A Jaime Roch.
Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.
Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.
Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.
Es que presienten que allá lejos, sobre lomas distantes, los hijos del pago se baten sañudos y terribles; es que respiran pólvora en las brisas frescas del otoño, y es que, en la doliente quietud de la tarde que muere, no escuchan ya el balar de las ovejas, ni el mugido de las tamberas, ni el relincho de los caballos; es que todo ha pasado, es que todo se ha ido, y allá, en las lomas distantes, chocan las iracundias nativas, rugen los fusiles, truenan los cañones, centellean los sables y las chuzas, y entre gritos de guerra y músicas marciales, la sangre corre, los hombres caen;, la muerte se ceba con ansias repulsivas de felino hambriento.
Al eco de un combate responde el eco de otra lucha. Se pelea y se muere en todos los ámbitos del país. No hay pago al cual la convulsión no alcance, no hay tierra uruguaya que no beba sangre, no hay rincón de la patria que no escuche frenéticos alaridos de triunfo y desesperados quejidos de moribundos. Como en las tenebrosidades. de una pesadilla horripilante, á un tormento sucede otro tormento, á una fatiga una pena, á una esperanza un desengaño. En la noche negra y penosa de la guerra civil, las huestes van andando sobre puñales y se deslizan agitadas y febriles por los despeñaderos de la incertidumbre y del misterio.
Los hombres salen por la noche de bosques y pajonales como alimaña que abandona su guarida; los grupos se forman en parajes apartados y desiertos; las columnas se arrastran por las tortuosidades de los bajíos y marchan, acaso sin rumbo, quizá sin fin determinado, blandiendo los aceros ganosos de pelea y ciegos de rencor.
Por otras llanuras, por distintas quebradas, otras columnas persiguen ó huyen también agitadas por idénticos delirios, presas también de iguales sobresaltos. Y así van, al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, como culebras enfurecidas que ambicionan destruirse, como crótalos que, sorprendidos en sus cuevas por las llamaradas de un incendio pavoroso, huyen, se embisten, se muerden y se matan los unos á los otros con el encarnizamiento feroz de las desesperaciones infinitas.
Son los mismos hermanos; algunos han nacido bajo el mismo techo y han lactado el mismo seno. Juntos han expuesto su vida en las penosas tareas del pastoreo; juntos han corrido sus parejeros en las carreras del pago y se han hecho vis á vis, contentos y alegres en las caprichosas figuras de un pericón. Cuando en estío, al caer de las tardes abrasadas, uno cantaba con el alma las dolientes décimas toscas que el dulce acorde de la guitarra suaviza y corrige, el otro mascaba el pucho emocionado y expresaba en un ¡hermano! entusiasta, la sincera afección de su alma grande y buena. Se apreciaban y se amaban, discutían sus méritos y rendían justicia á sus virtudes, orgullosos con la historia de su raza, cruel á veces, bárbara en ocasiones, pero noble y digna siempre; eran los pocos que quedaban, los últimos ombúes que resistían al vendaval de la inmigración extranjera que engrandece á las naciones sur-americanas quitándoles su idiosincrasia y borrando el sello de su originalidad nativa. Así vivían felices, bajo el techo de los mismos ranchos y al calor de las mismas afecciones.
Los tiempos fueron de prueba para esos hoscos y altivos pobladores de la campaña. Trabajar era bueno, ser pobre no era deshonra, y no empequeñecía el sólo brillar por la virtud. Pero allá lejos, en la ciudad orgullosa y sibarita, los ambiciosos vivían en perpetua asechanza para bebérles la sangre. Los gobiernos personales, despóticos y torpes, sedientos de riqueza y mando, reían explotando al paisano, y armaban á uno para aherrojar á otro. Sujetaban una víctima con otra víctima y, para llevar el escarnio á la cumbre, alzaron una bandera, se ciñeron una divisa y pretendieron cegar á los incautos con los resplandores de un símbolo.
