La tapera del cuervo
A Julio Abellá y Escobar.
I
En la linde del camino, ancho y plano, sobre robusto pedestal de cal y canto, una lápida cuadrangular, de granito tallado, indica el límite uruguayo-brasileño. Diez metros más al norte, sobre diminuta meseta que forma como un balcón de la sierra mirando a la hondonada donde se retuerce el regato, afirma un caserón, bajo de techos, recio de muros y rico en hierros que guarnecen las exiguas ventanas. Es una venda riograndense.
El comercio, propiamente, lo forma una sala reducida y obscura, en cuya añeja anaquelería fraternizan los artículos más heterogéneos, dando pobre idea de la importancia del negocio; pero luego, en salas y galpones adjuntos, las pilas de charque y cueros, los grandes zarzos soportando miles de quesos de todas formas y tamaños, y la profusión de bultos cuidadosamente embalados, denuncian la casa fuerte, rica a la manera de los hormigueros. Las cinco carretas que se asolean junto al guardapatio, contribuyen a robustecer esa opinión.
Yo había llegado esa tarde y debía permanecer allí varios días para la realización de un negocio ganadero. Y había tragado en la jornada una docena de esas leguas brasileñas que se estiran como perro al sol, y estaba harto de trote por caminos en cuyos frecuentes atoladeros era menester tirar as botas para vadearlos. La fatiga y el sueño me rendían; y haciendo poco honor a la feijoada y al arroz hervido de la cena, gané con gusto el cuartejo donde me habían preparado alojamiento, teniendo por cama un catre de guascas, por cobijas mi poncho, por dosel un zarzo lleno de quesos y por compañía, las ratas y ratones que formaban, al parecer, enjambre. Habituado a hospitalidades semejantes, me acosté filosóficamente y el catre crujió con el peso de la fatiga acumulada en diez horas de trote por caminos brasileños.
Dormí. No sé cuanto tiempo dormí, pero dormí. Al despertarme, más por la comenzón que en mi cuerpo producían huéspedes incómodos, que por saciedad, me encontré a oscuras. A tientas quise abrir la puerta y la encontré cerrada por fuera. Encendí un fósforo, miré el reloj y ví que era poco más de la mía. Entonces intenté dormir de nuevo, pero un ruido extraño, que había ya oído entre sueños, me mantuvo despierto. Llegaban hasta mí las voces de varias personas que hablaban quedo, y oía al mismo tiempo golpes sordos hacia el lado del guardapatio. Intrigado con semejante actividad inusitada, estuve largo rato despierto, hasta que el sueño me rindió otra vez.
Pasó la noche y el sol entraba a chorros por las grandes hendijas de la puerta, cuando torné a despertar. Me vestí, moví la aldabilla, y notando que la puerta estaba abierta esta vez, atravesé el patio y fuí al almacén, donde se hallaban el dueño de casa y varias personas más. Mientras tomábamos mate traté de inquirir la causa del movimiento nocturno; pero a las primeras palabras el patrón me detuvo, diciéndome en tono que no admitía réplica:
—Antes de las nueve, todos dormían en la casa; el señor ha soñado con duendes.
Guardé silencio, y poco después ensillábamos los caballos para dar un paseo por el campo que el ventero poseía en territorio uruguayo. Atravesamos la línea, y mientras trotábamos por el ancho camino fronterizo, fuí observando a mi acompañante, que empezaba a presentárseme como un personaje algo misterioso. Llamábase Maneca Philippe Figueredo y era hombre como de cincuenta años, grueso, fornido, ventripotente y de una plácida fisonomía rubicunda. Sonreía frecuentemente bajo los bigotes rubios, y sus ojos azules tenían una mirada buena y mansa. En mangas de camisa, bien recto el busto sobre el tordillo andador, apoyado sobre el basto el arreador plateado, contábame anécdotas mientras yo le observaba casi en silencio. Franco, jovial, comunicativo, su charla destruyó mi anterior suposición de que fuera un sujeto taimado y misterioso. Hasta gustaba de la literatura y me citó en su verba caprichosa, versos de Abreu y de Gonzálvez Díaz. Fruto de su afición poética eran los nombres dados a sus hijas: la mayor llamábase Mimosa, la segunda, Luceola, la menor, Iracema,—que en guaraní significa labios de miel,—y su único varón Pery (junco silvestre), como el indio de la famosa novela de José de Alencar.
Bajando una rápida pendiente rocallosa, entramos en un vallecito donde pacía una majada ruin; y al escalar de nuevo la colina, ví en la cuesta, un gran edificio ruinoso, señoreándose sobre los áridos peñascales.
—La tapera del Cuervo,—me indicó Maneca.
Era una sólida construcción cuadrangular encerrada en hermético valladar salvaje de cinacina, talas y membrillos. Las paredes, mostraban en partes el rojo lívido de los ladrillos, y en partes las manchas verde-obscuro de los musgos que mordían el revoco; las maderas de las ventanas estaban sustituidas por trozos de hojalata herrumbrosa y la única puerta del frente, tapiada con piezas de hierro galvanizado, que gruesos clavos sujetaban al quicial. En lo alto verdeaban las hierbas parietarias, invadiendo todo el derruído torrejón que defendía el ángulo oriental de la azotea. Al pie de ese torreón, donde aún se ven las aspilleras, se eleva majestuoso un viraró centenario, pardo, desgreñado, y que erguido y altivo en medio de su sordidez, parecía representar el sereno agotamiento de una raza imperiosa. El pasto y los yuyos avanzaban hasta los muros, indicando que nadie frecuentaba la misteriosa tapera, negra, en medio de la opulenta luz de la mañana, silenciosa y huraña en la riente extensión del despoblado. Y para acrecentar su aspecto fatídico, un cuervo familiar bostezaba en la cúspide del torrejón, mustias las alas, rígidos los zancos blanquecinos y abatida la cabeza calva: a la distancia, su inmovilidad le hubiera hecho tomar por un detalle ornamental del edificio.
Como yo me detuviera demostrando deseos de acercarme a la ruina, mi acompañante me increpó ásperamente.
—Vamos, vamos; no trae suerte arrimarse a la tapera.
Obedecí a disgusto y cuando estuvimos a respetable distancia, Maneca Philippe me dijo, todavía con voz áspera:
—La tapera del Cuervo: e uma casa enfeitada.
—¿El qué?—dije.
—Una casa asombrada. Es una historia—y luego, dado que los brasileños, aún aquellos que como mi acompañante, hablen correctamente el castellano, necesitan recurrir a su idioma para las expresiones superlativas,—agregó:
—Uma historia terrivel, assustadora!—y alargó las últimas dos sílabas en un imponente ahuecamiento de la voz. En seguida, y sin necesidad de exigencias de mi parte, se dispuso a narrarme la terrible aventura, que él había oído, me dijo de los propios labios de Lanzaseca, el único sobreviviente de la catástrofe.
La historia era más o menos así:
II
Treinta años atrás fué famoso en los pagos fronterizos, Pantaleón Escobar, el malevo de las crines doradas y de los ojos azules. Contrabandista, jugador, había hecho derramar muchas lágrimas en los ranchos humildes de la sierra, y había hecho nacer muchas cruces entre el pasto opulento de los llanos.
Era soberbio, era insolente; más le gustaban los hombres cuanto más potros, y para la mujer tenía la lástima desdeñosa que el gaucho guarda para las yeguas. El delito era un amigo que le acompañaba sin reproches, ajustada la conducta a esta su máxima favorita: "Si la daga tiene filo, es para cortar". Y, como él decía, el mundo es un gran rodeo, donde hay gordo y hay flaco, donde hay duro y hay tierno: tanto peor para el maturrango que aparta la res cansada y come pulpa espumosa... Las vacas,—solía agregar sonriendo,—fueron inventadas por Dios, y las marcas por los hombres: mi facón es mi marca y mi boleto de propiedad.
Se le temía mucho a Pantaleón Escobar, pero se le estimaba también, porque al fin y al cabo, si mataba, no mataba con veneno, como las víboras y los manates, ni con artimañas, como el zorro y la mujer. Era un macho, Pantaleón Escobar.
Un día desapareció. La comarca no ganó nada con su ausencia: cuando el águila se va, vienen los caranchos y los corderos son devorados lo mismo.
Transcurrió mucho tiempo. Un día cayó al pago un viejo de cabellera ruana y de rostro malo, que imponía con la mirada dura de su único ojo. Compró la estancia del Yaguary, levantó en la cumbre del cerro más alto la fortaleza que le había de servir de nido. Se hacía llamar Pedro Denis, y aunque muchos hallaron en su rostro estropeado rasgos que coincidían con los del famoso malevo de las crines doradas y de los ojos azules, nadie se atrevió a mentarlo en su presencia. A través de los años el recuerdo del gaucho de rostro suave como hoja de camalote y de alma dura como piedra de afilar, vivía en las imaginaciones comarcanas encendiendo pesadillas.
Lo que pasaba dentro del caserón era un misterio. La fortaleza permanecía cerrada como una lechiguana y la curiosidad circunvecina deteníase al pie de los cercos espinosos. Al patrón le juzgaban una especie de fiera que la prudencia aconsejaba rehuir y los cuatro peones del establecimiento,—hombres desconocidos, venidos de lejos,—tenían cara de pocos amigos y se mostraban ariscos como aguarases y duros como cogote de toro.
Nunca nadie supo nada de lo que ocurría en la estancia del Yaguary. Nunca nadie supo donde compraba ni donde vendía Pedro Denis. No pedía ni daba rodeo y su hacienda era un entrevero de marcas extrañas desconocidas para todos. Y ésa ignorancia hacía nacer, naturalmente; las leyendas más absurdas, las suposiciones más ridículas, que se narraban a media voz en la penumbra de los fogones.
Sin embargo, la vida en el Caserón transcurría sosegada y sin pizca de extraordinario.
Todas las noches, concluido el trabajo, los moradores se reunían en la gran cocina, amargueando mientras se doraba el asado.
Eran cinco. El patrón, una chicuela, tres peones,—todos hombres de garra,—y Matuco, un negro. Matuco ya era viejo pero grande y fuerte y de expresión terrible entre sus terribles compañeros de retiro. Todos hablaban poco y él hablaba menos, y cuando hablaba no se podía decir que hablaba, sino qué gruñía. Sentado sobre un tronco de ceibo; junto al fogón, las piernas cruzadas en número cuatro, arqueado el torso, inmovilizado en una actitud de fiera en reposo, imponía. Las llamaradas del hogar hacían aparecer más rojos sus ojillos sanguinolentos y más temible su pequeña cabeza motuda y su frente estrecha y más formidable, su formidable mandíbula de gran carnicero. Era siniestro Matuco. Los demás eran, no cabía duda, hombres malos; pero Matuco era triste también, y cuando un hombre malo es triste, es dos veces malo.
Mientras los tres peones hablaban recordando aventuras, Matuco parecía meterse dentro de sí mismo, evocando los recuerdos de su juventud lejana, allá por las sierras desgreñadas de Santa María da Roca do Monte, donde el sol entorna los ojos para mirar el terciopelo verde de los bajíos y hacen alto los huracanes ante los escuadrones de molles, de talas, de coronillas y guayubiras. Cuando el patrón está allí, Matuco se muestra sosegado, libre de una gran responsabilidad, y se olvida hasta de emocionarse con sus recuerdos juveniles, en el tiempo en que cazaba perdices con cimbra y combatía a facón con los pumas en la sombra de la maraña, o cuerpeaba los yacarés entre los camalotes de las arboladas márgenes del Piray. Entonces una sonrisa casi buena hacía ondular de manera apenas perceptible, sus grandes labios cárdenos. Pero cuando el tuerto se iba a habitaciones interiores, Matuco tornábase violento y concluía por levantarse y seguirlo.
Allá adentro se encontraban y se chocaban, sin herirse, porque las dos eran de acero bien templado, la mirada del ojo azul del amo y la mirada de los ojos negros del liberto. Esas miradas se habían encontrado cien veces, diciéndose siempre la misma cosa. Mientras Denis permanecía en las piezas interiores, Matuco andaba por allí, acomodando un mueble, tanteando una puerta, pero siempre con un ojo fijo en el patrón y el otro ojo en Jacinta.
III
Y toca ahora hablar del quinto morador del caserón: Jacinta. Era una chiquilina. Doce años a lo sumo, pero linda, ¡oh, linda! como la flor más linda del monte. Un poco baja, algo gruesa, pero muy rubia, muy rubia y blanca como cuajada, y los ojos azules y los labios como un nidito y una nariz de mulata, y... una linda chiquilina, linda, linda!...
Matuco solía pensar algunas veces. Y cuando pensaba se decía: "Vamos a ver, ¿pa qué?" Justo: ¿para qué?... Evitarlo, como lo iba a evitar, y además, ¿qué le importaba a él, á Matuco, qué otro comiera una fruta qué él no había de comer, que no le tentaba siquiera... Pensando eso, Matuco se encontraba estúpido y le daba rabia.
—Si en pudese!... murmuraba.
Pero no podía. En su gruesa piel paquidérmica, tenía aún los costurones del látigo del amo imponiéndole una voluntad pretérita. Él no era bueno ¡ah, no! él no era bueno. Ni aún en medio de la indigestión producida por un asado muy gordo comido sin fariña, le había atormentado el recuerdo de sus innumerables crímenes. No era bueno, pero...
¡Animal curioso, el hombre!... Las gentes que habían asesinado y robado, el Matuco, en compañía de Escobar—¡no! Escobar era antes—de Denis y su cuadrilla! Una vez en la Abra Honda; cayó entre los muertos una mujer en cinta: Lanzaseca le abrió el vientre y sacó vivó el bacaray y se lo tiró á Matuco diciendo:
—Tomá una achura, retinto.
Y Matuco lo barajó en el facón respondiendo:
—¡Clavao y venga a prata!
Y después, arrojando la pitralfa ensangrentada:
—Tapichy sim mojo não presta—dijo.
Y se limpió el facón en la bota.
No, no era bueno. Él mismo no sabía por qué estuvo a punto de pelear con los camaradas porque no matasen a la pequeña Jacinta en el asalto de la estancia dos Caraguatás; ni por qué la había llevado consigo, envuelta en su poncho para preservarla del frío de la noche; ni por qué la había sostenido en su brazo mientras nadaba, cortando la impetuosa corriente del Ituzaingó, bajo una lluvia de balas de los policianos bagenses.
Él la salvó, él la crió, él se tomó trabajo con ella en las continuas correrías, y la quería, no precisamente como a una hija—¡una hija de Matuco! ¡Matuco! ¡Matuco con una hija!—sino como a una cosa suya, como a sus espuelas de fierro, por ejemplo, que eran fieras, y le lastimaban, pero que eran suyas y las quería por eso.
El jefe se enojó al principio.
—¿Matreriar con potrillo?—dijo.—Lo mesmo, que acostarse a dormir junto a una cueva e'lechuza.
Matuco porfió y Jacinta creció con ellos, comiendo asado gordo todos los días y cada día de un rodeo distinto.
Al cabo de tanto andar, en lucha continua, el jefe reunió un buen día a su gente y le dijo:
—Yo tengo mi campo en Yaguary; ya nos estamos poniendo viejos, y es juerza buscar un arrimo. El que quiera venir que me siga y los demás que vuelvan p'ande quieran: el cielo es grande y no tiene alambraos!
Todos meditaron mi rato. Tres, que eran jóvenes aun, se despidieron, montaron a caballo y partieron, pensando que las quebradas riograndenses ofrecíanles todavía mucho campo en que ilustrar sus nombres. Otros tres dijeron por la boca de Lanzaseca, que era el más ladino.
—¿Pa la banda oriental?
—Sí.
—¿Y la polecía?
—¿Qué le va a decir la policía a un hombre dueño de cuatro suertes de estancia y de seis mil vacunos?
—Es una razón.
Los tres hombres asintieron y entonces habló Matuco.
—¿Y yo?—dijo.
—De vos no hablo, porque si se menta un lazo, dejuro ha de tener argolla, y vos sos pa mí como la argolla'el lazo.
—¿Y la chiquilina?
—Traila tamién. Mi casa es grande como nido'e chimango y ande hay sitio pal sombrero, hay sitio pa los piojos.
Y todo se fueron a ocupar el caserón construido sobre el cerro más alto de aquella agreste región.
Tres años pasaron en apacible conformidad. Patrón y peones se entendían a maravilla y la vida era buena, en la quietud y en la opulencia, después de las fatigas pasadas, no siempre sin peligros. El comisario cuando llegaba allí, sentíase un poco avergonzado, porque tenía la conciencia de su inferioridad, a pesar de todo, pero, como al fin y al cabo estaba entre colegas, se conformaba.
Aquella existencia paradisíaca vino a ser interrumpida por un acontecimiento, previsto de largo tiempo atrás, indiferentes para todos menos para Matuco.
El jefe de bandoleros, que a pesar de los años, se conservaba mujeriego, había resuelto criar a Jacinta. Esta palabra tiene una terrible acepción entre las gentes semibárbaras de la campaña. "Criar una moza", es dejarla crecer, bajo severa vigilancia y controlar prolijo, para "comerla cuando esté madura, bien a punto, ni verdiona ni pasada". Es un refinamiento del vicio que sólo cabe en las siniestras lobregueces de un alma de bandido.
Matuco conocía las intenciones del jefe, como las conocían todos, incluso la presunta víctima, en el caserón del Yaguary. Lo sabía y no albergaba dudas ni creía posible ningún esfuerzo capaz de torcer la decisión del destino e impedir la iniquidad. Muchas veces, presa de inquietudes que le irritaban por considerarlas estúpidas en razón de su manifiesta improductividad, se había preguntado: "¿Cuándo llegue el momento me opondré yo?" Y la respuesta invariable, dictada por su hábito de obediencia a quien la dominaba en valor, en ardides, en crueldad y en poderío, era negativa.
No; él no se opondría; él no podría oponerse; el crimen debía fatalmente consumarse. En tanto vivía en angustia perpetua esperando el terrible desenlace.
Este debía llegar en un día de radiosa primavera, en que, los brotes de los árboles y las corolas de las flores parecían echar al aire tibio incitantes perfumes de cuerpos de mujer.
Cuando el sol, rojeando tras las crestas azules de los cerros iba disminuyendo lentamente la luz en el toldo acerado y en el verde victorioso de las lomas, Pedro Denis volteaba, junto a las tapias del guardapatio, la vaquillona más gorda de su rodeo.
Era para "carnear con pelo", y los cuchillos filosos y diestros arrancaron en un santiamén las "picanas", los "sobrecostillares" y la "degolladura". Antes—y cuando el animal se agitaba aún en los estertores de la agonía.—Lanzaseca le había extraído la lengua a la que tenía derecho, según la tradición gaucha, por haber desgañotado la res.
—¿Y las achuras, patrón?—dijo uno.
—Agarranselás.
—Pa mí los chinchulines.
—Y la tripa gorda pa mí.
—Yo me le apunto a los ríñones.
Sólo Matuco no pidió nada, dando lugar a que el amo le increpase:
—¿Y vos, no elegís, retinto?
—El tongory—respondió el negro.
Lanzaseca replicó con sorna:
—El tongory es duro, carece güenos dientes y vos tenes las carretillas más peladas que un camino!
Entonces Matuco, con una entonación siniestra que hizo pasar frío por todas aquellas almas endurecidas,
—No es pa comer—dijo—es pa mango 'e mi cuchillo.
Adentro, en mitad del patio, ardían los troneos de coronilla preparando las brasas y lanzando hacia arriba rojas llamaradas que parecían desafiar a las llamaradas escarlatas del sol que se escondía tras las crestas agrisadas de la sierra.
El patrón estaba alegre y saltarín como cordero en una mañana de sol, manso como caballo de mujer y generoso como un señor de la vieja estirpe ganadera. Cuando le preguntaron:
—¿Y las pulpas, patrón?
—Las pulpas pa los perros—respondió—que hoy es día de fiesta y quiero que hasta los perros queden panzones!...
En tres hogueras distintas chisporroteaban los leños, formando lechos de ascuas, a cuyo calor se doraban los asados, en tanto circulaba el amargo a manera de aperitivo, y se sorbía, de rato en rato, un trago de caña para mantener el regocijo decretado por el patrón en la noche en que iba a celebrar sus nupcias infames.
IV
El festín se efectuó en una gran sala del pabellón del frente, un comedor de gaucho rico: gran mesa de pino blanco, dos largos y toscos escaños y un armarito, de pino también, en un rincón.
Sobre la mesa, vestida con un mantel de algodón a grandes flores amarillas, verdes y rojas, blanqueaba el servicio: una pila de platos de latón, cucharas y tenedores de estaño; cuchillos no había, porque cada comensal llevaba el suyo en la cintura. En medio de la mesa, una fuente ovalada rebosando de fariña cruda; al lado, en un candelero de lata, una vela de sebo, escuálida, negra y que esparcía por la estancia, junto a una luz escasa, un abundante tufo apestoso.
Los hombres estaban ya instalados; Matuco, que tenía a su lado, en el suelo, la damajuana de diez y ocho litros, cargada de vino carlón hasta el gollete, sirvió un gran jarro de lata, y bebió sin cumplimientos, y lo pasó a su vecino; era el segundo aperitivo.
En ese momento entró Jacinta, sosteniendo con ambas manos un fuentón repleto de gallinas guisadas en arroz.
Las miradas de los gauchos fueron, primeramente, al humeante manjar, luego, llenos de curiosidad y malicia, a la muchacha.
Esta, encerrado el cuerpo en un batón de zaraza de colores vivos, rígido con el exceso de almidón, los pequeños pies calzados con alpargatas de lona, bochornosamente enaceitada su encantadora melena rubia, se sentó y empezó a servir, seria, callada, en una perfecta indiferencia de esclava. No había en sus claros ojos azules ni una sombra de temor, de vergüenza o de curiosidad. No comprendía o fingía no comprender las groseras alusiones de los gauchos que se excitaban con la comida y con el vino.
Todos estaban alegres y decidores; hasta Matuco, el torvo y gruñidor Matuco, parecía transformado, contento con sü cometido de escanciador de vino: apenas vaciado el jarro, lo tomaba, lo llenaba y lo pasaba al vecino, insistiendo, obligando a todos a beber. Algunos protestaron debidamente.
—¡Despacio, qui hay aujeros, Matuco!—dijo uno—y Lanzaseca agregó:
—¡Nu apure... güeyes flacos en cuestarriba!
A lo que respondió el negro intentando una sonrisa:
—¡Pucha! Vucedes son frojos como fumo de pueblero!...
Y para probar que no eran flojos, todos y cada uno se le durmieron al jarro, que Matuco hubo de llenar de nuevo para concluir la vuelta.
El guisado de gallina terminó en medio de una extrema alegría y sin que nadie hiciera ya caso de Jacinta, quien, por su parte, no desplegaba los labios. Cuando se levantó para recoger los platos, Matuco se ofreció para ir a cortar los asados y salió sin ser advertido por los demás comensales, que medios borrachos ya, reían y gritaban recordando y discutiendo la parte de gloria que le había cabido a cada uno en las sangrientas aventuras de la vida pasada.
Volvió Matuco al rato, al mucho rato, trayendo una fuente más grande que la anterior. Los bandidos miraron golosamente los dorados trozos de carne y no pudieron advertir la extraña expresión de alegría feroz dibujada en el rostro del negro, ni se dieron cuenta de la amenaza encerrada en esta frase que lanzó sonriendo:
—¡A noite está preñada como pra parir rayos!...
Casi todos estaban ebrios ya; y mientras comían el asado, concluyeron de emborracharse. Matuco no cesaba de escanciar el vino con actividad inusitada, que en otros momentos hubiera sorprendido a sus compañeros, quienes lo sabían perezoso como perro viejo y pontífice del egoísmo.
El patrón y Jacinta se retiraron; Lanzaseca había cogido la guitarra y cantaba con voz enronquecida, décimas uruguayas y modinhas brasileñas.
—¡Dame vino, retinto!
—¡Gostoso!—replicó Matuco llenando el jarro; y como el cantor dijese:
—Jacinta te pagará el servicio;—él contestó tarareando con entonación casi tétrica:
Dos homes aceito a paga,
das mocas nao quero nada!...
Y arrebatando la guitarra la hizo vibrar de insólita manera. Las
cuerdas parecían lanzar quejidos y amenazas, en unas armonías que tan
pronto semejaban el silbar del huracán en las ramosas quebradas de la
sierra, como el sordo y lejano rugido del puma cuando penetra entre las
pajas del estero. Los dedos negros y gruesos y nudosos, corrían con
vertiginosa celeridad, produciendo compases extraños, agudos como
colmillo de cruleva, o roncos como la voz del trueno en la
montaña; ásperos lo mismo que hojas de caraguatai, amenazante cual los
crepúsculos rojizos del seritao, briosos cual los potros libres de la
sierra. De pronto, ante el asombro de los espectadores, Matuco empezó a
cantar:
Oh vinho é sangue de Christo,
E' alma de Satanás:
E' sangue quando ell é pouco,
E' alma quando é demais!
Uno de los bandidos, cuya cabeza se inclinaba sobre la mesa y
cuyos ojos sanguinolentos se mantenían en continuo parpadeo, gritó con
voz estropajosa:
—¡Veen... ga... viii... no!
—¡Vino! dijo el otro.
—¡Vino! confirmó Lanzaseca.
—¡Não hay mais vinho!—declaró el negro.—¡Agora vein a cachaza!
Y pasó la botella de caña que sus amigos recibieron con alegría, apurando cada uno cuatro o cinco sorbos seguidos. El nuevo licor llevó la embriaguez al paroxismo y eran tales los gritos, los cantos desconcertados, las risas sin objeto y los juramentos sin motivo, que Matuco volvió a decir, con la misma entonación solemne de poco antes:
—¡A noite está preñada como pra parir rayos!
—¡Miente!—respondió uno.
Y entonces el negro, que a veces hablaba en portugués, a veces en portugués y español mezclados y en español a veces, destrozando siempre ambos idiomas, dijo con voz helada:
—Aos meninos e a os velhos, tein que se acreditar sempre, porque os meninos ainda não saben mentir, e os velhos ja não saben.
Lanzaseca, que era el menos borracho de todos, y que desde largo tiempo había estado observando con recelo la actitud extraña de Matuco, quedóse absorto al escuchar su última y sentenciosa frase. Jamás Matuco había pronunciado tantas palabras seguidas, y aquella intempestiva elocuencia, junto a sus anteriores observaciones, le dio a cavilar. Lanzaseca era, a la vez que uno de los más feroces, el más maula de la banda, y por ello, el más prudente y avisado. Sin saber por qué tuvo miedo; sintió instintivamente un peligro, y como era su hábito en análogas circunstancias, pidió a la astucia lo que no podía darle el valor. El miedo había casi disipado su borrachera, pero encontrando oportuno no demostrar la lucidez de su espíritu se afanó, al contrario, en exagerar la embriaguez.
Un profundo silencio había sucedido a la algazara de momentos antes. Dos de los peones dormían profundamente, los brazos apoyados sobre la mesa grasienta, y sobre los brazos la cabeza inmovilizada por el alcohol. Lanzaseca hizo como los otros y fingió dormir.
V
Unos minutos transcurrieron. Cerciorado Matuco de que todos estaban agarrotados por la embriaguez, salió sigilosamente para volver a entrar trayendo dos tarros de kerosene que empezó a desparramar por el suelo. Concluidos, tornó a salir y volvió a entrar con dos tarros más.
Lanzaseca observaba al negro con el rabillo del ojo. Jamás le había parecido tan diabólica la figura del viejo bandolero. Sus ojillos sanguinolentos tenían una expresión aterradora; sus gruesos labios amoratados se contraían en una terrible sonrisa, y temblaban las pulpas de su desparramada nariz, cual si estuvieran gozando del perfume de un asado apetitoso.
No contento en bañar con petróleo el suelo, las puertas y los muebles, Matuco levantó la lata y roció con el líquido infecto, las ropas de los bandoleros dormidos. Al sentir Lanzaseca que caía sobre su cuerpo el aceite, siniestro en aquellas circunstancias, tuvo un involuntario estremecimiento, y le vinieron tentaciones de gritar y abalanzarse sobre el negro. Pero fué sólo una ráfaga de coraje, desvanecida inmediatamente después de observada la torva y amenazante fisonomía del liberto.
Las dos velas de sebo, ya casi concluidas lanzaban una claridad mortecina en el recinto dqnde sólo se oían los ronquidos de los facinerosos dormidos. Con gran cautela, Matuco fué hasta la ventana enrejada, y la abrió. Echó en seguida una mirada investigadora, meditó un momento y tornó a salir apresuradamente. Su obra no estaba completa aún: algo fallaba para rematar dignamente la fiesta nupcial del amo.
Volvió a entrar a poco trayendo un gran brazado de leña seca, que fué a poner junto a la puerta, ya cerrada, que daba comunicación a las piezas ocupadas por el amo. La idea le entusiasmó y sonriendo lúgubremente, fué en busca de más leña, que, esta vez, amontonó alrededor de la mesa. Hizo varios viajes y los bandidos fueron casi tapados con las ramas, que formaban una enorme pila en mitad de la pieza.
Hecho esto, Matuco meditó de nuevo, de nuevo sonrió de manera diabólica, y partió.
Lanzaseca entonces, temblando, castañeteándole los dientes, pálido como un muerto, salió cautelosamente de entre la ramazón y se escabulló yendo a ocultarse entre los espinillos, cinacinas y membrillares del cerco. Desde allí vio al negro que volvía a entrar llevando otras dos latas de kerosene. Arrastrándose contra el muro de la casa, pudo observar como Matuco desparramaba el contenido de las latas sobre los montones de leña, y como, luego, tomaba el resto de vela y les prendía fuego.
Hecho esto, Matuco retrocedió, cerró la puerta, la atrancó sólidamente por afuera, reatándola con lazos, sobeos y alambres. No sospechó todavía, arrimó un carrito que había en el patio; echó encima el barril del agua; luego un arado, después palas, picos, ladrillos, cuanto encontraba a mano, a fin de tapiar en absoluto la puerta.
Lanzaseca, oculto nuevamente entre las ramas del cerco, miraba estos preparativos mudo de terror, asombrándose de que pasara el tiempo y no se produjese ninguna novedad adentro. En la semioscuridad de una noche de tormenta, el caserón blanqueaba, recio, sereno, silencioso.
En tanto, Matuco, infatigable, corría de un lado a otro, amontonando objetos en la única puerta, que ya casi desaparecía ante la barricada. Nada le parecía bastante al negro para hacer imposible la salvación de sus víctimas. Mientras buscaba en el patio y en el galpón, vio en un ángulo de éste, una pila de rollos de alambre. Lanzó un grito de alegría salvaje y, corriendo, empezó a hacerlos rodar; uno tras otro, apilándolos junto a la puerta. No le pareció bastante aún; la pila de leña era grande: hacía poco que se había monteado. Fué allá y con esfuerzos prodigiosos, empezó a cargar y transportar gruesos troneos de coronilla, de espinillo y de guayabo. En seguida arrojó por encima de todo varias brazadas de ramas secas, y prendió fuego a todo. ¡Por allí no saldrían!...
De pronto, en el solemne silencio de la ¡loche, se oyeron varios gritos angustiosos que salían del interior del edificio; y poco después, un rugido largo, agudo, terrible, en el que Lanzaseca reconoció la voz del amo.
Completamente enloquecido por el miedo, saltó el cerco y echó a correr en dirección al cerro inmediato, que trepó con agilidades de cabra. Cuando estuvo en lo más alto, se dejó caer sobre una reja y volvió los ojos azorados hacia el caserón de la estancia.
Entonces, un espectáculo asombroso se presentó a su vista, haciéndole dudar de si estaba despierto o si era víctima de una horrible pesadilla engendrada por el alcohol absorbido, en el festín.
La estancia era una hoguera inmensa. De segundo en segundo, furiosas llamaradas brotaban de la entraña del edificio y culebreaban, entre la humaza, que ascendía velozmente, y empujada por el viento, se desparramaba, rumbo al Brasil, para ir a contarles a las famosas serranías el trágico fin de los que fueron sus trágicos señores. Era aquello como un horno colosal, de donde brotaba un borbollón de fuego, y Lanzaseca se imaginaba a sus compañeros, sorprendidos en la estupidez anonadadora de sus borracheras, por una muerte horrorosa; y se imaginaba sobre todo, al jefe, el rubio feroz, al tuerto terrible, bramando como fiera en su impotencia, revolviéndose en medio del brasero, loco de rabia y de coraje. Se lo imaginaba, primero durmiendo plácidamente tras la satisfacción de sus apetitos infames; se lo imaginaba después, de verse aprisionado en su propia cueva, escarbando el suelo como toro enfurecido, dominando el fragor del incendio con sus blasfemias espantosas, con sus imprecaciones de cíclope vencido...
Y en tanto las llamas, salían y se elevaban, remolineando ante la vista asombrada del viejo y sórdido viraró, cuyos gajos duros y torcidos había soportado el ultraje de centenares de borrascas.
Y lo que concluyó por desconcertar enteramente a Lanzaseca, fué el distinguir, al resplandor de las llamas, envuelto en ellas, negro como las pavesas del incendio, siniestro como un demonio, a Matuco, de pie sobre el torrejón que dominaba el ángulo oriental de la azotea. El bandido agregaba que, desde la cúspide del cerro, y merced a la intensa claridad, pudo ver al negro, inmóvil, dibujadas en los gruesos labios cárdenos, una diabólica sonrisa triunfal. Y no pudo ver más: porque medio enloquecido, echó a correr en dirección al Brasil; traspuso la línea fronteriza y se internó en las serranías, sin volver la vista atrás, sin detenerse un instante, cual si le fueran persiguiendo las lenguas de fuego del incendio y la rabiosa voz del jefe que se estremecía iracundo en su prisión de llamas.
* * *
Eso cuenta la leyenda; y agrega que el cuervo familiar que
bosteza eternamente sobre el derruído torrejón, es el mismo Matuco,
quien perdurará por los siglos de los siglos, para dar testimonio de su
terrible venganza.
Caprichos de la gloria
Para Antonio de Luque.
I
En Entre Ríos, a pocas cuadras del Mocoretá hermoso, había, en los ya lejanos tiempos de mi relato, un pueblecillo que se empinaba con presunciones de ciudad, cuando estaba holgado dentro de su camisa de aldea.
El pueblo era pobre y feo; parecía una peña en la loma, igual de siglo en siglo, parecía un feto conservado en alcohol. Era feo, pero se enorgullecía con los paisajes que desplegaban maravillas en el contorno: una colina suave y grácil como torso de mujer; un bajío riendo con el verde esmeralda de su espeso vellón de grama; y luego un río que insinuaba entusiasmos con la obsidiana de su pajonal tremulante; que tejía ensueños de siesta tropical con las suaves guedejas de sus sauces y las ásperas crines de sus ñandubays; que ofrecía frescor de niño a las ideas cansadas, con el espejo etrusco de sus lagunas que besando camalotes y mordiendo arenas, muestran plata pulida con las escamas de las mojarras, y hierro fuliginoso con las mandíbulas del yacaré.
Los vientos llegaban a la aldea cansados de galopar por las cuchillas, desmoralizadas sus legiones en el continuo batallar con las selvas vecinas, y al caer sobre los naranjos y durazneros de los patios coloniales, en vez de morder, besaban, y en lugar de rugir, reían. Con su adorable cielo azul, fecundo en riegos, y con la ayuda de un sol dadivoso, la tierra producía casi sin cultivo, desde la humilde hortaliza hasta la flor preciada.
En tales condiciones, la vida habría debido transcurrir allí en una tranquilidad y una dulzura envidiables. Y, sin embargo...
Faltaban muchas cosas en el pueblo, casi todas las cosas útiles; pero no el café, el boticario, el procurador, el curandero y la "opinión pública". Esta última estaba representada por dos bandos,—los "verdes" y los "amarillos",—quienes se odiaban recíprocamente con todo el fuego que encendía en sus almas el quemante sol mesopotámico.
