Lección Suprema

Javier de Viana


Cuento


Llevaban poco más de un año de casados. Su noviazgo y su matrimonio se produjeron en forma sin precedentes en la comarca.

Tomando como pretexto la terminación de los cursos, don Lucas, el opulento comerciante en cuya casa estaba instalada la escuela, resolvió dar una gran baile.

Clorinda debió necesariamente concurrir a la fiesta, por más que supiera que, al igual de otras muchas semejantes a que había asistido, no tendría ningún aliciente para ella.

Unánime era la opinión de que no existía en el contorno muchacha más guapa, más gentil, más buena, ni más honesta que «la maistra».

Huérfana de padre y madre, había sido recogida por una tía solterona, cuya agriedad de carácter le hacía pagar bien caro el albergue y el alimento que le daba. Ella soportaba resignada y humilde, las reconvenciones injustas y el mal trato continuo; pero decidida a independizarse cuánto antes, seguía afanosamente sus estudios de maestra normal.

Con frecuencia su tía hacíale abandonar los libros, ordenándole hacer la cocina, o fregar los pisos, o lavar la ropa. E indignada porque Clorinda—, bien que con los ojos llenos de lágrimas,—obedeciera siempre sin quejarse, pretendía justificar su maldad, diciendo:

—Tengo el deber de velar por tu porvenir, y sé que aprender los quehaceres domésticos te será más útil que todas las paparruchas de los libros.

A pesar de todo obtuvo su diploma de maestra. Podía ya libertarse de aquella tiranía, pero su verdugo cayó enfermo y ella se dedicó a cuidarlo con celo ejemplar, hasta que la bilis estranguló a la vieja harpía, cuyo último acto de maldad fué hacer testamento legando la totalidad de su escasa fortuna a su sirvienta.

Dueña al fin de su destino, aceptó el puesto de maestra que se le ofrecía en un lejano distrito rural.

Contaba apenas dieciséis años cuando se instaló en la pulpería de don Lucas, y ya había cumplido los veintidós al celebrarse la fiesta de que al principio hablamos.

Esos seis años habían transcurrido en medio de una suave melancolía muy preferible, por cierto, a los de su angustiosa infancia. A falta de amor, cuyo perfume ya no esperaba respirar, distribuía sus afectos entre sus alumnos—que la habían apellidado «Mamita Clorinda»—,y los menesteressos del lugar, en cuyo auxilio empleaba la mitad de sus emolumentos.


* * *


La noche del baile, Clorinda estaba hermosísima con su sencillo vestido blanco, sin más adorno que un ramo de claveles rojos prendidos en el corpiño. Aislada, como si fuera la reina que preside la fiesta y hasta la cual ningún vasallo osa acercarse, la alegría de los demás no le causaba ninguna pena; pero la conmovió, sin embargo, la actitud apenada de Pedro Juan, uno de los más gallardos y simpáticos mozos del pago.

Fué hasta él y díjole con invariable amabilidad:

—¿Cómo es eso que usted, el primer bailarín de la comarca, y el mozo más alegre y decidor, no baila y tiene esa cara de viernes santo?

Estremecióse el mozo y respondió balbuciendo:

—Hoy no apetezco...

—¿Está ausente su simpatía?

—No, señorita.

—¡Ah! comprendo: una de esas frecuentes nubécillas que se interponen entre los novios.

Él la miró con expresión tristísima y respondió como gimiendo:

—¡Si yo no tengo novia!

—Eso está muy mal. El primer deber de un hombre honrado es buscar una compañera, formarse un hogar...

—Yo no podré hacerlo nunca.

—¿Por qué?... Un hombre como usted, joven, buen mozo, trabajador, sin vicios, ¿no va a encontrar una muchacha que lo quiera?

—Es que sólo hay una a quien yo quiero... ¡Y esa no me podrá corresponder jamás!

—¿Quién es?... Si yo la conozco quizá pueda convencerla de que usted reúne todas las condiciones de un buen marido. Vamos a ver, ¿quién es esa tontuela que desdeña el mejor partido del pago? ¿Tiene acaso un compromiso?

—Lo ignoro; creo que no; nunca le declaré mi amor... Sería ridículo...

—¡Bah, bah!... A mi no me gustan los misterios ni los romanticismos... ¿Quién es ella!?...

En ese momento las parejas giraban suavemente al pausado compás de una habanera de notas tiernas y acariciadoras como un susurro amoroso... Pedro Juan, ahogado por el cariño que le llenaba el alma exclamó:

—¡Es usted!... ¡Ya ve si es imposible!

Clorinda empurpuró y empalideció sucesivamente.

—¡Criatura!—respondió con voz muy tierna.


* * *


No fué imposible. Pocos meses después la solemnidad del matrimonio hermanaba sus existencias...

Había transcurrido poco más de un año, y Clorinda se encontraba al final de una crisis que dió comienzo al segundo mes de la vida en común.

Pedro Juan era extremadamente bueno y sentía adoración por su esposa. Ella le amaba también pero a pesar de todos sus esfuerzos, no podía armonizar su alma cultivada, con el espíritu simple y basto del rústico mancebo. La diferencia de origen y de cultura social, reforzada por sus estudios universitarios, primaba sobre el sentimiento amoroso. Por más empeño que pusiera, la conversación vulgar de su esposo nunca le interesaba; y si ella hablaba, veíase obligada a callar repentinamente, convencida de que Pedro Juan, atento, embelesado, la «miraba hablar», escuchando con deleite la música de unas palabras y de unas ideas incomprensibles para él. El corazón los unía tiernamente, pero interponíase un Andes entre sus dos cerebros.

Cuando Clorinda advirtió el error fatal, irremediable, la rectitud de su alma le impuso el sacrificio...

Era una tarde gris, tediosa y fría. Apoyada en un ceibo viejo y macilento, Clorinda tenía fija la mirada en las aguas turbias y espumosas, del arroyo engrosado con las recientes lluvias; y en el preciso instante en que iba a pedirles el término de una vida imposible, Pedro Juan, que la había seguido y la observaba oculto entre las zarzas del monte, la retuvo, cogiéndola de un brazo.

Volvióse ella azorada.

—¡Tú!...

Estaba el mozo densamente pálido y reflejábase en su rostro el máximum del dolor que puede caber dentro de un corazón humano.

—¿Por qué haces eso?... Desde tiempo me di cuenta de cuánto sufrías, por culpa mía, por no haber tenido coraje de sacrificar mi cariño ante el convencimiento de qu'era un locura aspirar al tuyo!... Tú has penao; yo mucho más que vos!... De la felicidá que soñé se ha quemao hasta el último palito, pero no tengo un sólo cargo que hacerte. Al darme cuenta de que nuestro rancho no tenía compostura, no pensé en matarme, porque sólo los cobardes se matan, pero pensé decirte lo que aura te digo: «Me iré y no volveré más. Requinchá el rancho de tu vida y tené la seguridá de que de día y de noche, ande quiera qu'esté, siempre estaré pensando en vos y que moriré adorándote... ¡Sólo te pido que me perdonés!... Yo creia que el amor podría enllenar güecos. M'equivoqué...

Clorinda, que había escuchado en silencio la doliente exposición del mozo, le tendió los brazos al cuello, apoyó la cabeza sobre su pecho y díjole:

—No te has equivocado. El amor lo puede todo... Soy yo quien debe pedir perdón... ¡Vamos a casa, esposo mío, amado mío!...


Publicado el 9 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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