En los ranchos la mozada entusiasta se levantó iracunda: ciñóse uno la divisa blanca y el otro se ciñó la roja divisa. Y allá fueron, con el arrojo legendario y la nobleza reconocida, á matarse en nombre de la causa de sus amores.
¡Las pobres víctimas!
En tanto, las madres, que tienen la intuición de la verdad—porque son el cariño desinteresado, el amor sin mácula, pródigo y puro—, alzan el puño crispado y señalan la ciudad donde el vicio bulle, donde los perversos gozan y ríen en alegres y ruidosos festejos.
Allá en el campo, en la soledad muda y triste, pasa de repente la rápida tormenta de un combate y en seguida la quietud renace y el silencio reina, fúnebre y temible.
¿Que ha ganado el derecho? ¿Que ha triunfado la fuerza?... ¿Y qué?... ¿Que ya no hay hacienda, que ya no hay caballos, que desaparecen los alambrados, que se derrumban los cercos, que crecen yuyos en las huertas y yerbas en los patios de las Estancias; que se derrumban los postes telegráficos, saltan los carriles, se desmoronan los terraplenes de las vías férreas, y que el país entero adquiere un aspecto de propiedad abandonada después de haber muerto el amo; que todo es un erial, que todo es yermo, terriblemente desconsolador y repulsivo?... Y bien, ¿qué?...
¿Qué les supone todo eso á las madres que visten traje de luto y se ahogan con los pedazos de carne mal asada y se adormecen con tragos de mate amargo, pálidas, tenebrosas, consumidas, febriles, siempre con la vista fija en el horizonte, siempre atormentadas por la obcecación de una misma idea, siempre repitiendo un mismo nombre y evocando el mismo recuerdo á todas horas?...
Durante la noche han sentido el eco sordo del lejano cañoneo, y en las auroras, de pie junto al guardapatio, rígidas y mudas, demacradas y torvas, semejando conmovedoras estatuas de la suprema ansiedad, se eternizan, fija en la cumbre de la cuchilla la mirada de sus ojos de conjuntivas enrojecidas por el llanto y de pupilas encendidas por la fiebre. Si divisan un jinete á lo lejos, el corazón les late dentro del pecho como ave aprisionada en un sepulcro, y esperan con angustia torturante que el viajero, algún escapado del desastre, les diga con la mirada de espanto ó la palabra convulsiva:
—¡Ya no tienes hijo! ¡Ya no te quitarás esa negra vestimenta; ya no habrá para ti cielos azules, soles rientes, ni días de luz! El quedó allá, junto á otros muchos que, hermanados en la lucha, dormirán juntos en la muerte. Sufre y llora. Las lágrimas y la sangre son necesarias para que el hombre, la bestia miserable y orgullosa, sueñe en sus anhelos de grandeza, en tanto las inmutables leyes de la materia hacen proseguir el eterno cielo evolutivo, la fatal evolución de las moléculas!...
Y las pobres madres, rígidas y mudas, demacradas y pálidas, crispan el puño y señalan la ciudad maldita, donde los vicios bullen y donde los sibaritas gozan y ríen en banquetes y en festejos...
La guerra sigue, la carnicería aumenta, y los dos pendones se van tiñendo con sangre y van marchando, van marchando iracundos por los campos de la patria. Cuando los adversarios han restañado la sangre y curado las heridas, dan frente y tornan á embestirse con bríos acrecentados por el sufrimiento y odios agigantados por la desesperación. El propietario maldice, el comerciante clama, el capitalista tiembla por su ruina, el proletario llora su miseria, y mientras unos reniegan el derecho y otros increpan la fuerza; en tanto aquél inculpa á un bando y éste al otro, las madres, las pobres madres, en su intuición de lo justo y en su santa ignorancia de las leyes históricas y de los principios sociológicos, claman al cielo implorando venganza contra los que roban y gozan cuando sus hijos perecen en lucha fratricida cubriendo de sangre y duelo el suelo de la patria.
Buenos Aires, Agosto de 1897.