Atendiendo sólo al número de adherentes, las fuerzas de ambas parcialidades se equilibraban; pero los "verdes" tenían sobre los "amarillos" una preeminencia cualitativa indiscutible, con el hecho de militar en sus filas el capitán Salarí, considerado el indio más feo y más valiente, entre todos los indios, los feos y los valientes de la provincia.
Algunos se permitieron dudar del coraje de Salarí, pretendiendo indagar en qué acciones se había distinguido; pero esa interrogación maliciosa la destruían con facilidad los "verdes", exponiendo que su caudillo era muy feo y muy bruto, dos condiciones que necesariamente implican la de corajudo. Además, el gobierno lo había hecho capitán, con diplomas en regla, que Salarí mostraba gustoso y que si no leía era por la concluyente razón de que no sabía leer. Su superioridad era, pues, evidente e indiscutida, como dijimos al principio.
Esto traía desasosegados a los "amarillos", quienes, colocados en manifiesta condición de inferioridad, no veían modo de hacer triunfar sus ideales en la próxima contienda electoral. No era posible soñar con la victoria sin oponer el debido contrapeso a la enorme fuerza que representaba el capitán Salarí. De ese modo lo entendían los hombres dirigentes del partido, quienes se reunían todas las noches y se consumían,—a la vez que consumían una barbaridad de yerba mate,—sobre este al parecer insoluble problema.
Cierta vez, uno de los afiliados había insinuado tímidamente:
—¿Si se matase al capitán?...
Todas las miradas se fijaron interrogadoras en el boticario y el curandero, ases del bando; pero el boticario se encogió de hombros de manera significativa: ¡Salarí no se enfermaba nunca!... Precisamente por eso lo odiaban tanto él y su colega, el curandero.
Desechada la proposición, tomó la palabra Eumenio Tracio, joven intelectual que redactaba el periódico "amarillo", porque excusado parece decir que se publicaban en el pueblo dos periódicos, situacionista el uno, opositor el otro, semejantes ambos hasta el punto de sólo diferenciarse en que las violencias de aquél tenían por recompensa el puchero, y las de éste, garrotazos: ¡diferencia sensible, si las hay!
Eumenio Tracio, pues, pidió la palabra, afirmó los lentes sobre el lomo de la exigua nariz, se pasó la mano por el rostro redondo, atezado y glabro, y dijo:
—¡Nada de violencias, señores!... Dejemos esos medios reprobables para la caterva de sanguinarios rapaces, adueñados del poder para dolor de nuestro glorioso pueblo y para vergüenza del mundo civilizado!... ¡Abandonemos el feroz "sublata causa tóllitur efectus" de la barbarie antigua; y siguiendo las altísimas inspiraciones de los ciudadanos impolutos, busquemos el triunfo por medio de la razón, dentro de la verdad y el seno de la justicia!...
Y el orador, vibrando de entusiasmo, golpeó en el suelo con su grueso garrote de tala, garrote igual, si no superior, al que usaba el procurador Pérez, su rival en la política y en la prensa. Iba a continuar, pero don Cesáreo, paisano viejo y rico que constituía el elemento financiero del partido, lo detuvo diciendo:
—¡Todo eso está muy bonito; pero me resulta lo mesmo que hacer fuego y preparar el asador no teniendo ni una mala achura pa ensartar!... Mucho jarabe de pico, perdiendo el tiempo al ñudo, gastando plata y pasencia, y en el intertanto nuestros alversarios se ráin de nosotros y se quedan prendidos a los puestos públicos lo mesmo que sanguipeses!...
—¡Tengo una idea!—exclamó de pronto el farmacéutico.
—¡Veamos!—gritaron varios.
—Pues el caso es muy sencillo: "similia similibus curántur"...
—Hable en cristiano,—ordenó don Cesáreo.
—Esto es latín...
—¡Lo mesmo que si juese paraguay! ¿No tenemo un habla, nosotro, pa entendernos, sin necesidá de gringuerías que naide compriende ...
—Quiero decir, que si nuestros contrarios nos dominan, es porque cuentan con Salarí, que es, o pasa por ser, un héroe.
—Eso ya lo sabíamos.
—Un poco de paciencia. La cuestión, pues, se reduce a que nosotros consigamos un héroe que neutralice el poder moral del adversario.
—También sabíamos eso.
—Sí; pero lo que no sabía nadie, era donde encontrar al hombre providencial que debe salvar nuestra causa.
—¿Y usted lo ha encontrado?—preguntan varios a la vez, con curiosidad mezclada de ironía.
—Creo que sí—respondió molestamente el boticario Ramírez.
—Nómbrelo, pues!
—Don Virginio.
Resonó una general y estruendosa carcajada.
—¿Don Virginio, el aguatero?
—El mismo.
Y Ramírez, sin inmutarse ni hacer caso de los sarcasmos, explicó minuciosamente su plan; y tan bien debió explicarlo, que al final de la sesión, el auditorio estaba convencido y encantado.
II
Al día siguiente, bien de madrugada, el farmacéutico y el periodista, designados en comisión, se dirigían, con receloso silencio de conspiradores, hacia la morada del Héroe, unos ranchos humildes, situados en el suburbio, muy cerca del río.
Los mensajeros, que eran dormilones, cual cuadra a intelectuales, sentían acrecentada la magnitud de la aventura con lo extraordinario del madrugón. El solo hecho de madrugar constituye ya una aventura para muchas personas, a quienes desconciertan el aire fresco, el silencio, la inmovilidad de las cosas, y ese aspecto de cuadro inconcluso que ofrecen los paisajes en la aurora. Sin embargo, cuando llegaron a la casa y preguntaron por don Virginio con una solemnidad que hizo abrir tremendos ojos a la muchacha que los recibiera, sintiéronse empequeñecidos ante esta simple respuesta:
—Hace rato que se jué pal arroyo!...
Los emisarios se miraron mutuamente, y luego, Ramírez, dispuesto como padre de la idea a encontrarlo todo admirable, exclamó entusiasmado:
—¿Qué hombre...
—¡Un varón de Plutarco!—agregó Tracio con su énfasis habitual, y en silencio, ambos se encaminaron en dirección al río, en busca del salvador.
Al llegar a la vera de la laguna dieron con él. Sobre el arenal, junto al arroyo, hallábanse los dos caños de agua. — En ese mismo momento, un fornido mocetón subido en el pescante de uno de ellos, castigaba las tres mulas del atalaje, que arrancaron doblándose, hipando, hundiendo los afilados remos en los médanos.
Los políticos se acercaron al viejo y lo saludaron con un respetuoso:
—Buenos días, don Virginio.
—Güenos—respondió éste, algo extrañado de la inusitada amabilidad de los visitantes; y les dio la espalda.
—Don Virginio—insistió Tracio,—tenemos que hablarle de un asunto muy serio.
—¿Asunto serio?—interrogó sobresaltado el viejo calculando que el asunto serio sería alguna multa que se trataba de aplicarle por violación de alguna de las innumerables ordenanzas conocidas tan sólo del intedente y del comisario.
—Muy serio; algo que le interesa a usted y al país.
Al oír esto, el aguatero abrió desmesuradamente los ojos; que la suerte del país y la suya propia pudieran tener alguna relación, se le antojaba un disparate mayúsculo que despertaba su curiosidad. Como el sol comenzaba a quemar, convidó a buscar sombra bajo unos sauces de la ribera. Allí, tras una pausa majestuosa, el farmacéutico dijo:
—Usted sabe, don Virginio, que los "verdes" nos tiranizan miserablemente...
—¡Yo no sé, no señor!... Yo no entiendo políticas.
—Nos tiranizan, sí; son la vergüenza, son el oprobio, y ha llegado el momento en que el pueblo...
—Si es pa votar, ¡yo no voto!... Mire don: yo le vendo l'agua a usted y al comisario, y a don Facundo y al capitán y a tuitos, y no tengo pa que enredarme con naides.
—No se trata de eso... por ahora.
—¡Ah! Entonce...
—Se trata solamente de que al fin se haga justicia, se reconozcan los méritos de cada uno y... ¿Usted estuvo en el Paraguay..
—Estuve—respondió sin entusiasmo el viejo.
—Lo sabíamos. Usted derramó su sangre por la patria. Usted fué un héroe glorioso digno de la alabanza y del apoyo, ¿y qué han hecho por usted?... ¡Nada!... Un hombre que debiera gozar de una situación envidiable, que debería merecer honores, se ve obligado en su vejez a un trabajo rudo y humilde para ganar el pan de su familia... ¡Eso es ignominioso!...
—¿Y d'iai?—gruñó don Virginio.
—De ahí que usted, vieja reliquia gloriosa, debe ser, tiene que ser, honrado, considerado, ayudado por la patria agradecida... Para eso hemos venido nosotros, ansiosos de hacer cesar una injusticia irritante y desconsoladora.
Tracio, que languidecía en el silencio, interrumpió:
—Que nuevo Cincinato...
—¡Cállate vos!—rezongó Ramírez.—Estamos empeñados, decía, en llevarlo a usted al sitio que le corresponde por sus virtudes y por sus méritos, por innumerables servicios rendidos a la nación, por lo que usted representa de gloria común, por lo que el prestigio de sus hazañas puede realizar, oponiendo dique a la onda de insolente corrupción que amenaza sumergirlo todo.
Don Virginio que no entendía jota de la peroración del boticario, dijo con ánimo de cortar la conversación:
—Güeno... ya s'está haciendo tarde y tengo que dir a repartir l'agua.
—¡Un momento, amigo, un momento!—exclamó Ramírez, logrando retener al aguador.
III
Aquí se hace necesario explicar quién era Virginio Sepúlveda.
Debía ser casi tan viejo como el pueblo en el cual no había perro que no lo conociera. Su historia era muy simple. Su niñez había transcurrido allí, ayudando al padre que ejercía el oficio de aguador. Vino la guerra del Paraguay, y Virginio vio se forzado a marchar, sin ningún entusiasmo, porque ni el patriotismo le cosquilleaba mucho, ni se sentía con disposiciones para héroe. Fué, como tantos otros, compelido, maldiciendo la guerra que lo arrancaba de la tranquilidad de su pago para someterlo a las rigideces de la disciplina y a las fatigas y peligros de una larga campaña.
En uno de los primeros encuentros fué herido en el rostro. Una bala paraguaya le destrozó la nariz, poniéndole fuera de combate. El ejército continuó su avance sangriento, y nuestro entrerriano, tras varios meses de permanencia en un hospital de sangre, obtuvo permiso para regresar a su pago, declarado inútil para el servicio.
Virginio quedó en cierto modo agradecido a la "mora" que lo devolvía al sosiego y a la libertad en su rincón semisalvaje, importándosele poco la fealdad estampada por la cicatriz en su rostro, de por sí nada agraciado.
Superlativamente huraño, castigábale en ocasiones el ansia impotente de los tímidos; mas no pasaban de fugitivos escozores aplacados de súbito con la untura de su resignada filosofía de crustáceo. Alguna mujer deseó; del conjunto hubiérale gustado escoger la destinada a acompañarlo, uncida a su lado en el yugo de la existencia. Empero, no mirado, no solicitado, temoroso del rechazo, las dejó pasar sin hacer un gesto, sin aventurar un ruego; y al fin tomó una, la primera que le insinuó simpatías. Quizá no le fuera muy a la medida, acaso le mortificara un poco, pero la aceptó sin protestas, como sin protestas había aceptado, años antes, el uniforme que le dieran en el ejército, y que tampoco le iba bien, y el fusil que le iba peor. Ni era linda, ni joven, ni extremadamente amable su mujer. Pero, ¿acaso los pobres no están habituados a contentarse siempre y en todo con los artículos de calidad inferior?... El pobre debe tener el estómago más que el alma heroico.
Virginio sentía horror por las innovaciones. No comprendía la necesidad de cambiar de hábitos o procedimientos. Lo bueno y lo malo, lo lícito y lo ilícito, lo agradable y lo desagradable, lo útil y lo inútil, estaban representados en su espíritu por modelos graníticos, fijos e intransformables: los pájaros viven siempre en las mismas regiones, visten siempre igual plumaje, aovan siempre en los mismos árboles. Si así lo hacen, en ritmo ininterrumpido, desde los siglos de los siglos, desde el principio de las cosas y los seres ¿no es prueba de que lo hacen bien? ¿Para qué cambiar, entonces?... Dios hizo pardo al sabiá y rojo al churrinche, y si los hizo así es por que así deberían ser y no es juicioso, por lo tanto, empeñarse en cambiar la vestimenta, de costumbres o de pagos.
Él, Virginio, no cambiaba de vestimenta. Su padre había usado toda la vida la camisa de lienzo, el chiripá de merino, el canzoncillo cribado y la pata desnuda. Así anduvo siempre sobre la tierra; y cuando se fué a descansar bajo la tierra, encerrado en una caja de pino, se fué así, con la camisa de lienzo, el chiripá de merino, el canzoncillo cribado y la pata desnuda. Su padre había sido siempre aguatero, y había vivido siempre en el mismo rancho. Él, Virginio, continuaba en todo la tradición paterna.
Le iba bien así, era feliz. Tenía tres carros, doce mulas y una buena parroquia. Nunca faltaba para él puchero en su rancho. Su mujer y sus dos hijas vivían muy contentas. Estaban satisfechos, eran dichosos, considerando y aceptando las pequeñas e ineludibles contrariedades de la existencia, como los temporales, los ciclones, las sequías, el granizo o las heladas: lo sobrenatural, lo impuesto desde arriba con designios inescrutables.
Tal era el hombre a quien los delegados del partido "amarillo" iban a solicitar, induciéndolo a que trocase su apacible existencia de vizcacha por el atorbellinádo existir de las agitaciones políticas.
Sin dificultad se explica, pues, el fracaso de la almibarada dialéctica de los emisarios. No le dijeron lo que exigían que hiciese; pero, desde luego, don Virginio estaba firmemente decidido a no hacer nada diferente de lo que había hecho hasta entonces. Le manifestaron el propósito de remediar injusticias, mejorando la situación suya y la de la patria; mas don Virginio encontró que su situación era buena tal cual era; y en lo tocante a la de la patria, la ignoraba y no tenía por qué inmiscuirse en cosas que ni entendía, ni le importaban; en el pueblo—lo único del mundo conocido por él—las cosas seguían como siempre, y por lo mismo, iban bien: unos cuantos mandaban, los demás obedecían como era lógico, como ocurriría toda la vida. ¿Cuánto saldría ganando el vecindario con que mandasen otros en reemplazo de los que estaban mandando?
Tracio preludió un discurso castelarino; pero el farmacéutico, más práctico, le cortó el chorro diciéndole al viejo aguatero, a modo de despedida:
—Sepa, don Virginio, que nosotros no hemos venido a pedirle nada, sino a notificarle que estamos dispuestos a la lucha por remediar la injusticia colectiva cometida con Vd., testimonio viviente de nuestras glorias pasadas.
—Mire don boticario, yo...
—¡Oh, nada, nada!... Usted no tiene nada que decirnos. Nuestras conciencias de hombres puros y de patriotas sinceros nos han marcado un rumbo: lo seguiremos sin vacilaciones y sin miedos. La justicia histórica tarda, ¡pero llega al fin!... ¡Hasta pronto, don Virginio!
—Adiosito, señor.
—Héroe en la guerra y en la paz, os saludo!—exclamó el periodista.
—Bien —afirmó Ramírez. Y con la aprobación de su colega. Tracio aflojó la rienda al potro de su verbosidad, y continuó:
—Realizaremos nuestro nobilísimo propósito, aunque se desplome el cielo, aunque...
—¡Basta!—ordenó Ramírez helando la frase en los labios del orador. Y como éste le mirara sorprendido e irritado, hízole un guiño, le cogió del brazo, y tras un ceremonioso saludo, pusiéronse en marcha, dejando al viejo solo y pensativo bajo el sauce ramoso.
IV
Dos días después. El grito del patriota, órgano del partido "amarillo", publicaba un editorial de tres columnas comentando, ora en frases lapidarias, ora en párrafos irónicos, el olvido y el abandono criminales en que se había dejado a don Virginio Sepúlveda, el héroe, el patriota, que se mostraba tan grande en su humilde resignación del presente, como lo había sido antes en los sangrientos campos de batalla.
El artículo produjo sensación. El aguador comenzó a ser objeto de curiosidad primero, de simpatía después, de admiración más tarde. Los más altos personajes lo saludaban quitándose respetuosamente el sombrero, las mujeres le sonreían; una gran parte de la población iba adquiriendo paulatinamente una especie de adoración por el patriarca.
Tracio, por su parte, continuaba desde las columnas de El grito del patriota su brillante campaña reivindicadora. Un día apareció en la primera página del periódico el retrato de don Virginio, un gran retrato de don Virginio, un gran retrato con esta leyenda: "Homenaje al Héroe".
Desde entonces dejó de ser "el viejo Virginio", "Virginio Sepúlveda" y hasta "don Virginio"; se le llamaba simplemente el Héroe, y se le tributaban diariamente todo género de honores, que alcanzaban a la humilde familia, su mujer y sus dos hijas, las cuales jamás habían "alternado". Hubo conferencias, mamfestaciones populares y hasta una velada literario musical consagrada al prócer local.
¿Y don Virginio?
El pobre viejo resistió bastante, no logrando convencerse de que efectivamente era un héroe; pero no podía luchar contra la decisión de todo un pueblo. Además, su esposa y sus hijas, halagadas con las atenciones de que las hacía objeto, trabajaban sin descanso el espíritu del aguador, quien, tras heroica resistencia, consintió en trocar la indumentaria de toda su vida por un traje de pueblo; pantalón, chaleco y saco negro, camisa blanca, corbata... y volvió a calzar botines.
Como todo el día y parte de la noche se veía obligado a andar en reuniones, paseos, tertulias, en el comité y en el café, tuvo que tomar un peón para ayudar a Santiago en el reparto del agua. Santiago, muchacho criado al lado suyo, algo más que peón algo menos que miembro de la familia, era el único que protestaba contra los cambios obligados por los recientes acontecimientos, en el hogar de su patrón. Todo aquello le olía mal, presagiando dolores y lágrimas tras la exuberante alegría del momento. Naturalmente, veía y callaba. Veía modificarse los hábitos modestos de la casa. El dinero se iba en trajes para las muchachas, en adornos... ¡hasta sombrero usaban ahora!... Callaba, y don Virginio por rehuir el mudo reproche que leía en los ojos de su ahijado—reconociéndolo justo—afectaba enojo y esquivaba su presencia.
Sin embargo, los acontecimientos se precipitaban. La vanidad tardía inflaba al viejo paisano que se veía centro en las ruedas del café; que se paseaba del brazo por las calles del pueblo con los personajes más conspicuos: que presidía banquetes y asambleas y que todos los jueves oía leer los ditirambos con que le obsequiaba El grito del patriota. Y su orgullo se desparramaba al ver a su "vieja" y a sus hijas, solicitadas y agasajadas por las más copetudas familias de la aldea.
Esta nueva vida exigía gastos crecidos. Agotados los ahorros, el Héroe se vio obligado a hipotecar sus ranchos primero, sus carros y sus mulas más tarde. Pero ¿que importaba eso?... ¿Acaso la patria, reconociendo al fin sus méritos y sacrificios, no estaba decidida a la recompensa?... Sus amigos del "comité" se lo habían dicho cien veces.
En tanto, él triunfaba.
Salarí, el glorioso capitán Salarí, cuya personalidad llenara el lugar en los tiempos pasados, había sido bruscamente derrumbado de su pedestal. Salarí ya no era nada ante el heroico guerrero que llevaba en el rostro la marca visible del patriotismo y del arrojo. Las palabras pronunciadas por el prócer eran comentadas e interpretadas con religioso entusiasmo. Los mozos más apuestos cortejaban a sus hijas... la gloria brillaba en todo su esplendor sobre la cabeza del humilde aguatero. La población entera sufría el contagio y hasta los adversarios viéronse obligados a demostrar, por medio de un odio feroz, la superioridad del ilustre patricio, cuya estatua habría de alzarse algún día en las márgenes del Mecororá hermoso. El triunfo total, el desagravio completo, estaba en marcha.
Sólo Santiago—Santiago que amaba a Luisa, la hija menor de don Virginio—y que ahora se veía olvidado y desdeñado, abrigaba ideas pesimistas. Y sin protestas ni observaciones, que sabía serían inútiles, multiplicaba su esfuerzo para remediar en lo posible los estragos que hacía en aquella antes ordenada casa el general desbarajuste.
V
Llegó el acto solemne del comicio. Los "amarillos", poseedores de una abrumadora mayoría de sufragios, mostrábanse insolentes, derrochando dinero en comilonas, bombas y fuegos de artificio, para celebrar el triunfo descontado de antemano. ¡Derrotado Salarí!... ¡Hundido el famoso Salarí!...
¡Al fin iban a vencer el derecho y la justicia!...
¡Iban a vencer!...
Faltaba algo. El cacique "verde" había trabajado en silencio, pero había trabajado. ¡Él no era hombre para dejarse arrebatar así no más la supremacía hasta entonces gozada!... Ni era hombre tampoco para perder el tiempo en conferencias, manifestaciones y artículos de diario, cuando contaba con las policías, con el apoyo oficial y con un núcleo selecto de amigos de pistola y daga.
* * *
Al día siguiente los diarios metropolitanos llenaban sus columnas
narrando "Los escándalos de Mocoretá". La oposición había sido vencida
por la intromisión oficial, por el machete de los policianos y por los
revólveres y los puñales de los sicarios del obscuro caudillejo Salarí.
No obstante la viril actitud del pueblo, todo se perdió. Felizmente no
hubo que lamentar ninguna desgracia personal.
¡Que desastre! ¡Y que descorazonamiento!... El único que se conservaba entero era don Virginio. Muy temprano fué a visitar al estanciero don Cesáreo; pero don Cesáreo se había marchado para su estancia en la madrugada, jurando no volver a meterse en política, con o sin héroes. Se dirigió entonces a casa del farmacéutico, quien lo recibió con glacial indiferencia, manifestándole que no podía atenderlo, ocupado como estaba en confeccionar unas pildoras "para una sobrina tercera del señor intedente". Triste y pensativo, el Héroe se encaminó hacia la imprenta de "El grito del patriota". La imprenta estaba cerrada. Un chico tipógrafo le dijo que, en virtud de haber retirado don Cesáreo la subvención donada hasta entonces, el periódico no saldría más. En cuanto al director, Eumenio Tracio, partirá ese mismo día para la capital con una carta recomendación de Salarí, solicitando para él un empleo de escribiente en la jefatura de policía.
El Héroe no lograba darse cuenta de la magnitud del desastre. En la natural sorpresa de su ideación, no conseguía explicarse lo ocurrido. No hizo esfuerzos por comprenderlo tampoco. Todavía esa noche consiguió dormir apaciblemente, mecido por ensueños deliciosos.
Sin embargo, en los días sucesivos tuvo que rendirse a la evidencia. ¡Ya no había para él honores ni respetos! Si iba de visita con su familia a casa de una familia linajuda... ¡habían salido!... Si iba al café, los tertulianos se escabullían sin hablarle: en dos días su prestigio se había derrumbado sin que quedase un ladrillo en su sitio; se había desvanecido con la misma rapidez con que se formara. Su vida, antes feliz en la resignada pobreza, trocóse en terrible. Su mujer y sus hijas le inculpaban, le responsabilizaban de los desdenes sufridos, y para complemento, su situación económica presentábase desesperante. Hipotecados la casa, los carros y las mulas, no tendría muy pronto con qué trabajar, con qué llevar el pan a su hogar, antes dichoso con su modestia. Para ser hombre célebre durante unas semanas, debería conocer la miseria y hasta la abominación de los suyos en los últimos días de vida trabajadora.
¡Miseria, miseria!... El pobre viejo, llorando como una criatura en el trance apurado, se convenció de que no era de madera de héroe, a pesar de su permanencia en el Paraguay y malgrado la herida que le acható la nariz.
En medio de una borrascosa escena de familia, cuando el infeliz anciano llegaba al paroxismo de la desesperación ante la amenaza de la indiferencia y los reproches de los suyos, Santiago apareció con el sombrero en la mano, respetuoso y humilde como siempre:
—Padrino—dijo con voz insegura;—no hay que afligirse tanto. La hipoteca del rancho, yo la levanté con mis ahorros y los carros... ¡fui yo quien di el dinero!... ¡Siguen siendo suyos, padrino!....
Don Virginio guardó silencio un instante, luego, arrojándose en los brazos de su ahijado, exclamó:
—El Héroe, el verdadero, el único héroe, sos vos, Santiago.
En seguida, dirigiéndose a su familia con un tono imperativo que nadie le había conocido hasta entonces, agregó:
—¡Tráiganme el chiripá, la camisa de lienzo, el calzoncillo crivao!... ¡Recién aura ví a comenzar a ser héroe!...
El pueblero
A José Enrique Rodó.
Se llamaba, o le llamaban, sencillamente White, y provenía de ilustre estirpe inglesa.
El cuerpo pequeño y ágil, con miembros delgados, fuertes y nerviosos, la cabeza de líneas finas y regulares, los ojos rebosantes de inteligencia, todo en él atestiguaba la firmeza de su sangre aristocrática.
Era blanco, de una pálida blancura de cuajada; pero tenía en la frente una caprichosa mancha negra, grande, casi circular, ligeramente caída sobre la oreja derecha, semejando el casquete de terciopelo de un artista bohemio.
Muy joven aún, abandonaba por primera vez las comodidades de la ciudad que le había ofrecido una existencia de placer, por completo carente de ocupaciones. Desde el primer día de su llegada a la estancia el campo se le presentó ordinario, antipático y hostil. Su porte elegante y sus maneras distinguidas chocaron de inmediato con la rusticidad francachona de los gauchos. Estos atribuyeron a necia pedantería suya la pulcritud, el horror a los alimentos groseros y groseramente presentados, su manifiesto disgusto por los malos olores y su ninguna afición a los juegos violentos, al mordisco y a la patada.
Desde el principio se encontró solo. A menudo pensaba con tristeza en los encantos que había imaginado encontrar en la campaña, en los placeres que presentía en las verdes llanuras resplandecientes, y que no le era dable gozar, por su natural repulsión a los hábitos y a las idiosincrasias circundantes.
Hay que advertir que White encontraba tan áspero y huraño el medio como los pobladores. No era cobarde; pero, sí, algo tímido, y la inmensidad silenciosa del despoblado producía en él una irresolución dolorosa.
White tenía el instinto de cazador, latente en su sangre nobilísima. De ahí que, al ver a los otros largarse a la llanura, rebosando ardor combativo, erizados los pelos, temblorosos los labios, rojas las conjuntivas en la visión anticipada de la lucha, sintiese ardientes deseos de vencer sus repugnancias y de asociarse a la banda. Más tarde, cuando volvían, sudorosos, ensangrentados, dificultosa la marcha, anhelante la respiración, pero los ojos llenos de luz de triunfo, considerábase empequeñecido y se reprochaba su indigno renunciamiento a satisfacciones que ansiaba intensamente.
Sufría de dos maneras: sufría en su amor propio y sufría en la voluntaria privación de los placeres más ambicionados. No escapaba a su penetración que todos tenían para él una especie de respeto desdeñoso, ciertos miramientos y consideraciones humillantes; pero eso mismo, en vez de estimularle en sus propósitos de aventura, le detenía, agarrotado por la idea de que su inexperiencia en aquel género de actividades pudiera resultar ridícula: White era pueblero, y como tal, tenía horror al ridículo.
Sin embargo, éste lo perseguía de todos modos.
* * *
Había en la estancia un gran perro barcino, muy viejo, muy feo,
sin cola, sin orejas, sin dientes; el cuerpo lleno de costurones, algo
rengo, casi ciego, la mitad de la cabeza pelada, mostrando antigua
cicatriz, consecuencia de quién sabe qué inconfesable artería.
Era un gaucho. Era un gaucho de inclinación como de raza, apegado a su tiempo y a sus costumbres, sudando desprecios por lo extraño y por lo nuevo. Sus pocos pelos, siempre revueltos y siempre sucios, constituían poncho suficiente para resguardarse del frío. Extremadamente sobrio, llenaba la tripa con cualquier piltrafa y dormía bien en cualquier parte: al sol, en una siesta abrasadora, a la intemperie en una de esas noches de helada grande que siembra harina en el campo y hace vidrio en los charcos.
De cuando en cuando desaparecía de las casas, pasando una semana, y a veces más, en ignoradas orgías, de las cuales regresaba más flaco, más consumido, "gediendo" a osamenta, malhumorado, gruñón y autoritario como siempre. Porque, eso sí, fiestas no hacía él a nadie ni con nadie jugaba, ni nadie se permitía juegos con él. Cuando enarcaba el lomo, enojado como una hiena, y escondía entre los muslos el muñón de la cola y mostraba las negras encías desguarnecidas, toda la caterva se echaba a un lado con una admiración y un respeto servilmente humanos.
Pues bien, Gechú—el viejo perro barcino se llamaba Gechú—tenía para White un desdén infinito, un desdén que se complacía en evidenciar a cada instante.
White, que era altivo y valeroso, intentó más de una vez exigir un desagravio; pero el otro le paralizaba con su actitud despreciativa, echándose delante suyo, tras un gruñido formidable, largo a largo, las manos cruzadas, el hocico sobre las manos, la vista en tierra. Se veía claramente que no consideraba al pueblero adversario digno de medirse con él, caudillo temido y aceptado en toda la comarca.
Gechú despreciaba a White, porque Gechú era gaucho, grande, viejo, feo y guapo, en tanto que White era pueblero, pequeño, joven, lindo y, en concepto general, maula.
Y esta mala voluntad del cacique era compartida por toda la perrada de la estancia, que, como queda dicho, tenía para Gechú una sumisión absoluta.
Un día en que White se hubo permitido una ligera galantería con Sabina, la única perra de la cuadrilla, Gechú se abalanzó furioso, y en medio de la manifiesta satisfacción de la manada, le dio unos revolcones, valiéndose de la superioridad que le prestaba su corpulencia.
Viéndose agredido, White se lanzó, ciego de ira, sobre el gaucho y le hundió en el cogote sus afilados dientes, sujetándole y sacudiéndole con tal violencia, que quién sabe lo que hubiera ocurrido, si la jauría entera no interviene en defensa del viejo inerme, cuadrillo perruno debilitado por los años, pero respetado y temido, en virtud del prestigio que le daban sus hazañas pretéritas.
Brutalmente, inicuamente, White fué mordido, pisado, revolcado, por la cuadrilla enfurecida, indignada contra el pigmeo que se había atrevido a faltarle el respeto, a Sabina, primero, y al jefe después.
Tras esa aventura, que le dejó bastante maltrecho al par que absolutamente desconceptuado entre el elemento perruno del lugar. White decidió rehuir todo contacto con aquellos individuos groseros y egoístas con quienes, estaba visto, no podría avenirse jamás, por separarles diferencias fundamentales de raza y de educación.
* * *
Durante varios días pasados en completo aislamiento, White debió
sentirse mortificado por dolorosas reflexiones. Si hubiese estado en su
poder regresar inmediatamente a la ciudad, de fijo que lo hubiera hecho
sin vacilaciones. Pero no lo estaba, y no tenía otro remedio que sufrir y
esperar, por entero desilusionado de aquel campo en que había confiado
encontrar, durante su temporada veraniega, emociones muy distintas de
las que le proporcionaron sus semejantes.
Todo allí le era adverso, hasta los hombres, que parecían tener por él el mismo desprecio que la jauría; demostrando con ello que el alma humana y el alma canina son susceptibles de sufrir, bajo la acción del mismo medio, idéntica orientación.
Al referirse a él, la gente de la estancia lo designaba con la frase humillante de "el cuzco del patrón", confundiéndolo con uno de esos perros de lujo, petimetres inútiles, sin energías, sin aptitudes de ninguna clase, que pasan la vida sobre las faldas o a los pies de las bellas desocupadas, hiriéndose la lengua en lamer blancas manos cuajadas de sortijas.
¡Un cuzco él, White, en cuya sangre se conservaban latentes las valentías de la ilustre raza aventurera de los fox-terrieres!
¡Un faldero friolento y miedoso, afeminado é inútil, él, que ante la vista de ciertos cuadros de su patrón sentíase estremecido, cual si evocara la visión ancestral de las frenéticas cacerías irlandesas!
¡No!... White no podía abandonar la estancia agobiado bajo el peso de una humillación que le haría a él y a su raza al mismo tiempo. Poquito a poco esta idea se fué arraigando en su cerebro y concluyó por decidirse, costase lo que costase, a demostrarles a los gauchos—hombres y perros—que no era merecedor del desdén con que lo afligían tan injusta como despiadadamente. Tenía confianza en su valor y en sus fuerzas y si bien ignoraba en absoluto la clase de sport a que a diario se entregaban sus congéneres, confiaba en su inteligencia y su instinto supliendo la falta de práctica.
Estaba decidido: al día siguiente saldría al campo.
Como de costumbre, el patrón y los peones ensillaron los caballos de madrugada, al mismo romper la aurora. Luego penetraron en el galpón, donde tomaron el habitual desayuno de mate amargo.
Afuera los perros se paseaban con el rabo bajo, olfateándose, cual un previo reconocimiento para ver si se había colado algún intruso al amparo del crepúsculo.
Todos estos pormenores los observaba White, casi oculto tras la hoja entreabierta del portón.
Pasó algún tiempo. Ya comenzaba a aclarar. Patrón y peones salieron y montaron sus caballos respectivos. El capataz lanzó un silbido fuerte y breve; remolinó la perrada, manifestando su alegría en saltos y pequeños ladridos, y la comitiva se puso en marcha, campo adentro, rumbo a lo ignoto a lo misterioso y tentador para el pueblero.
Por unos instantes White permaneció en su escondite, atreviéndose tan solo a estirar el pescuezo para seguir la marcha de los cazadores. Más tarde, cobrando ánimo se echó al patio y anduvo unos pasos cautelosamente. Se detuvo, escuchó. Jinetes y perros iban perdiéndose en la distancia; pero, en el silencio absoluto de la madrugada, los ladridos y las conversaciones llegaban clarísimos hasta sus oídos atentos.
Sentado sobre las patas traseras, rígidas las orejas, las narices al viento, se conservaba con una inmovilidad de estatua, en lucha la voluntad con el temor a lo desconocido. Al fin aquélla pudo más: el pueblero dio un salto y echó a correr hacia el despoblado. Corrió sin detenerse, hasta llegar a una gran mancha negra, desprovista de pasto, constituida por tierra suelta y desmenuzada; conocía el paraje: era el rodeo de las tamberas. Sin tomar aliento tornó a emprender la carrera para ir a hacer alto junto a una cañada, a unas veinte cuadras de la estancia.
Jamás había hecho tan grande excursión. Miró para atrás: las casas no se veían ya; no se veían personas, ni animales, nada más que el campo, la llanura verde abajo, el cielo azul arriba; y, arriba como abajo, un silencio colosal, un silencio de inmensidad vacía, engendrador de miedos. White se encontró muy chico, semioculto por los pastos altos, absolutamente absorbido por la grandeza del medio que parecía desarrollarle sin término, monstruoso y devorador.
Por varios minutos permaneció indeciso, volviendo la cabeza, ora hacia adelante, ora hacia atrás, sin saber que hacer, sin resolverse por la humillación, del retorno ni por la aventura del avance.
De pronto, un débil silbido hirió sus oídos. Miró: una perdiz avanzaba confiadamente entre las hierbas. Su instinto de cazador despertó imperioso; sus narices se dilataron, sus miembros se estremecieron. Se encogió, se encogió como un resorte, la vista fija en la perdiz que se acercaba y la respiración en suspenso, el corazón palpitante de ansiedad. Un minuto más, un salto prodigioso, y su hocico sentía el calor de la víctima y sus narices aspiraban con indecible deleite el olor de la sangre tibia... ¡Se había iniciado al fin!... Ya era digno de ser perro... y del aprecio de los hombres.
