Profundamente abatido, Ponciano resistió aún:
—¡No Nerea!... Eso no; ¿pa qué comprometerme al ñudo?... ¿Tenés ganas de comer una ternera gorda?... Yo tengo muchas en mi rodeo y no viá dir a carniar la ternerita blanca del vasco Anselmo, exponiéndome a un disgusto...
—¡Compraselá!
—Ya te dije que no quiere venderla.
—Robaselá, entonces...
Y luego, con esa expresión de insolente fiereza que sólo saben tener las mujeres, exclamó:
—¡No ha de ser el primer zorro que desollés!...
La bofetada hizo empurpurar sus flacas mejillas tostadas por todos los soles estivales y por todas las heladas invernales. Pero la pasión, una pasión casi senil, le maneó la voluntad y el orgullo. Guardó silencio.
Envalentonada, la china impuso:
—Ya sabés: el lunes que viene, de aquí cinco días, es mi santo, y yo quiero festejarlo comiendo la ternerita blanca del vasco Anselmo.
Ponciano se despidió contristado, sin aventurar una respuesta. En el momento de montar a caballo, ella insistió:
—Si el lunes no venís con la ternera, es al ñudo que vengás...
Era él un gaucho alto y flaco, que parecía más alto y más flaco debido a la eterna vestimenta negra. Tenía una cabeza perfectamente árabe; denegridos el pelo, la barba y los ojos; aguileña y afilada la nariz; salientes los pómulos, hundidas las quijadas, obscura la tez, finos los labios, blanquísimos los dientes.
Su flacura le había valido el mote generalizado de «Lanza seca» y pasaba en el pago por un personaje misterioso.
Su oficio era el de acarreador de ganado para invernadas y saladeros, y tenía gran crédito debido a su pericia y a su honradez.
En los veinte años que llevaba trabajando en el pago, nadie había tenido de él la más mínima queja.
Empero existían varias circunstancias de su vida que obligaban al comentario. Lanza seca había caído al norte entrerriano sin más haberes que un buen flete, un apero plateado y algunos patacones en el cinto.
Todos ignoraban quién era y de dónde venía, y las averiguaciones en ese sentido siempre fueron infructuosas.
Ponciano era un hombre callado y que rehuía el trato con todos. Sin embargo, cuando le hablaban, mostrábase siempre humilde.
Quitábase el sombrero, bajaba los ojos y respondía, con una voz suave y finita:
Sí, señor... No, señor.
Pero nada más.
Por otra pare, en determinadas épocas del año, cuando cesaba su trabajo de tropero, desaparecía. Nadie supo nunca dónde iba ni a qué ocupaciones se dedicaba; pero es el caso que «Lanza seca», el infeliz Ponciano, llegó a ser propietario de dos leguas de campo pobladas con hacienda flor, lo cual no le impidió continuar ejerciendo su oficio de tropero y su misma vida modesta y misteriosa.
A pesar de ser un hombre a lo sumo de cuarenta y cinco años, no se le conocía una sola amistad femenina, del mismo modo que no se le conocía ningún vicio. Era un ser sombrío; uno de esos seres que parecen vivir sin objeto.
La realidad era otra.
Por mucho tiempo, la existencia de «Lanza seca» tuvo por fin único enriquecerse. Con su humildad hipócrita, con su insignificancia aparente, con su honradez visible, era en el fondo un taimado, un pillo habilidoso sediento de placeres, pero dotado de una voluntad férrea que le permitía contenerse y disimular siempre sus vicios.
Sin embargo, lo inevitable llegó al fin. Nerea, una chinita de diez y seis años, hija de matreros, cuya choza se ocultaba entre los ñandubaysales de Montiel, logró vencer su egoísmo y convertirlo en su esclavo. Si no se había instalado en la estancia, si no se había hecho legalizar como esposa, es porque aquella alma chúcara y aquel cuerpo libertino, no podían decidirse al abandono del salvajismo montaraz y a los fugitivos y ardientes amores de las fieras que pasan.
Ponciano había rogado vanamente muchas veces:
—Vení; ¡yo soy rico y tuito lo marcado con mi marca será tuyo y vos serás la reina del pago!...
Y ella respondía:
—Cuando sea más luego, y encomiense a desnudarse el día, andá a la orilla el arroyo y cantale ese estilo a la madre 'el agua...
—Yo ti aseguro que serás feliz, siendo sólo mía...
—¡Pu'áhi se quiebra el palo!... Chancho montarás no engorda en chiquero...
Siempre fué inútil el ruego, y Lanza seca sentíase, sin embargo, cada vez más esclavizado por la bella y perversa flor de la áspera tierra de los matreros.
