Para Artidoro de Viana.
Muere el día, estrangulado por un dogal de fuego.
En el poniente, el rojo cárdeno del sol que se va como con rabia, hace levantar de la tierra un vapor gríseo, parecido á la humareda de un asado que se quema.
En el oriente, ensombrecido ya, negrea, cual curva y enorme ceja de criolla, el monte espeso y bravío que borda las márgenes de un arroyo al que no sin razón le llaman «Malo».
Desde esa barrera obscura hasta el incendio crepuscular del occidente, la tierra y el cielo van ofreciendo suave graduación de luz, perfectamente abarcable á la vista desde el lomo empinado de la cuchilla.
En la amplia extensión del campo, sobre las lomas, los vacunos ambulan aún, indecisos, irresolutos, sin ánimo para seguir triscando la hierba y sin decisión para tenderse sobre ella y entregarse á la melancólica función de la rumia, que es, para las bestias, como prolijo recuento de lo ganado en el día.
Un ternero extraviado de la madre, bala lastimosamente á la distancia; y la madre, volviendo la pesada cabeza y buscándole con sus grandes ojos redondos, llenos de bondad y de pena, le responde con otro balido más angustioso aún.
Por los llanos, ya ennegrecidos, se encaminan lentamente hacia el rodeo, balando y tosiendo, las majadas.
Al ras de la tierra se escurren las perdices silbando con infinita melancolía, y pasan por delante de las cachilas, que de pie, inmóviles, junto á la maciega parecen esperar resignadamente algo maléfico.
En lo alto, tendidas y quietas las grandes alas potentes, planea un caraneho, ambarado el plumaje y enrojecidas, las pupilas por los reflejos del sol muriente; y, rígidas sobre los postes del alambrado, las lechuzas, esponjando el ropaje gris, lanzan de rato en rato un graznido más prolongado y más lúgubre que de costumbre.
En las casas, los eucaliptos ofrecen la quietud imponente de una fila de granaderos napoleónicos esperando serenos y sin jactancias, la carga, que saben formidable del enemigo presentido próximo. En cambio, los sauces de cabellera mujeril y las frágiles casuarinas experimentaban ligeros estremecimientos medrosos.
Los perros vagan sin sosiego, gachas las orejas, la cola entre las piernas, olfateando el suelo y echando vistazos al firmamento, desde donde presagiaban cóleras.
Las gallinas, con su habitual prudencia apresuráronse á instalarse en el cobertizo protector.
Y á medida que iban densificándose las sombras, acrecentábase el malestar ambiente; ese malestar, esa angustia, esa inquietud muda que precede a las batallas.
De pronto, en medio del silencio colosal del campo, cuando ya del sol sólo quedaba fina ceja roja cerrando el occidente, oyóse como un retumbo, cada vez más fuerte, cada vez más cercano. Era una potrada disparando sin objeto y sin dirección. Al llegar frente á la estancia, el escuadrón se detuvo de súbito, encandilado por las llamas del gran fogón de los peones. Un segundo, tan sólo; y de inmediato, cambiando de rumbo, reemprendió la azorada carrera huyendo despavorida.
La masa blanca del caserón perfilaba su silueta maciza, toda obscura, salvo la pieza del medio, de donde brotaba inusitada claridad, chorreando la luz amarilla de las bujías sobre el parral del patio.
En aquella pieza estaban velando á la esposa del patrón, muerta de parto en la madrugada de ese mismo día.
Y, en frente, recostado al palenque, inmovilizado en actitud hierática, él permanecía con los ojos clavados en lo infinito del negro horizonte.
Parecía que la vida se hubiere suspendido en todo su cuerpo, para concentrarse en el cerebro, en forma de vertiginoso torbellino, que le impedía sufrir, en la imposibilidad de pensar.
Salcedo había sido infeliz toda su vida. Su alma buena, plena de afectos, hubo de sufrir repetidas y amargas decepciones. Los hombres traicionaron su amistad, las mujeres desdeñaron su amor. Y ya en el ocaso de la existencia, conoció á Arminda y conoció toda la infinita felicidad que brota de la sólida soldadura de dos almas honradas y sinceras.
Recién entonces empezó á encontrar luminoso el cielo, verde el campo, gorda la hacienda, bello el arroyo, buenos los perros...
Y á poco más de un año de dicha absoluta, la causa de esa dicha se iba, triturada por los dedos de hierro, brutales, inconsiderados, de la muerte.
Allí, en la pieza vecina desde donde los cirios mortuorios enviaban amarillentos resplandores sobre el patio arbolado, se estaba velando su vida. En el alba siguiente, con seguridad bajo lluvia y viento, en medio del encono celeste, entre truenos y rayos, se cavaría la fosa destinada á guardar los despojos de la compañera adorada; y la misma tierra que cubriría sus despojos, sepultaría el ideal de su existencia....
Apretaba el calor: el calor húmedo, asfixiante, oprimente de la tormenta próxima. En lo opaco del cielo, trazaban rayas culebreantes los relámpagos. Un emjambre de bichitos, esos misteriosos bichitos que no se sabe de donde brotan, formaban nube sobre la atormentada cabeza del gaucho.
—Patrón,—dijo el capataz acercándosele.—Por mi gusto v’haber tormenta juerte... El Sarandí está bastante hínchao; la Cañada Grande rejuntó much’agua en la lluvia é l’otra güelta... y aura, si cái un aguacero largo, van á reventar los cañadones y apeligra augarse la majada fina del puesto Tala...
—Posible...—murmuró el patrón sin levantar la cabeza.
—Yo hice ensillar, y vía dir con tres piones p’ayudar al puestero Dionisio...
—Vaya...
—Pero pal lao de los uolles, la majada grande se va correr, dejuro, arrempujada pu’el viento de Teste,—que tráia agua como peste,—pal bañao de los Aperiases, que ya está hondo y...
—Se augarán.
—A la fija si no dimos á espantarla pal alto... y falta gente, patrón...
—Que se auguen...
—¿La majada grande?
—Tuita l'hacienda... Mande desensillar; que se queden tuitos aquí, velando á mi Arminda!...
Y entonces levantando la cabeza, fosforescentes los ojos, exclamó:
—¿Qué importa que se mueran diez mil ovejas? ¿qué significa la muerte de diez mil ovejas frente á la muerte de mi mujer?... ¿Pa qué preciso yo ovejas, ni vacas, ni yeguas, ni potros?... ¡Amalaya diluvee tuita la noche y tuito el día y desaparezcan tuitos los animales y mueran arrancados tuitos los árboles, y no quede una mata ’e pasto pa dar abrigo á un chingolo!...
—¡Pero patrón!...
—¡Mande desensillar!... Dispues que á uno se le ha quemao la casa, es zonzo preocuparse de qu’el viento no le lleve las cenizas!... ¡Pa qué sirven las cenizas!...