Desde entonces nada lo detuvo. Se orientó y emprendió una marcha vertiginosa, salvando obstáculos con saltos acrobáticos, deteniéndose un segundo para olfatear el suelo, buscando el rastro, y continuando en seguida la carrera, espoloneado por la belicosidad, por la acometividad, de súbito despertada en él por la primera hazaña, por la sangre de la primera víctima. En las bestias, como en los hombres, el placer de matar aleja el temor de morir.
A poco andar lo inmovilizó un espectáculo extraño: en la lomada, radiosa de luz, vio los nueve perros de la estancia tendidos en guerrillas, quietos, atentos, la vista fija en un punto, en un pequeño bulto, blanco, rojo y negro, que, también inmóvil, aprestado a la lucha, levantaba en alto un oriflama tricolor.
White pensó:
"Debe ser temible ese enemigo, no obstante su pequeñez, cuando detiene el empuje de la valentía gaucha y cuando nueve perros, grandes, fuertes, orgullosos, adiestrados en la pelea, vacilan, no atreviéndose a llevar el ataque.
Fué aquí el más obscuro momento psicológico de White. Dióse cuenta en seguida de que se le presentaba una ocasión única de reivindicar y salvar su honor, harto comprometido; pero consideró también que su triunfo exigía sacrificios máximos.
Se detuvo un poco para meditar. El caso valía la pena. Estaban sobre el tapete su dignidad y su vida. ¿A qué carta jugar?
—"Vamos a ver, White—se dijo él;—tú no eres un poltrón, pero no eres un imbécil tampoco. Si te haces matar de un modo estúpido, no habrás ganado nada, aún cuando te reconozcan un héroe y te levanten una estatua y te inmortalice!a fama. La cuestión está en triunfar y vivir. Bueno, para estas apreturas es para lo que se necesita talento, y puesto que no se discute la inteligencia en tu raza, no hay motivo para suponer que tú seas un bruto, siendo un fox-terrier sin mezcla, absolutamente puro... Obremos entonces de manera inteligente, y luego, que resulte lo que quiera el destino... Ese bicho debe ser bravo cuando no se atreven a atacarlos los gauchos, numerosos, valerosos y aguerridos... ¡Aquí de la astucia!
Así monologó White, y comenzó a arrastrarse, oculto por las hierbas, buscando tomar por retaguardia al enemigo. Avanzaba muy felizmente y se decía raciocinando con excelente lógica:
La fiera, preocupada con el poderoso enemigo que tiene al frente, no prestará ninguna atención de este lado, y yo podré acercarme sin ser visto ni sentido.
Y los cálculos de White se cumplieron al pie de la letra.
El zorrino—era un zorrino—estaba absorto en la contemplación de la fuerza que se desplegaba delante y esperaba filosóficamente los acontecimientos.
—"Si yo doy vuelta y disparo, soy bicho muerto"—había pensado el zorrino.—Mejor será dejarme estar confiado en lo que pudiera venir.—Existen muchos hombres que en casos análogos, no son tan inteligentes como el zorrino.
En tanto, White seguía adelantando inadvertido y llegaba a dos palmos del enemigo. Los momentos eran solemnes. El vio el estandarte, la cola del zorrino, levantada, rígida, y pensó:
—"Esto debe empezarse a comer por aquí".
Dicho y hecho: un salto brioso, un tarascón feroz y... ¡ay mi madre!...
White largó la presa, abrasado por el vitriolo que le había cauterizado las fauces y los ojos. Un instante se revolvió desesperado, aullando, escarbando y mordiendo el suelo. En seguida, rabioso, se abalanzó sobre el enemigo que trotaba, tratando de huir de la jauría que se había largado a escape sobre él; pero antes de que hubiera acercado, White, repuesto de la momentánea estupefacción, apresaba al zorrino por la mitad del cuerpo y le deshacía los huesos con feroces dentelladas. Tenía la presa aún en la boca cuando llegaron los gauchos. La sacudió, la arrojó, quedó inmóvil. Los otros olfatearon, la vieron muerta y la dejaron, demostrando un algo de contento y un tanto de disgusto. ¡Vaya uno a definir las sensaciones del alma de los perros!
* * *
Horas más tarde, todos regresaban juntos a la estancia. White
estaba sucio de sangre y de lodo y además hediondo, lastimado, pero
contento. Los otros perros lo olieron, lo manotearon y le demostraron
estimación, porque había dado pruebas de bruto. Parecían hombres. En un
alto, la perra vieja se detuvo para dirigir a Gechú una interrogación
con sus ojos lacrimosos; y el caudillo respondió en un admirativo:
—¡Guau! ¡Guau!
Lo que traducido al idioma de las geníes quería decir:
—¡Pucha con el pueblero!
Ya en las casas y con el alborozo del triunfo, White, entre brincos y caricias recíprocas, le robó un beso a la perra, le mordió un garrón al Tigre, y hasta le dió por descuido, un empellón a Gechú.
Y Gechú no dijo nada.
Facundo Imperial
A Martiniano Leguizamón.
No es fábula, es una historia real y triste, acaecida en una
época todavía cercana, bien que sepultada para siempre; es una historia
vulgar, un crimen común, sin otra originalidad que el procedimiento
empleado para realizarlo; trasunto de los tiempos bárbaros y
avergonzadores del caudillismo analfabeto y sensual, repugnante episodio
de despotismo cuartelero que ya sólo puede revivir en las creaciones
evocadoras del arte.
I
En la campaña del litoral, en casa de un rico hacendado, al finalizar la esquila. A la tarde se ha merendado en el monte bajo amplio cenador silvestre formado por apretadas ramazones de sauces y guayabos; la alfombra era de trébol y gramilla; los adornos, tapices escarlatas de ceibos en flor, albos racimos de arrayán, guirnaldas de pasionarias y rubíes de arazá; la orquesta, cuatro guitarras que sabían gemir como calandrias cantando amores en el pórtico del nido al apagarse el sol; por únicos manjares, doradas lonjas del tradicional asado con cuero.
Por la noche se bailó en la sala de la estancia. Muchas parejas, mucho gaucho burdo, mucha criolla tímida; destacándose en el conjunto de rostros bronceados y de polleras almidonadas, Rosa, la morocha de ojos más negros, de labios más rojos, de cuerpo más airoso; entre los hombres, imponiéndose estaban Santiago Espinel, comandante, comisario y caudillo, y Facundo Imperial, joven, rico, buen mozo. Ambos cortejaban a Rosa: ambos se odiaban.
Espinel era bajo y grueso; tenía estrecha la frente y pequeños los ojos, roma la nariz, carnosos los labios, copiosa la barba.
Imperial era alto, delgado, garboso; linda la cabeza de rizada cabellera, enérgica la aguileña nariz, algo pálido el rostro y de un rubio obscuro la barba muy sedosa y muy brillante; los ojos color topacio, tenían la mirada suave, atterciopelada, de las razas que mueren.
Rosa sentía instintiva predilección por el comisario, cuya insolente grosería emparejaba con las tendencias cerriles de su alma; pero sus veinte años elevaban mezclado con el simple aroma campesino, el acre perfume de una filosofía práctica. Rosa había estado en la ciudad; sus dedos habían gustado el voluptuoso placer de estrujar telas de seda, sus ojos se habían deleitado en la contemplación de blondas de encajes, de pieles, de plumas y de joyas, y en su imaginación flotaban indefinidos ensueños de riqueza y de lujo. Como Imperial era rico y bueno, la criolla dudaba.
Esa noche, en el baile, Facundo fué, desde el principio, su preferido. Espinel, furioso al verse desdeñado, no tardó en partir, yendo a cruzar campos, en lo lóbrego de la noche, para mascar la raíz amarga de la derrota y rumiar la venganza.
Facundo quedó solo y triunfante. Rosa, un tanto mortificada al principio con la brusca partida del comisario, recobró sin demora su alegre frivolidad, extremando las amabilidades para con su cortejante. Y cuando éste, tímido, trémulo, tartamudeante, le dijo, casi al oído:
—¿Hoy también nos separaremos sin que me dé ese sí que...—ella lo interrumpió, exclamando:
—¿Está muy apurado?...
—Siempre hay apuro en conseguir la felicidad.
—Si la suya consiste en conseguir mi cariño, no necesita andar mucho.
—¿Entonces'?... ¿me acepta?
—Lo quiero—dijo ella simplemente, tendiendo lo mano que el mozo estrechó con fuerza entre su ancha y ruda mano de paisano laborioso.
No vio Imperial que la mujer adorada ligaba su existencia a la suya, en pacto solemne, sin asomo de emoción; no vio la glacial, la humillante tranquilidad con que había resuelto el más fundamental problema de la vida. No vio nada. Cuando un hombre ama a una mujer, y esa mujer le dice: "¡Te amo!" ¿quién se detiene a observar y analizar su semblante?... El amor sólo entra en nosotros cuando la razón, centinela del espíritu, se queda dormida.
* * *
Poco tiempo después Imperial y Rosa se casaron. El gaucho cesó de
concurrir a las reuniones. Ya no cuidaba parejeros, ya había olvidado
el naipe y la taba, y hasta descuidaba un tanto sus haciendas, para
consagrar mayor tiempo a su adorada. Vuelto del trabajo sentábase junto a
Rosa, bajo el toldo esmeralda de mi venerable paraíso, y era aquél su
paraíso.
Mientras su mujercita cebaba el amargo, él recostaba la cebaza en el seno opulento, y su mano callosa jugaba con la larga y negra trenza. Las tiernas frases, expresión de su cariño y de su dicha, se formaban sin adquirir sonido. En las sombras tibias del crepúsculo, en el silencio infinito de la campaña, su alma se adormecía, sus labios buscaban los labios de la morocha, y su corazón latía despacio, con la inefable tranquilidad del obrero que ha concluido su trabajo y reposa.
—¡Prenda!—murmuraba el gaucho.
—¡Vidita!—exclama ella besándolo.
— ¿Me querés mucho 1
—¡Bobo!...
Y las sombras se iban espesando, un toldo plomizo sustituía al dosel azul; el paraíso suavizaba sus contornos, se apagaban los rumores y dulcísima paz acariciaba el alma del paisano.
Diez meses habían transcurrido así, cuando una tarde se presentó de improviso el comisario. Facundo empalideció, presintiendo una desgracia; pero el caudillo sonriendo mansamente, le tendió la mano, y le dijo:
—Buenas tardes, amigo Imperial y la compaña... ¿No interrumpo?
Rosa se emporpuró. Facundo ofreció una silla. El comisario se sentó, aceptó un mate y durante un tiempo habló de cosas indiferentes y sin importancia. Después, poniéndose de pie, dijo con acento extraño:
—Siento tener que molestarlo, amigo Imperial, pero el jefe lo manda llamar.
—¿A mí?... ¿Para qué?
—No afirmo, pero colijo que sea por cosa de elecciones.
—Está bien, mañana iré—respondió Imperial.
Espinel se despidió y partió. Facundo no durmió esa noche, luchando con un enjambre de ideas negras y pesadas como nubes de tormenta. Rosa también padeció inquietudes. Se levantaron de madrugada. Pronto a partir, Imperial tomó en sus brazos a Rosa y la besó apasionadamente en la boca y en los ojos, exclamando con acento triste:
—No sé por qué temo que algo malo me espera.
—No seas tonto. ¿Qué te va a pasar?...
—No sé—replicó Facundo, y al fijar sus pupilas leales en las pupilas obscuras de su amada, le pareció advertir que su amada no experimentaba pena alguna con su partida.
Tornó a besarla, y notando que las lágrimas amenazaban afrentar sus ojos varoniles, montó a caballo y partió a galope, sin volver la cabeza.
* * *
Al llegar a la jefatura de policía, el coronel lo recibió
afablemente y lo convidó a comer, pero esquivó todas las explicaciones
que Imperial solicitaba con insistencia. Concluida la cena el jefe
díjole:
—Usted debe estar cansado; vaya a acostarse y mañana charlaremos.
El paisano intentó protestar; pero el coronel impuso silencio, ordenando al oficial que estaba al lado suyo:
—Acompañe al señor.
Lo condujeron al fondo del edificio, hacia una pieza sin luz. Facundo, receloso, se detuvo en el umbral de la puerta. El oficial que le acompañaba, dióle entonces un violento empujón, y antes de que el gaucho hubiera vuelto de su asombro, varios soldados le cayeron encima, agarrotándole.
II
Esa misma noche, cargado de cadenas como un bandido peligroso, lo llevaron, en compañía de una veintena de infelices, a un cuartel de infantería situado en la ciudad próxima.
Al día siguiente le cortaron el pelo, le afeitaron y lo obligaron a trocar su traje civil por el uniforme de soldado de línea, sin que él opusiera resistencia, atolondrado como estaba con la insólita, inexplicable aventura. Pero cuando se vio uniformado, dándose cuenta de que había dejado de ser un hombre libre, cuando contempló los muros siniestros de aquel cuartel famoso, la reflexión comenzó a obrar, descubriéndole la terrible verdad. Lo habían cazado, y en adelante sería uno más entre los infelices "voluntarios", como con sangrienta ironía se les llamaba en esa época.
¡Lo habían cazado!... Pero ¿por qué? En las razzias enderezaban al gaucho pobre y desvalido; cuando un individuo de alguna significación se hacía sospechoso, en vez de encerrarlo y hacerlo marcar el paso, se recurría a medios más expeditivos. Luego, él, rico, considerado, sin enemistades de política, por cuanto nula casi fué siempre su actuación en ella, ¿obedeciendo a qué causa lo humillaban así?...
La clave del enigma estaba cercana, y bastóle a Facundo evocar un nombre para aclarar el misterio: ¡Espinel!... Espinel, herido en su orgullo de hombre, de comisario, de comandante y caudillo, abusando de su poder y de su influencia para realizar la más atroz venganza!...
—¡Ah, miserable!...—exclamó Imperial, y de inmediato otra idea, más dolorosa y más terrible, nació en su espíritu; ¿si Espinel le hubiera hecho aherrojar para...? ¡No, no! ¡imposible!... ¡Rosa se dejaría matar antes de ceder a tan infame propósito!...
En ese estado de ánimo se encontraba cuando un sargento, un negro y fornido, entró y le dijo con voz áspera y conminatoria:
—¡A la estrucción!...
El gaucho observó al sargento, quien, muy marcial dentro del uniforme de brin blanco y almidonado, lo miraba impasible, frío, sin una expresión en su rostro de ébano.
El cautivo salió, andando, inseguro, obedeciendo sin saber por qué.
En la espaciosa plaza de armas estaban ya, formados en pelotón, sus veinte compañeros de infortunio. Un cabo, armado de una vara de membrillo, les hacía marcar el paso.
Y la vara funcionaba, cimbrándose sin piedad sobre las piernas de los reclutas, quienes inclinaban la cabeza, humildes, rendidos de antemano, sometidos y resignados a los vejámenes.
En cuanto a Imperial, la contemplación de aquella escena le encendió el rostro en un borbollón de grana, y al ordenarle el sargento, ¡firme!, él echó un pie atrás, sacudió la cabeza con ademán de gaucho bravo dispuesto a jugar la vida, y, rabioso, escupió una palabra fea.
Rápidamente, el sargento armó la bayoneta, pero en ese mismo instante un capitán, que cruzaba el patio y que había visto y oído, corrió, espada en mano. Bajo, grueso, trigueño, el quepis inclinado sobre la oreja y como incrustado en la crespa melena de mulato, un hombro alzado, caído el otro, entornados los párpados, desdeñoso el labio, el capitán gritó con voz nasal:
—¿Qué dice ese sarnoso?...
Facundo, pálido de coraje, fulgurantes los ojos, respondió:
—¡Digo que quiero hablar con algún jefe, que quiero saber por qué me han traído aquí, a mí que soy un vecino, un estanciero!—Y luego en un arranque de orgullo, agregó—:—¡Tengo tres leguas de campo y más de seis mil vacas!...
—¡Seis mil palos te vi'atracar yo, trompeta!—replicó el oficial; y uniendo la acción a la amenaza, descargó un hachazo feroz sobre la cabeza del rebelde que se desplomó ensangrentado y sin sentido. Sin compasión, sin misericordia, el bárbaro continuó dando palos hasta cansarse el brazo. Entonces ordenó:
—¡Cepo colombiano!...
Unos cuantos soldados presentes cargaron con la víctima, conduciéndola al calabozo donde habría de sometérsele al castigo decretado.
Los reclutas habían presenciado horrorizados la rápida escena. El cabio instructor gritó:
—¡Vivo! ¡vivo!... ¡Un dos, un dos, dos, dos...—y la vara de membrillo continuó cayendo inclemente sobre las piernas, sobre las espaldas, sobre las cabezas de los desdichados que marcaban el paso sin una protesta, sin ánimo de rebelión, perdida la conciencia de hombres libres.
III
Durante todo el día y durante toda la noche permaneció Facundo en el cepo colombiano. Al concluir la tortura, su cuerpo ardía, sus sienes latían con fuerza, los ojos tenían reflejos metálicos, los labios estaban descoloridos y resecos. Hubo que pasarlo a la enfermería.
El médico diagnosticó una fiebre grave; sin embargo, la robusta constitución del gaucho se impuso, y pocos días después entraba en convalescencia. Cierta tarde, el soldado que le llevó el rancho, preguntóle afablemente:
—¿Cómo sigue don Facundo?...
El prisionero volvió la cabeza, extrañado de que lo llamasen por su nombre, y más extrañado aún de escuchar voces afables en aquel sitio que comenzaba a considerar como un infierno, donde todos los rostros expresaban odios y donde todas las palabras traslucían rencores. El soldado comprendiéndolo dijo:
—Soy Lucas Ríos, de Pago Chico.
—¡Ah!
—Si en algo puedo servirlo...
Lucas Ríos había sido peón de Facundo: lo conocía era un paisano bueno y leal a quien en cierta ocasión había prestado un servicio importante.
—Gracias, amigo,—contestó con evidente emoción; y luego:
—Si pudiera conseguirme con qué escribir una carta...
—¡Cómo no!... ¡Y llevarla ande quiera también!...
—Al correo, no más.
—Aurita güelvo.
A poco volvió, efectivamente, y merced a su buena voluntad, Imperial pudo escribir y enviar a su esposa, a su inolvidable, a su siempre amada Rosa, la carta que sigue:
"Mi china querida: ya sabrás que me agarraron como malevo y me
metieron en un cuartel lo mismo que pudieran hacer con cualquier gaucho
de maletas, vago y bandolero, Yo sé quién fué el autor de la artería:
uno que te codiciaba, mi prenda, y que, en su despecho, quiso hacerme
pagar muy cara la dicha de guardarte en mi rancho y vivir en tu corazón.
Maniado como oveja me trajeron al cuartel, me vistieron de tropa y un
mulato con galones intentó afrentarme. No pude defenderme, no tenía
armas; me golpearon, me apalearon... ¡Me apalearon, mi vida, me
apalearon, a mí, a tu Facundo!... Me dejaron sin sentido y he estado en
cama, medio por morirme, no sé cuántos días. Lo que sufrí no lo sabrás
nunca, porque es imposible explicarte el entrevero de penas que
estuvieron mordiéndome el cuerpo y el alma... Ahora empiezo a criar
fuerzas y, siempre pensando en vos, mi chinita querida, voy empollando
el desquite. Me han humillado, se han limpiado las manos en mí. Yo
siempre fuí bueno y tranquilo; vos lo sabes y todos lo saben en el pago;
pero Facundo Imperial no es perro manso que se agacha si lo castigan.
¡Todavía me arde la marca y la sepultura está esperando al bandido que
me sableó indefenso!... Ya lo he pensado bien, en las largas noches sin
sueño, pasadas en este cuarto, sólo con mis dolores y mi vegüenza. Lo
mataré al indigno, lo mataré infaliblemente; pero eso será más luego.
Antes tengo que arreglar otras cuentas. En seguida que esté sano me
ingeniaré para ganar la puerta, desertarme y volver al pago en busca de
Espinel. Lo encontraré, lo encontraré, aun que se meta en la tierra y
cave como peludo; y entonces, mi vida, entonces, a pesar de ser
grandote, ¡cuerpo le va a hacer falta para recibir puñaladas!... ¡Por
algo se ha de desgraciar un hombre, y yo te aseguro que a ese sabandija,
cobarde y traicionero, lo dejaré muy pronto con la panza hacia arriba y
las achuras de afuera, para evitarles trabajo a los caranchos y los
chimangos!... Después, te alzaré en ancas de mi tordillo, te llevaré muy
lejos, donde Dios quiera ampararnos, te esconderé en pagos ajenos, te
guardaré muy bien, estrellita mía, y volveré para concluir mi venganza
¡porque mientras viva uno solo de los miserables que me humillaron,
tendré vergüenza de decir que soy hombre. ¡Adiós mi vida, mi flor de
ceibo, mi lindo lucero!"
IV
Transcurrió un mes. Facundo Imperial marcaba el paso junto a los otros reclutas, y, como ellos, aprendía el ejercicio al rayo del sol, en el amplio patio del cuartel. En apariencia sometido, estaba, a la espera del momento oportuno para huir, conservando vivas en el alma las altiveces y los rencores acumulados durante el afrentoso cautiverio.
Y así, en resignada expectativa, pasó otro mes. Sus compañeros empezaron a tener puerta franca; pero para él no se abría nunca aquella puerta maldita. Los demás iban amoldándose a la suerte; en cambio, Facundo enflaquecía, languidecía, consumíase lentamente requemado por las ansias de vengarse y el deseo de volver al pago.
Pasó otro mes. Era un sábado. Se había pagado a la tropa y se había dado puerta franca; casi todo el batallón se lanzó a la calle en busca de aire, de luz, de libertad, de bajos e innobles placeres que hicieran olvidar momentáneamente los diarios sufrimientos de sus existencias de esclavos en la ignominia cuartelera.
Sólo para Facundo no tenía tregua el encierro. Nunca una licencia, jamás una salida, ni aún para las guardias fuera del cuartel: se le guardaba con precauciones, como a una bestia peligrosa.
Ese día su corazón rebosaba amargura. Cuando todos hubieron partido, cuandose vio solo en el inmenso patio rodeado de murallas, cuando observó la única puerta guardada por bayonetas, sintióse ahogado por una tristeza infinita. Más que el deseo vehemente de vengarse, más que el deseo ardoroso de ver a su mujercita, fué la nostalgia del pago, extendiéndose en espeso nublado por su espíritu. El recinto del cuartel, no obstante su amplitud, aparecíasele con estrechez de celda, en la cual sus pulmones, habituados al derroche de aire y luz en las inmensidades camperas, trabajaban con fatiga. Plaqueó su energía, una lágrima humedeció sus ojos...
Por largo rato anduvo errante, fumando con vicio, baja la vista, el cuerpo encorvado y el pensamiento distante, muy distante, recorriendo los llanos y las cuchillas, las cañadas y los arroyos de la comarca nativa, o durmiéndose a la sombra del frondoso paraíso del patio de su estancia, junto a Rosa, sol de sus días, luna de sus noches, estrella del rumbo en el viaje de la existencia... Sin duda alguna el sufrimiento iba desgastando rápidamente sus energías orgullosas. Sólo así podía explicarse que se acercara a un grupo de oficiales reunidos bajo el corredor del cuartel, y que, cuadrándose y haciendo la venia, dijese:
—Mayor... Vengo a pedirle que me dejen salir siquiera una vez...
Los oficiales lo miraron con asombro.
—¿Quién es este idiota?—preguntó el jefe.
Imperial respondió, humildemente, sin experimentar el ardor de la bofetada:
—Soy un vecino bueno, señor; no he hecho mal a nadie, se me trajo por maldad; tengo familia, señor; no he cometido ningún delito...
El mayor lo miró fijamente y dijo:
—¿Tenes mujer?...
—Sí, señor.
—¿Es linda?
Imperial comprendió y enrojeció de indignación. Le castañetearon los dientes, se le inyectaron de sangre las conjuntivas, tembló todo y respondió con voz ronca:
—¡Es linda y es mía!... ¡Es mía como el ganado de mi señal y los caballos de mi marca!... Vos, ¡canalla!, no has de tener... ¡ni padre!...
Jefe y oficiales pusiéronse de pie echando mano a las armas. El primero gritó:
—¡Cabo cuarto!—y cuando aquel llegó presuroso, acompañado de dos soldados, agregó, serenado ya:
—Lleven ese hombre al calabozo y délen cincuenta azotes.
Facundo no intentó resistir: sus fuerzas físicas y morales estaban agotadas. Se sometió; lo llevaron y soportó resignadamente el tormento. ¿Qué había de hacer el infeliz? ¿Qué puede hacer un hombre a quien le cae encima una montaña o lo arrastra un río desbordado?...
V
Pasaron dos meses más, y Facundo escribió a su esposa una segunda carta concebida así:
"Mi prenda querida: Hace cerca de medio año que me tienen
encerrado; en todo ese tiempo no he salido a la calle una sola vez; y tú
no te imaginas como es triste tal vida de galpón para un potro como yo.
¡No sé por qué me muestran tanto rigor; no sé por qué me queman con la
marca tan sin piedad!...
—El coronel me prometió darme salida un día de estos.
Me dijo que no se me dejaba salir temiendo me desertase. He contestado que no. ¿Dónde voy a ir? Protesto y no me creen. El coronel es bueno, no me trata mal, pero desconfía, a pesar de que yo, sin renunciar a mis propósitos, trato de ocultarlos, convencido de que sólo la astucia puede ayudarme en este trance. Será lo que Dios quiera. Adiós mi amada, muy amada"...
Ya Imperial era un soldado hecho; ya no se mostraba tan huraño;
hablaba con los camaradas, en ocasiones aceptaba un trago de caña y a
veces reía. La bárbara disciplina del cuartel había quebrado su carácter
altanero, su soberbia gaucha. Las humillaciones diarias, los repetidos
insultos, los continuos castigos, habían concluido por domarlo.
Carcomida la dignidad, coraza mortal, la moral se destruía
precipitadamente, como se destruye una muela después de averiado el
marfil protector. Llegó a ser, al igual del mayor número, un esclavo
sometido. Pero así y todo no le dejaban salir. Ahora, mordido en lo
hondo por la degradación progresiva, la idea vengativa había casi
borradose en su mente; apenas le atormentaba el recuerdo de la esposa
ausente, de la fortuna secuestrada, de la vida antigua de señor rico en
pago propio. Al oír, en el crepúsculo de la cuadra, las relaciones de
los camaradas contando sus divertimientos durante las veinticuatro horas
de franquicia, la envidia le roía el pecho, desesperado por salir, por
beber con ellos el duraznillo en el almacén de la esquina, por echar con
ellos una moneda de cobre en el cuadro de una ruleta, por amacarse como
ellos, en las danzas lascivas de una academia, por gozar, como ellos,
la embriaguez consoladora de las negras abyecciones...
Salir, aun cuando fuese por un rato, abandonar siquiera por una hora la terrible cárcel, llegó a ser una obsesión en Facundo. Venciendo las últimas resistencias del amor propio, se atrevió un día a solicitar humildemente del coronel un permiso de salida. El jefe contestó con sequedad:
—No.
—Pero señor—balbució Imperial—vea que hace un año que me tienen encerrado. ¡Déjeme salir un ratito no más!...
—¡He dicho que no, retírate!
Facundo insistió:
¿Qué crimen tengo, señor, para que me traten así?
El de ser bobo con mujer bonita.
El gaucho enmudeció; púsose densamente pálido; subióle algo amargo a la garganta, se le nubló la vista, resurgió el orgullo y tornó a salir a flote la dignidad adormecida a palos.
—Miserables!—exclamó.
Y ante el asombro del jefe, repitió:
—¡Miserables!... ¡Sí, miserables! ¡bandidos; ¡verdugos! ¡todos ustedes!...
Cinco minutos después, Imperial golpeado y maniatado era conducido al calabozo, de donde debería salir la madrugada del día siguiente para sufrir el inquisitorial castigo a que lo había hecho acreedor su incalificable insurbordinación.
Al venir la aurora, el batallón estaba ya formado en cuadro en la plaza de armas. Reinaba un profundísimo silencio, y entre aquellos cuatrocientos hombres más o menos envilecidos, ningún labio se atrevía a sonreír.
Imperial, custodiado por cuatro soldados, llegó hasta el medio del cuadro.
Trajeron una silla; el coronel hizo su entrada, se sentó y cruzó la pierna.
Cuatro reclutas llegaron llevando un poncho patrio, que tendieron en el suelo; otro apareció con un balde de salmuera; dos soldados siguieron, cargados con haces de varas de membrillo.
Todos estos preparativos realizábanse en medio de un silencio absoluto, siniestro, casi fúnebre. Hacía frío, el aire estaba inmóvil; claridad llegaba hasta la plaza de armas, y los soldados, rígidos, mudos, el arma en descanso, parecían hileras de peñascos sombríos.
A una señal del jefe adelantaron diez cabos que se abrieron en dos filas. Imperial despojado de sus ropas, fué llevado allí y obligado a acostarse, boca abajo, sobre la bayeta roja del poncho patrio. Los cuatro reclutas lo sujetaron de pies y manos. Entonces el coronel sacó del bolsillo de la blusa un cigarro habano, le quebró la punta con los dientes, escupió el fragmento, y con voz imperativa, ordenó:
—¡Rompan diana!
Luego, encendió el puro, aspiró una humada, y dijo:
—¡Rompan el castigo!
El primer cabo de la derecha, hincó una rodilla en tierra, apoyó el codo de la diestra sobre la otra rodilla y la vara de membrillo se alzó, silbó y cayó sobre las carnes desnudas. La víctima lanzó un grito y se encogió forcejando inútilmente por escapar a los reclutas que le tenían amarrado. El cabo, después de descargar rápidamente los diez azotes reglamentarios, se levantó cediendo el sitio al contiguo.
Facundo se revolvía desesperado, mientras las varas caían incesantemente, rítmicamente, sobre las carnes maceradas. Y los gritos, los rugidos, las súplicas y las blasfemias eran apagados por la voz de bronce de los clarines y el sordo redoble de las cajas.
Por fin el coronel arrojó el cigarro. Era la señal: los verdugos suspendieron el castigo; la diana cesó. Uno de los cabos, tomó el balde de salmuera, y, con un hisopo de trapo, roció las carnes despedazadas de Facundo, quién yacía sin conocimiento.
En seguida el coronel se puso de pie, adelantóse hasta el centro del cuadro, y con voz tranquila, suave, paternal, como quien dá un bondadoso consejo, dijo, dirigiéndose a la tropa:
—Que esto sirva de ejemplo.
VI
Sólo después de transcurrido un mes pudo Facundo volver a las filas. Pero ya no era Facundo: ya no quedaba de él nada del paisano noble y altivo, del hombre de vergüenza, del ser libre, consciente y amante de su derecho. Olvidó que tenía campos y haciendas; olvidó hasta la mujercita tan entrañablemente adorada. Las heridas abiertas en su alma por las primeras humillaciones, habían cicatrizado. Ni recordaba la injuria ni pensaba en venganzas. Por él contrario, adulaba a los jefes, se había hecho servil como todos sus compañeros de infortunio.
De tiempo en tiempo, muy de tarde en tarde, solía recibir cartas de Rosa; cartas breves, frías, indiferentes; frases de condolencia y protestas de cariño que sentía falsas, que no llevaban él mínimo calor de las almas que quieren y padecen: Imperial sufrió; sufrió, pero disculpó, perdonó.
Anclando el tiempo, Rosa dejó de escribir; Facundo mismo lo hacía muy de tarde en tarde, y sus cartas no tenían ya la vehemencia cariñosa de las anteriores. Su amor, como todos sus sentimientos, fué apagándose de una mañera lenta y continua, en la disolución progresiva de su sentido moral. Si alguna vez recordaba sus campos, sus rodeos, sus caballos, el viejo edificio paterno, no lo hacía echando de menos los bienes perdidos, sino considerándolos cómo propiedad ajena, como algo que no había sido suyo y que le gustaría disfrutar... Solía ocurrirle en las noches, tendido boca arriba sobre la dura tarima de la cuadra, solía ocurrirle evocar el recuerdo de Rosa, solía imaginársela en brazos de otro hombre, sin experimentar torturas.
Habia aprendido a emborracharse, estaba iniciado en todas las infamias y en todas las degradaciones cuarteleras. Su existencia anterior no existía en la memoria. El embrutecimiento iba invadiendo cada día una nueva zona del cerebro. Ya no sabía pensar.
Su cuerpo holgaba dentro del uniforme; su rostro, demacrado, color ocre, mostraba los pómulos salientes entre el hueco de las mejillas y el hueco orbitario; en el fondo de éstos, los ojos de córnea amarillenta parecían sin movimiento y sin luz, como si se hubiese roto la comunicación con el alma. El cabello comenzaba a ralear y a blanquear; surcos profundos marchitaban la frente y multitud de arrugas estriaban las sienes. Y, sin embargo, el cuerpo erguido, la cabeza alta, las piernas firmes, parecían no sentir extenuación ni dolor. Su cuerpo, al irse secando, había concluido por perder la sensibilidad física, del mismo modo que su alma, corrompiéndose, había perdido la sensibilidad moral.
Pero el mal iba haciendo estragos y un día lo abatió, en un instante, de un solo golpe. Hubo que conducirlo al hospital. Allí pasó muchos días, muchos días, humilde y resignado como una bestia enferma.
La monótona igualdad de sus horas fué turbada en la tarde de un jueves por un extraordinario acontecimiento, la inesperada visita de su mujer. Facundo la reconoció apenas. La encontró gruesa, vulgar, ajada y negra.
¿Por qué había venido?... Tomando quizá su enfermedad como pretexto para divertirse en la capital que no conocía. Esta suposición le hizo advertir que Rosa vestía un traje de seda y un elegante sombrero, no salidos, seguramente, de las torpes manos de las modistas del pueblo.
—¿Cuándo viniste?—preguntó el enfermo, sin entusiasmo, sin emoción, olvidado en absoluto su pasado.
—Hace cinco días—replicó Rosa; y luego comprendiendo su aturdimiento, agregó:
—No vine a verte antes porque llegué algo enferma. ¡Con el viaje tan largo! Y ¡con los disgustos! ¡los disgustos, sobre todo!... Además no tenía nada que ponerme; vos sabés lo que son las modistas de allá: unas mamarracheras.
Facundo sonrió tristemente. En otro tiempo le habría desgarrado el alma la impiedad de las palabras que escuchaba; ahora en su miseria infinita, tenía el alivio de una insensibilidad completa.
—¿Viniste sola?—preguntó.
Rosa se turbó, se puso escarlata, tosió y dijo después:
—No; Espinosa me acompañó... El pobre siente mucho lo que te pasa y se ha comprometido a trabajar para que te suelten.
En seguida, recobrando el aplomo, empezó a bordar su mentira, explicando con frases precipitadas, como el comisario se le había ofrecido, muy respetuosamente, ¡eso sí!, asegurándole que él no tenía ninguna culpa, que estimaba mucho a su amigo Imperial y que estaba dispuesto a sacrificarse por servirlo.
El enfermo oyó todo eso con profunda indiferencia, como quien oye la narración de sufrimientos tan ajenos y lejanos que ni conmueven ni interesan.
Al cabo de media hora de charla vacía y necia, Rosa se levantó, pretextando una visita al médico.
—¿No precisas nada?
—Nada, gracias.
Ella le tendió la mano, sin atreverse a darle un beso, y partió, haciendo crujir la falda de seda. Los demás enfermos sonrieron. Imperial cerró los ojos y quedó inmóvil en su deliciosa insensibilidad de bestia que, cansada de trabajar, se siente morir sin dolores.
