Las Gentes del Abra Sucia

Javier de Viana


Cuento


A Félix Lima.


Cuando Delfina tenía quince años, era la morocha más agraciada del pago del «Abra Sucia»,—que tenía fama de ser un pago de chinas lindas, hasta el punto de que los mozos no trepidasen en galopar treinta leguas por concurrir á un baile en «Abra Sucia».

Hijas del amor, casi todas; producto de los fugitivos amores de un malevo escapado del bosque, con riesgo de la vida; flores silvestres, hurañas, con mucho de salvaje en la forma, en el color, en el perfume...

Sus rostros parecían hechos con corazones de ñandubay; sus cabellos tenían los reflejos negro azulados de las alas del urubú; sus ojos chispeaban como fogones; sus bocas atraían con la voluptuosidad de los gruesos labios encarnados, pero imponían con la doble fila de dientes menudos, parejos, afilados, amenazantes... En la altivez del rostro, en la gallarda solidez del cuerpo, en la rudeza provocativa de la mirada, en la elegancia de los gestos, había algo de la potranca arisca, criada á orillas del monte, siempre recelosa, siempre pronta á escapar buscando refugio en la intrincada maraña de los espinillales...

Eran todas lindas, las chicas del pago; pero Delfina descollaba entre todas. Su padre, un bandolero famoso, fué muerto á tiros por la policía, una noche en que dormía confiado en el rancho de su amada. Ésta, que no podía negar la raza, peleo á la par de su hombre, y sucumbió dos días después de resultas de las heridas recibidas.

Delfina fué recogida por don Saulo Manzanares, antiguo contrabandista y cuatrero, á quien se atribuían sinnúmero de crímenes, pero que había conseguido liquidar amigablemente sus pleitos con la justicia, había comprado un campito, y se había sosegado, llegando á ser el más rico y considerado estanciero del pago. Las malas lenguas murmuraban que muy rara vez carneaba una vaca de su marca ni una oveja de su señal... pero deberían de ser calumnias... Desde hacía muchos años, la policía toda, empezando por el comisario, se sentía muy orgullosa de ser recibida y agasajada por don Saulo Manzanares...

Delfina contaba cinco años cuando fué recogida por el potentado del lugar, quien tenía un hijo único, Santos, muchachón que á los quince anos, era ya la propia piel de Judas.

Hijo de tigre, overo ha de ser. Y aunque el padre se hubiese llamado á sosiego para disfrutar tranquilamente el producto de una vida deshonesta, no por ello habría de haber transmitido á la prole otra herencia que la de su verdadero acervo moral.

En el pago de la «Abra Sucia» sólo había bandidos. La honestidad era ave que nunca hizo nido en las almas de allí, fuesen masculinas ó femeninas.

La situación geográfica que incitaba al contrabando; la topografía del paraje, que se prestaba admirablemente para albergar bandoleros, burlando la persecución policial; la historia comarcana, rica en aventuras, en episodios bélicos, siempre terminados con el triunfo del malevaje, y agregado á esto la poderosa influencia de la sangre en varias generaciones de bandidos, mantenían, en hombres y mujeres, el tipo rudo, violento, todo pasión y todo instinto, audacia, aspereza y rebeldía...

Saulo, bandido inteligente, echó una raya—trazada con onzas de oro,—separando el pasado del presente y del futuro. Pero lo que no supo prever fué lo que habría de producir su estirpe, De semilla de cardo, cardo habría de nacer.

Todos los malos instintos, todas las perversiones brotaron lujuriosamente en el alma de su hijo Santos. Los lazasos con que á menudo intentaba corregirlo, sólo sirvieron para avinagrar su alma perversa. Y cuando Saulo apareció una mañana, tendido á la entrada del Abra, muerto de un balazo en el corazón, todo el pago atribuyó el crimen al hijo...

El hijo tenía entonces veinte años y se convirtió en el más tiránico señor del pago.

Delfina fué una de sus víctimas. Delfina amaba á Panta, joven contrabandista, fuerte y bello, y guapo, y que á los veintidós años de edad contaba ya en su haber glorioso, cuatro muertes. Pero Santos decidió que la china fuese suya, y lo consiguió á rigor.

Ella lo odiaba. Él le era continuamente infiel y la trataba con grosería brutal.

Panta y Delfina se encontraron una vez en el monte. Ella le contó sus cuitas. Él dijo:

—Si vos querés... Cortando el árbol se acabó la sombra...

—Sí vos te animás...

Y una noche, una noche de invierno, obscura, fría y lluviosa, Panta llegó á la estancia del viejo Saulo, pidiendo posada. Santos, medio borracho, lo hizo entrar, lo invitó á compartir su cena; luego á jugar al truco.

Delfina cebaba mate.

Santos, como de costumbre, «pasteleaba», arrastrando las onzas del forastero, que parecía no advertir la trampa, y con la alegría de su fácil ganancia, le pegaba sin cesar á la botella de caña.

—Bien dicen que tuitos los días nace un zonzo y que la cuestión es encontrarlo...

—Asina es—respondió el cuatrero sin incomodarse.

Y empezaron otra partida. Santos daba las cartas y «sacó del medio» con torpeza infantil. Su contrincante sonrió, miró sus naipes y jugó callado.

—¡Dos ríales envido, maula!—gritó el dueño de casa.

—¡Allá va la falta, guapo!—respondió Panta; y levanta adose rápidamente, le deshizo la cabeza de un pistoletazo.

En ese momento entraba Delfina con el mate.

—¿Ya está?—preguntó tranquilamente.

—Ya está. ¿Lo dejamos aquí no más?

—Dejuro. No nos vamos incomodar cargando basura...

—¿Tenes pronto el atao de ropa?

—Pronto.

—Vamos pal monte.

—Vamos.

Y al poco salían, serenos, tranquilos, sin un remordimiento, en busca del espinillal, refugio seguro de todas las fieras.


Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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