto que se la robo!...
—No te olvides que...
—¡Se la robo, comisario, le garanto que se la robo!... Y aura le vi’a decir, comesario, el secreto que tengo pa ganar las carreras...
—¿Eh?
—¡Un polvito qu’ en el momento ’e largar le meto en el óido al mancarrón y que, por sotreta que sea, lo hac’estirarse como cuero fresco!...
Llegó el día de la carrera. El comisario, paseándose a caballo, en un picazo gordo y cubierto de valioso «apero» de oro y plata, apostaba rabiosamente, embolsando los dineros en las pistoleras de la montura, donde ya estaban depositados los mil pesos de la carrera. Y faltaba menos de media hora para la indicada para enfrenar, cuando Goyo, con aspecto apenado, lo llamó aparte y le dijo:
—¡Vea lo que me pasa, comesario: olvide el polvito!...
—¿Y? —preguntó Gutiérrez, empalideciendo.
—Tengo que dir a buscarlos.
—Mándenlo un milico.
—No los v’a encontrar. Tengo que dir yo mesmo a la comesaría.
—¿Y habrá tiempo?
—Con güen caballo, sí.
—Toma, monta en el mío...
Se apeó; Goyo subió de un salto al picazo gordo.
—¡Apúrate! —ordenó el comisario.
Y un viejo que había observado la escena y oído el diálogo, le dijo en voz baja a un compañero:
—¡Se mi hace que Goyo va dar la güelta’el cuervo!...
Pasó la media hora. El comisario, como comisario obtuvo una prórroga de media hora. Pasó la media hora y entonces Gutiérrez, seguro de que Goyo le jugaba sucio, pidió un caballo y se largó a escape a la comisaría.
Al llegar allí, el viejo Tiburcio, el ranchero, le informó que Goyo había dicho que llevaba orden suya de llevar a Juana, la peona; que la había alzado en ancas y había partido al galope, dejando un papel, que no había leído porque no sabía leer. El papel decía así:
«Comesario: Lo que prometo lo cumplo: le prometí que «la robaba» y
la robo... Le dije que iba a dar la güelta y la vi a dar, pero será la
güelta... el cuervo».