Durante un mes Rosa visitó con frecuencia a su marido; las primeras veces sola, luego cínicamente acompañada por Espinosa, cuya presencia no impresionó de ningún modo a Facundo. En una de esas visitas, que eran cada vez más breves, Rosa se despidió la primera y salió. El comisario entonces preguntó al enfermo:
—¿No precisa nada, amigo Imperial?.. Ya sabe, si algo se le ofrece, ocupe al amigo, con confianza...
Facundo reflexionó. Su mujer no le había llevado en sus visitas el más insignificante obsequio; nunca fué capaz de dejarle una moneda, ni él de solicitarla, no por vergüenza, sino por timidez... Un momento permaneció indeciso; luego, con la impudicia de los seres miserables, hundidos en la crápula, saturados de ignominia, exclamó:
—Si tuviera unos realitos... pa tabaco...
Entre púrpuras
A Eduardo Ferreira.
Policarpo había visto desfilar la triste caravana apeado, junto a
unas talas, en compañía del teniente Donato y los seis soldados que le
acompañaban en su reciente excursión. Cuando todo el ejército hubo
pasado, cuando ya se le veía distante, ondulando como una inmensa
culebra parda, se volvió hacia sus compañeros y les dijo:
—Muchachos, traigo una "picana" gorda bajo los cojinillos, y mi "chifle" está preñado: todo esto es para luego, si me acompañan hasta aquí cerquita.
—Ande mande, capitán—respondieron los soldados a coro; y Donato, mostrando su dentadura de perro de presa, agregó:
—Vos sabes, hermano Policarpo, que yo soy como el carancho: ande hay carniza me abajo.
—¿Por qué no decís como el cuervo?—replicó uno de los soldados en son de mofa. A lo que replicó airado el negro:
—¡No te cayés, mal hablao, verás si te sumo el facón y te saco el sebo pa engrasar mis garras!
—¡No t'enojes, tizón!...
—¡Tizón te vi'a meter yo!
Policarpo tuvo que intervenir para hacer cesar la disputa, que, sobre el mismo tema, se repetía veinte veces al día.
—Güeno—dijo Montón de humo, —por respeto a vos, me cayo; alcanza el chifle pa que se me pase la rabia.
Alcanzóle el mozo la cantimplora; él absorbió un buen trago de caña, y limpiándose la boca con el revés de la mano:
—Aura sí—exclamó,—y'asta pronto el indio.
Y como otro soldado dijera:
—El negro, será;—Donato se amoscó de nuevo y gritó furioso, dirigiéndose a Policarpo:
—¡A ver si aprienden de una vez a rispetar a los superiores!... ¡Che! Capitán: ¿yo soy teniente, o no soy teniente?...
Y antes de que nadie hubiera tenido tiempo de replicarle, lanzó una sonora carcajada, y, sacudiendo la cabeza, agregó burlonamente:
—¿Ande vamos?...
—A un ranchito de aquí cerca.
—¡A chimar el mozo!
Policarpo se ruborizó y replicó con enojo:
—¡No! El año pasado, cuando venía herido, estuve allí unos días, y como me trataron muy bien, quiero llegar a saludarlos... gente pobre, muy buena, muy servicial.
—Soy testigo—agregó Donato.
Y sin hablar más, los ocho hombres montaron y emprendieron la marcha rumbo al Tacuarembó, cuyo bosque se veía negrear en el horizonte.
Delante iban Policarpo y Montón de humo. El primero vestía chiripá de merino negro, con pechera tableada, bajo el grueso poncho de paño azul, bayeta colorada y cuello de pana cerrado con alamares de seda. Su caballo, un tordillo pequeño, fornido, ágil, lucía el vistoso apero plateado, que había sido objeto de admiración para Donato, hasta que vio el portentoso "herraje" de Segundo Rodríguez, el coloso que murió gloriosamente en la acción del Sauce. Debajo de los cojinillos, junto a las boleadoras retobadas en cuero de ciervo, se alzaban las infladas alforjas, y más atrás, a los tientos, el maneador bien sobado y engrasado, y la guampita que hacía las veces de copa.
Sombreado por las anchas alas del hongo, el rostro del mozo, antes blanco, hoy dorado, presentaba un aspecto de resolución y de dureza que imponía. Las penurias, el peligro, el ejemplo, el contacto diario con hombres tallados apresuradamente en bloques de granito, dieron a aquella fisonomía, de suyo varonil y enérgica, esas líneas fuertes, esos rasgos firmes que revelan los dedos del infortunio trabajando en la pasta resistente de una alma altanera. En su faz, como en su modo indolente y seguro de montar a caballo, se descubría al gaucho de origen; sin embargo en la mirada honda y escrutadora, en el desdeñoso pliegue de los labios y en el inconsciente pliegue de las cejas, había ese algo indefinido que deja la educación en los espíritus que su luz ha tocado.
En aquella vida independiente y despreocupada, Policarpo se encontraba a gusto; las empresas temerarias que miden las fuerzas, pesan los méritos y producen una admirable selección natural, tenían para él inagotables encantos. Era jefe de nacimiento, y así como otros nacen para esclavos, él había nacido para el mando; y por eso mismo, porque la superioridad era innata y no adquirida, su despotismo se manifestaba sencillo, cariñoso, protector. Donato, que trotaba a su lado con los pies descalzos sobre el estribo de hierro, las pantorrillas desnudas, apenas cubierta la región pudenda con corto chiripá de lona y abrigado el busto con poncho hecho de dos cueros de oveja; Donato, el negro contrahecho, el mono convertido en hombre por un error de la naturaleza, era un compañero, su amigo, y en muchas circunstancias un igual del rico y presumido capitán. Se tuteaban, se manoseaban y, en todos los menudos incidentes de la vida, nada los diferenciaba, nada establecía la superioridad del uno sobre el otro. Pero, cuando era necesario obrar, el jefe ordenaba. Montón de humo, bajaba la cabeza, y a veces gruñendo, en ocasiones furioso, se entregaba siempre sumiso ante la voz seca y breve del boquirrubio y ante la mirada imperiosa y fría de aquellos ojos claros.
Como Donato, los demás soldados lo respetaban, sabiéndolo bravo, fuerte, audaz, y lo querían porque era escrupulosamente justo. Inexorable con los pillos, rápido en el castigo, no penaba sino en la absoluta seguridad del delito. Castigar a un hombre que pudiera ser inocente, le parecía una monstruosidad más grande que perdonar a un culpable.
* * *
Ese día, Donato llevaba en las obscuridades de su alma más de un
resentimiento, rojo y caliente como brasa de madera de ley; pero
guardaba silencio y obedecía, esperando el momento de un desquite
lucrativo. Así, conversando, cantando, silbando, según su hábito seguía
en apariencia contento, mientras el capitán trotaba en silencio y los
soldados se quejaban del frío que les amorotaba el rostro. Y hacía frío,
en verdad, el terrible frío de las tardes azules y serenas que anuncian
helada grande.
A los lejos, junto al monte, negro como los árboles que le formaban fondo, divisábase un rancho, un bulto informe sobre el cual flotaba una nube blanquísima, semejante a las últimas expiraciones de un incendio.
Policarpo, sobresaltado, interrogó a Montón de humo:
—¿Ves?
—Veo.
—Parece quemazón.
—Parece. Los zumacos han asao churrasco gordo en fogón grande!... Con tal que no estén ahí entuavía y nos churrasqueen a nosotros también...
Sin escuchar las últimas palabras de Donato, el mozo picó espuelas y la partida emprendió al galope, en silencio, los labios apretados, los ojos lucientes, las manos oprimiendo convulsivamente los astiles de las lanzas. No necesitaban hablarse, comunicarse nada; aves de presa, el instinto los ponía de acuerdo y los guiaba.
Ya cerraba la noche cuando llegaron junto al rancho, cuyas paredes de cebato se mantenían firmes; en tanto, adentro, donde el techo se había desplomado, las maderas ardían aún, enviando una llama baja y un humo blanco, tenue, que se cernía indolente sobre la ruina.
No había huerto, ni cerco, ni otros árboles inmediatos que algunas talas nacidas de semillas llevadas por el estiércol de los pájaros. El silencio era absoluto, pues los hombres de la partida presintiendo el drama, no se atrevían a desplegar los labios. Al principio no vieron a nadie; pero luego, costeando los muros, Policarpo contempló un espectáculo horroroso. En el suelo, desnudo, tendido largo a largo, estaba un hombre ya anciano, cuyo cuerpo, rojo en sangre, presentaba innumerables heridas de daga; a su lado, igualmente desnuda, rígida, el cabello en desorden y la garganta partida de un tajo feroz, había una joven, una niña casi; una de esas vírgenes criollas, de formas perfectas, de piel suave, tersa y colorida como una terracota; y entre los dos muertos, en cuclillas, enmarañada la cabellera entrecana;, una mujer, consumida más por las fatigas y privaciones de una vida penosa, que por los muchos años.
A la llegada de los forasteros, la vieja no se movió, no miró, no habló. De cuando en cuando, una llamarada iluminaba su faz enjuta, aceitunada, la nariz filosa, los pómulos mareados, los labios gruesos y el mentón fino y fuerte. Los ojos inmóviles y áridos, la boca contraída, las rigidez de todas las líneas y el color rojizo que le prestaban los resplandores de la hoguera, la hacía semejarse a las estatuas indias halladas en las ruinas de Palenque. Otras veces, el viento, sacudiendo la llama, dejaba la siniestra figura en una semiobscuridad que le daba un aspecto aún más fantástico y terrible.
Ante aquél cuadro de dolorosa intensidad dramática, Policarpo y sus hombres—no obstante estar habituados a contemplar escenas sangrientas, episodios conmovedores y agonías horripilantes,—permanecieron mudos de estupor. En la inmensa soledad del despoblado; interrumpido apenas el silencio augusto por los rumores de la cercana selva y el crepitar de las maderas incendiadas; en las medias tintas de la tarde agonizante, aquellos resplandores rojos iluminando a ratos dos muertos desnudos, tintos en sangre y un espectro velándolos, adquirían una solemnidad dominadora.
El capitán fué el primero en reprimir su emoción; y echando pie a tierra, llegóse a la anciana, y la tocó en el hombro preguntándole:
—¿Qué ha pasado, vieja?
Ella alzó la vista pausadamente; lo miró un rato con fijeza, y por fin, reconociendo a Policarpo, exclamó con voz ronca, preñada de dolor y de odio:
—¡Los bandidos!
—¿Quién?
—Martiniano Lemos.
—Cuente, cómo fué.
—Llegaron... quisieron... El finao repelió... lo mataron... ¡eran muchos!... Dispués... a ella... ¡pobrecita! ¡pobrecita!... ¡Los bandidos!...
—¡Oh!—exclamó Policarpo; y la vieja interpretando mal la exclamación, irguió el busto, apretó los puños y replicó con voz más ronca aún:
—¡Y ya estaba medio muerta cuando la degollaron!... ¡Pobrecita, hija de mi alma!...
Un sollozo semejante a un hipo, la ahogó; y los ojos, abiertos y secos, coloide púrpura, brillaban con intensidad de pupila felina. En seguida tornó a quedar inmóvil, absorta en la contemplación de sus muertos, que para ella constituían el mundo.
Policarpo volvió a contemplar los cadáveres; los miembros flacos, velludos, con rudos tendones, del viejo puestero, y los miembros gráciles, torneados, de la niña, cuyo rostro expresaba los tormentos de una muerte horrible. Sobre la frente pálida caían los bucles de un cabello negro, rizado y lustroso; la pequeña nariz contraída en un espasmo supremo, mostraba las ventanillas cubiertas de espuma sanguinolenta; la boca, grande y de gruesos labios, dejaba ver los dientes menudos y blancos; entre los senos, redondos y firmes, había un gran coágulo de la sangre brotada de la herida "del cuello, cuyos bordes cárdenos se habían contraído hacia arriba y hacia abajo.
* * *
Policarpo observaba con piedad aquellos labios que él había
besado en unos inocentes y castos amores de pocos días; y vio de nuevo
en su imaginación, la chicuela alegre, cariñosa, que llenó de luz sus
dos semanas de sufrimiento físico. Ella lo había amado, él también; los
dos sabían que aquellos debían ser amores fugitivos, pasajera conjunción
de dos almas, sin más trascendencia, sin otra interioridad, que el
delicioso recuerdo de sus caricias puras, de sus divinos éxtasis. De
pronto, sintiendo unirse a su innato instinto de justicia su orgullo
herido, como si la ofensa lo alcanzara en aquel crimen alevoso, sacudió
con rabia la cabeza y dirigiéndose á la vieja, preguntó con imperio:
—¿Á qué hora fué esto?
La pobre mujer, como petrificada, no se movió, no respondió.
Policarpo, impaciente, la sacudió, repitiendo la interrogación:
—¿Oye?... ¿A qué hora fué?...
Ella, sin alzar la vista:
—No sé—contestó.
—¿Hace mucho?
—Hace como... ¡no sé!... ¡Hace rato!
—¿Y no sabe con qué rumbo salieron?
La infeliz tendió el brazo escuálido, señalando el monte y con displicencia:
—P'allá—dijo;—Tacuarembó arriba, po la costa.
Y bruscamente, como si hubiera creído adivinar, como si una idea hubiera entrado en su cercioro aletargado, dio un saltó, se alzó terrible, con sus vestidos, su rostro contraído y pálido, sus ojos lucientes y secos, sus labios trémulos, estirados, negros.
—¿Los vas a seguir?—rugió con acento de leona.
—Sí—replicó el joven con firmeza.
—¿De verdad?
—Sí.
Con un brusco movimiento, los brazos secos de la vieja abrazaron el cuerpo del capitán, y una voz que no tenía timbre humano, dijo:
—¡Mátalo m'hijito, mátalo!... ¿Me jurás que lo vas a matar?
—Sí—respondió Policarpo conmovido.
—¿A Martiniano?
—A Martiniano y a sus compañeros.
—A Martiniano sobre todo, m'hijito, a Martiniano: Jurámelo por estos cuerpos, por mi pobre finao, por mi pobrecita querida.
El joven tendió la mano sobre los cadáveres y respondió con voz pausada y grave:
—Juro por ellos que los seguiré y los mataré. Juro qué si agarro a Martiniano yo mismo lo degollaré.
—Gracias m'hijito; Dios te bendiga—exclamó la anciana. Y, apretando los brazos, juntó su horrible cabeza con la cabeza del mozo y depositó en su frente un beso largo, sonoro y candente.
Policarpo quiso dejar dos hombres para que dieran sepultura a los muertos, pero la vieja se opuso.
—No—le dijo:—vayanse, no pierdan tiempo; vayan todos; ellos son muchos; que no se escapen, que caigan todos!
Policarpo no insistió.
—¡A caballo!
Montón de humo, el único que, con el capitán, había desmontado, y que durante todo el tiempo permaneció junto a los muertos, contemplando con ojos lascivos la desnudez de la niña, montó de un salto y gritó furibundo:
—¡Mueran los asesinos!...
Pero Policarpo, ya a caballo, radiosamente iluminado por un borbollón de grana, que era como el último estertor del incendio, se empinó sobre los estribos, se echó el sombrero a la nuca y, blandiendo la lanza, respondió con voz vibrante de indignación:
—¡Miseria de miseria!... Para hacer el bien, para hacer el mal; para satisfacción de bajos instintos y para restablecer la justicia, para todo, ¡matar!... ¡La muerte anda suelta en esta tierra desgraciada y ya estoy encandilado con el rojo maldito de la sangre y de los incendios! ¡Vamos!...
El domador
Para Antonio Monteavaro.
Podría tener veinticinco años, podría tener más, pero de cualquier modo era muy joven.
Se llamaba Sabiniano Fernández y hacía poco más de un año que había entrado a la estancia, como domador... El patrón, que tenía una yeguada grande, medio montaraz, cerca de cincuenta potros cogotudos, lo contrató, sabedor de su fama que lo tildaba único en el oficio, como diestro, como guapo, como prolijo.
Era todo un buen mozo, Sabiniano. De mediana estatura, ancho de espaldas, recio de piernas, y con un rostro varonil, de grandes ojos pardos, de fuerte nariz aguileña, de gruesos labios coronados por fino bigote negro y de mentón imperioso. Hablaba muy poco, no reía nunca y la elegancia de su porte tenía un dejo de desdeñosa altivez. Lo consideraban rico; sabíase que era dueño de un campo, que arrendaba, y que su tropilla no tenía rival en el pago; su apero era lujoso,—plata y oro en exceso,— y su cinto hallábase siempre inflado con las libras.
Si continuaba ejerciendo su rudo y peligroso oficio era por encariñamiento, porque para él, domar constituía la satisfacción mayor y tanto más gustada cuanto más morrudo y bravo era el potro, y no porque le importasen nada los ocho pesos oro que ganaba por cada animal amansado.
No se le conocían amigos. El paisanaje lo respetaba pero no lo quería, a causa de su carácter altanero y dominador. Las pocas veces que hablaba, lo hacía en forma de órdenes imperativas, a los cuales se sometían todos, de buen o mal grado, obligados a reconocer que siempre tenía razón, que cuanto decía era sensato.
Y al igual que con los hombres, tenía con las mujeres una urbanidad desdeñosa. Conocíansele amores fugaces, pero ninguna pasión; mostrábase indiferente a las insinuaciones de más de una buena moza seducida por su hermosura viril, por sus proezas, por su arrogancia, por su imperio de domador, domador de bestias y de personas.
Blasa, la hija del estanciero, no escapó al encanto. Era ella una morocha bonita, engreída y habituada a rendir galanes por simple satisfacción de su vanidad femenina.
Sabiniano era una conquista que colmaría su orgullo y consideró fácil el triunfo, basada en los prestigios de su juventud, su belleza y los caudales del padre. Empleó con él la táctica habitual: una mirada lánguida, como en olvidada contemplación, un voluntario rozamiento de manos con cualquier pretexto... y después, la indiferencia, las excesivas amabilidades para con el forastero de visita, que no faltaba nunca.
Empero, el tiempo transcurría y Sabiniano demostraba no advertir los avances de Blasa, En el comedor, cuando hallábase reunida la familia, aparecía amable con ella y hasta se dignaba sonreír de tiempo en tiempo; mas, si accidentalmente se encontraban solos, su adustez era invariable, llegando en ocasiones a la grosería.
Una mañana, en el palenque, él sobaba el "bocado", esperando que los peones echasen al corral la manada para darle el primer galope a un tordillo negro que ella había elegido para su andar. La moza se le acercó y ofertóle un mate, diciendo con zalamería:
—Para que no lo voltee el tordillo.
—A mí no me voltean aperiases,—respondió Sabiniano con voz áspera; y ella, comprendiendo que lo había ofendido, agregó dulcemente:
—¿A usted nunca lo ha volteado ningún animal?...— y acercándose, le rozó el hombro con su brazo.
El domador la miró con fijeza, dio un sorbo al mate y respondió con acento glacial:
—Potros, alguna vez... yeguas, nunca.
Blasa enrojeció como una flor de ceibo, le temblaron los labios, le relampaguearon los ojos, se le crisparon los dedos y el corazón le latió con violencia, herida en lo más sensible de su orgullo. Quiso responder con una frase altanera y la frase se le cuajó en la garganta; quiso alejarse con ofendido ademán, y las piernas se le agarrotaron.
Él le alcanzó el mate y ella preguntó con humildad:
—¿Está bueno?
Sin mirarla, entregado de nuevo a su tarea de sobar el "bocado", Sabiniano respondió:
—Feón: está quemada la yerba.
La muchacha no pudo más; los ojos llenáronsele de lágrimas:
—¡Grosero!—exclamó; y tomando violentamente el mate alejóse a paso acelerado.
Él, sin responder palabra, prosiguió su trabajo.
Poco después estaba encerrada la manada y enlazado y volteado el tordillo negro de la "patroncita".
Sabiniano lo ensilló en el suelo, y, desdoblando "tironearlo de abajo", lo desmaneó y lo hizo levantar de un puntapié en el vacío.
Bufó el potro y se encogió, todo tembloroso, agitadas las orejas menudas y enrojecidos los ojos.
Había público. Estaban presentes el patrón, la patrona, las cinco muchachas de la servidumbre, el capataz y los peones. A diez varas de distancia, recostada en el marco de la puerta del galpón, Blasa hacía dibujos en la tierra con la punta del pie, manteniendo obstinadamente baja la cabeza.
—Vení, pues, a ver jinetear tu potrillo—le gritó el padre; ella se encogió de hombros sin responder.
Dirigiéndose al domador, el capataz dijo:
—Se mi hace que le va dar trabajo este chimango: tiene facha 'e traicionero.
—Trabajando se gana la plata,—respondió el mozo; y tranquilamente, armó y encendió un cigarrillo.
Un peón tomó al potro de la oreja. Sabiniano mandó que lo largase. Se acercó, cogió las riendas, y de un salto brusco quedó enhorquetado. Al sentir el peso el tordillo tembló violentamente; un rebencazo feroz lo hizo alzarse sobre los remos traseros, para clavarse de nuevo en actitud de espectativa. El domador le hundió las espuelas en los ijares, y el potro, loco de rabia, metió la cabeza entre las manos, se hizo un ovillo y soplando y espumando, tornaba, tan pronto a un lado, tan pronto a otro, haciendo esfuerzos inauditos por desalojar al jinete que no cesaba de castigarlo con el rebenque y con la espuela.
Las gentes observaban en silencio aquel duelo extraño. Blasa había ido acercándose, sin quererlo, dominada por lo soberbio del espectáculo, y en el instante en que llegaba al palenque, el tordillo, furioso, en un arranque de soberbia desesperación, se alzó sobre las patas traseras y se desplomó sobre el lomo.
Blasa dio un grito y se tapó la cara con las manos. Al quitárselas,—un segundo después,—vio un cuadro épico: el tordillo tirado largo a largo en el suelo y Sabiniano, con el cabestro en la mano, con el pie rudamente apoyado sobre el pescuezo del bruto, sonreía, manteniendo entre los labios el cigarrillo encendido... Luego, dióle un lazazo en la grupa, obligándolo a levantarse, y con increíble agilidad volvió a montarlo de salto. El potro echó a correr en frenética carrera, sin cesar en los corcovos y así ganó el llano para reaparecer junto al palenque, diez minuto después, jadeante, cubierto de espuma, enrojecidos los ijares. Echando las piernas hacia atrás; el domador con duro tirón de riendas, que le hizo juntar el hocico con el pecho, lo detuvo, sentándolo sobre los garrones. Desmontó ágilmente, lo desensilló en un segundo y comenzó a palmearlo; sin que el animal rendido, entregado, intentara rebelarse.
Haciendo caso omiso de las felicitaciones y de las frases admirativas, Sabiniano fuese tranquilo al galpón para sorber un amargo.
Blasa, emocionada, se retiró a su cuarto y no apareció en todo el día. Durante más de una semana mostróse airada, agresiva, con el mozo, quien parecía no advertir semejante cambio. Cierta vez que en la mesa, ponderaban sus habilidades de luchador, ella dijo con fiero desdén:
—Total entre un potro y un domador, el más bruto vence.
Él dejó vagar en sus labios la fría sonrisa habitual y respondió calmosamente:
—Asigún: hay unos que amansan, hay otros que doman.
Y luego con una entonación cálida, que nadie le conocía, —agregó:
—Para poder domar, es preciso saber domarse a sí mismo; nadie domina a los otros si no sabe dominarse!
Dos meses después, concluida la doma, Sabiniano anunció su partida. Era un sábado y el lunes debía marcharse. El domingo hubo fiesta en la estancia; habían concurrido mozos y mozas de la vecindad, se había bailado toda la tarde, y Blasa engalanada como nunca, coqueta como nunca, danzó, jaraneó, mostróse extraordinariamente alegre, sin tener, sin embargo, una mirada, ni una frase para el domador, quien por su parte, mantenía la impertubable indiferencia característica.
Después de cena, recomenzó el baile con animación mayor. Sabiniano conversó un rato con el patrón y luego salió al patio, armó un cigarrillo y fué a fumar recostado a los postes del palenque.
Era una deliciosa noche de estío, con una luna grande en medio de un cielo azul purísimo. Solitario, el gaucho echaba humo y contemplaba distraídamente la amplia extensión del campo dormido, cuando un ruido de polleras le hizo volver la cabeza. Blasa se acercó a él y, dijóle con amabilidad desusada:
—Vengo a buscarlo para que me acompañe en un valse.
—Disculpe,—respondió Sabiniano, impasible;—estoy cansado y tengo que madrugar mucho.
Ella hizo un gesto de cólera, pero dominándose preguntó:
—Siempre se va mañana?
El sonrió y dijo:
—Dejuro!... Yo siempre hago lo que me propongo hacer.
Blasa no pudo más: los ojos se le llenaron de lágrimas y echándole los brazos al cuello, exclamó entre sollozos.
—No! No te podes ir, no te vas, porque yo te quiero!... ¿No sabés que te quiero, malo ...
Tranquilamente, pausadamente, el mozo replicó, sin asomo de jactancia.
—Sí, lo sabía, como vos sabías que yo te quiero, pero, te quería así, sumisa, domada, para que fueses feliz y me hicieras feliz... Animal sancocho, no sirve para nada!...
Ella lo abrazó con fuerza, lo besó en los labios, y entregando su voluntad, humilde, rendida, exclamó con un acento de ternura que nunca tuviera su voz:
—¡Mi domador!... ¡mi domador!...
La boba
A Constancio C. Vigil.
De la estancia del "Vichadero" a la estancia del "Arroyito",
había apenas dos leguas de buen camino salvo una zanja barrancosa, la
empinada ladera de un cerro, un campo con tucu-tucus, un bañado de
morondanga y el paso feo del Sarandí. Como era en invierno y había
llovido con ganas, las barrancas del arroyuelo estaban resbaladizas,
suelto el pedregullo de la ladera; hinchado el estero y engordados con
barro los camalotes y los sarandises del paso feo del Sarandí; pero como
doña Ana Manuela sabía que esos obstáculos no eran tales para sus
cuatro tubianos "carretoneros", mandó atalajarlos y preparar el breack
para después de medio día, dispuesta a realizar un propósito postergado
durante un mes por causa de las inclemencias del tiempo, que había hecho
derroches de agua...
Y poco después del medio día rodaba el breack que arrastraban velozmente por el camino encharcado, los cuatro tubianos famosos de doña Ana Manuela.
Desde hacía cerca de un siglo, la estancia del "Vichadero" pertenecía a los Castro y la estancia del "Arroyito" a los Menchaca; y desde esa época, siempre los Menchaca eran padrinos de los hijos de los Castro y los Castro padrinos de los hijos de los Menchaca: uníalos una de esas amistades de una pieza,—igual que la bota de potro,—de las que sólo son capaces las almas brutas, primitivas, opacas, de los gauchos.
Eran dos familias donde nunca hubo tuyo y mío y que, negociando continuamente, jamás habían firmado un papel, garantía de convenio, de deuda o de préstamo: eran seres inferiores, rudimentarios, imperfectos: eran gauchos. Si alguien hubiese tenido la curiosidad de llevar un registro de los servicios que mutuamente se habían prestado, formaría volúmenes, pero entre esas gentes hacer un servicio no tiene mayor mérito ni merece recordación...
Y precisamente a eso, a pedirle un servicio grande a su comadre doña Casilda; había salido aquella tarde, desafiando barquinazos, la buena y voluminosa doña Ana Manuela.
—¡Comadre! ¡tanto bueno!...
Recios abrazos,—de esos que no temen machucar las carnes, —besos sonoros de aquellos que no tienen recelo de deteriorar afeites.
—Venga p'acá, comadre... ¡póngase a gusto!... ¿Y el cachafás de Ventura!..
Doña Casilda comprendió en seguida que algo grave motivaba la visita de Ana Manuela, y se apresuró a ordenar a Lina, que fuese a preparar el mate con azúcar quemada y cascara de naranja. Luego arrellanadas las dos en amplias butacas,—confección criolla, asientos de peludo cuero de ternera,— la dueña de la casa interrogó:
—¿Qué hay, comadre?... ¿Alguna nueva diablura de Ventura?...
—¡Así es!—gimió la gruesa señora..—¡Este muchacho es incorregible!... Todas las mujeres le gustan, no respeta ninguna, y los disgustos llueven sobre mí, comadre!...
—¡La juventud, comadre!...
—¡Sí, sí!... ¡pero es que cualquier día me lo van a matar!... ¡Y es mi único hijo, comadre!... Recién acaba de tener una historia con el gringo Genaro, por cuestión de la hija, y menos mal que se arregló con doscientos pesos... Pero otras gauchadas se resuelven a balazos!... ¡Ya ha andado varias veces a balazos y a tajos por faldas!...
—¿¡Qué se v'hacer, comadre?... Cada uno tiene sus pulgas!... A mi ahijado le gustan todas y su ahijado Pancho, mi pobre Pancho no le gusta más que la Lina... que lo rechaza siempre, como si ella se mereciera algo mejor, la infeliz!...
—Pues...—tartamudeó la visita,—yo he pensado,comadre que tal vez podamos curar nuestros dos hijos con la misma medicina.
—No entiendo.
—Escuche: Lina es linda.
—Sí, pero es zonza: todos la llaman la Boba.
—Mejor: los bobos son buenos.Vengo a proponerle que me lá preste por un mes. De ese modo, quizá Pancho logré olvidarla y quizá Ventura...
—¿Logre sosegarse?... El plan me gusta:
En ese momento entró Lina con el mate que doña Ana Manuela sorbió demostrando satisfacción:
—¡Delicioso, hijita!... ¡No hay nadie que tenga mejor mano que vos para cebar un dulce!
—Rigular, señora,—respondió la muchacha con voz idiota y bajando la vista.
La dueña del "Vichadero"—que llevaba estudiado su plan diplomático, insinuó:
—Yo creo que tomando un mes seguido mates de esta laya se me iban los malditos dolores de caderas que no me dejan casi caminar... Pero en casa no hay quien lo cebe bien... La negra Fermina...
—Es buena...
—Pero no sabe ni cuando es nunca... Decime Lina, ¿no te animas a venir a pasar una temporadita en casa?...
La chica se extremeció, enrojeció y dijo mirando a doña Casilda:
—Si madrina quiere...
—¡Como no, muchacha, como no!...
* * *
Esa misma tarde los tordillos troteaban en
apresurado viaje de regreso, llevando dos pasajeros.
El egoísmo maternal de doña Ana Manuela hizo maravillas para retener al calavera de su hijo con el sebo de la buena, linda, inocente muchacha; pero Ventura, don Juan, gaucho orgulloso de su belleza varonil y de sus múltiples triunfos amorosos no hacía el más mínimo caso de aquella chinita, linda, sin duda, pero desabrida como macachín.
—Vea, mama,—dijo una vez riendo;—yo soy como nuestro "sogueado" que, nadie agarra contra el cerco!...
—¡Es tan buena Lina!—insistió ella; y él, riendo más sonoramente, replicó:
—Sí, pero seca lo mismo que pechuga de perdiz y desabrida igual que carne de paleta!...
Y atuzándose los bigotes conquistadores, fuese a su cuarto a fin de prepararse para el baile que se daba esa noche en la pulpería del brasileño Medeiros; cuya hija, la sabrosa trigueña Irene, le tentaba como antítesis de su reciente aventura con María Emilia, la rubia maestrita francesa que lo había empalagado en un mes de cálidos amores.
Fué al baile con la alegría y la soberbia del varón joven, fuerte, bello y rico, displicente catador de mujeres. Desde el primer momento dedicó toda su atención a Irene y antes de media noche la tenía rendida, y antes de aclarar le robaba un beso, en la penumbra lunar del patio, bajo el ostentoso emparrado.
Los labios de la morocha le comunicaron un fuego que le era harto conocido; pero al mismo instante una mujer vestida de negro surgió detrás de un paraíso y acercándose en bote de fiera, rugió:
—¡Una más!... ¡Pero será la última!...
Ventura dio un terrible grito de dolor y sintió que le ardía el rostro con un fuego mucho más intenso que el de los labios femeninos...
* * *
Más de un mes permaneció en cama, sufriendo tormentos indecibles.
Doña Ana Manuela y Lina no se separaban un instante del lecho y
mientras la primera lloraba sin tregua, la segunda, aparentando alegría,
derrochaba frases que éste no hubiera nunca supuesto salidas de boca de
la "Boba".
Vino la convalecencia y el día en que Ventura pudo levantarse, su primer deseo fué un espejo. Lina resistió, pero hubo de acceder al fin.
Durante varios minutos, Ventura estuvo contemplándose, haciendo esfuerzos por reconocerse en aquella máscara horrible tallada por el vitriolo vengador: un ojo había desaparecido y todo el rostro aparecía mortificado, deformado por costurones cárdenos, que le daban un aspecto mostruoso.
Ventura arrojó rabiosamente el espejo y exclamó con acento de suprema desesperación:
—¡Mi revólver!... ¡mi revólver!... ¿Por qué me han dejado vivir, infames?... ¿Para qué vivir así?...
Y agitándose como un azogado, sollozando, agregó:
—¿Quién va a quererme ahora?...
—Yo,—dijo simplemente Lina.
—¿Vd.?—interrogó asombrado Ventura?—¿Vos vas a querer a este escuerzo?...
—Yo te he querido siempre, siempre! y por quererte, por despreciar partidos tan buenos como Pancho, porque no respondí nunca a los galanteos de ningún hombre, me apodaron la boba!
—¡Pero vos no podes quererme en este estado, Lina!—dijo el mozo emocionado, y ella:
—Yo te quiero siempre, siempre, siempre!... Cuando eras lindo yo te quería más de lo que ninguna mujer te ha querido, y ahora que has perdido la hermosura yo te quiero y te quedré como ninguna mujer hubiera sido capaz de quererte cuando eras lindo!...
Ventura, permaneció un rato en silencio y luego, enlazándola en un estrecho abrazo exclamó:
—Mi pobre Lina!... ¡Mi pobre "Boba"!... Tu destino ha sido ser siempre boba, ser buena hasta el punto de hacer brotar el amor, el verdadero amor, en mi alma estéril!... ¡mi pobre Boba!...
Lo mesmo da
A Adolfo Rothkopf.
El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de
sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos
higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le
ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado
y sobre la oreja.
No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.
Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.
Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.
Sin embargo, en aquel domingo de otoño, blanco, diáfano, insípido como clara de huevo, la chiquilina agitábase en singular preocupación. El seno opulento batía con rabia dentro la jaula de hierro del corsé; las piernas nerviosas hacían crujir la zaraza de la pollera acartonada con el baño de almidón; el rostro, que tenía el color y la aspereza de los duraznos pintones, resultaba un tanto pálido, emergiendo del fuego de una golilla de seda roja; los renegridos cabellos, espesos como almácigo, rudos, indómitos, hacían esfuerzos de potro por libertarse de las horquillas y las peinetas que los oprimían; las pupilas tenían el obscuro, misterioso y hondo, del agua dormida en la lejana entraña del pozo; y los labios, color de ladrillo viejo, apetitosos como "picana" de vaquillona, se estremecían de vez en cuando, con un estremecimiento semejante al de un pedazo de pulpa arrancado de la res recién muerta.
Tan preocupada hallábase junto al fogón de la pequeña cocina, que la leche puesta a hervir en el caldero, subió, rebasó y cayó en las brasas, chillando y hediendo, sin que ella lo advirtiese, hasta que doña Casimira sintiendo el tufo le gritó desde el patio:
—¡Que se quema la leche, avestruza!...
Maura atendió en seguida, porque su madre la llamaba a veces perra, baguala, animala, pero cuando le decía avestruza, es que estaba furiosa, y casi siempre acompañaba el insulto con una bofetada o de un tirón de las mechas.
En realidad, sobrábanle motivos a la chica para encontrarse preocupada; ese mismo domingo, apenas se instalara la noche, debía abandonar aquellos tres viejos queridos,—su padre, su madre y el rancho,—entre los cuales había nacido y crecido.