Se sometía a todo, pero aquel capricho era exhorbitante. No es que su conciencia sintiese mayores escrúpulos. Como lo había dicho Nerea, no sería el primer zorro que desollase. Pero sus cochinerías las efectuaba allá, en el Paraguay, en el Uruguay, en el Brasil, donde no se llamaba Ponciano Suárez. ¡Pero allí, en Montiel, donde gozaba de envidiable reputación de honradez!... ¡Y meterse con el vasco Anselmo que de tiempo atrás lo venía sospechando!...
Llegó rabioso a su estancia. Llegó tarde. Desprendió del gancho una paleta de oveja, avivó el fuego, la asó y empezó a comerla vorazmente sin preocuparse de Caín, su perro fiel, que lo miraba con unos ojos que iban entristeciéndose a medida que se iba concluyendo la carne.
Ponciano puso la paletilla pelada sobre una alhacena, y ya con la barriga llena se fué a dormir. Caín quedó solo en la cocina, solo y con hambre de dos días. Reflexionó largo rato, midiendo virtualmente la altura de la alhacena calculando si valdría la pena exponerse a un porrazo por un hueso pelado. El hambre pudo más que la prudencia. Dió un brinco formidable y se encontró encima del mueble.
¡Sorpresa!... Desde allí, su hocico alcanzaba sin dificultad al gancho donde quedaba medio costillar de oveja.
—Suceda lo qu'el patrón quiera—pensó Caín y le meneó diente al costillar.
Y sucedió algo mucho peor de lo que esperaba el perro. Lanza seca, que no había podido dormir en toda la noche, se levantó de madrugada, cuando los peones dormían aún, se fué a la cocina, hizo fuego y se dispuso a desayunarse con el costillar de oveja.
Su rabia fué enorme. Miró en contorno. En un rincón vió los huesos pelados; en otro rincón vió a Caín, echado, la cola entre las piernas, las orejas gachas, la mirada tímida: una manifiesta actitud de delincuente.
La primera idea del tropero fué romperle la cabeza de un tizonazo; pero Ponciano no era un impulsivo. Tranquila, sosegadamente, cogió a Caín, le puso una cadena y lo ató a un palo del zarzo del parral, diciendo, sin ira, con su frialdad de víbora:
—¡Ahí vas a estar hasta que te pudrás de hambre!
El viernes, el sábado y el domingo, Caín permaneció atado sin recibir alimento alguno. Gracias que un peón le arrojó a escondidas un hueso y le puso un tacho con agua, de miedo de que rabiase.
Algunos de los peones sentían lástima. Pero el patrón había ordenado terminantemente que se dejase morir de hambre al perro; y como los peones conocían bien el carácter vindicativo del patrón y como el alma de los hombres es muy semejante al alma de los perros, ahogaron sus sentimientos compasivos.
El domingo de noche, Lanza seca, vencido al fin por la pasión, se fué al rodeo del vasco Anselmo, enlazó la vaquillona blanca, la degolló, la vació, la cargó en ancas de su caballo y al amanecer la echaba a los pies de la china en suprema ofrenda de amor.
Ella le recompensó abrazándole frenéticamente, haciéndole sangre los labios con un beso de vampiro y exclamando:
—¡Ansina me gustan los hombres, capaces de dormir en el bañao con una crucera por almohada y un puma por cobija!...
Práctico, prudente, a pesar de su excitación amorosa, Ponciano desolló él mismo la ternera y puso a buen recaudo el cuero. El cuero que en la madrugada del día siguiente se llevó bien oculto bajo los cojinillos.
Llegado a su casa antes de nacer el sol, buscó una pala, fué al fondo de la casa, cavó un hoyo y sepultó el cuero de la ternera blanca. Regresó a las casas, y como pasara junto a Caín que maulló humildemente, sintió compasión. Lo desató; el perro empezó a acariciarle frenéticamente, con esa bajeza casi humana de todos los perros.
Lanza seca durmió ese día tranquila y largamente. Despertó, es decir, lo despertaron, cuando empezaba a grisear el crepúsculo.
Era intempestiva visita del comisario, el juez de paz y el vasco Anselmo. Este le acusaba de la muerte de la ternera blanca. Las autoridades manifestaron que concurrían «por fórmula», convencidos de lo injusto de la sospecha.
Se hizo el registro de la casa. Es claro, no se encontró nada. Iba a darse por terminada la investigación, cuando el vasco advirtió que en el fondo de la casa, el perro Caín devoraba una gran cosa blanca.
Fueron allí. Al notar la presencia del amo, Caín reculó con el rabo entre las piernas dejando a descubierto el cuero que su hambre había hecho desenterrar.
Pálido, hecho un pulpa ante la evidencia del delito, Ponciano enmudeció.
El comisario, compadecido, díjole:
—Vea, amigo, ¡por un perro!
Y Lanza seca, recapacitando y siendo justo por primera vez en su vida, exclamó:
—¡No!... ¡Por una yegua!...