¡Y si al menos fuese tal el único causante de sus incertidumbres dolorosas... Ella sabía bien que todos los pichones, una vez emplumados, alzan el vuelo y abandonan el nido en cumplimiento de la ley natural... Pero había más; había una duda atroz taladrando su pequeño cerebro de bruto. ¿Amaba realmente a Liborio?... Evocando su imagen, su sola imagen, le parecía que sí; pero ocurríale que, al evocarla, no tardaba en presentarse, sin ser llamada, la imagen de Nemesio, y ya entonces el juicio vacilaba, enturbiado.
A cualquiera le pasaría lo mismo, porque Liborio la seducía con sus bucles azafranados, con su voz más dulce que miel de camoatí, con sus languideces de felino y con su fama de cuatrero guapo, peleador de policías; pero también Nemesio era bulto que daba sombra en el corral de su alma.
Nemesio era casi indio y feo de un todo. Era más duro que una piedra colorada y mejor era tocar una ortiga que tocarlo a él. Hablaba muy poco y casi no se le entendía lo que hablaba, porque las palabras, al salir de su boca, se enredaban en los enormes bigotes y se convertían en ruido. Tenía un cuerpo grandísimo y una cabecita chiquita y redonda, poblada de pelos rígidos, parecida a una tuna de esas que se crían en el campo, sobre las piedras.
Empero, Nemesio era sargento de policía. La casaquilla militar, el kepis, las ginetas y el sable,—sobre todo el sable,—le daban un prestigio acentuado por los dos hombres que siempre, en todas partes, trotaban respetuosamente a su retaguardia. Era un poco "gobierno", puesto que llevaba uniforme y espada y mandaba.
Hacía tiempo que el sargento y el bandolero codiciaban con idéntico apetito a la pichona de don Tiburcio y ella no sabía por quién decidirse. Pero Liborio, más atrevido, sin duda, le dijo el lunes que se aprontase porque el domingo la iba "a sacar". Y ella... ¿qué iba a hacer?... aceptó no más.
Y llegó el domingo. Liborio lo había elegido, aprovechando la circunstancia de que Nemesio, con toda la policía, debía hallarse de servicio en las carreras grandes que se corrían en el negocio del gallego Pérez. Maura intentó resistir aplazando la "juida", pero el mozo le dijo brutalmente:
—¿Pa qué?... Lo que se ha de empeñar no carece fecha y el agua se saca cuando se tiene sé!... Apronta tus trapos y espérame al escurecer debajo de las higueras!...
¿Y ella qué iba a hacer?
La noche era obscura, obscura y sin más guía que el instinto, Liborio avanzaba al trote, llevando a la grupa de su tordillo la carga preciosa de la morocha.
No hablaban. Él iba soñando: ella iba haciendo cálculos, esos cálculos chiquitos que hacen los brutos en los momentos solemnes.
De pronto, el gaucho sofrenó el caballo: había oído, hacia su derecha, ruido de gentes y de sables.
Cerca, cerquita, resonaban los cascos de nen ganando el paso!... ¡Sabandija!... Pero lo mesmo da: vandiaremos por la laguna!...
—¡Por la laguna!—gritó Maura asustada.
—¡No tengas miedo, china; p 'algo es tordillo mi flete: boya mesmo que un bote!...
Diez minutos después se detenían al borde de una laguna ancha y siniestra en la quietud de la noche.
—¡Tengo miedo!... ¡tengo miedo!... —gimoteaba Maura. Y él:
—No se asuste, prenda. Agárreseme del lomo y cierre los ojos.
—¡Nos augamos, Liborio!...
—¿Ande has visto augarse una nutria?... Agarrate y tené confianza, que ande pasa un pescao, pasaremos mi tordillo y yo!...
Cerca, cerquita, resonaban los cascos de los caballos de los perseguidores y se oía claro el repiqueteo de los sables. El matrero, abandonando el tono cariñoso, ordenó con acento brutal:
—¡Vamos!...—Y espoloneando al tordillo, se lanzó a las aguas. La china, con brusco ademán, tiróse al suelo y cuando liborio salió a flote, volvió la cabeza y lanzó a las sombras el más sangriento de los apóstrofes gauchos.
Casi en seguida atronó una descarga de fusilería... El matrero bramó como un puma herido, soltó las crines del tordillo y se hundió en las aguas muertas de la laguna...
El sargento Nemesio al verlo desaparecer dijo:
—Carniza pa las tarariras.
Y luego, volviéndose hacia Maura, que permanecía en cuclillas, muerta de miedo, la castigó con una palabra fea y levantó el rebenque para pegarle.
Ella se cubrió el rostro con el brazo, en actitud de gata miedosa. Él se desbordó en groserías; pero poco a poco, fué enterneciéndose, por dentro, y como no sabía ser tierno con las palabras, le dio un beso.
Maura lloró y él dijo:
—¿Querés venir conmigo?...
Ella calculó todas esas cositas chicas que permiten vivir; pensó que muerto Liborio se simplificaba su problema y respondió lagrimeando:
—Güeno.
Y después, mirándolo cara a cara, confesó ingenuamente:
—¡Lo mesmo da!...
El deber de vivir
A Carlos Roxio.
Un chamberguito color de aceituna, con la copa deformada, con las
alas caídas, tapábale a manera de casquete la coronilla, dejando
desbordar la melena gris amarillo, ensortijada y revuelta, acusando
escasas relaciones con el peine; la cara pequeña, acecinada, hirsuta,
con su nariz fina y curva, con sus pómulos prominentes, con los ojillos
azul de acero, con sus labios finos, torcidos hacia un lado por "la
continuación del pito", ofrecía una indefinible expresión de bondad, de
astucia, de fuerza, de penas pasadas, de energías en reserva.
Cubierto el busto, huesudo y fuerte, por una camisa de lienzo, metidas las piernas en amplio pantalón de pana,—roído y rodilludo.—y los pies en agujereadas alpargatas de lona, mojadas con el rocío, esgrimiendo en la diestra, grueso y nudoso bastón de tala —respeto de canes— llegó a la cocina en momentos en que don Timoteo, en cuclillas soplaba el fuego a plenos plumones.
—Ostia! Cume hace frío cuesta mañana!—dijo a manera de saludo.
El viejo, sin volver la cabeza, habituado como estaba a la matutina visita de su vecino—respondió:
—Dejuro; mitá de agosto... Una helada macanuda...
Sin sacarse el sombrero de la cabeza, ni la pipa de los dientes, ni abandonar el garrote, don Gerónimo, el gringo don Gerónimo, el viejo chacarero,—tomó un banquito y arrimándolo al fogón, sentóse en silencio, esperando que el fuego ardiera, y chillase el agua de la pava, y preparara don Timoteo el cimarrón del desayuno.
Humeó el sebo sobre los tizones y a efectos de un recio soplido, brotó la llama, incendiando la hojarasca y llenando de luz rojiza la estrecha y negra cocina.
El viejo paisano se sentó sobre un trozo de ceibo, se sacó el pucho que tenía detrás de la oreja, cogió una rama encendida, prendió, chupó, y recién entonces dio vuelta y miró al visitante, diciéndole:
—¿Qué tal?
El otro, sin mirarlo, se quitó la pipa de la boca, escarbó el tabaco con la una del meñique, y respondió con voz incolora:
—Eh... cume siempre.
El fogón empezó a arder en llamaradas, chilló el agua en la pava, don Timoteo preparó, cebó y alcanzó el mate a don Gerónimo.
Cubierto con una camisa de percal, el busto huesudo y fuerte, echado a la nuca el chambergo aludo y amarillento, el viejo paisano "pitaba" en silencio. El resplandor rojizo iluminaba su cabeza melenuda, "tordilla negra", su rostro moreno, acecinado, hirsuto, su nariz fina y curva, pómulos prominentes, ojos obscuros y finos labios sombreados por espeso bigote, una fisonomía que expresaba bondad, fuerza, agrias penas pasadas y un gran caudal de energías en reserva...
El viejo piamontés y el viejo paisano, se asemejaban extrañamente, sin más diferencias que las del tinte. Un alambrado de cuatro hilos, flojo, roto, sin pikes, dividía sus propiedades; y una amistad de veinte años unía sus sobados corazones.
Cuando don Timoteo poseía tres suertes de campo y era uno de los más ricos estancieros de la comarca, le cedió a don Gerónimo un potrerito de cien cuadras para que hiciese un monte de frutales y sembrara trigo, maíz y hortalizas. El italiano, laborioso y económico como una hormiga, hizo producir hasta al último palmo de tierra y cinco años después consiguió que don Timoteo le vendiese el "terrenito": y el terrenito producía sin desperdicio. En lo alto, trigo, y después maíz; en los bordes húmedos de la cañada, álamos y sauces; junto al rancho, la huerta siempre copiosa en legumbres; más allá, los durazneros, perales, manzanos y guindos; reforzando el cerco de alambre, exuberantes membrilleros, y, en un rincón rocoso rico en tréboles y gramillas, pacían los bueyes y las lecheras, el tordillo viejo y la majadita para el consumo.
Don Gerónimo tenía la mujer y tres hijas. Todo el trabajo rural era suyo. Trabajaba rudamente y sin fatiga, "durante toda la semana, dándose el domingo, la satisfacción de una "chuca" en la pulpería inmediata. Pero el lunes antes del alba, estaba ya levantado y pronto y fuerte para recomenzar su oficio de buey, resignado y feliz en la pesada monotonía de aquella existencia.
Don Timoteo tenía la vieja y buena "patrona" y tres hijos que le ayudaban en el cuidado de la hacienda; y aconteció que al mismo tiempo, en una primavera malvada, dos epidemias se descolgaron sobre el país: la difteria y la guerra civil. Una tras otra las hijas de don Gerónimo se fueron, ahogadas por la enfermedad negra; y uno tras otro, los hijos de don Timoteo murieron víctimas de la peste roja,—éste con el corazón partido de un balazo, aquel aventado por una metralla, el otro abierto de un lanzazo.
Ocurrió esto cuando don Timoteo, castigado por pestes y sequías, había visto mermar sus haciendas, y encontrándose en la obligación de vender campo para salvar compromisos ineludibles. Él no desmayó sin embargo y la pena inmensa acrecentó su esfuerzo; don Gerónimo, igual. Varones fuertes, erguidos ante el pampero de la adversidad, proseguían la labor por rutina, por deber, por el deber de vivir de la especie.
Y así fué pasando el tiempo en devastadores vendavales para el gringo viejo paisano. A éste, las epizootias continuaban azotando las haciendas, y al otro, el bicho moro le arruinaba el sembrado de papas y un ventarrón destruía las florescencias de los duraznos y la oruga invadía los manzanos y el saguaipé quemaba el hígado de sus borregas.
A pesar de eso, cada mañana, al alba, don Gerónimo iba a tomar el amargo con don Timoteo, y "verdiando" noticiábanse sus respectivos proyectos.
—Vo cortar pa leña todo el duraznero, pelone qui'stan ruinado per la peste, y vo planta dal armacigo de parra bianco.
—Yo tamien m'he resuelto a vender las merinas y comprar cara mora a las que, asigún dicen, no les dentra el saguaipé.
Siempre estaban proyectando y haciendo algo los dos viejos, en lucha a brazo partido con la adversa suerte.
Pasaron algunos años sin que amenguara para ellos el rigor del destino y sin que decayesen tampoco sus energías, su fe, su constancia. A principios de aquel invierno, murió la mujer de don Gerónimo y un mes más tarde la de don Timoteo. Las habían enterrado con piadosa resignación y habían vuelto a consagrarse al trabajo, a combatir los males y proyectar innovaciones.
Quedaron solos en sus casas demasiado grandes para ellos y sus perros. La soledad y el silencio pesaban como un cielo de tempestad sobre sus espaldas encorvadas y sobre sus cabezas encanecidas; mas ni al uno ni al otro ocurrióseles nunca en renunciar a la lucha y esperar sosegadamente la muerte que habría de venir antes de que se hubieran agotado sus respectivos bienes.
En aquella tormentosa mañana de invierno, y en tanto cimarroneaban, don Timoteo dijo:
—Esta semana tengo mucho que hacer. Hoy voy al bañao a cortar paja pa requinchar el rancho antes de que se me arruine de un todo... dispués viá dir a montiar unos pikes de sauce colorao pa componer el alambrao de la costa, y hacer un potrerito en la esquina, pa la carnerada que pienso comprar esta primavera...
—E yo también tengo mucho trabaco;—contestó el viejo don Gerónimo;—tengo que preparar los auquero pa transplantar los quiniento ucalito del armácigo... Por poco que megue salven treciento, fina cuatro año lo corto y arribaremo argo... Eh!...—agregó levantándose.—Basta de mate e vamo trabacar.
—Asina es, ya s'estaciendo tarde.
Gerónimo salió, golpeando el suelo con su cachiporra de tala, rumbió para su rancho, mientras don Timoteo iba a recoger de la soga su matungo, disponiéndose a ensillar.
No querían perder tiempo y apresurábanse a cumplir el supremo deber humano, el deber de vivir.
Atanasilda
Al maestro Lugones.
El camino real, ladereando una cerrillada, describía tres cuartos
de círculo para ir a rozar la estancia del "Venteveo", donde tenían su
posta las diligencias. Desde su aparición en la falda hasta su llegada a
las casas, las diligencias demoraban más de media hora; y, durante
cuatro años, Atanasilda sufrió media hora de angustias, tres veces en la
semana.
Ella levantábase con el alba, invierno y verano, para ordeñar las lecheras; y mientras ordeñaba, —los días en que iban diligencias del "centro",—su mirada clavábase insistente en la curva gris por donde debía aparecer el ruidoso vehículo, encarnizado portador de desengaños. "Tatú", su perro favorito, se daba esos días un regalo, pues ocurría indefectiblemente que la moza, preocupada y distraída, echara fuera del tiesto todo el contenido de una teta, que el can iba golosamente "lambeteando" del suelo.
¡Cuatro años de angustiosa espera!... De tanto esperar y de tanto sufrir, recordaba ya imperfectamente los rasgos fisonómicos de Raúl Linares, el joven pueblero que había ido a pasar unas vacaciones en estancia lindera, que había bailado con ella en unas romerías, que le había mentido amores, y que se marchó jurándole pronto regreso...
Ya no lo esperaba; y sin embargo, todos los turnos de diligencia madrugaba más que de costumbre e íbase al corral, y ordeñaba inquieta, atisbando siempre el camino, mientras su pequeño Raúl, descalzo, envuelto en un harapo, jugaba con el barro y con el perro, —únicos juguetes de que podía disponer,—entre las patas de la lechera y del ternero...
Y ocurrió que en una madrugada de Agosto, fría y ventosa, al ver aparecer en la ladera, la caja amarilla de la diligencia, el corazón le dio un vuelco, anunciándole "algo"... Se olvidó de manear la barcina,—que era arisca,—y al oprimirle la teta, ella pateó, volcándole un balde de leche... Desató el ternero para el apoyo, y el ternero se le "durmió" a la teta, dejándola exhausta...
Y estaba toda trémula cuando los viajeros descendieron, para desentumecerse, mientras mudaban caballos; y estuvo a punto de sentirse mal cuando vio una pareja que, cogidos del brazo cubiertos con una manta, avanzaban hacia el corral; y creyó morirse cuando una voz, cuyo timbre resonó en sus oídos recordando besos y caricias,—díjole—indiferente:
—¿Quiere darnos un par de vasos de apoyo?...
Mecánicamente, automáticamente, Atanasilda ordeñó y alcanzó al mozo el jarro de leche, que bebieron, un sorbo él, un sorbo su compañera, haciéndose mimos y diciéndose zonceras de recién casados.
Atanasilda observaba atónita: aquel era Raúl, su Raúl, que al volver tras cuatro años de engaño no la reconocía, o aparentaba no reconocerla y tenía el descaro, cometía la infamia de presentarse delante de ella con otra mujer,—una rubiecita endeble, flaca, insignificante, que lo besaba y lo acariciaba con el mayor descaro.
Ahogada por la pena, no atrevíase, no podía hablar. En tanto la forastera, con esa necesidad de crítica perversa que sienten las almas chicas y ruines, dijo, haciendo aspavientos y señalando al pequeño Raúl que la miraba asombrado, la cara sucia de tierra, un dedo en la nariz:
—¡Qué herejía tener una criaturita así, casi desnuda, con un frío semejante!...
—Están acostumbrados,—explicó Raúl y pidió otro jarro de apoyo.
—Son como los animales, —exclamó la joven con un gesto de profundo disgusto...
Atanasilda se irguió rápidamente, arrebolósele el moreno rostro, brilláronle los ojos color de pozo, tembláronle los labios, color de ascua... y luego bajando la cabeza, púsose en cuclillas; y tranquilamente, sosegadamente, filosóficamente, comenzó a llenar el jarro con espumosa leche, mientras los dos enamorados se estrechaban bajo la manta y se besuqueaban sin reparos.
Cuando hubo terminado, Atanasilda se puso de pie, miró a Raúl y luego a su compañera con expresión de odio feroz, de odio felino, y, tomando de un brazo al chico y zamarreándolo, le entregó el jarro, señaló al forastero y dijo con acento de fiera enfurecida:
—¡Alcánzale eso a tu padre!...
Contradicciones
A Vicente Martínez Cuitiño.
Cuando yo conocí a don Cleto Medina, era éste un paisano
viejísimo. Según la crónica comarcana, había comido dos rodeos de vacas,
había consumido más de cien bocoys de caña de la Habana y había
arrancado una fabulosa cantidad de pasto para... entretenerse.
Profesaba una filosofía optimista de acuerdo con su obesidad, su salud robusta y su rigidez. Tenía un optimismo a lo Leibnitz. Para él, como para el ecléctico pensador germano, nuestro mundo era el mejor de los mundos posibles, creyendo, como aquél, que hasta las más horrorizantes monstruosidades tienen por finalidad una acción salutífera.
Yo dudo de que don Cleto hubiese leído la "Teodicea", ni "Ale enmandatine primae philophiae", ni siquiera "Monadología"; primero porque, según creo, tampoco sabía leer. De cualquier modo, el enciclopédico sabio alemán y el ignaro filósofo gaucho, llegaban a idénticas conclusiones; lo que parece demostrar que tratándose del corazón humano, poco auxilio da la sabiduría para desentrañar problemas y tender deducciones.
Según don Cleto, ningún hombre, por malo que fuese, era malo siempre y con todos. Además, su maldad resultaba siempre inútil, aun cuando la observación superficial no descubriese el beneficio. Una vez me dijo:
—Los caraguataces duros y espinosos, la paja brava, toda la chusma montarás de los esteros, son malos, hacen daño, y uno se pregunta pa qué habrán sido criados... ¡Velay! Han sido criados pa una cosa güeña: pa impedir que los animales sedientos se suman en el bañao ande el agua es mala y ande apeligran quedar empantanaos...
La reflexión era digna de Bernardino de Saint Pierre.
Para comprobar su teoría, cierta tarde me contó la siguiente historia, que doy vertida del gaucho, porque ya queda muy poca gente que entienda el gaucho:
"Pascual López,—sin que pudiera llamársele un bandido,—era un mal hombre. Su alma asemejábase a un gabinete de experimentación bacteriológica, donde, encerrados en tubos de ensayo, inofensivos dentro de sus celdas de vidrio, procrean rabiosamente los microbios de más fieras virulencias: una imprudencia, un descuido cualquiera, pueden libertar un germen, engendrar una peste, causar millones de víctimas.
El alma de Pascual López era así. Contenía todos los fermentos del mal, todas las levaduras del crimen. Si aún no había delinquido, debíase exclusivamente a falta de oportunidad.
Era pobre, humilde, ambicioso y sin el necesario caudal de energías para sembrar y esperar la cosecha. Extremadamente sensual, ansiaba placeres, todos los placeres, y carecía de voluntad para conquistarlos.
Así fué encaminándose, en progresión lógica, del deseo a la envidia, de la envidia al odio, y del odio al crimen.
Manuel Ríos, su camarada, el hombre de quien más servicios había recibido, —servicios pequeños, pero frecuentes y afectuosamente hechos, —estaba destinado a ser su primera víctima.
Como Ríos era prolijo, cuidadoso, sobrio y ahorrativo, tenía mejores caballos, mejor apero, mejores "pilchas". Esto amargaba el alma del otro, cuyas "garras" se reventaban faltas de grasa, cuyos caballos estaban siempre flacos, o mancos, o "bastereados", y cuya intemperancia aventaba los jornales en beberajes, en las carpetas de "truco" y en las canchas de "taba".
Y como Manuel siguió prosperando, como llegó a poseer una majadita y unas lecheras, y, finalmente, como su buena conducta le mereció el ascenso a "puestero", la malquerencia de Pascual comenzó a subir en gradación acida, hasta cristalizar en odio, cuando el laborioso gauchito culminó sus anhelos casándose con una linda y virtuosa muchacha del pago.
La envidia, saturándolo, comenzó a encenderle visiones rojizas. Las bromas dañinas, la satisfacción de mortificar al compañero con compasiones o irónica crueldad en ocasión de cuantas contrariedades sufriera aquél, ya no le bastaban.
Para peor, hacía un tiempo que la suerte se mostraba despechada con él: no ganaba una carrera, no acertaba un apunte, no clavaba una taba... Completamente "cortado", restringido al mínimo, su siempre escaso crédito en la pulpería, mal visto por el patrón, que varias veces lo había sermoneado con dureza por sus negligencias, su envidia y su rencor hacia Manuel llegaban al paroxismo.
Y fué así que una tarde, en medio del campo, le buscó disputa y lo agredió a puñaladas. Creyéndolo muerto, regresó a la estancia, ensilló su mejor caballo y huyó buscando el monte, amparo de todas las fieras.
Manuel milagrosamente salvado continuó su vida de honrada y persistente labor.
Diez años continuaron así: diez años rudos para el laborioso paisano. La familia, ya numerosa, comenzó a ser agotada por las enfermedades: dos hijitas partieron en el intervalo de pocos meses, del rancho al cementerio. El médico y la farmacia abrieron sensible brecha en el modesto caudal, bastante mermado con los años malos, de epidemias y sequías.
Para colmo de desventuras, el trabajo de Manuel rendía cada vez menos. Las bárbaras heridas que le infiriera el bandido, habían quitado a los órganos lesionados la primitiva resistencia, resintiéndose su salud hasta el punto de imposibilitarlo para los trabajos violentos. ¡Y en el campo, casi todos los son!...
La voluntad, el orden, la economía fueron impotentes para detener el desmoronamiento de aquel humilde edificio construido merced a tantos, tan grandes y tan constantes esfuerzos.
De la fortuna relativa, se pasó a los apremios, a las dificultades penosas, a las inquietudes, a la estrechez, y por último, la miseria anunciaba su próxima llegada. Para abrirle las puertas del hogar, se presentó un invierno cuyos rigores no tenían precedente en la comarca. Con las lluvias torrenciales, con los fríos mordientes, la majada sucumbió en forma tal, que ni tiempo le daba para "cuerear". Los pocos vacunos morían de flacura; las lecheras tenían secas las ubres; los bueyes, mostrando las púas de los eliácos y el varillaje de las costillas, caminaban con las patas trabadas y hubiese sido herejía uncirlos al arado; los caballos, apenas podían tranquear, puro hueso y puro pelo...
Manuel, envejecido prematuramente, doblegado, castigado sin tregua por las dolencias físicas y morales, sufría con resignación la tropilla de reveses que el destino le echaba encima con obstinación cruel. Y cuando más precaria era su suerte, cuando las necesidades le estrangulaban, enfermó de gravedad la mayor de sus hijas. Agotadas, sin éxito, la ciencia y la farmacopea campesinas, hubo que decidirse a recurrir al médico.
¡Angustioso trance!... El médico y la botica devorarían la poca hacienda que restaba; pero tal convicción no era lo que afligía al valeroso paisano. ¿Qué padre digno de tal nombre no se condenaría gustoso a comer raíces por todo el resto de su vida, si a ese precio hubiera de comprar la salud de un hijo?... No, nada le preocupaba el dispendio; su tortura la motivaba la casi imposibilidad de ir en busca del médico, pues era preciso andar más de treinta leguas por barrizales, atravesando esteros y arroyos crecidos, y no había en que ir. No tenía caballos, ni podía pedirlos a los vecinos, quienes se encontraban en situación idéntica.
Sin embargo, Manuel no tuvo un momento de vacilación: haría cuanto pudiera hacer y lo demás correría por cuenta de Dios.
Ensilló la yegüita guacha, —la yeguita de la nena enferma,—besó a su mujer y a sus hijos y partió, al tranco, en una fría y lluviosa mañana.
Muy lenta era la marcha; el pobre animalito escuálido avanzaba penosamente y no podría ir muy lejos. El paisano lo comprendía y, no desesperaba por eso. ¡Quién sabe!... En los casos parecidos, recordaba una frase de su madre: "La Providencia aprieta pero no ahorca"... Él esperaba.
Al vandear un arroyito hubieron de ahogarse, caballo y caballero, arrastrados por la corriente. Salvaron, pero el esfuerzo había sido demasiado grande, y la yegüita extenuada, no pudo ir más adelante. Con la cabeza casi tocando el suelo, tembloroso el cuerpo, se detuvo. Manuel no intentó siquiera castigarla habría sido inútil crueldad.
Desmontó, desensilló, escondió entre unas pajas el pobre apero, y, con el freno y un cojinillo en la mano, echó a andar, a pie, bajo la lluvia cada vez más torrencial, por el barrioso, desierto camino. Anduvo mucho tiempo, sin embargo: el cariño de padre prestaba resistencia extraña a su maltrecho organismo.
Marchaba. Iba llegando a un bosquecilio, ya en la agonía de la tarde, cuando vio salir de entre las frondas, precavido, receloso, un jinete montado en soberbio alazán.
Curioso, el desconocido se acercó y durante un rato, los dos hombres estuvieron observándose en silencio. Al fin el jinete interrogó:
—¿Vos no sos Manuel Ríos?
—Sí,—contestó tranquilamente el paisano.
—¿Me reconoces a mí?
—Te reconozco: sos Pascual.
El bandido se estremeció:
—Me debes odiar,—dijo.
—Yo no odeo a naides.
Había en la expresión del rostro y en la entonación de la voz de Manuel tal nobleza, tal solemnidad, que Pascual, dominado, echó pie a tierra, se acercó, se quitó el sombrero, y, hondamente conmovido, exclamó:
—¿Me perdonás?... ¡Yo también he sufrido mucho!
—Te perdono,—contestó Manuel, tendiéndole la mano.
El matrero la estrechó con sincera efusión y comenzó a contar sus penurias, su vida horrible, siempre perseguido, siempre huyendo... Así había envejecido, lleno de amarguras, corrido por los remordimientos, y envidiando siempre, envidiando ahora la tranquilidad de los más pobres, de los más miserables. Contó su historia con lágrimas, y cuando hubo concluido, volcando sin rubores toda la escoria de su existencia de réprobo, se acordó de interrogar a su víctima.
Manuel, tranquilamente, sencillamente, sin desfallecimientos ni indignaciones, narró sus sucesivas desgracias, su descenso sin tregua, hasta llegar al amarguísimo trance actual.
El bandolero escuchó con la mayor atención. Meditó unos momentos, luego, poniéndose de pie dijo, sin orgullo, sin afectación, sin énfasis:
—Hay unas doce leguas de aquí al pueblo... Monta mi caballo y dale galope no más, que el flete es güeno... ¡caballo'e matrero!... y no es fácil que se te canse ni que se te quede en el barro!...
Manuel reflexionó a su vez y luego preguntó con naturalidad:
—¿Y vos?...
—Yo no tengo que dir a ninguna parte.
—Güeno: aceto por la pobrecita m'hija.
Se dieron la mano en silencio. Manuel montó y salió a gran trote, ansioso de recuperar el tiempo perdido, y seguro ahora de conseguir su objeto, gracias al soberbio flete del matrero.
Este quedó mirándolo hasta que se perdió de vista: y entonces, sacudiendo la cabeza melenuda, dijo:
—A pie, en medio'el campo y lejos del monte!... ¡Aura es cuando creo que voy a dir a alguna parte!...
Hermanos
A Eduardo Acevedo Díaz.
Era en 1870, a principios de la guerra blanca encabezada por Timoteo Aparicio, lanceador famoso.
Policarpo y Donato anduvieron por mucho tiempo en medio de la soledad tan negra y silenciosa, que el primero, a instantes, creía estar inmóvil, dormido y soñando, haciéndose necesario un esfuerzo grande de voluntad para volver al hecho real.
Parecerá exageración y no lo es. Necesítase costumbre, hábito de muchos años, para no caer en este estado de semi inconciencia, tras una larga marcha a caballo; los músculos mordidos por la fatiga, el cerebro escarbado por el sueño.
Y unido a eso, la penosa impresión del medio ambiente: las tinieblas que la mirada no consigue sondar por más que se dilaten hasta el dolor las pupilas; por todas partes el silencio, el imponente silencio del campo, que nada turba: en la grande y muda soledad hostil, el alma se estremece y se contrae en dolorosa sensación de pequeñez, de aislamiento y de impotencia.
Dominado por la inmensidad que vencía las insistencias del amor propio, Policarpo interpeló a su acompañante.
—¡Donato! —exclamó.
—¡Chut! —respondió el negro; y como éste había sofrenado su caballo, se encontraron los dos viajeros uno junto a otro.
—¡Donato!—volvió a decir el mozo; y el interpelado respondió con voz autoritaria y petulante:
—Primeramente, has de saber que quien va juyendo nunca debe hablar juerte.
—¿Y acaso nosotros vamos huyendo?
—Dejuramento: tuito aquel que yeba peligro pu'ande va, va juyendo. Acomódate en el mate esta sabiduría, que a la fija no te enseñaron los dotores de la ciudá.
Policarpo no encontró réplica y reconociendo la lógica del filósofo simiesco, dijo:
—Bueno, ¿y qué?
—¿Y qué?... Que por culpa de las lechuzas, matan los perros las comadrejas... Ansina, hablá bajito, y más mejor no hablés, por qu'en tiempo 'e regolución hasta los bichitos de luz tienen oídos y con cualquier pozo se rueda... Y anda emparejando tientos pa trenzar el lazo 'e la vida, y convencete de que aquí, en medio'el campo son de más utilidá unas boliadoras y un facón que tuita la sencia 'e los sabios ¡Ejjj!...
Continuando sus propias observaciones, Donato se había compuesto el pecho con estrépito capaz de denunciarlo, a un observador situado a cien metros de allí. Policarpo no pudo contener la risa ante la bufona seriedad de su acompañante, que no sólo repetía las frases oídas a los "oficiales", tertulianos de la cocina de la Estancia, sino que imitaba, caricaturescamente, el acento sombrío, la entonación misteriosa que aquellos daban a sus relatos de bélicas aventuras, mentidas a veces, exageradas siempre. El "cambá", había tomado a lo serio su papel de revolucionario y tenía razón, porque, aún no sabiendo por que iba ni a que iba, ni para que iba a exponer su vida, siempre es una cosa seria, la más seria, ir a exponer la vida. Debido a eso, quizá, le indignó la risa intempestiva de Policarpo y sentando el caballo sobre los garrones con un brusco tirón de riendas, interpeló:
—Por qué te rais?
—Porque pienso,—respondió el mozo,—que si no te cuadrase tan bien el apodo de "Montón de humo" con que te hemos conocido desde chiquito, podríamos llamarte Toussaint Louverture.
—¿Qué bicho es ese?
—Un negro que pretendía valer más que los blancos.
—Valen lo mesmo, cuando valen igual,—retrucó Donato; y agregó luego:—¿Ti acordás de Falucho?... El patrón contó una vez que los argentinos, pa desparramar justicia, debían levantarle una estatua a Falucho. ¡Falucho era negro, y era guapo, y ganó una infinidad de batallas y jué general, después de haber redotao a sinnumerables enemigos de la patria, peliando contra los gringos, en el tiempo de antes... No, che, no té fijés en el color; fíjate en el tamaño 'e la espiga y en el grandor del grano, qu'el paladar y la panza son ciegos de nacimiento!... ¡Pucha que hablé lindo!... ¿No te parece?...
En seguida, incapaz de mantener la seriedad por más tiempo, "Montón de humo" desabrochó la jareta, lanzó una carcajada sonora y alegre que se extendió en el duro silencio del despoblado, semejante a un trino de calandria despertada antes del alba, y dijo:
—¡Alcanza el chifle, manate!...
Policarpo, condescendiente, le alcanzó la cantimplora y el negro, después de beber, metió la mano al bolsillo, sacó el naco, desenvainó el cuchillo, y mientras "picaba sobre el dedo", sentenció:
—Será güeno pitar un poco p'aclarar la vista, por qu'en esta noche, de puro oscura, no se ve ni lo que se conversa...
Policarpo, medio dormido, muerto de fatiga, preguntó sin atender a la prosa jovial del negro:
—¿Dónde estamos?...
Y él:
—¿Dónde estamos?... ¡Que lo sepa Mandinga!... Lo que yo sé, es qu'el Zapallar está cerca; all'atrás está el lucero: se ve poquito, pero se ve; y dejando el lucero pal lao del lomo, vamos rumbiando lindo y si no nos zambuyimos en el bañao fiero que vamos a encontrar aurita no más, luego, si Dios quiere y si no se nos atraviesa una viscachera que nos haga quebrar el cogote, cuando venga las barras del día, l'iremos pisando el poncho al ejército... ¡Viva el partido blanco!... Che, Policarpo ¿por qué será que tuitos los negros sernos blancos?... ¡Soy bobo!... ¡Dame otro trago!...
Y tras de la libación, Donato se compuso el pecho, se irguió y echó a andar.
Policarpo tuvo idea de preguntarle cómo sabía que había cercano un bañado no conociendo el paraje, pero, ya bastante humillado con la superioridad campera del negro, guardó silencio.
A poco, un olor fresco y húmedo lo sorprendió; en seguida los gritos de ¡chajá!... ¡chajá!... comprobaron que el rumbiador no se había equivocado. Unos minutos después, los caballos comenzaron a hacer resonar las pisadas en la tierra blanda, llena de agua, que constituye la vanguardia del estero. Crujían los caraguatás aplastados y la tupida selva de paja brava iba creciendo a medida que avanzaba hacia la vera.
Donato que marchaba delante, a varios metros de distancia gritó, de pronto:
—¡Acorta la rienda y arrolla las piernas!...
Obedeció Policarpo y apenas había ejecutado la orden, cuando oyó el ruido que hacía el caballo de "Montón de humo", hundiéndose de súbito en la ciénaga.
—No es nada; arróllate no más,—tornó a gritar.
Pero el mozo, olvidando el consejo, aflojó la rienda en el preciso momento en que su cabalgadura llegaba al borde del pantano.
Le pareció hundirse en un abismo. El agua fría le llegó hasta el vientre, arrancándole un grito nervioso; casi de seguida un bote del caballo, forjeando en el lodo, lo terció en el recado, le hizo perder los estribos y lo obligó a abrazarse al cuello del bruto para no caer.
Delante, Donato continuaba sus indicaciones sin detenerse.
—Seguime no más, y tené cuidado que no te cacheteen los sarandises... El bañao es susión, mucho yuyo y fiero de abajo... pero como está lleno, alibeana... Cuídate 'e los sarandises...
Policarpo avanzaba,— dejaba avanzar su caballo,—furioso de no ver nada, siguiendo atentamente los ruidos que producía el tordillo del negro, bufando, hundiéndose y levantándose, para volver a hundirse y a levantarse, con rudos esfuerzos, en aquel suelo de agua y lodo, algas y ramas.
—¡Ajajá!—gritó de pronto Donato. Y luego:
—¡Échate arriba'el mancarrón, porque aquí encomenzamo a boyar!... ¡Hup!... ¡hup!... hup, tordillo!... ¡Es como bote, mi tordillo!... ¡No tironiés la rienda, manate!...
El mozo oía venir la voz desde una distancia que le parecía enorme en la densidad de la sombra, y antes de que pudiera darse cuenta, su zaino perdió pie, resopló, y, nadando, lo llevó a remolque.
Cogido de las crines, flotando el cuerpo sobre el agua, y de cuando en cuando, los camalotes, las algas, mil substancias, blandas y viscosas, le azotaban el rostro, rozaban la boca, produciéndole una sensación de sorpresa y de asco.
Al mismo tiempo, y para acabar de confundirlo y atudirlo, sentía sobre su cabeza un incesante ruido de alas, de muchísimas alas, y un confuso y extraño gritar de aves, con voces tristes, con voces quejumbrosas, con voces tímidas, con voces roncas, con voces estridentes, con voces soberbias.... todo el clamoreo indefinido de toda la gente alada del estero intempestivamente despertada en lo mejor de su sueño, protestando airadamente contra los intrusos.
No más de diez minutos duró el nado, pero luego, al hacer pie, los caballos tuvieron que luchar de nuevo con el fango, con las raíces, con las zarzas, haciendo prodigios de habilidad y de fuerza para no caer o para no quedar enterrados.
Cuando por fin pisaron tierra firme, tierra sana con espeso vellón de gramilla, Donato se tiró al suelo y exclamó con expresión gozosa:
—Fierito el baño, y ancho como bombacha de gaucho presumido!.. Alcanza el chifle, que a juerza 'e cerrar la jeta pa que no me dentrase el agua, si mi ha secao el gañote y si mi ha enfriao la pajarilla!...
Policarpo había desmontado también y sin decir una palabra, se había sentado sobre la hierba y se había quitado las botas, para vaciarles el agua de que estaban llenas. Tenía la ropa empapada, los dedos duros y le castañeteaban los dientes.
"Montón de humo" tornó a repetir su pedido y como no obtuviera respuesta, fué hacia él, cogió la cantimplora, bebió dijo despectivamente:
—¡Estos puebleros!... Son blanditos como manteca y se abollan como tacho 'e lata!... Vamo a pitar: como yo no soy hombre de sensia, sólo me mojé la punta 'e las botas y tengo séquito el tabaco, el papel y los avíos...
Picó el "naco", armó un cigarrillo, hizo chispear el yesquero, chupó con fruición y, adoptando una postura de soberbia superioridad, dijo tendiendo la mano hacia el horizonte.
—¿No ves unas lucecitas, allá lejos, muy lejos?...
—Veo, contestó Policarpo.
—Es el ejército.—Concluyó "Montón de humo" con aire solemne.
Y como si aquella palabra encerrara un mundo, un misterio adorado y temido, ambos guardaron prolongado silencio, que lo terminó Donato diciendo:
—Hermano: aura es el momento de ponernos las devisas.
—Bueno, hermano,—respondió Policarpo, con voz grave, un tanto temblorosa, y sin la más mínima intención de mofa al repetir la palabra "hermano". Hermanos eran, en efecto, desde aquel instante. Las diferencias de patrón y de peón, de letrado y de bruto, de negro y de blanco, desaparecían en ese momento. Policarpo, el hijo único de un adinerado estanciero, vástago de una estirpe de ricos señores, queridos y respetados en la comarca; Policarpo, el abogadito, heredero presunto de veinte leguas de campo, de miles de vacas y de miles de ovejas y de centenares de caballos; Policarpo, la planta gaucha, hija del campo, con savia campera pero cultivada, perfeccionada, suavizada en la ciudad, era desde entonces el igual, el "hermano", de Donato, "Montón de humo", el negrito huérfano, criado en la Estancia, por humanidad criolla, al igual de los corderos y de los potrillos, que las madres muertas o las madres desamoradas, dejaban sin amparo en la áspera soledad del campo.
En silencio, en medio de un silencio casi religioso, cada uno extrajo del bolsillo la divisa cuidadosamente envuelta y guardada, y a tientas, en la empecinada obscuridad de la noche, las ajustaron en las copas de los chambergos.
Eran ya iguales; eran hermanos porque hermanos iban al sacrificio, al empuje de un ideal obscuro, indefinido, impreciso, tan inexplicable para la mente cultivada del joven abogado como para los sesos duros del negrillo analfabeto.
Y cuando, después de haber "compuesto " los recados, montaban y trotaban, uno junto a otro, rumbo a las lucecitas distantes, ya no eran, Policarpo, el hijo único del rico estanciero, y "Montón de humo", el negrito huérfano, criado por compasión en la Estancia: eran dos voluntarios revolucionarios, dos compañeros, dos "hermanos" igualados por la divisa que lucían en sus sombreros.
La hija del patrón
A Juan Carlos Moratorio.
Don Baldomero Mendieta, aunque educado en la ciudad, sentía por
el campo un cariño y una atracción que le hacían permanecer casi todo el
año en la estancia, llevando la vida ruda del paisanaje.
En su establecimiento, montado a la antigua, el confort brillaba por su ausencia: con refinamientos de ciudad, el campo no le parecía campo a don Baldomero. El amargo tomado en el fogón, en charla con los peones y el asado comido a dedo, desde el asador clavado en la tierra, hacían su delicia.
El viejo edificio de material abrigado por media docena de ombúes centenarios negreaba por los cuatro costados y no tenía ya ni una ventana con vidrios, ni una puerta que cerrara, ni una habitación que no se lloviese. En el patio, enorme como cuadra de cuartel, crecían a gusto los "yuyos" y no era difícil encontrar entre ellos culebras pardas y víboras rosadas que en los estíos combatían con las gallinas y los gatos.
Todo eso le importaba poco al patrón, harto familiarizado con las intemperies y tan poco amigo de lujos que solía decir:
—No me agrada andar con traje nuevo porque me impide recostar a gusto en cualquier parte.
Iba ya en los cuarenta y cada vez placíale más aquella existencia campechana, en medio de sus gauchos y sus chinas. Sus viajes a la capital tornábanse menos frecuentes y más breves.
—Cuando vuelvo a la estancia después de una semana de ciudad—contaba,—respiro con la satisfacción del caballo al que desensillan y largan al campo después de un galope de treinta leguas. Mis deseos serían no salir nunca de aquí, no volverme a poner más zapatos de charol, pantalón, cuello, corbata, guantes, toda esa fastidiosa indumentaria indispensable para cumplir las aún fastidiosas obligaciones sociales.
¡Propósitos humanos!...
Fué a la ciudad por asuntos. Permaneció un mes en ella y regresó para volver a partir cinco días después; y tres meses más tarde, cuando la prolongada ausencia empezaba a originar los más absurdos comentarios, el capataz del establecimiento recibió una carta de don Baldomero, comunicándole su casamiento y su decisión de residir en Buenos Aires.
* * *
Seis años permaneció en la capital, efectuando en todo ese
tiempo, sólo rápidas visitas a la estancia; y cuando menos lo esperaban
allí, recibióse orden suya de limpiar y arreglar el caserón, pues iba a
radicarse en él.
Había perdido su esposa que adoraba e iba en busca de consuelo en la paz del campo, su viejo cariño.
Otro cariño le quedaba aún: su hijita Lea, una encantadora rubia de cinco años.
Lea se adaptó bien pronto a la nueva vida. Salvador, el hijo del viejo peón don Fausto, fué desde el principio su inseparable compañero de excursiones y travesuras.
Juntos se les veía durante todo el día, corriendo por el campo en busca de nidos de perdiz y tero; juntos se les encontraba en la huerta atracándose de fruta en la soledad de las siestas.
Autoritaria, caprichosa, la hija del patrón era un pequeño tirano a quien mimaban y obedecían todos en la casa, empezando por el patrón.
Todos... excepto don Fausto; pero al viejo don Fausto, especie de perro malhumorado, nadie podía suponerle capaz, no ya de un cariño, sino de una amabilidad siquiera.
El padre de Salvador no era propiamente un peón. Había sido puestero, luego, tras un incendio que destruyó su rancho y en el cual perecieron su mujer y un chico de meses, fuese a vivir en la estancia. Allí, encerrado casi todo el día en su cuartujo, pasábalo cosiendo y trenzando "guscas", apartado de todo el mundo, sin comedirse jamás para ningún trabajo, y sin que, ni el capataz ni el patrón se atrevieran a darle una orden o a hacerle un reproche.
Hasta con su propio hijo era el mismo ser huraño, seco, temible, de cuyos labios no salían más que gruñidos amenazantes. A pesar de eso, Lea lo quería, temiéndole, eso sí, como a las ortigas del gallinero.
Aquella encantadora camaradería duró hasta que al cumplir la niña sus nueve años, don Baldomero resolvió sacrificar su propia existencia sosegada del campo y someterse a la para él torturante asfixia de la ciudad, a fin de atender a la educación de Lea.
En una madrugada, al entrar el invierno, partieron. La niña lloró sinceramente al despedirse de su amiguito; pero bien pronto la novelería del viaje sopló su cabecita inconstante horrando el recuerdo.
Salvador, en cambio, fué a esconderse entre los yuyos de la huerta, y allí, como un perro castigado, pasó el día, lagrimeando, mortalmente triste. Y en el correr del tiempo no deapareció de su memoria la imagen de Lea, siempre recordaba con dulce y acariciadora melancolía.
Cuando ella volvió, señorita ya, y acompañada de su novio, el mozo sintió renacer en su alma, agrandado e imperioso, el cariño infantil. Lea, por su parte, dando libertad a su temperamento, no tardó; en acapararse al antiguo compañero, comenzando las correrías por el campo y el monte con la misma, confiada inocencia de antes, y con idénticos entusiasmos.
Su novio, un abogadito melindroso que no amaba tostarse en las lomas, y embarrarse en los bosques, soportando chicotazos de ramas y picaduras de mosquitos, comenzó a fastidiarse con las inconveniencias de su futura. A sus reconvenciones, ella respondió con frases agresivas, echándole en cara su sibaritismo, su indolencia y sus desprecios de aristócrata.
—Yo so del campo, yo soy campera; amo el campo, lo siento, lo llevo en la sangre... Por lo demás, ya sabe Vd que los convencionalismos sociales me repugnan,—había dicho una vez finalizando una disputa. Y lo había dicho con tal violencia, que su novio exclamó entristecido:
—Empiezo a desconocerla, ¡Lea!...
—¡Y yo empiezo a conocerlo! —replicó ella; y llamando a Salvador montó a caballo y partió con él al campo, galopando frenéticamente.
—¿Sabes dónde quiero ir?—dijo de pronto.
—¿Dónde?
—A la Isla de los Cajones... ¿Recuerdas?...
—Sí, pero es muy lejos.
—No importa, vamos.
El mozo, vagamente inquieto, intentó resistir. La Isla de los Cajones era un grupo de talas encaramados en lo más alto de un cerrito que comenzaba por una amplia ladera pedragosa para concluir en desordenado montón de grandes rocas. Bajo los talas veíanse restos de ataúdes, porque aquello había sido, en un tiempo, el cementerio del pago. Un lugar solitario y fúnebre.
—Es muy lejos, —tornó a decir Salvador.
—¡Quiero ir!—replicó imperiosamemte Lea y picó espuelas a su dócil tordillo.
Apuraron el galope por una cuchilla que el sol de Enero requemaba. Era una tarde cálida, seca y luminosa. Sobre las lomas, color de oro, flotaba algo como un polvo finísimo, enceguecedor. Había un silencio imponente y una inmovilidad general en las cosas y en los seres. Las vacas, las ovejas, los caballos, todo yacía en reposo; hasta las águilas y los caranchos parecían quietos, incrustados en el cielo, tendidas sin movimiento las grandes alas pardas.
Los dos jóvenes, con los rostros encendidos, los ojos brillantes, los labios secos, avanzaban sin cambiar una palabra.
Llegaron a la falda del cerro y empezaron a trepar lentamente. Los caballos desherrados sufrían, aflojaban las patas, heridos al pisar sobre los guijarros ardientes. Lea tuvo lástima.
—Bajemos, dijo; y sigamos a pie.
Así lo hicieron. Pero la cuesta era agria y el pavimento demasiado duro para los piececitos delicados de la niña. A poco la fatiga le obligó a detenerse.
—¿Quiere que volvamos?—propuso Salvador.
—No, no!... sigamos!... Dame el brazo.
Él se lo tendió con torpeza y ella se apoyó en él, primero con débil presión, después abandonándose, dejándose conducir casi a remolque. Ola! Las fuerzas no le faltaban al gauchito, que tnía educado el músculo en la vigorizadora gimnasia del lazo y del hacha; sin embargo le silbaban los oídos, las arterias martillábanle en las sienes y el corazón daba saltos desordenados y violentos. Una extraña, incomprensible angustia le oprimía el pecho, la vista se le nublaba, y cuando llegaron a la isla, tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol para no caer.
Lea trepó la última roca y púsose a observar con deleite el paisaje abierto ante su vista. Los talas proyectaban ancha sombra sobre su cuerpo, en tanto la cabeza, en plena luz, refulgía como una gran flor de oro. Había algo fantástico, algo como un símbolo en el grupo aquél, en aquellas dos juventudes pletóricas de vida, recibiendo en sus frentes una lluvia de sol, mientras a sus pies, en lo enteramente sombrío, negreaban las tablas podridas de los cajones de difuntos, de los difuntos desaparecidos ya, incorporados a la tierra.
¡Vida!... Salvador, absorto en la contemplación de su amiguita, advirtió con espanto que la amaba y abarcó con ello la inmensidad de su desgracia.
La niña, que no cesaba de palmotear y lanzar exclamaciones de admiración y alegría, volvió la vista hacia el muchacho y tornóse repentinamente seria y muda. Empalideció un poco. Lentamente descendió de las rocas, y, con la vista baja, dijo:
—Vamos.
En silencio llegaron al llano, montaron a caballo y regresaron a la estancia.
* * *
Durante dos días Lea permaneció encerrada en su cuarto,
pretextando una indisposición. Salvador, agobiado por la pena,
considerándose reo de un delito horrible, vagaba por la casa como una
sombra lastimosa.
Al obscurecer del segundo día hallábase sentado sobre las raíces del ombú más lejano, encorvado el cuerpo, abatida la cabeza, cuando una mano ruda le golpeó el hombro. Volvióse sorprendido y sorprendióse más al reconocer a su padre. Quiso ponerse de pie; don Fausto le detuvo y se sentó a su lado.
—Vamo hablar,—dijo con atemorizante solemnidad.
Salvador guardó silencio; el viejo comenzó
—Parece que ta dentrao la tristeza como a l'hacienda...
—No ando bien, tata.
—Compriendo... Andas encelao con la hija'el patrón y te da raiba saber que es comida preparada pa otro...
Salvador protestó.
—Encelao no diga, tata!... La palabra es fiera y la ensusea a ella al mismo tiempo que m'ensusea a mí!... ¡La quiero!
—Lo mesmo dá,—continuó el viejo impasible;—aura escúchame y aprontate p'hacer lo que te viá mandar... Hace veinte años yo era puestero. Vos tenías tres años... dos hermanitos tuyos habían muerto... Tu madre y vos eran mi vida... Era feliz... Pero los pobres no somos dueños e nada, tuito lo que tenemos es prestao... los patrones nos codisean hasta el apetito!... ¿Te acordás que una noche?... No, vos no te podes acordar, eras muy perjenio y estabas lejos, en casa e tu agüelita!... Güeno: una noche, mientras rondávamo una tropa, mi rancho se hizo ceniza... y con el rancho tu madre y un güei mamón...
—¿Quién prendió juego?—exclamó Salvador levantándose.
El viejo le obligó a sentarse de nuevo y contestó:
—Yo.
—¿Usté tata?
—Yo!...
—¡Oh!
—¡Ya sé!... ¡Juí un animal!...
El más culpable siguió viviendo, gozando, triunfando!...
Solemnemente, Salvador dijo:
—Nombremeló tata y le juro matarlo.
—Pa matar a un hombre que me ha ofendido, yo no preciso ayuda...
—¿Entonces?
—Entonce... Ese hombre tiene una hija que idolatra... ¡Tú puedes vengarme, haciéndolo sufrir como me ha hecho sufrir a mí! ¡echándole en las entrañas un veneno como el qu'el m'echó a mí! un veneno que no acaba de matar y que no deja vivir!...
—¿Quién es?
—El patrón.
Salvador dio un salto y exclamó con voz extrangulada por la emoción:
—¡Jamás, tata!... ¡Jamás!...
Y echó a correr por la quinta, loco, huyendo de su padre, que se le presentaba como el más abominable de los hombres.
Enloquecido, vagó un rato por entre los árboles, y luego, casi corriendo, volvió a su cuarto, buscó nerviosamente en el baúl tomó su pistola y salió dando traspiés como un ebrio. Al atravesar el patio vio a Lea, sentada en una silla de cuero. Estaba vestida de blanco, y, a la luz del farol colgado del zarzo, su rostro aparecía más blanco que su vestido.
Salvador se detuvo. Ella lanzó un grito y corrió hacia él exclamando:
—¿Qué tienes Salvador'?.... ¿Qué vas a hacer?...
—¡Voy a matarme!—rugió el mozo...
—¿A matarte?... ¿A matarte?...
Y después, acercándose y echándole el brazo al cuello:
—¿A matarte, ahora que yo te quiero y estoy resulta a que seas mi marido?
Salvador, anonadado, dejó caer los brazos... La pistola se escapó de su mano, sus ojos se llenaron de lágrimas...
En ese momento, jadeante, tambaleante, extenuado con la carrera, apareció don Fausto. Al ver el grupo se detuvo, los ojos demesuradamente abiertos, una expresión de demonio en su faz siniestra.
Lea, sonriendo con cariño díjole:
—Viejito, le presente mi futuro esposo... La bendición, tatita!...
Él dio un paso con los brazos levantados y crispados los puños; lanzó un sordo, horroroso gruñido... un espumarajo obscuro le llenó la boca ahogando la voz; tambaleó y cayó boca abajo, muerto, estrangulado por él odio, fulminado por su propio rencor.
Monologando
A Elías Regules.
Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...
—¡Me... caiga el rancho encima!... Yo p'aserruchar no soy
güeno... Si juese pa meniar hacha, no digo diferente; pero esto,
refregar ropa sucia o rascarse bichos coloraos, me fastidia, palabra!...
Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...
—¿El qué?... ¿Qué mete ruido el serrucho?... ¿Cómo?... ¿Qué
l'eche grasa?... ¡Sí!... ¡grasa!... ¡ya ni en las tripas tengo grasa
yo!... Me han secao hasta la riñonada con este trabajito de cortar
coronillas en miñanguitos, como chicolate, pa la cocina conómica...
¡Me caiga... en el lomo! ¡Dios redita en un tacho'e grasa a tuita la gringuería! ¡Cocina conómica!... ¡Leña cortada en piacitos como pulpa pa pichón de calandria!... Tuito por la nación, esa que el patrón se trujo de las Uropas!... ¡Pucha!... Aura acontece que hay que trair de las Uropas los toros, los carneros, los... caballos...—casi digo una mala palabra!...—Güeno... mala palabra no es...; en antes no era mala palabra, pero aura, con la cevilización... ¡Pucha, como me cansa el serrucho!...
Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...
—Ya ni ganas pa cantar tengo... ¿Y quién va tener ganas pa cantar
dispués de tres horas de meterle al serrucho, cortando sernos de
coronilla?...
Como si las coronillas juecen manteca!... Y a todo esto sin tener con quien prosiar... Güeno eso no, porque yo me vareo solo, pero de tuitas layas... Aijuna! ¡un ñudo! ¡uf!... Descansá un poco Tiburcio... Echate en el suelo... ¿Tenés tabaco?... Pitá un poco... Y yo pito... ¡bah!... aunque s'enoje la gringa... ¡Pucha! ¡cómo nos han echao a perder el país los gringos!...
Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...
—Meta serrucho!... ¡meta serrucho!... ¡Ya tengo el brazo
embarao!... Parece mentira, pa lo que viene a quedar un cristiano cuando
está lisiao como yo, con una pata como catre viejo y un ojo a lo
Casimiro... y a lo Casi... veo... ¡Pucha! ¡Lo que más me amula es esta
cuestión del ojo que del lao d'enlazar me lo hace ver tuito como ceniza!
¡Rengo y tuerto!... ¡Es como guitarra aujeriada y ¡sin clavijas!...
Señores, escúchenme:
Mi yegua tuvo un potrillo...
—¡Junaniante!... ¡Más voy pa la punta, más duro está el
coronilla, igualito que las mujeres; uno desafila el cuchillo buscando
la coyuntura, y cuando encuentra la coyuntura... ¡el güeso está
soldao!... ¿Y qué se v'hacer, diga?... La tararira se come las mojarras y
nosotros nos comemos las tarariras y si se nos atraviesa una espina...
escupir y meter el dedo... Hace como no se cuánto tiempo que no tomo un
mate, que no chupo un trago de caña, y meta serrucho pa la cocina
conómica de la gringa pelo barba'e choclo!... ¡Un criollo reducido a
esto!...
Señores, escúchenme:
Mi yegua tuvo un potrillo...
—Si hasta me sale mal entonao, y eso que me tengo fe pal
cantorio, pero aura estoy como guitarra con prima de acero: suena juerte
pero desafina... Yo no desafino... ¡Tengo un oido!... Antes que el
maldito malacara rabicano me quebrase la pata de una rodada, yo era un
bailarín de no te muevas: y antes de que el lazo escapao de las guampas
de un novillo me sacudiese con l'argolla en el ojo dejándome torterola,
yo era capaz de ver la Colonia detrás del Cerro!... Pero... encomencé a
juntar pulgas, y cuando uno está lleno de pulgas... rascarse y morder,
si puede...
Señores, escúchenme:
Mi yegua tuvo un potrillo...
—¡Es animal zonzo el hombre!... Con cualquier cosa se conforma:
si un tábano lo pica, se satisface con aplastarlo de una cachetada; si
los bichos coloraos lo comen, goza rascándose; si lo obligan a serruchar
en piaciacitos, un cerno de coronillas... serrucha!...
Señores, escúchenme:
Mi yegua tuvo un potrillo...
que de un lao era tordillo...
y del otro lao... tamién...
—¡Bien haiga la bien nacida! Se acabó el palo y otro que rejunte los pedazos, que yo voy a engordar pulgas al galpón...
¡Dame tiempo, hermano!
A Francisco de Viana.
Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos.
En el concepto gaucho, esto quiere decir que se revolcaban juntos, se rascaban mutuamente y relinchaban a tiempo.
Es posible que mucha gente entienda tanto esto después como antes de la explicación; y entonces será mejor que no siga leyendo, porque tampoco podrá explicarse el conflicto psicológico que se plantea en estás páginas.
¡Bueno! Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos. Peones en la misma estancia, obreros en la misma labor, durante años habían recibido la platita del patrón y los rezongos de la patrona. Juntos se habían achicharrado en los estíos y se habían helado en los inviernos lluviosos y habían dormido juntos, muchísimas veces a campo raso, rondando novillos en las lomas, o hachando coronillas en el bosque; y otras muchísimas habían dormido en el fondo del galpón, sobre cueros de vacunos o sobre fardos de lana, cuerpo contra cuerpo, poncho sobre poncho. En fin, eran como chanchos.
Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.
Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.
Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.
Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.
Benita era una criolla sabrosa como puchero de cola; ni alta ni baja, ni gorda ni flaca. Linda, no, pero con tremendos ojos llenos de malicia y con gruesos y rojos labios rebosantes de ansias sensuales.
La íntima amistad de los dos mozos, trajo como consecuencia la de Indalecio con Benita. La cosa empezó jugando. Un día, él dijo:
—¿A que te doy un beso?
—¡Sosegate, loco!—replicó ella, lucitando; pero Indalecio la besó no más. Primero la besó en la boca, haciéndola enrojecer; luego la besó en el cuello y entonces ella rió y escapó, simulando cólera.
De allí en adelante... el proceso amoroso siguió el invariable itinerario. Y llegó un día en que Juan Antonio, mateando a solas con Indalecio, dijo:
—Hermano: yo sé tu enrido con Benita y comprendés que hay que arreglarlo decentemente.
—¿Cómo?—tartamudeó Indalecio. Y el otro, con la voz pausada y sonora de un martillo que golpea un hierro, replicó:
—¿Cómo?... Cuando se ha trenzado un lazo, pa que sea lazo, hay que armar la presilla... ¿No es razón?...
—Dejuro.
—¿Cuándo querés casarte?
—Yo alo s é... Vos sabes que yo... En fin: ¡dame tiempo, hermano!...
—¡Seguro que te doy tiempo!... Si te he hablao asina es porque no se clava un poste sin cavar antes el aujero... ¿No es?
—Asina es.
Y por espacio de un mes, Indalecio y Juan Antonio siguieron siendo como chanchos, sin mentar más el asunto, porque el segundo no tuvo un instante de duda sobre la sinceridad de su amigo. Pero vino a suceder que, otro mes pasado, Juan Antonio supo que Indalecio se había arreglado, reservadamente, para ir de puestero en una estancia riograndense. Entonces, lo llamó, fueron juntos hasta el cañadón vecino, se sentaron en unas piedras. El sacó la tabaquera, armó un cigarrillo y pasó la guayaca a Indalecio. Acto continuo dijo:
—Hermano: las partidas han terminao y es necesario largar... ¿Te casas o no te casas
Indalecio, un poco pálido, contestó:
—¡Pero dame tiempo, hermano!...
—Sí,—respondió Juan Antonio;—te doy todo el tiempo que dure el cigarro qu'estoy pitando pa que resolvás lo que tu consencia t'endique. Si es que sí... más amigos que nunca. Si es que no... te albierto que te priendo juego sin asco... Pensá...
Indalecio tuvo un gesto de rebeldía, pero se contuvo. Meditó un momento y habló:
—Vea, hermano: yo no la quiero a Benita y no es dino acollararse con hembra que no se quiere... Esto es la verdá, resuelva....
—Yo resuelvo—contestó gravemente el amigo—matarte.
—¿Asina; como a un perro, sin darme tiempo'e defenderme?
—Asina.
—Indalecio meditó unos segundos; luego dijo resueltamente:
—Yo no la quiero a Benita; pero, aura, aunque la quisiera, no me casaría con ella porque vos serías el primero a despreciarme, creyendo que había condecendido de miedo... Prefiero que me mates a que me despresiés...
—Yo también lo prefiero,—respondió sombríamente Juan Antonio.—¿Última palabra?...
—Un gaucho no tiene dos.
—Dios te perdone, hermano.
Sonó un tiro y un hombre cayó muerto.
La venganza de Paula Antonia
Al doctor Felipe Luchinetti.
El altillo era una enorme pieza de diez varas de frente por cinco
de ancho; y parecía más grande aún con la desnudez de sus muros
blanqueados a la cal y con el mísero moblaje, consistente en una vieja
otomana pintada de granate, una mesa de luz, un arcón y cuatro sillas.
Las dos ventanas que daban al campo permanecían cerradas noche y día;
pero, en cambio, estaba siempre abierta la que se abría sobre el patio, a
través de cuyos pequeños vidrios Paula Antonia contemplaba, desde el
alba hasta el obscurecer, los anquilosados paraísos, el ombú secular,
los negros parrales, que hacían curvarse las vigas apolilladas del viejo
zarzo, las higueras despeluzadas como cabeza de mulata, y el
desconchado brocal del pozo, cuya roldana, herrumbrienta y gastada por
el uso, quejábase agriamente durante toda la vigilia.
De la mañana a la noche, mientras hubiese luz, Paula Antonia tenía fijos sus grandes ojos tristes en aquel rincón familiar. En primavera seguía la hinchazón de las yemas, el crecimiento de las ramas, la expansión de las flores; en otoño calculaba el momento en que se desprendería cada hoja muerta; para seguirla en los giros lentos que la conducían hasta el suelo, poniéndola a merced de la escoba; todos los pájaros, lo mismo los espineros, que tenían su morada constante en la cúspide de un paraíso, que los mixtos cantores y los chingolos acróbatas, todos los pájaros eran conocidos suyos; había una urraca, colicorta y con pergeño de chica bohemia, que solía ir en las auroras rojas y frías del invierno a posarse en la reja, golpear el vidrio con las alas y lanzar un canto buenamente burlón, al mismo tiempo que meneaba su penacho gríseo, desflecado, semejante al chambergo de un gaucho vagabundo.
Para los carnavales—que ese año caían en 3 de Marzo—iba a hacer veinticuatro meses que Paula Antonia llevaba de postración; veinticuatro meses tendida sobre su vieja otomana pintada de granate, boca arriba, mirando, unas veces al patio y otras veces su vientre que se inflaba, se inflaba, llenándose de agua como un rancho mal quinchado.
No protestaba, sin embargo, contra su destino, que siempre le fué adverso. De chica tuvo que soportar las agriedades de su madre tísica, y las intemperancias de su padre, borracho: muy buenos los dos, muy cariñosos; pero ella estaba comida por los bacilos y él ardía todas las noches en quemazón alcohólica. De casada, su marido la amó y la disfrutó un tiempo. No era linda, toda su belleza se la daban sus diez y ocho años. Con el tiempo fuese acentuando la tosquedad de sus rasgos. La mirada buena de sus ojos se hizo tonta, indiferente, agua turbia; sus labios, sin color, olvidaron el beso; los senos se extremaron en feas exuberancias; avacóse el cuerpo, en suma, y el espíritu no supo hacer nada para retener el alma consorte, que se iba muerta de frío.
Don Isidoro, en efecto, fué siempre un apasionado mujeriego, y desganándose cada vez más de Paula Antonia, concluyó por engañarla sin ningún reparo y hasta en su propia casa.
Ella sufría y callaba con una resignación hostil que le hizo perder las escasas simpatías que su marido le profesaba todavía. Éste, a los 50 años, conservaba una robustez de toro y su alma se mantenía tan alegre y voluble como en los tiempos juveniles. En cambio Paula Antonia había entrado en la cuarentena hecha una ruina, física y moral, doblemente trabajada por la pena incurable y por la enfermedad cruel y del mismo modo incurable.
Desde hacía dos años vivía postrada en el lecho, sola casi todo el día; al principio se turnaban, para hacerle compañía, la mulatita Amelia y Encarnación, la última muchacha que había criado Paula Antonia, sin que nadie supiese de dónde la sacó; además, don Isidoro subía al altillo un par de veces, de mañana y de noche, para informarse de ella; pero poco a poco, todos la fueron abandonando; le arreglaban la pieza y se iban; le llevaban la comida y se marchaban.
Y ella no profería una queja, dejando transcurrir los días en muda contemplación de los árboles del patio. Por eso don Isidoro se sorprendió grandemente cuando le avisó la mulatita que la patrona deseaba hablar con él. Hacía una semana que no la veía, y hacía más de un año que vivía maritalmente con Encarnación, de quien tenía ya un hijo. Paula Antonia para él, como todos en la casa, ya no era nada más que un viejo animal enfermo, al cual se atiende por compasión. Fué.
—Te mandé llamar—dijóle ella—porque sé que me quedan pocos días de vida.
—¡Bah! ¡No maulee!...—interrumpió Isidoro.
—Déjame hablar—prosiguió Paula Antonia;—me voy a morir, y antes de morirme, quiero pedirte perdón por lo que te he hecho.
Isidoro abrió desmesuradamente los ojos. ¿Qué podía haberle hecho aquella infeliz?... Ella, impasible, con una voz blanca, continuó:
—¿Te acordás de Pascuala, a quien tuviste de querida en el Puesto Alto, y que abandonada por vos desapareció después con un vendedor ambulante?
—¡Sí, es pa eso que más llamao!—dijo el gaucho con rudeza.
—Tené un poquito'e pasencia... Una vez me vino una mala idea, quise vengarme de lo mucho que me hacías sufrir y se me ocurrió una barbaridá.
—¿Qué querés decir?...
—Que Encarnación, a quien yo hice trair a casa y con quien vos vivís hace tiempo y con quien tenes un hijo... Encarnación es la hija de Pascuala, ¡Encarnación es tu hija!...
Isidoro palideció, y ella, cerrando los ojos y permaneciendo inmóvil como si ya hubiese muerto, balbuceó con voz muy tenue:
—Perdóname.
La chingola
A Luis Doello Jurado.
Lo llamaban el "Valle del Venteveo". Era chico: poco más de dos
mil cuadras cerradas al oeste por el arco de una serranía baja y azul;
al este por un río de frondoso boscaje; al norte un arroyuelo ribeteado
de sauces y sarandises; al sur un cañadón sobre cuyo lecho pedregoso
cantaban las aguas arpegios de vidalitas; encantando a las mojarras
blancas, alegres, lindas como mañanas de otoño.
Lo llamaban el "Valle del Venteveo", quién sabe por qué; venteveos había muchos, pero ¿qué clase de pájaros no volaba sobre las lomas graciosas, o no picoteaba en la verdura de los llanos o no alborotaba en la maraña de los montes, o no se bañaba en las lagunas o no se inmovilizaba, observando el horizonte desde las cobálticas asperezas de la sierra?... Como no existían bañados, faltaban chajaes, garzas y mirasoles; pero, en cambio, las perdices infectaban las cuchillas, en los charcos remaban plácidamente patos y biguás, en los caminos saltaban en cardúmen las cachilas, en el rastrojo hormigueaban las torcaces, en los eucaliptos disputaban las cotorras con estridencias mujeriles, en los postes del corral edificaban los horneros; sobre los paraísos trinaban cardenales, calandrias, pirinchos, jilgueros, mixtos, viuditas y chingolos; en la sierra, los cuervos cuajaban los molles como enormes flores negras, mientras desde los picachos, las águilas lanzaban a la llanura la mirada combativa de sus pupilas de fuego; y en el bosque, el enjambre, las alas de todos los tamaños, las plumas de todos los colores, los trinos de todos los tonos.
Había pájaros en cantidad fabulosa en aquel valle, al cual no me explico por qué llamaron del "Venteveo", honrando un bicho ordinario, atrevido, inservible hasta para ser comido. Quizá por eso.
De cualquier modo, aquel era el valle de los pájaros. A don Casiano, el dueño de la estancia, un cincuentón, fuerte y alegre, llamábanle el "Tordo", y tenía más de veinte ahijados en el contorno; a doña Micaela, su esposa, dábanle el apodo de "Urraca" por su avarienta tacañería; a Floro, el hijo mayor, conocíasele por "Picaflor" y en sus treinta años de existencia había pialado más corazones femeninos que terneros de marca; al mayordomo, Dionisio, le decían "Carancho", porque para medrar no le hacía asco a ninguna carniza, siendo capaz de tragarse, sin daño, una vaca con carbunclo; Luis, el peón favorito de don Casiano, era apodado el "Hornero", quizá por su aspecto modesto, quizá por su laboriosidad excepcional, y, por último, Margarita, la hija única de los patrones, la trigueña flacucha, en cuyo rostro menudo sobraban ojos y labios, la morocha que al caminar tenía compases de tango y al hablar compases de petenera, era conocida en el pago por la "Chingola".
Era buena, buena infinitamente buena, la "Chingola"; tan buena que a ningún mozo le negaba un beso ni se enfadaba jamás por un pellizcón; decía:
—¡Que bruto!...—y se reía.
Luis estaba zonzamente enamorado de Claudia, la "Chingola", pero nunca le decía nada y sufría al verla saltar, gritar, ágil y alegre como una chingola, en brazos de un galán cualquiera.
Un día—una tarde caliginosa—el "Hornero" estaba sentado sobre una cabeza de vaca, bajo la enramada, remendando un cojinillo, cuando la "Chingola" llegóse por detrás, le echó los brazos al cuello y, besándolo en la nuca, le dijo riendo:
—¡A la hora de la siesta no se trabaja!
Volvióse el mozo sobresaltado y con raro atrevimiento la tomó en los brazos, la estrujó fuertemente, le bebió los labios y exclamó luego, temblando:
—¡Yo te quiero!
—¿Sí?—preguntó ella sonriendo.
Él:
—¿Querés casarte conmigo?... ¡Vos no sabes cómo yo te quiero, cómo pienso en vos a cada momento, como me privo de todo placer, de toda diversión, para dir rejuntando unos pesos que me permitan hoy o mañana, levantar un casucho para ofrecértelo!...
—¿De veras?—exclamó la "Chingola", emocionada.—¡Pabrecito "Hornero"!—y abrazándolo de nuevo, lo besó con vehemencia en la frente, en los ojos y en la boca.
Ladraron los perros. Llegaban a las casas el sargento Serapio y un soldado. Claudia dio un brinco corrió al encuentro del recién llegado:
—Bájese, Serapio.
Serapio desmontó, le dio la mano, apretando la de ella; ella se arrimó a él y él la oprimió contra el pecho, largó la rienda, le tomó la cara con la mano izquierda y le dio un beso en la boca. La "Chingola" dejó hacer, y luego, dando un brinco, exclamó:
—¡Luis, está el sargento!
Luis, después de haber presenciado la escena, había tomado nuevamente la lezna y recomenzaba la compostura del cojinillo.
Prosiando
A Bernardo Maupeu.
Como cueva de peludo era el potrero. Serpeante senda, tan angosta
que las zarzas castigaban ambos flancos del caballo, y tan bajamente
techada por el entrecruzamiento de las ramazones que debía el jinete
mantenerse todo el tiempo echado sobre las crines; larguísima y obscura
senda, en parte cortada por canalizos, en sitios obstruida por troncos
atravesados, conducía al playo liso, limpio y verde, donde los matreros
reposaban en absoluta seguridad.
Afuera, en el campo libre debía estar sobrando luz todavía, porque aún no habían vuelto las palomas de su excursión a los rastrojos, ni cantado la calandria la oración de silencio; pero allí, en el potril diminuto, enmurallado por árboles de veinte metros de altura y con más ramas que hijos tiene un matrimonio pobre, amulatábase el cielo y podía darse por ido el día.
Al pie de un vivaró que se alzaba a manera de torrejón sobre la chusma montaraz, el viejo don Tiburcio y el imberbe Saturno cimarroneaban y proseaban a la espera de los compañeros que salieron al mediodía en busca de carne.
Las circunstancias, el sitio, la hora, todo era propicio a la meditación, a pasar revista al pretérito, desgajando, descascarando, poniendo al descubierto el "cerno" del palo, lo que resiste, lo que perdura, lo que deslinda y orienta.
Decía el viejo:
—Asina es j'el destino 'e los hombre... Pero yo siempre he creído qu'el destino no es un bicho ciego que sacude palo p'acá y p'allá, sin carcular ni eligir, voltiando lo mesmo al inocente y al indino... No; qué querés: no creo. El destino no marca asina no más, al puro ñudo, sino que cuando tira una lechiguana pa un lao y desparrama la yel pal otro, razón no le ha de faltar p'hacerlo.
—¡No pierda el paso, amigo don Tiburcio! replicó amargamente el mozo.—¿Tiene razón el destino p'aporriarme a mí, pongo por caso, o pa obligar a un hombre viejo y bueno como usted a disgraciarse y tener que ganar las baguales, mientras tanto desalmao vive feliz?... ¡No diga, don Tiburcio, no diga!... Que el destino es el destino y que uno no se libra d'él por más que haga, lo mesmo qu'el perro no se libra 'e las pulgas por más que se refriegue contra el suelo... estamos conformes; pero que sea justo...
Don Tiburcio interrumpió:
—¡Che, che! ¡no golopiés tan ligero, que al mejor parador se le atraca el estribo!... Yo dije razón y no dije justicia.
—Lo mesmo es negro que tiznao...
—Pa vos, que entuavía sos muy potrillo y confundís cicuta con "miomío"... Y cuasi tuitos confunden, creyendo qu'el destino es una cosa qu'está ajuera 'e nosotros, siempre al laíto, pa librarlo de un cayo a este y p'hacerle meter la pata en mi pozo a aquel... y no es asina, no; no es asina... El destino cada uno lo llevamos adentro, cada uno tenemos algo lisiao adentro y es de ahí que salen nuestras avestruzadas y nuestras penas... Unos más, otros menos, tuitos tenemos falla en el maquinismo que redepente empieza a ladiarse pa un lao; en ocasiones uno lo va sosteniendo y anque despacito, camina, camina, hasta que se empaca y no hay más remedio que apiarse y hacer noche en medio el' campo, pero si uno s'encapricha y hace juerza, y tuerce la manija... a veces lo endereza... y a veces se ruempe el pescuezo...
—Tuito eso lo hallo muy escuro—dijo Saturno; y el viejo, sin responderle, prosiguió:
—Fíjate en mí, que puedo servir pa ejemplo: me dio pu' el trago y le priendo al trago... Suele acontecer que me d'asco, y qu'en ocasiones al amanecer con el gañote reseco, las tripas recalentadas y la cabeza vacida como cañuto de órgano, me propongo darle güelta a la manija, aunque apeligre ponerme de poncho el pingo... Pero dispués me resuelvo a seguir la vida al tranco, que, de tuitas layas, con porrazo más o con porrazo menos, yendo a pie o en fierrocarril, naides pasa más allá del sitio ande ha 'e dejar la osamenta. Y eso sí qu'está escrito, che!... ¿Ande anda el porrón?
—Pu'acá lo vide.
—¡Alcánzamelo pa rezarle una Ave María!
Gaiardó silencio el viejo, y Saturno quedóse pensativo. Al rato dijo:
—Pudiera ser no más... Tal vez yo mesmo tuve la culpa 'e m'infortunio... No era mala Paula; pero tenía el corazón chiquito, yo le enllené 'e cariño y reventó!... Y después, pude largarla al campo y olvidarla, como se larga y se olvida un mancarrón asoliao... Debía haberlo hecho, y en vez, la cosí a puñaladas... ¡Bah! ¡Qu'esté adentro o qu'esté ajuera, el destino siempre arrempuja lo mesmo!... Déme un trago!...
Recuerdos
A Carlos Roxlo.
Eramos cuatro: un letrado estanciero, muy rico y muy noble; mi
joven político a quien un ventarrón llevó de su aldea al parlamento y de
éste al ejército revolucionario; un poeta exquisito y yo, anomo.
El hacendado, el joven político y yo, teníamos sobre el poeta tres indiscutibles superioridades: la primera saber andar a caballo; la segunda, llevar unas libras esterlinas en el cinto; la tercera... no ser poetas.
Él no poseía más caudal que su gran talento. Ahora bien: podéis creerme a no, pero os aseguro bajo mi palabra de honor que el talento es de una escasísima utilidad para un soldado revolucionario.
Allí, en nuestra guerra gaucha, el ser buen jinete permite gozar el summum de las comodidades, —léase: soportar el mínimun posible de molestias —sin contar con los servicios que puede prestar a los prudentes en un día de batalla, y a todos, hasta a los temerarios, en un día de derrota.
Y el poeta era un maturrango sin enmienda. Montaba unas veces por la izquierda y otras por la derecha, argumentando con aparente lógica que, siendo el caballo igualmente alto de un lado y del otro, y teniendo la silla idénticos estribos a diestra y siniestra, no existía razón para someterse al precepto rutinario que ordena subir por la izquierda. Desgraciadamente, los caballos no querían comprender este acertado razonamiento y con frecuencia aporreaban sin piedad al poeta.
En aquella campaña, larga y ruda, nuestro trovador pasó horas amargas. Él no sabía nada más que cantar, y sus cantos suaves, tiernos, melódicos no podían interesar allí, donde, casi diariamente oíase el canto de los fusiles y los cañones. ¡Cualquiera escucha una vidalita cuando está hablando un Canet!...
De ahí que el poeta, a pesar de ser bravo y muy capaz de hacerse matar al igual de cualquier bruto, fuese, en general considerado como un inútil. Un hombre, en efecto, que ignora el arte de acondicionar sólidamente su caballo durante la noche, que no sabe hacer fuego, ni menos un asado, ni aún cebar un mate, es un inútil, no cabe duda.
Algunas noches, es cierto, nos entretenía con sus anécdotas sentimentales y solía alegrar nuestras marchas recitándonos algunas de sus estrofas; pero, con poca frecuencia, porque habitualmente nuestros espíritus estaban más tentados por el reposo que por las deleitaciones artísticas...
Sin embargo, de uno de esos momentos de expansión intelectual guardo perfecto recuerdo.
Habíamos acampado junto al labio arenoso de un arroyo, bajo unos molles desgreñados como cabeza de mulata sirvienta de estancia antigua. Después de churrasquear, tirados boca arriba sobre las camas improvisadas con los recados, fumábamos contemplando el cielo de un azul turquesa, en medio del cual parecía enclavada, bañándose con su luz blanca y fresca, la luna plena.
Cerca nuestro, chispeaba aún el fogón. Los caballos atados a soga pacían gozosos la hierba humedecida con el relente. En todo el campo, un solemne silencio, sólo turbado por algún relincho lejano o por el zumbar de los insectos nocturnos.
Rato hacía de nuestra inmovilidad contemplativa, cuando el hacendado, lanzando un suspira sonoro, dijo:
—¡Mi nena!... ¡Cuándo podré verla y comerle la trompita a besos!...
—Yo también estaba pensando en mi novia—agregó el joven político.
—¡Y yo en mi fantasma! —exclamó el poeta con un acento de dolorosa sinceridad. Y como a poco todos empezamos a deshojar recuerdos y tejer esperanzas, desnudando las almas, el bardo, vibrante de emoción, se sentó en la cama y se puso a contarnos la miseria de sus amores. A los cinco minutos nos tenía dominados, salidos de nosotros mismos para vivir en las sensaciones de su relato. Me parece verlo aún, iluminado por la luna su puro perfil romano, revuelta su rala cabellera de oro, humedecidos los parlantes, ojos azules. Las palabras brotaban vertiginosamente de sus labios y la voz musical de un encanto extraño, de una seducción única, iba echando afuera, en chorro continuo, interminable, la hiel bebida en muchos años de bondadosa inocencia...
¡Miserable historia!... Había amado con la intensidad y la sinceridad con que aman los hombres-pájaros. Dormido en su mansión de quimera no advirtió jamás que la familia de su novia le iba extrayendo poco a poco su patrimonio, muy delicadamente, eso sí, y cuando ya no tuvo nada, cuando fué un pellejo vacío, le cerraron las puertas con una carcajada coral...
Y él siguió amando. Su prometida le hizo mil desaires. El siguió amándola. Del desdén pasó a la ofensa. Él continuó amándola. Ella se casó con otro. Él continuó amándola. Los amigos reían de él, pero él, en arranque lírico, exclamaba:
—"¿Acaso mi amor, acaso el cariño que la tengo, depende de ella ni de nadie?... Es mío, es un producto de mi alma que persiste independientemente de las personas y de las cosas!... El hecho de que esa mujer haya dejado de amarme, aún el hecho de que no me haya amado nunca, no es motivo para que yo deje de adorarla!"...
Cuando el poeta concluyó de hablar, y concluyó por que el llanto le ahogaba era muy tarde. Muy poco habíamos dormido, cuando el clarín nos ordenó ensillar, montar, marchar.
Tres horas después estábamos en pleno horror de batalla. Al obscurecer de aquel día trágico, en las angustias de la retirada tras una horrible y completa derrota, unas de las últimas balas enemigas fué a anidar en el pecho del poeta. Cayó moribundo. Nuestro auxilio era del todo inútil, y él comprometiéndolo así, nos dijo:
—¡Sigan, sigan no más!...
Luego, con una extraña expresión de fervor religioso, exclamó ahogándose con su propia sangre:
—¡Hubiera querido vivir unos cuantos años más, mientras tuviera calideces mi alma, para seguirla amando, para seguir repitiendo su nombre bendito!...
Y así expiró.
Consejo de guerra extraño
A F. Brito del Pino (hijo).
De esto hace ya largo tiempo.
El ejército contaba entonces con pocos jefes que no pertencieran al clásico tipo de los "militarotes".
Por regla general eran bruscos, groseros, nada sociables. Forzosamente habían de ser así, pues habiendo crecido y envejecido en continuo guerrear, primero por la independencia, después por la libertad, les faltó tiempo para cursar estudios y frecuentar salones.
Eran unos bárbaros.
A esta categoría, y de los más definidos, pertenecía el comandante Lucio Salvatierra; paisanote aindiado, petizo, rechoncho, gruñón, de cuya edad sólo se sabía que era "viejazo". Él mismo la ignoraba, como ignoraba el lugar de su nacimiento, bien que le constara ser "de allá, pu'el este", según su expresión. Se le suponía correntino, por la estampa; pero él protestaba, alegando las razones convincentes de que no lloraba para hablar, ni sabía nadar.
El caso es que, después de muchísimos años de pelear con blancos en el interior y con indios en la frontera, tenía ganado su descanso; y el gobierno de la nación se lo concedió, nombrándole jefe de la guarnición de Martín García.
Salvatierra aceptó el puesto sin entusiasmo; y luego, cuando hubo tomado posesión de su dominio, su mal humor estalló en juramentos y amenazas.
La "isla sublime" de Alberdi; la encantadora reina del Plata que soñara Sarmiento para capital de los futuros Estados Unidos de la América del Sud, se le antojó al gaucho una cancha ridícula para sus hábitos de centauro. Aquel peñasco estéril, clavado en mitad del río inmenso y donde no era posible "galopiar tres cuadras" le ponía fuera de sí. El gobierno se había burlado de él; o quizá, temiéndole, creyéndolo comprometido en alguna conspiración, lo enterraba allí junto con los presidiarios que debía custodiar, en compañía de los bandoleros que constituían la guarnición.
—¡Cueva'e víboras, de ratas y de aperiases, pero vivienda'e cristianos!...
Y después:
—S'acuesta uno y si se discuida y da una mala güelta en la cama, se cai al agua.
Su mayor ojeriza era para ésta, para la enormidad de las aguas "que noche y día corren vertiginosamente, galopando al ñudo", como exclamaba en su encono el comandante.
Sin embargo, no había más remedio que resignarse, y él se resignó. Por otra parte, no le faltaban preocupaciones, obligado como estaba a vigilar al mismo tiempo a presidiarios y guarnición, tan bandidos y tan a la fuerza confinados allí los unos como los otros. Dos veces en un mes había tenido que "darle gusto al corvo" para hacer entrar en razón y tornar a la obediencia al piquete amotinado.
Empero, la causa de su mayor tormento estaba en las continuas y misteriosas evasiones de presos y de soldados. Casi no transcurría una semana sin que alguno desapareciese.
¿Cómo? Embarcaciones no había. ¿A nado?... Era mucha agua la atrevasada entre la isla y la costa oriental, y si algún nadador de excepción era capaz de la proeza, resultaba materialmente imposible que la repitiesen uno tras otro, presidiarios y milicos; a los tres meses de su estadía en Martín Grareía, tres de los primeros y cinco de los segundos se habían hecho humo.
Salvatierra estaba furioso y se pasaba las noches en claro, rondando y prometiendo un castigo ejemplar si cazaba a alguno de los fugitivos o de sus cómplices. Pero todo era inútil. No encontraba nunca en la agria intemperie de la isla otro bicho viviente que la vieja yegua tubiana, una petiza sin dueño que pacía tranquilamente el pasto duro.
El comandante había llegado a cobrarle rabia a la tubiana, pues se le antojaba que a su paso, en las noches de ronda, aquélla lo miraba con cierta expresión burlona.
Cierta tarde, el paisano se sintió "medio apestao" y ganó la cama, mandando que le hiciesen un te de manzanilla y le pusiesen en el pecho unos parches de papel de estraza y cabo de vela.
—Pa cualquier mal, no hay cosa más mejor qu'el sebo—dijo.
Y a él debió sentarle bien, porque en la madrugada, algo más de una hora antes de aclarar, se vistió, empuñó su pistolón Lafoucheux y salió sigilosamente, desafiando el frío. Agazapándose, recorrió la costa, llamándole la atención la ausencia de la tubiana. La buscó inútilmente y ya empezaba a creer que se hubiese ahogado, cuando, echando, una mirada al río, vio, a la primera luz del día, un bulto que nadaba en dirección a la isla. Se ocultó de inmediato, y a poco notó con asombro que el nadador era yegua. Ésta, muy confiada, pisó tierra, se sacudió y se echó resoplando fatigosamente.
—¡Mu güeno!... ¡pero mu güeno!...— exclamó el jefe y volvió al cuartel, observando las mismas precauciones que a la salida.
Poco después se levantaba, hacía formar la tropa y empezaba la averiguación. Por lo pronto faltaba un milico, el mulato Estanislao.
Ante las amenazas terribles del comandante, la verdad apareció completa: en el momento propicio, el desertor se iba a la playa, montaba en la tubiana, se lanzaba al agua y así ganaba la costa oriental. Luego, la yegua puesta en libertad, se apresuraba a regresar a la querencia.
Por orden de Salvatierra la culpable fué traída a la cuadra. Allí se hizo un simulacro de consejo de guerra sumario y la tubiana fué condenada a muerte "por cúmple de resersión".
Se formó cuadro, se eligieron cuatro tiradores... y el "reo" fué debidamente ajusticiado.
Desde entonces las deserciones se hicieron rarísimas.
Marca sola
A Augusto Murré.
La tarde se acababa. Como la comarca, en toda la extensión
visible, era desoladamente plana, el sol se zambulló de golpe en el
ocaso, no dejando fuera nada más que las puntas de sus crines de oro: lo
suficiente, sin embargo, para avergonzar a la luna, que por el lado
opuesto ascendía con cortedad, sabiendo que sus galas no pueden ser
admiradas mientras quede en el cielo un reflejo de la pupila grande.
La glorieta de la pulpería se ensombreció repentinamente. Hubo un silencio, durante el cual, en un ángulo, veíase encenderse y apagarse una lucecita roja cada vez que el viejo Sandalio chupaba con fuerza el pucho mañero.
De pronto:
—¡Hay que desatar este ñudo!—exclamó Regino.—No puedo seguir viviendo medio augau con un güeso atravesao en el tragadero!...
—Arrempújalo con un trago'e giniebra,—aconsejó el viejo.
—No, ¡es al cuete!
—¡Qué ha'e ser al cuete!... ¡La giniebra li hace cosquilla a las tripas y alilea el alma, espantando el mosqueterío'e las penas!... ¡Métele al chúpis, muchacho, métele al chúpis!...
—¡No viejo!... Hay tierras que con la seca se güelven piedra, y con la lluvia barro, y cuando no matan de sé a las plantas, les pudren las ráices!...
—¡Muchachadas, no más, muchachadas!...
Regino se puso de pie, disponiéndose a salir.
—¿Ande vas?—interrogó el viejo.
—Pajuera, a tomar aire... ¡m'estoy augando aquí!...
—Vamo a tomar aire!... ¡No es la mejor bebida, pero es la más barata!... ¡Y dispués cuando un gaucho anda medio apestao del alma, necesita salir campo ajuera pa que naides les oiga los quejidos!... ¡Vamos p'ajuera!...
Salieron, yendo a recostarse en los horcones de la enramada, donde sus caballos esperaban mansamente que se apiadaran de ellos. Pero el viejo Sandalio era poco sentimental, y Regino tenía llena la cabeza con preocupaciones avasalladoras.
Aquel silencio pesaba sobre el alma bulliciosa del viejo gaucho, quien para quebrarlo, repitió su juicio anterior:
—¡Muchachadas, che; son muchachadas!...
—Puede—respondió Regino.
—¡Locuras, hijo, locuras!...
El mozo arrojó al suelo el cigarrillo, que se negaba a arder, y respondió colérico:
—¡Locuras!... ¡Locuras que son pior que la muerte; que son como peludo que hace cueva en el alma y escarba siempre, de noche y de día, de mañana y de tarde, a todas horas, sin parar, sin cansarse;... y cada vez las uñas se afilan más, y se hunden más adentro y cavan más hondo, y echan p'ajuera más tierra!... ¡Y esa tierra, viejo, es la ilusión que sale, es la confianza que se va, es la fe que se pierde!... ¡La cueva se alarga, se ensancha, se retuerce, y poco a poco se va llenando de dudas;... y con el tiempo, las dudas se pudren allá adentro, y se convierten en odio!... ¡Y entonces, viejo, entonces, el alma no es más que una osamenta agusanada que giede y qu'envenena!...
—¡A esos peludos, amigo, se Pechan los perros de la reflisión!...
—¡Si están juidos los perros!—respondió con amargura el gaucho.
—¡Sos vos qu'estás juido y con ganas de perderla sin correr!... Vamos a ver: ¿Qué quejas tenés de Filumena?
—¿Qué quejas?... ¡Ah! ¡Usted no sabe!... Esta mañana, no pudiendo aguantar más, la obligué a hablar. Y habló y me dijo ansina: "Ya que querés saberlo todo, yo te quiero, yo te he sido y te seré siempre fiel; pero antes que a vos, quise a Rumualdo, y el corazón no es una taza que se lava y que dispués de lavada no guarda rastro de lo que tuvo adentro!... ¡Y si a mí me ha quedao algo del cariño que tuve a Rumualdo, no es culpa mía, ni me lo puedo sacar, ni estorba al cariño que te tengo a vos, ni te ofende tampoco!"... ¡Ansina dijo!...
—¿Y vos?—preguntó el viejo.
—¡Yo tuve miedo de hacer una barbaridá, y monté a caballo y me vine, dando güeltas, tragando aire pa refrescar el alma y encontrar la portera pa salir del campo fiero!...
—¿Encontraste?
—No; ¡pero cuando uno se encuentra perdido, embretao, con la serrazón encima, no es delito meniarle cuchillo al alambrao!... ¡Yo voltiaré un poste pa vandiar!... ¡Un gaucho de raza no cuida caballo contramarcao. Aunque sea bien de uno, la marca del otro le recuerda que jué de otro!... ¡Qué se vaya! ¡que se vaya!... ¡Mi caballo y mi mujer han de ser de marca sola: de mi marca!...
Chupó el cigarrillo el viejo, y dijo:
—Eso era güeno en antes... ¡Yo soy más gaucho que vos, y ando en caballo emprestao... y hasta me ha tocado ensillar yeguas!...
—Cuestión de genios: yo andaré a pie, como los árabes, el día que no tenga pa ensillar animales de mi marca... ¡de mi marca sola!...
¿Compriende?
A Leoncio Monge.
—Hermano ¿cómo es el estilo de aquella décima que cantó el Overito en la reunión de Tabeira?
—No mi acuerdo.
— ¿No es así?
Y Pepe López, apoyado en el mango del hacha, silbó un estilo.
—¿Es ese?
—Puede. No mi acuerdo.
Y cubierto de sudor el rostro color de arcilla, bien afirmado sobre las recias piernas desnudas, Evaristo tornó a levantar el hacha que, con ritmo lento y majestuoso, caía sonoramente sobre el tronco grueso y duro de una arnera.
Pepe López se escupió las manos y continuó embistiendo a su árbol.
Durante un cuarto de hora sólo se oyó el ruido sordo de las herramientos mordiendo la leña viva. El sol caía a plomo sobre la gramilla y las zarzas y los árboles abatidos en el reducido potril. En el contorno, los guayabos, los coronillas, los virarós apretados, estrechadas sus armazones que habían resistido a los zarpazos de los vientos, se inmovilizaban, serenos y nobles, con la tristeza augusta del héroe que va a morir una muerte obscura. Las pavas del monte, escondidas en lo más hondo y obscuro, lanzaban su queja en un canto semejante a un ruego. Muy arriba, en plena luz solar, sobre penachos de los yatays, las águilas permanecían quietas, silenciosas, solemnes, como los últimos representantes de la raza madre en el martillo.
—Hermano ¿m'empresta su tostao pa dentrar en la penca'e Farías?
—No puedo, lo necesito.
—¿Pa matreriar?
—¡Quién sabe!—replicó Evaristo siempre taciturno.
Pepe López meneó la cabeza y siguió hachando.
—¡Me caigo... y no me levanto! —gritó.—¡Siempre ha de haber un ñudo pa un apurao y un bagual pa un maturrango!... ¡Cuasi me desloma este guayabo que se volió pal lao de enlazar como gringo recién llegao!...
Rió, cantó una vidalita, y luego, con el mismo tono irónico y jaranista, preguntó:
—Hermano, a usté nunca lo ha picao una crucera?
—¿Por qué pregunta?
—Pues porque he oído decir qu'el picao por crucera queda azonzao pa tuita la vida!...
Evaristo levantó violentamente el brazo, hizo relampaguear el hacha y la dejó clavada en el tronco del árbol. En seguida, dando un paso, fruncido el entrecejo, lívido el semblante, exclamó en son de amenaza:
—¡No me hable más de la carrera perdida!... ¡Se gana la plata, pero la pasiencia, no!...
Con paso lento, la cabeza alta, la mirada a un tiempo firme y cariñosa, Pepe López avanzó hacia su camarada, púsole sobre el hombro la mano ancha y corta, morena y dura, y díjole con voz casi solemne:
—¡Es por servirlo, hermano!... Yo tamién he sido potro cosquilloso y los primeros lazazos me hicieron espumar de rabia... Dispués, cansao de bellaquiar al cuete, m'entregué mansito, mordí el freno, hice sonar la coscoja... Muchas veces suelo hinchar el lomo, pero ya no corcobeo... ¡En el camino se hacen güeyes los novillos más ariscos!...
—¡Usté sabe mi desgracia!—dijo amargamente Evaristo.
—La sé, y la compriendo... porque he pasao por el mismo paso.
—¿Usté?
—Yo, sí.
—¿Y se conserva alegre y ríe y canta?
—¿Y di ay?... ¿Quiere que llore?
Evaristo ocultó la cabeza entre las manos, y cerrando los ojos, vio desfilar los obscuros episodios de su vida. Recordó cómo y cuándo conociera a Malvina; la emoción intensa al declararle su amor; la frase turbada con que le correspondiera; luego, sus desvíos, sus coqueteos, y por fin la huida con un pardo coquimbo, tocador de guitarra... Su pena, su desesperación y la filosófica frase del padre, el viejo Anacleto.
—Confórmese, amigo; la mujer es como la mosca: ¡lo mesmo se para sobre un terrón de azúcar que sobre una osamenta!...
Y un año más tarde, abandonada por su amante, Malvina tornaba al rancho paterno, y Evaristo, olvidando la falta, se casaba con ella... Él la amaba, la amaba zonzamente... Y ella lo engañaba con... éste... con aquél, con cualquiera que ofreciese satisfacción a su vicioso organismo. Lo engañaba sin escrúpulos, porque tenía el convencimiento de que era un idiota. ¡Todos los idiotas aman de ese modo y perdonan falsías semejantes!...
Pepe López dijo:
—¿Y por qué no la larga, aparcero?
—¿Por qué?—gritó Evaristo fuera de sí;—¿por qué?... Porque el miércoles pasao, al amanecer, cuando iba llegando al rancho, vide al zaino pangaré del sargento Pintos maniao en el palenque y la puerta cerrada!... Hice volar la puerta... él se me fué... lo corrí, escapó, ¿compriende, hermano?... volví al rancho, tenía l'hacha en la mano... le abrí la cabeza, le partí el pecho, saltaron los sesos, la sangre, las tripas... ¿Compriende?... Dispués metí todo en un bolsón de lana, lo cargué con la piedra de afilar, fuí a la orilla'e la barranca en la Laguna Sucia, empujé, cayó... los camalotes se rompieron, el agua hizo gorgoritos... ¿Campriende?...
—Compriendo—respondió Pepe López tendiéndole la mano.
La voz extraña
A Ricardo Rojas.
En los espesos espinillaros que cubrían, basta ocultar la tierra,
las dilatadas llanuras del Pay-ubre, comenzó a escucharse un rumor
grave, continuo, cada vez más sensible y nunca hasta entonces oído en la
comarca.
Era una extraña voz que venía desde el lejano sur, inquietando a la escasa población montaraz, que no le hallaba semejanza con las voces de los seres ni de las cosas por ella conocidas. A veces parecía un trueno, remotamente estallado; en ocasiones diríase el retumbar de miles de cascos de equinos lanzados en frenética huida; de pronto tenía las rabias del pampero que se hinca en el hierro espinoso de los ñandubays o que zamarrea, sin logran abatirlos, los airosos caradays de la llanura; por momentos recordaba el habla ronca del Corrientes en sus crecidas máximas; a instantes se endulzaba, remendando un coro de calandrias en armoniosa salutación a la aurora; y en determinados momentos era como un áspero rugir de pumas que hacía estremecer los juncos de la vera del río y achatarse las gamas en la oscura humedad de los pajonales.
Pero no era la voz del trueno ni la de los vientos, ni la de las fieras, ni la de los pájaros: esas voces las conocían bien en todos sus matices los montaraces pobladores del Pay-ubre. No. Era una voz rara, sin parentesco con la agria voz con que Añang salmonea en la oscura noche selvática su misa demoníaca, asistido por ñacurutús silenciosos y rodeado de baracayás y jaguarundís, cuyas fosforescentes pupilas destilan odio a la luz. No era tampoco el grito gutural de los guaycurús reventando en los tallos de los caraguatás, ardiendo en la púrpura de los ceibos, resonando en el bronce de los lapachos y en el hierro de los urundays... No era la vieja voz indiana, a veces melancólica como los lamentos del boyero, a veces altiva como el grito del chajá—gascón de los esteros,—otras burlona como el silbido del morajú, otras traviesa como las provocaciones del aguarachay, y, con frecuencia, imponente como rugir de jaguareté...
No; no era esa voz torpe, pero armoniosa y enérgica de la tierra indígena.
Tampoco era la voz cristiana que los vientos del norte solían traer, como un lamento, desde las herbosas ruinas de Apóstoles y San Carlos, en las acuitadas riberas del Pondapoy y del Cuñá Marió, donde se asolean las iguanas y se trenzan los ofidios sobre las piedras, devota y pintorescamente labradas por anónimos artistas jesuitas. Años hacía que no se escuchaba esa voz, cuyos últimos ecos dormían quizá en el misterio de las aguas muertas del Iberá...
No; no era nada de eso; era un rumor que no habían escuchado jamás los indóciles pobladores de la época precolombiana: ni lo sumisos obreros nativos del imperio jesuítico, ni los mismos padres, señores del dominio; ni los heroicos guerreros que formaban los tercios conquistadores, ni los esforzados capitanes que los conducían a la temeridad de la aventura; ni los linajudos señores que gobernaban y disponían en nombre y representación del poderoso rey de las Españas.
Vanamente intentaban los sencillos moradores de las ásperas soledades del Pay-ubre interpretar la voz extraña que venía del sur, que tenía algo de todas las voces conocidas: fiereza nativa, piedad cristiana, majestad del trueno, potencia de huracán, dulzura de canto alado, furor de torrente, bramido de fiera... Era imperiosa como un himno y era tierna como una endechaera enérgica y varonil y era al propio tiempo caliente y suave como el regazo de las madres. Era bella como nuestro cielo y majestuosa como nuestro sol.
Intimidando, como todo lo desconocido, sonaba, sin embargo, simpáticamente en el fondo de las almas sencillas de los rudos pastores que empezaban a sentir ansias de verla corporizada.
Un día, a principios de Noviembre de 1810, Atanasio Lapalma, que regresaba del sur, donde fuera conduciendo una tropilla de novillos, trajo la explicación del enigma: aquella voz compleja, extraña, imperativa, había sido lanzada a los ámbitos americanos por el pueblo de Buenos Aires reunido en la plaza Mayor el 25 de Mayo.
Y si la voz se oía ahora distinta, cercana, era porque en el pueblo de la bajada del Paraná, el general Manuel Belgrano la repetía con un grupo de mil patriotas que iban al norte predicando el evangelio de la Libertad.
En tiempo de guerra...
A Domingo Arena.
Avanzaban cortando campo, rehuyendo los caminos y los pasos
reales, deslizándose por quebradas, internándose en serranías,
aventurándose por picadas, entre montes espesos y pajonales cerrados. De
día marchaban apareados, cambiando raras palabras de tarde en tarde;
más al llegar la noche—noches obscuras, toldadas, sin luna, salpicadas
apenas de escasas estrellas pálidas—Donato se adelantaba, ordenando
silencio, por precaución y por evitar distracciones que hubieran podido
hacerle perder el rumbo.
Policarpo, el hijo único del rico estanciero de Mazangano, había abandonado precipitadamente la ciudad, donde cursaba su estudios, para correr en busca del ejército revolucionario. Llegado a la estancia, puesto de acuerdo con el negrillo Donato, su compañero de infancia, confió a éste la dirección de la aventura, reconociéndole una superioridad campera, adquirida en los cuatro años que él había permanecido en la ciudad.
Y el negrillo ordenaba con insolente rigidez.
La noche estaba terriblemente obscura y el trote continuaba con su fatigosa monotonía. Policarpo había aflojado las riendas al zaino y dormitaba con las manos apoyadas en la cabecera del recado, el torso hecho un arco y la cabeza caída sobre el pecho. Pero un tropezón de la bestia, una sacudida demasiado violenta, lo obligaban a erguirse, a mirar, a pensar.
A uno y otro lado, extendíase la inmensidad negra y silenciosa. Abriendo desmesuradamente los ojos, luchaba Policarpo por distinguir algo en las tinieblas, y a las veces creía ver delante un grupo de árboles, algo opaco como un monte, algo blanco, como una estancia, algo luciente como un arroyo; y todo ello allí mismo, cerquita, encima, hasta parecerle que su caballo iba a chocar con obstáculos que se desvanecían para ser inmediatamente sustituidos por otros no menos irreales y absurdos. Tan pronto eran luces fugitivas como altísimas murallas emergiendo de súbito, o sombras que corrían entre las sombras de la noche, tan pronto creía percibir ruidos lejanos, sordos como de tropas en marcha, como voces inmediatas, cuchicheos, gemidos, voces brotadas del suelo bajo el casco de los caballos... Dolores agudos le tenaceaban los muslos y los ríñones. Y al mismo tiempo, experimentaba mortificante escozor en las pantorrillas. Latíanle las sienes, ardíale el rostro...
Se iniciaba el día cuando hicieron alto a la entrada de un bosque espeso. Durante un buen rato anduvieron buscando senda practicable, hasta lograr internarse por una que, tras mil curvas laberínticas, los condujo a un potril pequeño, avaramente guardado con frondosa y áspera arboleda.
Desensillaron de prisa y Policarpo se tiró sobre el recado. Era quizá mediodía cuando despertó violentamente sacudido por el negro. Ante esta brusquedad e incorporándose, Policarpo exclamó malhumorado:
—¿Qué?... ¿A marchar?... ¡Yo no sigo más!... ¡Andá vos!... ¡dejame aquí tranquilo!
Donato respondió con tono despectivo:
—¡Manate maula!...
Y luego, imperioso:
—¡Es pa pulpiar, animal!
Policarpo abrió totalmente los ojos, vio clavado un asador conteniendo una apetitosa picana con cuero y, sin hablar más, desenvainó el cuchillo y comenzó a comer. Sólo después de hallarse satisfecho, se le ocurrió inquirir de dónde procedía el regalo. Donato dijo con orgullo:—Vaquillona gorda!
—¿Pero todavía estamos en campo de casa?
—¡Mu, pero mu lejos!...
—¿Entonces, te dieron —prosiguió ingenuamente el mozo.
Y Donato, después de reir con estrépito, contestó con protectora entonación:
—¡Bolié!...
Policarpo se alzó indignado:
—¿Cómo?—exclamó.—¿Un animal, ajeno?...
Y el negrillo, escarbándose los dientes con la daga, replicó doctoralmente:
—¡En tiempo'e guerra nada es de naides, tuito es de tuitos!... ¡Entuavía te faltan muchas cosas que aprender, manate!...
E’un chancho!
A Luciano Maupeu.
Grande, gordo, barbudo, cabalgando en una yegüita petiza, flaca y
peluda, Lucio Díaz llegó en un blanco atardecer de invierno a la
estancia de don Filisberto Loreiro Pintos, situada en "Capao de Leao",
entre las asperosidades del sur riograndense.
Cerca del galpón, bajo enorme higuero silvestre, sentado en grosera silla con asiento de cuero peludo, el dueño de casa, un viejito endeble, inmensamente barbudo, parecía dormitar. Y cuando el gaucho, deteniendo su cabalgadura, se quitó el chambergo y saludó, él observóle en silencio un buen rato, para mascullar después, sin quitar de los labios el largo y grueso cigarrillo de "río novo", liado en chala, un:
—Abaixa-te.
Lucio desmontó, y, solicitado y obtenido permiso para hacer noche, púsose a desensillar, en tanto el viejo lo observaba atentamente. Cuando, volvió de atar a soga su yegüita, don Filisberto afirmó:
—Tu es o Salao.
—Por mal nombre, sí, señor—respondió Díaz; y el viejo, siempre estudiándolo, interrogó de dónde venía.
—Del Estado Oriental.
—¿Acabau-se a guerra?...
—Entuavía no, señor; pero... ya nu hay caballos!...
Sonrió el viejo; e indicando a Lucio que se "acomodase" en el galpón, levantóse y fué andando lentamente, arrastrando los zuecos, hacia las habitaciones. Estaba preocupado. Comió con desgano la "feijoada", y al terminar la cena armó un formidable cigarro en chala de todo el largo de la mazorca, encendió y quedóse solo y meditabundo en el amplio y desnudo comedor. La presencia del "Salao"—cuya fama de gaucho guapo le era conocida—había hecho reverdecer en su espíritu un pensamiento dominador: vengarse cruelmente de su odiado vecino, don Hildebrando Sosa Junqueiro ("Librandito"), hijo de "Librando", su mortal enemigo. Con éste, la lucha tuvo sus alternativas; pero el heredero, joven, vigoroso, valiente y astuto, le había puesto el pie encima. Los años agotaron sus energías, sin disminuir, sin embargo, la calidez de sus perversidades mulatas...
Al día siguiente, de madrugada, llamó aparte a Lucio y le dijo:
—¿Tu conheces a Sosa Junqueiro?
—Conozco —respondió el gaucho.
—¡E un chancho!...
—Será, sí, señor.
—Mais... e bravo.
—Asina cuentan...
—¿Tu te animas a matal-o?
—Asegún.
—Receloso, el gaucho evitaba comprometerse. Don Filisberto explicó el caso: dábale trescientos mil reis y un flete elegido porque asesinara a Hildebrando; el caballo y cien mil reis en el acto; el resto después de consumado el crimen.
Lucio se rascó la cabeza. Andaba muy pobre; peliar, había peliado muchas veces y se había "disgraciao" varias; pero asesino, no; nunca había sido asesino... En cambio era gaucho, y tras breve indecisión, respondió:
—Aceto.
Se cerró el trató. El estanciero entrególe los cien mil reis y un overo azulejo "de rajar con la uña". El resto lo cobraría cuando le mostrara el cadáver de Sosa Junqueiro. Al obscurecer de ese mismo día, partió, recibiendo del mulato esta última recomendación:
—¡Degolla! ¡Degolla sem asco!... ¡E un chancho!...
Lucio Díaz conocía perfectamente a Hildebrando Sosa Junqueiro.
Sabía que era bueno, que era honrado y que... era "de los que no se
tragan sin mascar". Pero llevaba su plan bien trenzado y así fué que,
cuando a la mañana siguiente desmontaba, afablemente recibido por el
"fazendeiro", no titubeó en responder a la pregunta de qué andaba
haciendo:
—Vengo a matarlo.
Mirólo Sosa con fijeza, corrió disimuladamente la mano por la cintura, y cerciorado de que el facón y la pistola estaban en su sitio, contestó sonriendo:
—Faz teu gosto em vida, rapaz.
A su vez sonrió el gaucho. Contó el compromiso contraído con don Filisberto,—sin olvidar la recomendación de: "Degolla, degolla sem asco, que e un chancho”,—y el ardid que había ideado para burlar al "mulato", alma de escuerzo".
—¡Boa fumada!... ¡conta conmigo, rapaz!...—respondió Sosa lanzando una bulliciosa carcajada, encantado con la farsa.
* * *
Tres días después se comentaba en el pago la misteriosa
desaparición de Sosa Junqueiro. Al cuarto Lucio se presentó en "Capao de
Leao", reclamando la suma adeudada; pero Loreiro Pintos manifestó que
no pagaría hasta no ver con sus propios ojos el cadáver de su enemigo.
El gaucho tuvo que someterse, y esa noche, después de cenar, salieron
rumbo a la sierra. Cinco peones y catorce perros servían de escolta al
medroso y vengativo estanciero. Cerca de las doce serían, a juzgar por
la altura del Crucero, cuando hicieron alto, a la entrada de una abra
boscosa. Avanzando con cautela, llegaron a un sitio donde veíase la
tierra frescamente removida.
El mulato largó una interjección de feroz contento; pero no se dio por satisfecho, y ordenó que, con los facones, desenterrasen el muerto. Y entonces, a la luz de un pedazo de luna, apareció una cosa blanca y cerduda.
—¡E un chancho!—gritó furioso Filisberto.
—Dejuro;—respondió Lucio muy serio—Era un chancho con cuerpo 'e gente, y dispués de muerto, lo que juyó el alma, no quedó más qu'el chancho.
Filisberto lanzó un rugido de rabia; Lucio desparramó una carcajada, dio de riendas al overo, picó espuelas y se largó a escape por la cuesta abajo. El pingo era bueno: ni los perros ni las balas de los peones del mulato lograron alcanzarlo.
Justicia humana
Al Dr. Victoriano Martínez.
Ya no se veía más que un pedacito de sol,—como un trapo rojo
colgado en las crestas agudas de la serranía de occidente,—cuando don
Panta, echando la caldera sobre el rescoldo y el mate al lado, apoyando
en el pico de aquella la bombilla de éste, ordenó al decir:
—Vamos p'adentro, qu'el día está desensillando.
Cruzaron el patio, entre ortigas, malvabiscos, vértebras y canillas de carnero; y tras un puntapié dado al perro que dormitaba junto a la puerta y que salió gritando y rengueando, patrón y huéspedes entraron en el comedor de la estancia.
Los tres invitados rodearon la mesa y permanecieron de pie, el sombrero en la mano, los brazos caídos inmóviles.
En eso entró la patrona, una china adiposa y petiza que andaba con un pesado balanceo de pata vieja. La saludaron; los gauchos pidieron permiso para quitarse los ponchos y las armas; se sentaron; la peona trajo el hervido; cenaron. Durante la comida, la patrona se mostró disgustada, y no era para menos ¡no había podido entablar una conversación! Primero habló de la mujer del pulpero López, que era una gallega sucia, y los invitados respondieron a coro:
—Sí, señora.
Luego dijo que las hijas de don Camilo se echaban harina en la cara, no teniendo para comprar polvos y reventaban pitangas para darse colorete; y los gauchos tragando a prisa un bocado, atestiguaron diciendo:
—Sí, señora.
Después manifestó la mala opinión que tenía de la esposa del vecino Lucas; su indignación por la haraganería de las hermanas Gutiérrez; la repugnancia que le causaba la mujer de Fagúndez y el asco que sentía por la barragana del comisario. Y los invitados mascando, mascando, respondían siempre:
—Sí, señora.
A ella le dió rabia. ¡De ese modo, sin que nadie apadrine, no se puede hablar mal del vecindario! Y, pues, no se puede hablar. ¡Vaya una sociedad!... Don Panta el esposo, callaba zorrudamente, y tragaba con avidez, agradecido a los visitantes que impedían cayese sobre él el eterno mal humor de su consorte, mal humor que le dejaba sin comer cuatro días en la semana.
Concluida la cena, la patrona recogió los platos, golpeándolos; y al retirarse y dar las buenas noches, envió a su esposo una mirada furibunda. ¿Por qué?... El infeliz no había hecho nada, pero ella presentía que había de pasarse un rato charlando, jugando, divertido, y esto la mortificaba extremadamente. Al despedirse, gritóle a la peona:
—Apagá el fuego y cerrá la cocina con candao y traime la llave.
El patrón pensó: ¡no hay amargo!—y mirando para la alacena vio que habían desaparecido la botella de caña y los naipes.
El pobre hombre resopló, clavó los codos en la mesa, se arañó la carne entre las barbas espesas, y dijo:
—¡Pucha! ¡Es triste ser maula!...
Uno de los huéspedes, intrigado, preguntó:
—¿Por qué dice eso?
—Por lo del pobre Lemos. ¿No saben?
—No.
—Pues, Lemos, aquel muchacho, ahijao de ño Pedro, el domador, que supo vivir entre los Mandisovices, y que se disgració de mulita y lo han sentenciao la muerte.
—¿Pa muerte?... ¿Y qu'hizo?...
—Van a ver. Lemos se había casao con una moza bien parecida, hija'e un chacarero'e San José'e Feliciano. El muchacho, aunque es mala la comparación, era como güey pal trabajo, moderao, sin vicios, y prosperaba. Un día cayó al pago Villafán aquel indio asesino, terror de Montiel y que en el mesmo Chajarí degolló una criatura y le tiró la cabeza a la madre, que no le había querido un envite, diciéndole: "A yegua flaca hay que matarle el potrillo". Güeno: este Villafán llegó un día a lo'e Lemos, y hay no más se hizo dueño 'e casa. Lemos el pobrecito le tenía miedo. Yo no sé si su mujer le tuvo miedo también, pero... Él quería mucho a su mujercita ¡pucha si la quería! y supo y dejuramente la sangre le corcobiaba; pero el pucho era blandito y tenía que conformarse con mascar juego y tragar yel. Villafán, de verlo tan gallina, le encomenzó a tomar asco, y d'ihai, a afrentarlo en tuita forma. En una ocasión, en la pulpería'el gallego Pintos, lo mandó que le desensillara el caballo y como no anduviera ligero...—¡por esta cruz de Dios que es verdá!—le sacudió un rebencazo por el lomo! ¡Daba lástima' aquel cristiano, tan güeno y tan aporriao!...
Un día, Lemos jué a la pulpería, y cuando dió la güelta, se encontró a su mujer hecha una mar de lágrimas. Villafán había pasao por allí, la había golpiado a ella y al chico. La mujer contó todo sin dejar una tripa por dar güelta, y concluyó diciendo:
—"¡Qué disgracia cuando no hay un hombre en una casa!"...
A Lemos le pareció que lo rebenquiaban por la cabeza, con aquella frase, y sin decir nada, volvió a montar a caballo.
—"¿Pande vas?—le preguntó la mujer,—Lemos no contestó y salió al trote.
En el primer bajo se apio, le apretó la cincha al caballo, revisó la pistola, se acomodó el puñal, montó y marchó. Al llegar a la costa'el Mandisón Grande, se abajó junto al monte, maneó su flete y se jué a esconder detrás de un sauce, a la entrada'el paso. Él sabía que esa noche, el bandido debía pasar por allí para dir a un bailable que se daba en los ranchos de ño Pancracio, del otro lao del arroyo.
A poco rato de estar aguaitando, vio venir un paisano, en seguida, por el zaino malacara y por el poncho rayao, reconoció a Villafán, que se acercaba silbando un estilo compadrón.
El pobre mozo tenía en la mano la pistola amartillada, y temblaba. Caso de errar al primer tiro, era hombre muerto. Sabía que no iba a ser capaz de defenderse, que se iba a entregar como oveja, pa qu'el otro lo achurase. El miedo le escarbaba el corazón como si juera uñas de peludo cavando cueva pa escapar a los perros. Y la tierra, tirada p'atrás, le venía hasta el tragadero y lo augaba...
En eso, Villafán pasó por su lado, siempre silbando. Él se enderezó, le arrecostó la pistola al lomo, y le prendió fuego, con dos caños a la vez. El bandido saltó por las orejas del mancarrón, y toavía no había cáido al suelo, cuando Lemos, facón en mano, lo apretaba y se le dormía a puñaladas. Le dió hasta por la vida ociosa. El otro ya no resollaba, y él seguía encajándole la daga. Dispués, lo degolló a la correntina, arrancó la cabeza, la agarró de los pelos, la golpió un rato contra el suelo, y la tiró al agua.
Al otro día, muy temprano, Lemos se presentó a la autoridad y contó lo sucedido. No tenía miedo ¿qué l'iban a hacer?... La justicia lo agarró pa pelota. El defensor aprobó que era un hombre güeno, pacífico y demostró las judierías qu'el finao le había hecho, no más que porque era flojo. Todo jué al ñudo, amigo, y lo han condenao pa muerte. ¿Qué le parece?...
—¡Pues!—respondió uno de los huéspedes;—es asina la justicia.
Don Panta resolló fuerte, y pensando en los denuestos con que lo iba a recibir su opulenta consorte cuando se fuera a acostar, tornó a decir melancólicamente:
—¡Cosa triste, ser maula!...
Por un olvido
A Enrique Queirolo.
Invierno aborrecido aquel!... Era un llover que parecía que el
cielo se hubiese agujereado por todas partes; y los vientos medio como
locos, remolineaban, corriendo de aquí para allá, chiflaban con rabia y
tan pronto se agachaban, arrastrándose por el suelo, barriendo el campo,
y cacheteando bárbaramente a los árboles, como subían al cielo,
llevándose por delante a los pájaros que se inclinaban, como buque que
se va a pique.
—Y el frío!... ¡Virgen santísima!... El frío andaba suelto, mordiendo carnes con ferocidad de perro cimarrón.
A todo esto el sol, el único que podía sujetar un poco a aquellos tres bandidos,—la lluvia, el viento y el frío,—asomaba un poco la cabeza, miraba con un ojo solo, y se mandaba mudar en seguida, sin lástima, no digo por los hombres, pero al menos por los árboles y por los pobres corderitos recién nacidos.
¡Qué invierno canalla!
Recuerdo una vez, estaba anocheciendo y Paulino Suárez había desuñido junto al paso real de las Mulas. El arroyo estaba hondo, y si caía un chaparrón, el paso atrancado y un par de días de demora, pagando pastoreo en campo más pelado que badana.
Paulino Suárez, es claro, estaba con un humor de perro viejo acosado por la sabandija.
—¡Echa más leña, gurí!—de rezongó al muchacho que, arrollado junto al fogón, temblaba de frío lo mismo que cachila al pie de una masiega.—Y todavía no se había enderezado el chico, cuando ya el padre gritaba:
—¡Pero sopla el juego, haragán! ¿No ves que m'está augando el humo'?...
En eso se oyó a lo lejos el prolongado y triste rechinar de una carreta. El viejo prestó el oído y dijo:
—Son las carretas del pardo Serapio. ¡Siempre cachaciento el pardo!...
Chinándole lastimosamente los ejes resecos, las carretas avanzaban con su pesada lentitud de quelonio, en medio de los gritos del carrero, quien meneaba clavo y derrochaba interjecciones, ganoso de llegar cuanto antes al río, para largar, para matear, para churrasquear, para echarse.
Poco después los dos carreros se reunían en el fogón del primer llegado. El pardo dijo, acercándose a las brasas:
—Tiempo cochino, ¿no?
—Tiempo lindo... pa los aperiaces.
—Y un frío que da pereza.
—Yo carculo que a usted no carece dársela.
—Dejuramente, si está uno más sobao que coyunda. ¿Tiene algo pa calentar las tripas?
—Licor del pais.
—¡Convide, pues!
—¡Che gurí, alcansá el chifle!
Dieron sendos y frecuentes besos a la guampa labrada, saboreando con fruición la caña, que hizo decir a Serapio varias veces:
—¡Güenaza!... Mi hace acordar una vez...
—Si es pa mentir espere a mañana, cuando habemo uñido—interrumpió el viejo.
—Es tan verdá como que mañana vamo a llorar cavando peludos.
—Emprencipie, entonces, pero no ponga cuarta muy larga; porqu'ese asau aurita no más va'star.
—Pues hace cuatro invierno d'esto. Diba yo pu'este mesmo camino con cargas pal gallego López. ¡Un viaje bárbaro!... Un diluviar qu'era una bendición... pa las ranas, y un frío que daba calor... palabra... Yo traiba una cuarterola'e caña' l'Habana, y ¡claro! ¿qu'iba hacer?... Le bajé un arco, l'hice un aujero con la barrena, y dispués...
—Dispués con una bombilla chupaba... —¡Es viejo!
—Sí, eso es viejo, pero el cuento no llegó entuavía...
—Siga trote, entonce.
—Allá voy. Con tanto día'e viaje y tanto peludiar y tanto rabiar, chupé una barbaridá, cuasi la mita'e la cuarterola.
—¡Cristiano juerte!... ¡Bien dicen que no hay como los negros pa la caña!
—Disculpe, yo soy mulato, no más. Pues güeno: en conforme llegamo y descargamo, allí no más l'alvirtió el gallego. Yo vide que me había ensuciao y cuando me dijo con el habla de su idioma:
—¡Estu es una indinidás!
Yo me agaché pal suelo y respondí mansito:
—¡Fué un olvido, patrón!
—¡Qué ulvidu, ni qué ulvidu!—replicó furioso el farruco.
—¡Sí, patrón!... Vea: al vandiar el arroyo 'e las Muías, iba a enllenar la cuarterola, pero con la calentura de una volcada, me se olvidó...
Paulino Suárez rió sonoramente y luego preguntó al pardo:
—Y el gallego, ¿qué dijo?
—No me quiso pagar el flete.
—¡Vea, amigo!... Y tuito no más que por un olvido... ¡Si estos naciones no tienen lai a naides!...
Hay que ser justo
A Coelho Netto.
Al montar a caballo, en la enramada, don Mateo díjole al capataz Lucero:
—Anda marcando esos cueros lanares, que tal vez el pulpero García los mande levantar esta tarde... Fíjate bien en la pesada qu'el galleguito es como luz p'hacer mentir a la romana... Yo vi'a dir hasta el fondo el campo pa bombiar cómo anda la invernada chica.
Sin esperar respuesta, don Mateo arrancó al trote y a poco desapareció en el vallecito inmediato.
Iba caviloso. El objeto de su salida al campo no era visitar la invernada, sino aislarse, buscando la solución del asunto que le traía preocupado desde meses atrás: tratábase del noviazgo de su hija Mariana con el capataz Lucero.
Ambos se querían. Lucero, era un excelente muchacho, muy trabajador, muy honrado, que había crecido en su casa y a quien profesaba un afecto paternal. Él no veía inconveniente ninguno en esa unión, a la cual su esposa oponía una resistencia inquebrantable.
¿Por qué?... Podía invocar como única razón, la pobreza del mozo; pero ante ella, don Mateo le había recordado que, treinta años atrás, la hija del rico hacendado Luciano Pérez, había concedido su mano al gauchito Mateo Sosa, peón de su padre, y sin más caudal que un par de caballos, un regular apero y un bien ganado renombre de laborioso y honesto. Se casaron y fueron enteramente felices. Luego, el argumento era inaplicable, y doña Eduviges no lo aplicaba, como no aplicaba ninguno. No quería ese casamiento; simple y llanamente, no lo quería, empacándose ahí su obstinada negativa.
—¡Eso no es justo, canejo!—vociferaba el buen paisano, que tenía el sentimiento innato de la equidad. Toda su moral reposaba en ella. Cualquiera acción, hasta el asesinato, hasta la venganza atroz, se disculpan si "son justas". El ofendido tiene siempre derecho a castigar, a matar. Es justo, aunque lo prohiba la ley, que pena, pero no desagravia.
Por eso se hallaba empeñado en vencer las resistencias de su mujer, o, como él decía, "el capricho de la patrona". Por eso y por un cierto temor de las consecuencias. La juventud más respetuosa se desboca en casos semejantes.
—Lo que manda el amor —decía—lo manda Dios; lo mismo sea pa premio que pa castigo.
Había que concluir, de cualquier manera.
—Ñudo que no se puede desatar, se corta,—murmuraba, —dispuesto esta vez a menear cuchillo.
En el bajío dominaba un arroyito de arenosas playas y de riberas sombreadas por un bozo de sauces llorones. La tarde era calurosa. Don Mateo desmontó, le quitó el freno al caballo y mientras éste bebía deleitosamente, él se desnudó y se echó al agua.
Un cuarto de hora después, cuando se revoleaba en la arena, para secarse, estaba decidido a cortar, sin hurgarse más el caletre, buscando innecesarias formas de convencimiento. ¡Era justo y bastaba!...
Con tal propósito, montó a caballo y regresó a las casas.
Llegóse a la enramada y desmontó, extrañándole el silencio que pesaba, Fué hacia las habitaciones y al penetrar en la de Lucero, se detuvo atónito.
Su esposa, abrazada al capataz, besándolo ardientemente, exclamando con acento desfallecido:
—¡Amar siempre!... ¡siempre!...
Sintió don Mateo aligerársele el corazón y arrebatársele el rostro. Más, todo ello no pasó de repentina llamarada.
Cuando la culpable pareja se separó y cada uno de ellos quedóse inmovilizado por el hielo de la angustia y del bochorno, el viejo paisano dijo dirigiéndose a su esposa:
—Ya sabía yo que al fin habías de ser ajusta y conceder que los muchachos se acollaren, dende que se quieren. ¿Está arreglao?...
Ella, toda trémula todavía, dijo que sí: un extraño sí que sonaba a miedo, a vergüenza y a desganamiento.
Don Mateo se le acercó, le puso sobre el hombro la mano negra y velluda, y exclamó con sublime bondad:
—Perdóname, vieja, pero al principio pensé una locura; ¡dudar de vos!... Pero, ¡caracho!... ¡jué un rejucilo y di la güelta en seco!... Hay que ser justo, viojita...
Y le dió un beso.
Cosas que pasan
A Ezeauiel Ubaiubá.
Desde la tarde en que Ismael Martínez se enderezó y echando a la nuca el chambergo había gritado:
—¡No permito que naides hable de la finada mi mujer!—ninguno se atrevió a mentar en su presencia la dolorosa historia.
La historia era vulgar como un aguacero en invierno: un hombre joven, buen mozo, fuerte, trabajador, sin vicios, a quien su mujer engaña a los pocos días de casado. Él quiso matarla; luego, reflexionando que ni rebenque ni espuela, hacen andar al caballo cansado, prefirió desensillar y largar. La largó, en la esperanza de recomenzar la vida y alzar de nuevo el rancho caído.
Sin embargo, había pasado un año y la tristeza parecía aquerenciada en el alma del gauchito.
—¡Esto no va a salir nunca—dijo una vez;—esto es como palo ande dentra la polilla: no tiene remedio.
Lo dijo en un obscurecer caliginoso, bajo un ombú que había oído prosiar a los blandengues de Artigas; y el viejo Torcuato, que, bajo el mismo ombú había escuchado lamentarse a los guayaquises de Rivera, le pialó la frase y la volcó de lomo:
—¡Palo que vive no se apelolla nunca!...
De seguida, aprovechando el momentáneo sometimiento del mozo, echóse a decir:
—No' hay carne fiera pal que sabe asarla... Mira... Yo supe tener un amigo llamao Dionisio Lafuente... Era mozo guapo, juerte pa la lidia y güeno como una madre... Se le atravesaron unas naguas. Amó. El cura le ató la collera. Él se asemejaba a la gramilla que cuanti más la comen, más retoña pa dar de comer a más animales: ella era como el míomío que vive p'hacer reventar al que lo masca... Él la cuidaba mesmo que se cuida un parejero... Vino un cachorro... Dionisio puso doble al cariño de su mujercita... Vino un día... en que le pasó lo mesmo que a vos, en que, como vos, tuvo ganas de probar el filo del facón, y en que, carculando el ancho del arroyo, agarró el de amansar potros, le calentó los costilares y la hizo juir pal campo, yegua orejana cuya cría pertenece a quien la marca!...
Y dispués si te he visto no me acuerdo y échale sebo a las brasas que la cocina está escura!...
Tosió el viejo; miró a Ismael que lagrimeaba, y continuó:
—Dionisio se quedó con el guacho, y se puso a plantar en el alma varejones de sauces, que echaban ramas y más dispués se secaban. Y su alma estaba siempre seca y dura como camino de sierra. Y una vez el muchacho se apestó, le dentro fiebre y comenzó a balar.
—¡Mamita!... ¡Mamita!... ¡Mamita!...
Dionisio estuvo peludiando un tiempo largo en el pantano 'e la duda y al cabo y al fin se arremangó la consencia y... ¿comprendes?
—No compriendo,—respondió hosco el gauchito.
—Pues mandó buscar a la indina, y en el empeño de salvar al cachorro moribundo, sobre los terrones del rancho caído levantaron otro rancho y aura viven felices, al calor de sol que lo mesmo protege al trigo que al abrepuño!...
—¡Güeno pa la gente sin recuerdo!—exclamó Ismael.
—Mira muchacho,—observó el viejo;—si uno hubiera 'e vivir de los recuerdos, no sembraría dispués que la helada le perdió una cosecha, ni gastaría en carneros cuando un temporal le arruinó una parición!...
El joven permaneció largo rato silencioso, luchando entre el orgullo y la afección y dijo al cabo:
—¡No importa!... ¡Las marcas no se borran!...
—Sí, se borran, contramarcando,—respondió sentenciosamente el anciano paisano;—contramarca!...
Ismael guardó silencio; guardó silencio por mucho rato, por un rato largo como un lazo de gaucho antiguo. Cenó poco; ensilló en seguida, montó, partió. Y el viejo don Torcuato pudo ver que, en vez de enderezarse para su rancho, tomaba rumbo opuesto y se iba a galope tendido hacia el sur, en dirección a las Caraguatases, donde aburrida, triste, solitaria y arrepentida, se consumía la mujercita expulsada a rebenque.
Y el viejo sonrió.
Arriando novillos
A Cándido Campos.
¡Si habré yo visto noches endiabladas, de viento, de lluvia, de
frío, de truenos, de rayos, todo revuelto y enfurecido en una negrura de
fondo de zalamanca!... ¡Pero esa noche!... Aquello no era llover, era
diluviar. Parecía que Dios, después de haber abierto los grifos del
cielo, se hubiera ido a matear con San Pedro y que, discutiendo
parejeros, se hubiera olvidado de volver para cerrarlos...
Caía agua como calamidades sobrecristiano sin suerte; y, entreverados con el chaparrón, unos truenos bárbaros, amenazando romper el techo del campo, y unos relámpagos inmensos que corcobiaban en el cielo, jediendo a rayo.
¡Qué noche, madre mía!... Y era en Agosto, con un frío que daba asco.
Yo tenía las botas llenas de agua, la bombacha pegada a las piernas y el poncho, empapado, me pesaba sobre los hombros como si me hubiese caído encima uno de los cuatrocientos novillos gordos de la tropa.
Debo advertir que era en el tiempo de antes puro campo abierto, sin calles alambradas, sin corrales donde encerrar. Y llevábamos tres días, arriando novillada chúcara, liviana de pies, armada en cornamenta, sobrada de bríos, brava y potente como los espinillares del Cebollatí, de donde la habíamos recogido a tarascón de perro en los garrones.
El frío, el sueño, el cansancio, habían hecho de mí algo semejante a una pulpa blandita cubierta de espuma... asquerosa: una de esas pulpas de res flaca y cansada, que ni los perros mascan. Palabra: ¡no exagero!...
Era la primera vez que tropiaba. Los peones me consideraban un tanto cajetilla, y el amor propio me obligó a esfuerzos cpie luego comprendí eran, zonceras y zonceras peligrosas.
Pero vuelvo al relato.
Habíamos hecho alto, y aun cuando no me correspondía el cuarto de ronda, quise hacerlo para demostrar resistencia a los gauchos rudos y burlones que me acompañaban. A caballo, tiritando de frío, maldecía mi ocurrencia de meterme a tropero y pensaba: ¡si cada uno de los que comen tranquilamente en sus casas del pueblo el asado y el puchero, supieran las penurias sufridas por el gaucho anónimo que condujo la res a la tablada!... Pero esas cosas no se saben; ¡y si por casualidad, llegan a saberse, no se les hace caso!...
Bueno. Yo tenía los ojos duros de sueño, un hambre de perro gaucho y un frío, un frío... Sólo la vanidad me impedía dejarme caer del caballo y dejar que el diablo marchara con la tropa. Cavilaba y maldecía cuando se me acercó don Pascual, el peón más viejo de mi cuadrilla, y me dijo:
—¿Quiere churrasquiar?
—¿Adonde?
—Aquí no más.
Me pareció absurdo, pero accedí. Bajo una carona que servía de techo, don Pascual cavó un pocito, hizo fuego, chamuscó un churrasco. ¡Delicioso manjar!... Carne flaca, medio cruda, sin sal... ¡Delicioso manjar!... ¡Nunca he comido otro semejante!...
En cuclillas, echado el poncho sobre la cabeza, oía la lluvia que al caer sobre la tela endurecida hacía papapá, papapá, papapá. Y como el viejo encontró modo de armarme y encenderme un cigarrillo, yo estaba contento. Empero, Pascual hablaba, y hablaba de cosas que, francamente, maldita la gracia que me hacían. Hablaba de cosas trágicas: en el campo, lo normal, lo natural, lo simple, no merece los honores del relato...
—Vea, patrón—me decía,—yo, ande me ve, ¡yo he presenciao cada disparada!... Vea, estando en la punta verbigracia como estamo aura, en una noche fiera como esta, en un redepente se ha asustao el ganao, ha remolineao ¡y ha clavao la uña!... Apenitas si me dió tiempo pa saltar en pelo y cerrarle piernas a mi lobuno viejo y disparar, revoliando el poncho y gritando tuito lo que me daba el gañote... Pero al ñudo: disparaban como luz y yo sentía detrás de mí galopar unos centenares de cuerpos que m'iban a dejar como relleno'e pasteles... Grité más juerte, le clavé las chilenas al lobuno, y...
—¿Y…?
—Y el lobuno, amigo, se encontró con un pozo y se dió güelta como carreta en ladera!... Los novillos me pisaron, me bostiaron, me rompieron una costilla y...
Interrumpiendo bruscamente el relato, don Pascual dio un brinco y me gritó:
—¡A caballo!...
A continuación de un trueno horrísono, la tropa entera remolineó, bufó y emprendió furiosa desbandada. Yo no sé cómo monté a caballo, cómo corrí, lo que grité, lo que me pasó. Ya no tenía frío, ni sueño, ni cansancio. Veía pasar a mi lado tan pronto un lívido relámpago, como un par de aspas agudas, y oía gritos, los gritos de mis peones y los gritos de los truenos, y al mismo tiempo resonaban en coro trágico la tierra y el cielo. Fué aquella noche una noche de pesadilla vivida. Al día siguiente, restablecida la calma, pude advertir que me faltaban cerca de cien novillos. Y me faltaba algo más: el viejo Pascual.
Lo buscamos y lo hallamos en una quebrada muerto, quebrado el pescuezo, destrozado el cuerpo por las pezuñas de los novillos que le habían pasado por encima...
Y así fué mi primera tropa.
Horqueta en las dos orejas
Para Andrés y Pablo.
El que construyó la Azotea del palo-a-pique debió ser un
atormentado neurasténico: en las diez mil hectáreas, que entonces
componían la heredad, no era posible hallar sitio menos apropiado para
una población.
Alzábase la casa sobre un cerrillo pedregoso, casi rodeado, en curva estrecha, por un arroyo arbolado, que corría en el fondo; los vientos del sur, pasando sobre el bosque, azotaban furiosamente el cerro y la azotea que le servía de casquete; y los vientos del este, galopando en libertad por la cuchilla, iban a desparramar allí sus furias ladradoras.
El frente principal del edificio miraba al sur; el otro al oeste, como hecho expreso para que las humedades completasen la acción dañina de los vientos. Y por demás está decir que no había un sólo árbol. ¡Qué árbol iba a arraigar en aquel macizo granítico, donde fueron menester el barreno y la dinamita para abrir los cimientos!… De allí al paso real —único que existía en más de una legua de río— la distancia no era mayor de tres cuadras; pero de tal proclive y de tal modo erizado de guijarros y agrietado de zanjas, que para ir por leña al monte o por agua a la laguna, la carreta o la rastra debían ejecutar un rodeo de unos tres cuartos de legua por lo menos.
Sembrar, no se podía sembrar nada entre aquellas peñas donde la tierra, traída en las alas de un viento, se iba en alas de otro viento. Ni pasto nacía; apenas aquí y allá algunas maciegas de hierba larga, dura y rígida que hasta las chivas despreciaban.
El dueño de la estancia—que debió ser loco—desapareció misteriosamente, dejando la propiedad, muy mermada, a sus cuatro hijos, tres varones y una mujer. Sandalio, el mayor, la administró un poco de tiempo, el necesario para fundir tres cuartas partes de la hacienda, y una tarde apareció ahogado entre los camalotes de la laguna del paso. Sucedióle Martín, quien en dos años se bebió dos suertes de campo y murió en un bajío, donde, al regresar de la pulpería, ahito de caña, en una noche de Agosto, cayó del caballo y lo agarrotó una helada. Sixto se hizo cargo del establecimiento, y como era mujeriego, bebedor, jugador y peleador, fundió rápidamente el patrimonio y se hizo matar en una reyerta de tugurio.
Entonces Serapia, que iba en los cuarenta, y era flaca, fea, picada de viruelas y medio idiota, heredó lo que quedaba, un potrerito de trescientas cuadras y el caserón. Como era idiota, fué sabia. Se hizo construir un ranchito en la costa y arrendó campo y edificio a un español almacenero: a Julio Ludueña, que había reunido un capitalito con un boliche, situado en un pago de menesterosos, ranchería de chinas y de cuatreros, ambicionaba parroquia más distinguida.
Serapia hizo excelente negocio, pero el de don Julio fué de ruina. En tres años de trabajo hallábase en vísperas de liquidación forzosa. Pero como era navarro; era terco y porfiaba, desquitándose de sus fracasos comerciales jugando noche a noche encarnizadamente al mus, por las conservas y el vino, con el tabernero Benito, con el indio Saulo, su peón de carro, con su dependiente Emilio y con don Plácido, que tenía su estancia en el otro lado del río y que se pasaba semana enteras en casa de Ludueña.
Don Plácido era muy viejo, muy rico, muy vivo y absolutamente solo, porque en su decir:
—Acollarao, ningún animal engorda.
Siempre estaba alegre, siempre reía.
—Hay que tener mucho cuidado con la hiel—aconsejaba—al carniar una res; si uno la desparrama, arruina la carne, y en uno mesmo, si la sacude, amarga hasta la saliva.
Era un optimista, y don Julio siempre ceñudo, decíale:
—Usted tuvo suerte; la cuestión es tener suerte.
—No, replicóle el viejo; lo de la suerte es cuento e viejas, como el pato jediendo, los lobinzones y las casas asombradas... La cosa es saber rumbiar y no distráirse en el camino cuando hay que llegar a tiempo.
—Vea—agregó.—Yo, al prencipio, tamién era medio zunzote. Fuí capataz de don Bruno Sosa—que Dios perdone—y me hacía trabajar como negro y nunca prosperaba, porqu'el hombre era más cerrao que campo de ingleses. A la larga me cansé y le exigí al patrón que me pagase los meses que me debía, porque estaba resuelto a marcharme.
—¿Y pagó?
—No pagó. Pero me dijo que me quería mucho, que yo era su crédito y que me daría trescientas ovejas pa criarlas en el campo, tuito pa mi, lana y procreo.
—¡Gran viruta!...
Yo aceté. Aparté las ovejitas y me saqué un boleto'e señal: horqueta en las dos orejas.
—¡Linda señal!
—Linda. Sobre todo teniendo en cuenta que la del patrón era rajada en las dos orejas... En la tarde señalábamos los borregos asina... (y el viejo, con la punta del cuchillo dibujaba en el ladrillo del piso) y a la mañanita yo iba al campo y a la mita de los corderos le hacía asina en las orejas: le rebanaba las puntas, y de rajada, quedaba orqueta... De esa laya me hice rico... Pa triunfar en la vida, hay que saber tomar el rumbo y hay que saber... elegir la señal... e la suerte... ¡ríase, don Julio!...